CAPÍTULO IX
Sacó un mapa del bolsillo y examinó atentamente sus indicaciones. Al cabo de unos momentos, hizo un leve gesto de asentimiento.
Estaba en el buen camino, se dijo. Y, si sus cálculos no habían sido errados, se hallaba a menos de una hora de distancia del lugar en que los bandidos tenían al prisionero.
Levantó la vista al cielo. Había cabalgado durante las veinticuatro horas precedentes. Hacía poco rato que había salido el sol y decidió que podía tomarse un descanso, necesario también para los caballos.
Howe había tenido razón. Eran unos animales increíblemente resistentes. Bain había comprobado la certeza de las afirmaciones de Howe. No parecían cansados y tenía la seguridad de que, en caso necesario, resistirían veinticuatro horas más, pero no quería extenuar a los animales. Podía llegar un momento en que necesitase de toda su velocidad y no deseaba un fracaso, inevitablemente trágico.
Trabó a los animales y los dejó pastar libremente por las inmediaciones. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol, se echó el sombrero sobre los ojos y trató de dormir un poco.
Un moscardón zumbó en las inmediaciones. El rumor del arroyo le hizo caer en una agradable somnolencia. Durante un buen rato, se sintió completamente aislado de cuanto le rodeaba.
Transcurrieron un par de horas. De pronto, despertó.
Había llegado el momento de reanudar la marcha. En la rama de un árbol, dos palomas silvestres se arrullaban con sonoros zureos.
De súbito, las palomas callaron, a la vez que levantaban el vuelo violentamente. Bain volvió en el acto a la realidad.
Alguien se acercaba. Poniéndose en pie de un salto, se situó al otro lado del árbol, con la mano situada precavidamente en la culata del revólver. Las ruedas de una carreta chirriaron en las inmediaciones.
Bain pensó en el acto que se trataba de su amigo. Pero muy pronto salió de su error al darse cuenta de que era una carreta ranchera, con toldo, en cuyo pescante viajaban dos personas: una mujer y un niño de unos diez o doce años.
Ella debía tener unos treinta y ocho y era todavía bastante guapa, aunque se veía claramente que estaba acostumbrada a trabajar. Tanto sus ropas como las del chiquillo, aunque estaban usadas, se veían limpias y aseadas.
La mujer tiró de las riendas y las dos mulas se detuvieron en el acto. Sonrió.
—Buenos días, señor —saludó cortésmente.
—Hola —dijo Bain—. ¿Puedo serles útil en algo?
—Tal vez —contestó ella—. Me gustaría saber si éste es el camino correcto para llegar al rancho Mufferlin.
Bain parpadeó, atónito. De todas las cosas que había esperado oír en aquella situación, aquella consulta era la más sorprendente.
Perplejo, se rascó la nuca. La mujer continuaba mirándole con curiosidad, aunque sin perder la sonrisa.
—Pues... —Bain vaciló—. Señora, ¿tiene usted alguna relación con ese rancho?
La mujer vaciló también.
—Lo siento, no me gusta comentar mis asuntos con extraños —manifestó—. Sólo le hice una pregunta, señor: si no puede contestarla, seguiré su camino...
—Disculpe, no quise ofenderla, pero el caso es que conozco a alguien del rancho Mufferlin y... Bueno, la verdad es que está todavía muy lejos de su destino, señora... ¿Podría hablar con usted unos minutos a solas? —solicitó el joven—. Me llamo Tex Bain —añadió.
—Soy Rheba Meeker —contestó ella—. Sonny, hijo, toma las riendas y mantén el pie sobre el freno.
—Sí, mamá.
Rheba saltó ágilmente al suelo.
—Apartémonos un poco —propuso.
Bain asintió. Caminó unos pasos y luego se enfrentó con la mujer.
—¿Busca a alguien en el rancho Mufferlin? —preguntó.
Ella se echó a reír.
—¿Que si busco...? Claro, hombre: voy a casarme con el dueño.
—¿Se refiere a Edgar Mufferlin?
—¿Hay otro propietario?
Bain se pasó una mano por la cara.
—Señora, lamento decirle que algún sinvergüenza la ha engañado miserablemente. Sea fuerte, por favor. Mufferlin murió hace cuatro años.
—¡Oh, no, en absoluto! —exclamó Rheba—. Apenas hace seis semanas que estuve con él y acordamos reunimos en su rancho. Nos casaremos inmediatamente... —Bajó la voz—. Sonny es hijo suyo —agregó sorprendentemente.
El joven dio un salto.
—¡Señora!
—Digo la verdad —insistió ella—. Durante muchos años, fuimos sólo... Bueno, no tiene sentido ocultar la verdad. Edgar era mi amante desde pocos meses después de la muerte de su esposa. Sonny nació hace casi doce años y, durante un tiempo, las cosas no variaron en absoluto. Hace cuatro años. Edgar desapareció repentinamente. Volví a verle hace tres meses y estuvimos juntos otra temporada. No dijo nunca claramente dónde había estado, aunque creí deducir que lo condenaron por algún delito que había cometido.
—¿Estuvo en la cárcel? —Bain iba de sorpresa en sorpresa.
—Sí, pero se mostraba siempre muy reticente al respecto. Al fin, conseguí que lo olvidase todo y acordamos que nos casaríamos. El niño debe llevar un apellido, ¿comprende?
—Oiga, si Mufferlin estuvo preso, debió ser con otro nombre.
—Yo me lo supongo así, aunque no puedo demostrarlo... Pero, ¿a qué viene tanto interés por Edgar, señor Bain?
—Tengo que darle malas noticias, señora —dijo el joven—. El hombre con el que ha estado en los últimos tiempos es un impostor. Mufferlin murió hace cuatro años.
Rheba pateó el suelo.
—Ya me lo ha dicho antes —exclamó—. ¿Es que no me cree capaz de reconocer al hombre?
—Los encontraron hace menos de dos semanas en la tumba de Mufferlin, en Abilene —dijo.
Rheba pareció desconcertarte.
—No puede ser —murmuró.
—Lo siento, pero alguien se ha aprovechado de su ingenuidad, señora —dijo Bain—. De todos modos, si tiene pruebas de que el niño es hijo de Mufferlin...
«¿Qué dirá Thana, cuando se entere de que tiene un hermano?», pensó.
—Señor Bain, le guste o no, iré al rancho y allí demostraré que Edgar sigue vivo —exclamó Rheba firmemente.
—Muy bien, no puedo prohibírselo. Y me gustaría que acertase, pero temo que se va a llevar un chasco.
—Deje eso de mi cuenta. Por favor, ¿quiere indicarme el camino o no?
—Claro, mujer. Si me espera unos minutos, la dejaré en el lugar más adecuado para continuar el viaje.
—Gracias, señor Bain.
Rheba volvió a la carreta. Bain observó que era una mujer robusta, de carácter vivo, muy animosa, y aún guapa y atractiva. La clase de esposa que habría necesitado un tipo como Mufferlin... Ahora era sólo un montón de huesos en una tumba de Abilene.
Ensilló su caballo. Cuando se disponía a montar, oyó un ruidito a sus espaldas.
—Siga con las manos en el pomo de la silla —dijo alguien—. No se le ocurra tocar un arma, porque será lo último que haga en su vida.
* * *
Bain se inmovilizó en el acto. El ruido que había oído era el de un revólver que se amartillaba.
La misma voz sonó casi sin interrupción, dirigiéndose a Rheba:
—No tema, señora, no queremos causarle ningún daño. Nuestro conflicto está con ese tipo.
Rheba, ya en el pescante, agarró las riendas con una mano y pasó el brazo libre en torno a los hombros del muchacho.
—Si buscan dinero, pierden el tiempo. Soy pobre...
—No queremos su dinero, señora —rio el desconocido—. Bain, vuélvase. Con las manos separadas del cuerpo, por favor. Y tenga en cuenta que hay armas apuntándole desde la espesura. Un solo movimiento sospechoso y le llenaremos el cuerpo de plomo.
—No haré nada —dijo Bain.
El desconocido volvió a reír.
—Conozco sus procedimientos —dijo—. Me supuse que querría llegar a Mesa Negra por este camino y vine a esperarle.
—Es usted muy astuto, Mylock...
—Ese es un nombre falso. Cuando se vuelva, conocerá el auténtico.
Bain terminó el giro. Apretó las mandíbulas.
—Debí suponerlo —dijo.
El bandido se echó a reír.
—En eso no fue tan listo como se dice —exclamó—. Bien, soy Matt Keldon, el hombre a quien usted envió a la cárcel hace seis años.
—Se lo merecía. Debiera dar gracias todavía al jurado, que recomendó clemencia al declararle culpable en lugar de pedir pena de muerte.
—Las cosas no estaban tan claras como parecían —respondió Keldon—. Y mi futuro suegro, todo hay que decirlo, no me ayudó en absoluto.
—¿Se refiere a Mufferlin?
—Sí. Por eso he decidido tomarme el desquite.
—Temo que se va a llevar una decepción, Keldon. Mufferlin está muerto.
Keldon lanzó una estruendosa carcajada.
—Tiene un magnífico sentido del humor —exclamó—. ¿A quién se le ha ocurrido esa estúpida idea?
—Yo también digo que Mufferlin está vivo —intervino Rheba súbitamente.
Keldon se volvió hacia la mujer.
—¿Quién es usted, señora?
—Rheba Meeker, y voy a casarme con Edgar Mufferlin.
—Su futura esposa, ¿eh? —Keldon entornó los ojos—. Bien, creo que el asunto se pone un poco más claro. ¡Curly!
Un hombre, armado con un rifle, salió de la espesura.
—Hazte cargo de la carreta, pero no hagas daño a la mujer y al chico.
—Está bien, jefe.
—Oiga, ¿qué pretende hacer con nosotros? —gritó Rheba.
Keldon volvió a reír.
—Señora, no debería mostrarse enojada, sino agradecida. Voy a llevarla con su futuro esposo —contestó.
—Señor Bain, ¿qué pasa aquí? —preguntó ella, angustiada.
—Usted y este hombre están engañados —respondió Bain, ceñudamente—. Mufferlin está muerto y yo tengo las pruebas.
Keldon frunció el ceño.
—Esto parece un juego de despropósitos —rezongó—. ¿Cuáles son las pruebas, Bain?
—Las tengo aquí, en un bolsillo... ¿Me permite que las saque?
El bandido le apuntó con el revólver.
—Hágalo con mucho cuidado —dijo.
—No se preocupe.
Bain sacó la hebilla y el aro de oro. Keldon examinó ambos objetos con gran concentración.
—Pero entonces, ¿quién diablos es el hombre que tengo prisionero? —masculló—. Y si no es él, ¿por qué se ha hecho pasar por Mufferlin?
Bruscamente, guardó la hebilla y el anillo y movió una mano.
—¡A los caballos! —ordenó—. Curly, guía la carreta.
—Sí, jefe.
—¿Puedo montar? —consultó Bain.
Keldon sonrió perversamente.
—Viajarás en la carreta —contestó.
Y, de súbito, antes de que Bain pudiera adivinar sus intenciones, sintió un terrible golpe en la cabeza.
Miles de luces estallaron ante sus ojos. Vagamente, mientras caía, oyó un agudo grito de Rheba. También percibió la voz de Keldon, aunque la oía alejarse rápidamente:
—Esto es sólo un pequeño anticipo de la deuda que voy a cobrarme, condenado bastardo...
El silencio se hizo en la mente de Bain. Ya no se enteró de que dos individuos, agarrándolo por los brazos y las piernas, lo conducían a la carreta y lo arrojaban en su interior como si fuese un fardo.
* * *
Despertó sintiendo un horrible dolor de cabeza, pero también sintió un contacto frío y agradable en el lugar donde había recibido el golpe. Lentamente, fue volviendo la consciencia y pronto se dio cuenta de que tenía apoyada la cabeza en el regazo de Rheba, sentada sobre sus talones, en la plataforma de carga. Un ramalazo de dolor le hizo lanzar un gemido.
—No se aflija —dijo Rheba—. Está bien, no tiene por qué preocuparse... Sonny, hijo, dame otro pañuelo mojado.
—Sí, mamá.
La carreta se movía traqueteando por un camino irregular. A los pocos momentos. Bain sintió que le ponían algo en los labios y bebió ansiosamente.
Tosió. Rheba emitió una risita.
—Un poco de aguardiente para usos medicinales siempre viene bien —dijo.
Bain volvió a tomar otro trago. Al cabo de unos momentos, consiguió sentarse y él mismo sujetó el pañuelo mojado contra su cráneo.
—No sé cómo darle las gracias, señora...
—Creo que debía hacerlo —respondió ella—. Señor Bain, quiero decirle una cosa.
—¿Sí?
—¿Tiene la seguridad absoluta de que Edgar está muerto?
—Aparte de las pruebas, están las declaraciones de testigos que lo vieron muerto, incluyendo al dueño de la funeraria que se ocupó del entierro.
Rheba lanzó un gemido.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?
Bain no pudo contestar. La voz de Keldon sonó, poderosa y autoritaria:
—¡Alto, ya hemos llegado!