CAPÍTULO V

LA dentadura y la encía superiores quedaron completamente a la vista. Un hilillo de sangre se deslizó por el lado izquierdo del mentón de Zelda.

Sin poder evitarlo, Leach retrocedió un paso.

—¿Qué te sucede? —preguntó ella con voz farfullosa, a la vez que espurreaba sangre.

Leach tenía los ojos fuera de las órbitas. Un enorme mechón de cabello, junto con una buena parte del cuero cabelludo, colgó igualmente. En el brazo derecho se desprendió un largo colgajo de piel.

Zelda bajó los ojos. El seno izquierdo se desprendió en parte, pero quedó sujeto por la pieza de tela que lo cubría. Un horripilante alarido brotó de sus labios.

—Me desintegro —aulló.

Leach no sabía qué hacer.

—Espera, llamaré a un médico…

La ceja derecha de Zelda cubrió de pronto el ojo de aquel lado. La sangre corría ya por todo su cuerpo, en el que la piel, por numerosos sitios, se desprendía como si fuese la envoltura de un plátano.

Zelda aullaba de un modo horroroso. Leach sentía enormes náuseas. De pronto, ella corrió hacia el dormitorio, dejando a su paso un largo reguero de sangre.

Leach reaccionó.

—¡Zelda! —gritó.

Desde el dormitorio, ella contestó:

—¡Barry, véngame de ese maldito Carmody!

El joven dio un par de pasos, pero se detuvo en seco al escuchar un estampido.

Tapándose la cara con ambas manos, permaneció en el mismo sitio, tembloroso como hoja azotada por el vendaval. Compadecía a Zelda, pero, al mismo tiempo, comprendía su decisión.

Algo había sucedido, se dijo. Algo había fallado en el tratamiento de Carmody. Pero ¿por qué se había iniciado en Zelda aquella especie de desintegración?

Meditó unos momentos, mientras procuraba serenarse. Ni siquiera se atrevía a asomarse al dormitorio.

De pronto, recordó a Melitta Purcell.

También Melitta se había suicidado, aunque por un motivo muy distinto. Y, sin embargo, no le había ocurrido nada antes.

Pero ¿qué pasaría si le encontraban junto al cadáver de Zelda?

Una vez había salido ya bien librado. Ahora, todo se pondría en su contra.

Tal vez le acusarían de torturador, de sádico… Incluso dirían que Zelda se había suicidado por no poder soportar el dolor del tormento…

Pero de lo que no había la menor duda era de que corría el riesgo de verse en la cárcel para el resto de sus días.

Maquinalmente, se secó en la ropa el sudor de las manos. Por fortuna no había pisado la sangre.

Era un tanto a su favor. Otro, pero en contra, eran las posibles huellas dactilares.

Y algunas colillas, que no tenían señales de carmín en la boquilla del filtro.

Procuró recordar cuidadosamente los objetos que había tocado con las manos y los limpió con la máxima atención. El departamento de Zelda, por otra parte, tenía la ventaja, además del lujo, de una perfecta insonorización, lo que había evitado que los demás inquilinos de la misma planta oyesen la detonación.

Al cabo de unos momentos, seguro de haber borrado todo rastro de su paso por el lugar, se dirigió hacia la puerta.

Lo más difícil era atravesar, sin ser advertido, el vestíbulo del edificio. A la ida, el conserje, que no era su amigo Jones, sino el del turno de tarde, no le había visto. Leach recordaba muy bien el detalle, aunque entonces no le había concedido ninguna importancia.

Bajó en el ascensor hasta la primera planta y salió fuera. Cuando vio que el conserje abandonaba momentáneamente el ascensor, cruzó el vestíbulo y salió a la calle.

Maquinalmente, consultó el reloj. Eran las nueve y media de la noche.

Lo primero que hizo fue buscar una cabina telefónica. Joyce Blunt contestó en el acto a su llamada.

—¿Tiene ahora algún compromiso? —preguntó él.

—No. ¿Por qué lo dice?

—Entonces, espéreme; voy a su casa.

* * *

Joyce escuchó llena de horror el espeluznante relato que le hizo el joven. Cuando terminó, comprensiva, preparó café en abundancia. Sugirió a Leach comer algo, pero él se negó rotundamente.

—Seré claro; vomitaría en el acto —dijo.

—Le creo —respondió ella comprensivamente—. Pero no ha avisado a la policía, me parece.

—¿Cómo quiere que lo hiciera? Después de lo que me pasó con Melitta Purcell… Ahora dirían que me había ensañado salvajemente con Zelda… No, he tenido que obrar así, obligado por las circunstancias. Estoy seguro de que Zelda comprendió en un instante lo horrible de su situación. Debía de saber que aquella especie de desintegración ya no se podía detener y que acabaría muriendo en medio de horribles sufrimientos. Por eso eligió la vía más rápida, pero me pidió también que la vengase de Carmody.

—Luego Carmody es el culpable —dijo Joyce.

—Sí, pero no tenemos la menor prueba de ello. Es preciso que encontremos esas pruebas a toda costa. Usted, recuérdelo, dijo que quería hacer algo y yo le pedí paciencia durante dos meses o cosa así. ¿Entiende ahora los motivos de mi petición?

—Sí. Quería esperar a que Zelda abandonase la clínica.

—Justamente. Allí no podía preguntarle nada y, además, había iniciado el tratamiento dos semanas antes.

Todavía parecía una foca… y, desde luego, aparentaba exactamente la edad que tenía.

—¿Cuántos años, Barry?

—Cuarenta bien corridos. Pero a las siete y media, no parecía tener más de treinta. Y la figura, aunque llenita, era muy atractiva.

Joyce sonrió.

—No se enfade…, pero sospecho que usted siente cierta debilidad por las mujeres —comentó.

—Nunca lo he negado —rezongó él—. Sin embargo, todo tiene su límite. Hace unos cinco años, Zelda me acosó bastante. Lo que sucedía entonces era, aparte de su edad, pues que andaba ya por los ochenta kilos… y, además, saltaba a la vista, chorreaba grasa al menor movimiento. Pero ahora… Se lo aseguro, Joyce, era un cambio fantástico. Ella dijo que era un milagro de Carmody, aunque, por supuesto, antes de que empezara a caérsele el labio superior y dejase la dentadura y la encía al descubierto.

—Por favor, no entre en detalles —pidió Joyce, a la vez que se ponía una mano en la boca—. Dígame sólo qué debo hacer y le ayudaré con muchísimo gusto.

—Está bien.

Leach sacó el recorte de periódico que le había entregado la señora Franks.

—Su hija, Carla, contestó a este anuncio y fue a Green Lake. Esto es absolutamente seguro, porque yo vi a Carmody bajar a recogerla a la estación de servicio, la primera vez que llegué a Wallis Farm. Lo que le pido es que lea atentamente todos los periódicos, todas las revistas, semanarios, quincenales, mensuales… en las páginas de anuncios personales y demás. Quizá, en alguna parte, encuentre un anuncio parecido. ¿Lo ha comprendido?

Joyce se mordió los labios.

—Dina Coogan no fue a Wallis Farm por dinero precisamente, ni por buscar juventud o una silueta atractiva —observó.

—Tenía de todo: dinero, juventud y belleza. También Carla, pero ésta no iba a someterse a un tratamiento psiquiátrico, sino que había conseguido un empleo como dama de compañía.

—Eso es cierto. Bien, pero ¿qué hago si encuentro el anuncio?

—Escribir solicitando el empleo y avisarme en el acto.

—¿Y después?

—Mañana pienso yo ir a Green Lake. Estaré unos días ausente, explorando las inmediaciones de la clínica con la mayor discreción. La llamaré en cuanto regrese.

Leach se puso en pie. Joyce movió una mano repentinamente.

—¡Aguarde! —dijo.

Él la miró con ojos inquisitivos.

—¿Sí?

—Barry, ¿está seguro de que no le han visto al entrar y salir de casa de Zelda?

—Moderadamente seguro.

—El conserje le avisó a usted de que Zelda había vuelto.

—Sí, pero era Bart Jones y tenía el turno de la mañana. Esta tarde había otro.

Joyce sonrió.

—En tal caso, voy a arriesgar mi reputación; pero, como le considero inocente, no quiero que padezca por algo de lo que no tiene la menor culpa. Le guste o no, se quedará en mi casa… y si alguien me preguntase, diría que está aquí desde las siete. Pero eso le obliga a usted a una cosa, Barry.

—Dígame y lo haré con mucho gusto.

—Eso es, precisamente, lo que dudo, aunque no tiene otro remedio que esforzarse. A la policía podría parecerle extraño que viniese a mi casa a las siete y no probase un solo bocado.

Leach agarró la botella y se sirvió una copa, que despachó de un trago.

—Voy a ver si pongo el estómago en condiciones —dijo.

Joyce sonrió.

—Yo ya he cenado, pero voy a disponer todo para que quede, por si acaso, como si hubiéramos cenado juntos —manifestó, a la vez que se encaminaba hacia la cocina.

—¡Joyce! —llamó él—. ¿Tiene usted algún sedante en casa?

—Sí, pero no suelo usarlo sino en rarísimas ocasiones…

—Tendrá que darme un par de tabletas. Ése será el postre de mi cena.

Joyce emitió una sonrisa afectuosa. Sí, Barry había visto algo horrible y le convenía dormir profundamente, para que aquellas espantosas imágenes se borrasen de sus ojos.

Al día siguiente, cuando el sol se acercaba ya al horizonte, Leach detuvo el coche en una pequeña barrancada, fuera del camino que conducía a Wallis Farm.

Había abundantes matojos espinosos. Con un poco de suerte, el automóvil pasaría desapercibido a los ojos de cualquier viandante, aunque era de suponer que no serían muchos los que se acercasen a Wallis Farm después de haberse hecho de noche.

La distancia a la clínica era de unos ochocientos metros. Dejó el coche en una posición estudiada de antemano y sacó un chaquetón, una bolsa con un termo lleno de café y unos prismáticos.

Luego, paso a paso, caminó en dirección a Wallis Farm. Cuando ya avistaba la valla, se separó a un lado y trepó por la ladera, hasta quedar a unos sesenta o setenta metros de altura sobre el camino.

Eligió un lugar cómodo. Había unos arbustos que podían ocultarle a una eventual observación por parte de Cowdy o de otro de los habitantes de la clínica. Dejó el chaquetón y el termo en lugar seguro y se tendió en el suelo, boca abajo.

Ahora, la distancia, se había reducido a unos trescientos metros. Los prismáticos le hacían ver la casa con los menores detalles.

Había una gran sala en la planta baja, en donde varias personas se encontraban en torno a una mesa. Leach identificó a Carmody, la señora Scarborough y Wraxton, el primer ayudante; pero, en cambio, no supo reconocer a las tres mujeres de mediana edad que completaban el resto de los comensales.

Aquellas tres mujeres, sin embargo, parecían adineradas. Leach se preguntó cómo habían llegado hasta la clínica. ¿Qué procedimiento empleaba Carmody para atraer a sus clientes… tal vez después sus víctimas?

El tiempo pasó lentamente. La reunión se deshizo. Leach vio a dos de las pacientes en sus respectivas habitaciones del primer piso. Una de ellas se tendió en la cama con un libro. La otra se sentó frente al televisor.

De Carmody no había el menor rastro. Leach continuó la observación.

A las once de la noche, la tercera paciente subió a su dormitorio. Leach apreció que se tambaleaba, como si estuviese ebria. La mujer llegó difícilmente a la cama, en la que se derrumbó como una masa inerte.

Carmody siguió ausente. Media hora más tarde se encendió una luz en una de las ventanas, en realidad la puerta de un dormitorio que daba a la terraza cubierta del primer piso. Una mujer apareció en su campo visual.

Era la señora Scarborough. Leach vio que se quitaba la mayor parte de sus prendas, quedando solamente con el sujetador y los pantaloncitos. Entonces, un hombre entró y se acercó a ella.

Wraxton la abrazó. La mujer le besó apasionadamente.

A los pocos momentos se apagó la luz. Leach movió la cabeza.

—Si lo supiera el doctor —murmuró.

Pero quizá Carmody lo sabía y no le importaba en absoluto.

* * *

Transcurrieron tres horas más. En la casa reinaba un silencio absoluto.

Leach descendió unos metros, a fin de ocultarse, para tomar unos sorbos de café y fumar un cigarrillo. Luego regresó a su puesto de observación.

De pronto, entrevió una sombra en las cercanías de la valla. El gruñido de unos canes llegó a sus oídos.

«Cowdy no descansa», pensó de inmediato. Súbitamente, oyó una voz de tonos normales:

—¿Archie?

—Aquí, doctor —contestó el vigilante.

Carmody y el otro hablaban casi en voz baja. No obstante, la hora y la tranquilidad de la atmósfera, permitían una fácil propagación de los sonidos.

—Traigo comida para «Brookie» y «Ned» —dijo Carmody—. Suéltalos, Archie.

—Sí, señor… ¡Doctor! —exclamó Cowdy bruscamente:

—¿Qué pasa, Archie?

—Pero… esa clase de comida…

Carmody rió de una forma estremecedora, siniestra.

—Archie, conviene que los perros se habitúen a cierta clase de… de comida. De este modo, si un intruso logra atravesar la valla, morderán con menos remilgos.

—Sí, sí, doctor…

El sonido de la deglución de saliva llegó claramente a oídos de Leach. Casi en el mismo instante, se produjo otro sonido.

Eran huesos partidos y destrozados por unas potentes mandíbulas. De repente, Leach concibió una horrible sospecha.

Casi se mareó.

«No, no puede ser…», pensó, espeluznado.

Pero el instinto le dijo que los huesos que crujían en las mandíbulas de los fieros doberman-pinscher no eran de un animal precisamente.