CAPÍTULO PRIMERO
CUANDO llegaba a las inmediaciones de Green Lake, Barry Leach observó que el indicador de gasolina marcaba poco menos que cero. Por fortuna, había una estación de servicio a la entrada de la población y ello le vino de perillas para repostar.
—Revise también el aceite, por favor —pidió al empleado.
—Bien, señor.
Leach sacó de la bolsa de la portezuela de su lado un mapa de carreteras y lo estudió con detenimiento. Sí, allí veía un camino que podía ahorrarle algunas millas en su ruta de vuelta. No era que tuviese una prisa excesiva, pero si conseguía regresar más pronto, tampoco tendría por qué quejarse.
Cuando el mozo anunció que ya había terminado, Leach abonó el importe de la gasolina. El aceite estaba bien, le informaron.
—Gracias —dijo el viajero, a la vez que añadía una buena propina—. Antes de seguir viaje, tomaré una taza de café. Por cierto, he visto un camino que cruza Aspid Hills.
—Así es, señor —confirmó el empleado—. No está en muy buenas condiciones, pero se puede utilizar sin peligro. Además, al otro lado de las colinas hay un paisaje muy bonito.
—Gracias otra vez.
Leach llevó el coche a las inmediaciones de la cafetería. Tras apearse, encaminó sus pasos directamente al lavabo. Luego fue a la barra y pidió un café.
Mientras sorbía el brebaje, encaramado en un taburete, divisó a una hermosa joven a través de la cristalera. Ella estaba en pie, con un bolso en las manos, juntas sobre la falda, y una maleta a su lado.
—Espera a alguien —se dijo Leach.
Un vehículo se paró en aquel momento y de él se apeó un hombre de regular estatura, fornido, casi rechoncho y con las cejas muy espesas. El individuo habló con la joven y ésta asintió. Luego, el recién llegado se apoderó de la maleta y, mientras ella le seguía, la puso en el departamento posterior de la enorme ranchera en que había llegado.
La ranchera arrancó apenas la joven se hubo instalado junto al conductor. Unos segundos más tarde, Leach pagó su consumición y abandonó la cafetería.
Subió al coche y lo puso en marcha. Atravesó la población a velocidad moderada; no tenía ganas de encontrarse con un sheriff quisquilloso. Green Lake, observó, era una ciudad como muchas situadas en las inmediaciones de un paraje pintoresco, donde solían llegar turistas todos los domingos del año y, en especial, durante las vacaciones del verano. El lago que había dado su nombre a la población se hallaba a unos dos kilómetros hacia el Sur y brillaba como un espejo, reflejando la luz de un sol que apenas si acababa de pasar el punto máximo de su curva diaria.
Green Lake, por tanto, era poco más que una calle central, muy ancha, llena de edificios dedicados la mayoría a tiendas y locales de esparcimiento. Hacia el sur se divisaban, ocultas casi por los árboles y la vegetación, numerosas villas de recreo.
Aspid Hills, la cadena de colinas observada antes en el mapa, quedaba en dirección opuesta, hacia el norte. Leach enfiló el camino que cruzaba las colinas a los trescientos metros de haber abandonado la población.
Delante de él, a unos mil quinientos metros, divisó la ranchera en la que viajaba la hermosa muchacha vista en la estación de servicio. Debía de vivir por los alrededores, pensó, sin profundizar más en la cuestión.
A partir del desvío, el terreno iniciaba una ascensión que, poco a poco, se hacía más pronunciada. Sin embargo, no era nada que no pudiese vencer el potente motor de su «Chevrolet» 74. Ciertamente, era preciso tener un poco más cuidado que en la carretera, aunque tampoco las dificultades podrían calificarse de insalvables.
El contraste entre las colinas y el paisaje que quedaba atrás, envuelto en el polvo que levantaban las ruedas de su coche, era evidente, La vegetación de las colinas era muy raquítica, debido a la extremada aridez de su suelo, predesértico. Ni siquiera la humedad del relativamente cercano lago bastaba a mejorar las condiciones del terreno.
A unos tres kilómetros, se adentró en un paso que serpenteaba entre dos colinas de tétrico aspecto. El desfiladero, sin embargo, no era una maravilla de la naturaleza, digna de ser recordada toda la vida. Era, simplemente, el resultado del encuentro en la base de las laderas de dos colinas.
A los pocos minutos, notó que había alcanzado el punto máximo de la divisoria. El camino empezó a perder altura, pero el máximo alcance de su visibilidad era muy corto, debido a las continuas curvas, que se enroscaban y desenroscaban entre dos paredes muy juntas, aunque de no demasiada pendiente.
De pronto, salió a terreno despejado. Al otro lado había árboles y agua en abundancia, apreció. Había también bastantes colinas y lomas, pero de cota mucho más inferior y con un aspecto notablemente más distinto. El viajero respiró, aliviado.
Leach se dio cuenta de que había perdido de vista a la ranchera. Pero, de repente, con gran asombro por su parte, tuvo que frenar.
Delante de él, una recia valla, de postes metálicos y red bastante tupida, igualmente de metal, cortaba el camino. Sobre la puerta, de dos hojas, divisó un rótulo:
WALLIS FARM
PROPIEDAD PARTICULAR
PROHIBIDO EL PASO
Durante unos momentos, Leach se sintió desconcertado. Las huellas de la ranchera que le había precedido eran fácilmente visibles en el polvo del camino. Pero antes de que pudiera hacerse más reflexiones, oyó ladridos de perros.
Elevó un poco la vista. Al fondo, entre un espeso grupo de olmos, alerces y álamos, divisó el rojo tejado de una casa de buenas dimensiones. Mucho más cerca, vio a un hombre que corría hacia él, sujetando por sus correas dos grandes perros de color absolutamente negro.
El individuo llevaba un rifle al hombro. Cuando llegó a la valla, gritó:
—¡No se puede pasar! ¡Vuélvase!
Leach contempló pensativamente los dos perros, enormes ejemplares de la raza doberman-pinscher, cada uno de los cuales, calculó, eran sesenta kilos de huesos y músculos bien entrenados para atacar y matar si era necesario. Las fauces parecían más rojas, por contraste con el negro brillante, casi azulado, de la piel.
—Dispense, amigo —contestó en tono amable—; en la estación de servicio me dijeron que el camino…
—El camino acaba ahí, justo donde está —le interrumpió el vigilante.
—Muy bien, no discutiré más. Gracias de todos modos.
Leach metió la marcha atrás e hizo virar en redondo al coche. Luego arrancó de nuevo en dirección a Green Lake, maldiciendo de su informador, que le había hecho recorrer en vano seis o siete kilómetros.
—Más otro tanto de vuelta, catorce —rezongó, a la vez que acometía la pendiente que conducía al paso.
Diez minutos después, se paraba en la gasolinera. El mozo que le había atendido acudió en el acto.
—¿Puedo servirle en algo, señor?
Leach contuvo el torrente de improperios que estaba a punto de soltar.
—Oiga, usted me dijo que podía utilizar el camino que atraviesa Aspid Hills —se quejó.
—Y así es, señor. Yo mismo he pasado por allí más de una vez…
—Ahora está cortado por una valla y un rótulo —dijo Leach.
El empleado mostró un asombro total, muy sincero.
—Lo ignoraba, señor —manifestó.
De pronto, alguien dijo:
—El doctor Carmody ha comprado los terrenos que circundan su propiedad. Según me dijo, necesitaba más espacio para que sus clientes puedan reponerse con más tranquilidad. Perdón, forastero, soy Lance, sheriff de Green Lake —se presentó el recién llegado.
Leach se volvió hacia el hombre de la estrella y sonrió.
—Entonces, la valla debe de ser algo muy reciente —dijo—. Pero ¿no será también ilegal? Porque, a mi entender, debe de haberse creado una servidumbre de paso…
Lance se encogió de hombros.
—Yo también lo pensé así en el primer momento, pero cuando consulté con el alcalde, que es también abogado, me dijo que era perfectamente legal —respondió—. A fin de cuentas, Wallis Farm está fuera de los límites de Green Lake y yo no tengo jurisdicción allí.
—De modo que hay una especie de clínica. Al leer el nombre de la propiedad, pensé que se trataría de una granja…
—Lo fue hace años. Luego, el doctor Carmody compró la propiedad, remozó los edificios e instaló allí su clínica para enfermos nerviosos. Todo absolutamente legal, señor…
—Leach, Barry Leach —sonrió el viajero—. Bien, de todas formas, yo no tengo ningún interés en Wallis Farm. Simplemente, trataba de encontrar un camino más corto para mi regreso. Gracias, sheriff.
El hombre de la estrella se tocó con la mano el ala de su sombrero.
—No rebase las veinticinco millas por hora hasta salir de la población —aconsejó. Leach sonrió, a la vez que asentía. Puso el coche en marcha nuevamente y enfiló la carretera, dispuesto a olvidarse muy pronto del incidente. Bien mirado, no merecía la pena se volviese a recordar más.
En esto, aunque entonces no lo sabía, lógicamente, Leach estaba muy equivocado.
* * *
De pronto, dos semanas más tarde, Leach se encontró con una antigua conocida.
Era una mujer de unos treinta años, alta, de formas arrogantes y abundante cabello del color de oro viejo. Años atrás, Leach y la mujer habían sostenido un apasionado romance, que se había roto casi bruscamente cuando ella le anunció que iba a casarse.
—¡Barry! —dijo ella.
Leach contempló a la hermosa mujer que tenía frente así.
—Melitta Purcell —dijo, a la vez que tomaba sus manos—. Estás maravillosamente guapa…, aunque no sé si debo seguir llamándote por tu apellido, ya que desconozco el de tu marido.
Ella sonrió suavemente.
—Sigue llamándome Purcell —contestó—. Al fin, no nos casamos.
—Oh, lo lamento de veras…
—Yo no, Barry; muy pronto me di cuenta de que iba a cometer un tremendo error.
Entonces, hice un viaje para olvidar y… Pero hablemos de ti y de tu trabajo. ¿Sigues con lo mismo?
—Por supuesto.
—Y cada día, me imagino, progresas más.
—Se hace lo que se puede —sonrió él.
—Barry, me gustaría hablar contigo largo y tendido —propuso Melitta—. ¿Por qué no vienes a cenar conmigo?
—¿En… tu casa?
Ella sonrió incitantemente.
—Claro —respondió—. Cena fría, champaña, velas, música de fondo… Es decir, si no tienes ningún compromiso.
—Ninguno, desde luego. Pero, dime, ¿vives aún en el mismo sitio?
—No, me cambié. Ahora tengo un departamento en el Essex Building. Supongo que sabes dónde está.
Leach la miró asombrado.
—Esos departamentos no tienen nada de baratos —dijo.
Melitta se echó a reír.
—Puedo permitirme el lujo de pagar el alquiler —respondió—. ¿A las siete y media?
—¿De etiqueta?
—¿Los dos solos? ¿Para qué? —Melitta alargó la mano nuevamente—. Sé puntual, querido.
—Descuida.
Leach reanudó la marcha. Sí, iba a ser una velada inolvidable, pensó. Y, en realidad, aquellos días el trabajo no le agobiaba, así que si la cosa se ponía en condiciones, incluso podía tomarse una semana de descanso.
Bien acompañado, por supuesto.
Cuando llegó a su casa, se encontró con la sorpresa de una visita.