CAPÍTULO PRIMERO

El tren ascendía traqueteante por la fuerte pendiente, sacudiendo a los pasajeros que iban en los vagones. La locomotora resoplaba con fuerza, mientras las bielas que impulsaban a las ruedas se movían rítmicamente.

A los pocos momentos de iniciar la subida, la velocidad del tren disminuyó considerablemente. Tex Bain, simulando dormitar, con el sombrero echado ante sus ojos, divisó a los dos sujetos que cruzaban el pasillo del vagón hacia adelante, dirigiéndose hacia la plataforma.

Apenas los vio pasar por su lado, se levantó y caminó en dirección diametralmente opuesta. Salió a la plataforma posterior, trepó ágilmente al techo y corrió por el angosto pasadizo superior.

En la cabina de la locomotora, el maquinista se volvió. Bain le hizo una señal. El maquinista asintió.

Bain pasó de un salto al techo del furgón y se tendió boca abajo. Adivinaba lo que iba a suceder.

Alguien, en la cola del furgón, soltó el bulón del enganche y los tres vagones de pasajeros empezaron a quedarse atrás. La posición de Bain le permitió soportar sin contratiempos el inevitable tirón que dio la máquina al dejar de remolcar la mayor parte del peso.

Se arrodilló y agitó una mano. El maquinista abrió por completo el regulador y el vapor inundó los cilindros. Los pistones empezaron a moverse con ritmo cada vez más acelerado. Soportando el violento traqueteo. Bain corrió hacia adelante y saltó al ténder. Giró sobre sí mismo y se tendió sobre los troncos que servían de combustible para la caldera de la locomotora.

En aquel momento, un hombre apareció en la plataforma delantera, con la evidente intención de desenganchar el furgón. Bain le arrojó un tronco.

El impacto derribó al sujeto hacia atrás, aunque no le privó del conocimiento, ya que lanzó un agudo grito. Al oír la voz, otro individuo, armado con una pistola, apareció en la puerta.

Bain lo abatió de un seco disparo. El otro forajido se incorporó y, de un salto, se lanzó a la vía. Cayó de lado, rebotó varias veces y, al final, chocó contra el tronco de un árbol y quedó inmóvil en el suelo.

El silbato de la locomotora resonó bruscamente. Bain se volvió. Dos jinetes cabalgaban paralelamente a la vía, con intenciones fáciles de adivinar. Pero Bain estaba prevenido.

Apartó un par de troncos y sacó una «recortada». Uno de los jinetes, forzando a su caballo, trató de alcanzar la máquina. Bain apuntó con todo cuidado.

Los dos cañones tronaron al mismo tiempo. Alcanzado de lleno por la lluvia de postas, el bandido saltó de la silla y se estrelló contra un poste telegráfico. El caballo, aterrado, huyó a cambio traviesa.

El otro jinete dio la partida por perdida y tiró de las riendas de su montura, alejándose en el acto de la vía del ferrocarril. A cierta distancia, se volvió y blandió un puño coléricamente. Bain sonrió y le sacó la lengua.

A continuación, se metió dos dedos en la boca y emitió un potente silbido. El maquinista quitó vapor y aplicó suavemente los frenos.

—Tendremos que retroceder —gritó Bain.

—Muy bien, en seguida —contestó el maquinista.

Bain abandonó el ténder y pasó al furgón. El forajido yacía muerto junto a la entrada.

Los dos empleados, atados y amordazados, estaban sentados junto a la caja abierta, en la que se veían unos sacos de inconfundible significado. Bain se ocupó primero de desatar a los empleados.

—Nos amenazaron con sus armas —dijo uno de ellos.

—No se preocupen, amigos —sonrió Bain—. Sabíamos lo que planeaban y nos anticipamos a ellos, eso es todo.

Media hora más tarde, enganchados de nuevo los vagones de pasajeros, el convoy reanudó su marcha normal. A media tarde, el tren se detuvo en un pequeño apeadero, con sólo una vía en el apartadero. Sobre la puerta de la caseta se leía un rótulo: MUFFERLIN RANCH.

Había dos hombres aguardando con una carreta, tirada por dos poderosos caballos. Bain se apeó y saludó a uno de ellos.

—¿Señor Randall?

—Si —contestó el sujeto.

—Soy Bain. Traigo un envío para la señorita Mufferlin.

—Muy bien. Estamos dispuestos.

El traslado de los sacos que contenían el dinero se hizo en pocos minutos. Cuando terminó la operación, Ken Randall formuló una pregunta a Bain:

—¿Tengo que decirle algo a la señorita Thana de su parte?

—Nada. Mañana iré a visitarla, eso es todo, señor Randall.

—Está bien.

Bain volvió al furgón. El maquinista tiró de la cuerda del silbato y el tren reanudó la marcha de inmediato.

Una hora más tarde, un grupo de jinetes enmascarados cerró el paso a la carreta en que viajaban Randall y su acompañante.

—Será mejor que no toquen las armas —dijo uno de los enmascarados.

Randall y el otro levantaron las manos en el acto.

—Esto no es lícito —protestó Randall.

—Ya lo sabemos —contestó el enmascarado burlonamente.

Los sacos sufrieron un segundo traslado. Antes de partir, el enmascarado se llevó las armas de Randall y su compañero. Luego, los bandidos desaparecieron en la espesura.

—Al ama no le va a gustar lo que ha pasado —se lamentó Dane Montez.

—Su orgullo sufrirá más por el fracaso que por la pérdida del dinero —contestó Randall ceñudamente—. Le dije que Bain no era hombre de fiar, pero no me hizo caso.

—¿Crees que está de acuerdo con los ladrones, Ken?

—En esta clase de asuntos, no se puede afirmar nada rotundamente, Dane. Incluso podrían creer de nosotros que estábamos de acuerdo con los ladrones.

—Rayos, no...

—Pienso que Bain es inocente, pero ha resultado ser menos listo de lo que pensaba el ama. En fin, pronto lo sabrá y veremos lo que dice.

—Que no será nada agradable, Ken.

—No, no lo será —convino Randall lúgubremente.

* * *

Terminó de lavarse en la habitación del hotel que había tomado a su llegada a Yellow Rock, y se dispuso a ponerse la camisa. Entonces sonaron unos golpes en la puerta.

Bain recuperó la toalla que acababa de dejar. Al cabo de unos segundos, se repitieron los golpes.

—¿Quién es?

—Abra, por favor; tengo un mensaje urgente para usted; es de la señorita Mufferlin.

—Estoy lavándome. Pase.

La puerta se abrió bruscamente. Un hombre, joven todavía, apareció con una pistola en la mano.

—Soy Ed Gehlen —se presentó—. Usted ha matado a mi hermano Sammy.

Bain permaneció impasible.

—¿Cuál de ellos era? —preguntó.

—Estaba en el furgón. Usted le hará compañía hoy en el cementerio.

Gehlen levantó la mano. De repente, de la toalla que cubría las manos de Bain vomitó un trueno espantoso.

Trozos de tejidos incendiados volaron por los aires. La doble descarga de postas, hecha a cuatro pasos de distancia, proyectó hacia atrás el cuerpo de Gehlen, con indescriptible violencia. Cuando cayó al suelo del corredor, estaba muerto.

Bain lanzó al suelo los restos de la toalla y los pisoteó, para apagar las llamas causadas por el fogonazo. Abajo sonaban gritos de alarma.

Un hombre de mediana edad, en chaleco, apareció a los pocos instantes en el umbral de la puerta.

—¡Rayos! ¿Qué ha pasado aquí, señor Bain?

—Avise al sheriff —contestó el interpelado tranquilamente—. Era Ed Gehlen y quería vengar la muerte de su hermano Sammy.

—¿Era un Gehlen? —se asombró el hotelero.

—Eso dijo.

Bain alargó una mano y cerró la puerta. Thana Mufferlin, se dijo, tenía demasiados enemigos.

«Y muy poderosos», pensó, mientras empezaba a vestirse.

Pero quizá era culpa de la propia Thana. En todo caso, no era asunto suyo. Le habían contratado para un determinado trabajo y pensaba llevarlo a cabo.

Al terminar de vestirse, se sentó ante una mesa. Sacó papel, pluma y tintero, se puso unos lentes y empezó a escribir algo, maldiciendo la perra suerte que a los treinta años, le obligaba a usar gafas para ver de cerca.

* * *

El desvencijado carromato, en el que apenas quedaban rastros de pintura en los costados, llegó frente a la lujosa residencia y se detuvo a pocos pasos de la entrada. El carro estaba tirado por dos caballos, que necesitaban urgentemente una buena temporada de descanso, en pastos frescos y con agua abundante, y estaba guiado por un hombre de edad indescriptible, tocado con un abollado sombrero de copa que había sido de color verde, y con barba hirsuta, en la que abundaban numerosos pelos blancos.

Algunos de los vaqueros del rancho Mufferlin contemplaron al individuo burlonamente. El sujeto no se inmutó. Sacó una pastilla de tabaco, mordió un buen trozo y empezó a masticarlo en el acto.

Una criada negra apareció en escena.

—¡Maldito viejo, lárgate de ahí con esas dos almas en pena o nos llenarás de pulgas la casa antes de que se ponga el sol! —gritó.

—No te irrites, morena —contestó el hombre sin inmutarse—. Tengo que encontrarme aquí con mi amigo y no me moveré hasta que no llegue.

Antes de que la criada pudiera hablar, apareció una mujer en el umbral.

—Diana, ¿qué sucede? ¿Qué son esos gritos?

—Este viejo piojoso, señorita —contestó la criada—. Dice que tiene que reunirse aquí con un amigo...

El recién llegado fijó la vista en la joven.

—Usted es Thana Mufferlin.

—Sí —contestó ella.

—No se ofenda, pero tengo que esperar a ese amigo, señorita.

—Quizá lo conozco —dijo Thana.

—Sí... Oh, perdón, me llamo Fuller. Rick Fuller, y voy por ahí vendiendo el «Elixir Fuller». Cura todas las enfermedades, incluso el mal humor...

—No me largue un discurso, señor Fuller. Conozco muy bien a todos los tipos de su especie —dijo Thana fríamente—. Mi sirvienta tiene razón: creo que debe apartar su cochambroso carromato de este lugar. Y si no lo hace por las buenas, tengo hombres que se ocuparán de que obedezca mis órdenes. ¿Entendido?

Los ojillos de Fuller se achicaron al sonreír maliciosamente.

—No me habían engañado —dijo—. Arisca, con mal genio, orgullosa...

—Señor Fuller, también sé manejar las armas.

Hubo un instante de silencio. De pronto. Diana movió una mano.

—Viene alguien, señorita.

Thana fijó la vista en la lejanía. Un jinete se aproximaba al galope.

Fuller se volvió en el pescante.

—Es él —dijo.

—Pero, ¿quién?—exclamó Thana, impaciente.

—Hombre, ¿quién va a ser? Tex Bain, claro.

Thana lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Me va a oír! —gritó—. Le contraté porque me aseguraron que era el mejor y lo único que he conseguido ha sido perder cien mil dólares.

—Señorita, si le dijeron que Tex es el mejor, no la engañaron —dijo Fuller apaciblemente—. Tex se comprometió a que ese dinero llegase a su casa y puedo asegurarle que lo ha conseguido.

Thana, estupefacta, abrió la boca.

—No puede ser...

Fuller rio maliciosamente.

—Ahí llega —dijo—. Pregúnteselo usted mismo, si no me cree.

CAPÍTULO II

Los sacos que contenían las monedas de oro reposaban ahora sobre una pulida mesa de caoba. En el fondo del despacho, se veía la gran caja fuerte, con la puerta abierta.

—No sé cómo disculparme... —dijo Thana, ruborizada hasta la raíz del cabello.

Bain se sirvió una copa y sonrió.

—No tiene que darme disculpas. Usted pensó lógicamente lo que debía pensar en estos momentos —respondió—. Pero había demasiados zorros detrás de la presa y era preciso buscarlos.

—¿Cómo lo consiguió? ¿O es un secreto profesional?

—Oh, no, en absoluto. En primer lugar, debe tener en cuenta que una remesa semejante no se puede ocultar de una forma absoluta. Como yo previne que tenía dificultades, me preparé para actuar. Los sacos viajaron en un compartimento especial, bajo el suelo del furgón.

—Muy inteligente —elogió ella—. ¿Y...?

—El tren llegó a Yellow Rock y, durante la noche, mi amigo Fuller y yo trasladamos los sacos a su carromato.

—Asaltaron a mi capataz a una hora del apeadero donde cargamos las reses —dijo Thana.

—Me imaginaba que podía suceder algo parecido. Los bandidos se habrán llevado una buena sorpresa al ver que sólo había discos de plomo en los sacos.

—¡Plomo! —exclamó ella, casi a gritos—. ¿Por qué no piedras?

—Lo habrían notado al tacto. Después del segundo asalto, no podían entretenerse demasiado. Simplemente, al agarrar los sacos, notaron que había unas monedas en el interior y eso fue suficiente para convencerles de que habían acertado.

—Pero entonces, el ataque al tren...

—Era, digamos, una maniobra de distracción. Bain frunció el ceño—. Recibí una confidencia y tengo la seguridad de que procedía del ladrón.

—¿Lo cree así?

—Estoy seguro de ello. Rechazado el asalto al tren, sobrevendría la confianza inevitable y el segundo asalto resultaría mucho más fácil, como así fue.

Thana sonrió.

Era una joven alta, de formas arrogantes y cabello que parecía hecho de bronce puro. Los ojos eran muy claros y resaltaban extrañamente atractivos en un rostro tostado por la continua exposición al sol y al aire libre.

—Es usted infernalmente astuto —dijo.

Bain sonrió también. «Tiene lo menos veintiséis años. ¿Por qué está soltera aún? A su edad, otras mujeres tienen, por lo menos, un par de críos...», pensó.

Pero los problemas sentimentales de Thana, si los tenía, no eran asunto suyo.

—Procuro anticiparme a mis adversarios —contestó.

—Sí, he podido comprobarlo. Por favor, ¿quiere ayudarme a guardar esos sacos?

—Claro.

Momentos después, la caja fuerte quedaba cerrada. Bain se preguntó para qué podía querer Thana cien mil dólares en oro en su casa, qué utilidad podía darles, pero no se atrevió a formular el menor comentario sobre el particular.

—Ahora sólo faltaba una cosa —dijo ella.

—¿Sí?

—Sus honorarios, señor Bain.

—¡Ah sí, es cierto! Tome usted.

Bain sacó un papel y se lo entregó a la joven. Thana leyó detenidamente las líneas que él había escrito en la víspera.

—Ha detallado muy bien los gastos —comentó, al finalizar la lectura.

—Es mi costumbre, señorita —respondió él.

—Le daré un cheque. Puede cobrarlo en el Banco de Yellow Rock.

—Perfectamente.

Thana se sentó ante la mesa de despacho y escribió rápidamente. Arrancó el cheque, se lo entregó al joven y sonrió.

—Debo decirle que he quedado muy satisfecha de sus servicios, señor Bain, si un día necesita de mis referencias, hágamelo saber sin reparos.

—Lo tendré en cuenta, muchas gracias.

Bain recogió el sombrero. Cuando se disponía a salir, se oyó el estallido de un cristal.

Algo penetró violentamente en la estancia. Thana lanzó un ligero grito de susto. Bain vio un objeto caído en el suelo y frunció el ceño. Luego corrió hacia la ventana.

Un sujeto se alejaba a galope tendido, montando en su caballo. Bain lamentó no tener un rifle a mano. Habría podido cortar la carrera del jinete sin dificultades. El hombre desapareció instantes más tarde al otro lado de una loma cercana.

Thana se inclinó y recogió el objeto envuelto en un papel, asegurado con un trozo de cuerda fina. Cortó ésta con las tijeras, desplegó el papel sobre la mesa y emitió una exclamación al ver un disco de plomo del tamaño de una moneda de veinte dólares.

—¡Mire, señor Bain!

—Ya lo veo —contestó él fríamente—. Es uno de los discos que hice preparar para sustituir las monedas auténticas. ¿Qué dice el mensaje?

El hermoso rostro de Thana estaba cubierto de sombras.

—No lleva firma —contestó—. Dice que conseguirá el dinero a toda costa y que no podré evitarlo.

Bain meneó la cabeza.

—Cien mil dólares en oro, en efecto una tentación —dijo—. Pero en este caso, hay algo más que el dinero en sí: el orgullo lastimado de un hombre, que ha fracasado en dos intentos sucesivos de conseguir tan suculento botín.

—¡Pero si no lo conozco! ¡No sé quién es!

—El sí la conoce a usted y sabe que el dinero está en su casa, señorita Mufferlin. De todos modos, dispone de hombres suficientes, para defenderse de un ataque de los forajidos, si quisieran intentar el asalto a la casa.

—Tendré que estar prevenida —convino ella.

Repentinamente, se oyeron pasos en el exterior. La puerta se abrió de golpe y un hombre entró en el despacho.

—¡Thana! He oído decir que... Oh, disculpa; no sabía que estuvieras ocupada...

—El señor Bain se iba ya, querido —dijo la joven—. Señor Bain, le presento a mi futuro esposo, Rom Vickers. Rom, éste es Tex Bain, el hombre que ha hecho posible que el dinero llegase intacto hasta aquí.

—Le felicito, señor —dijo Vickers.

—Muchas gracias —contestó Bain calmosamente—. Con su permiso, señorita...

—Adiós, señor Bain —sonrió Thana.

El joven salió. Vickers era un hombre de suerte, se dijo, iba a conseguir una hermosa mujer y rica. Lo adecuado para un tipo elegante y de aspecto distinguido, como era Vickers.

Fuller aguardaba en el exterior, junto a su carromato.

—¿Todo bien, Tex? —preguntó.

Bain sonrió, a la vez que metía la mano en su bolsillo.

—Te has ganado el salario, viejo zorro —respondió jovialmente.

Fuller silbó al ver los billetes.

—Es demasiado...

—Mi factura no ha sido barata, precisamente. Y tú, además de ayudarme a conseguir una buena recompensa, me has ayudado también a mantener el prestigio profesional.

—Eres un buen amigo —contestó Fuller con sencillez.

—Gracias, Rick.

Un hombre se les acercó en aquel momento.

—Supongo que sabe lo sucedido, Bain —dijo Randall.

—Sí, me lo ha contado el ama.

—No pudimos evitarlo. Eran muchos y todos iban armados.

—En tales circunstancias, lo prudente es no resistirse —sonrió Bain.

—Ella quedará ahora en mala situación. No sé cómo podrá salir adelante sin el dinero...

Bain sonrió.

—Hace unos momentos, vimos a un jinete que se alejaba al galope —desvió el tema—. ¿Sabe quién era?

—No. Vino, pidió un poco de agua para su caballo, lio un cigarrillo y luego se marchó por el otro lado de la casa. No dio su nombre ni se lo pedimos.

—Nunca se pide el nombre a una persona, a menos que ésta lo diga por sí misma.

—Exacto.

—Randall, ¿notó algo de particular en alguno de los tipos que les asaltaron?

—No. Todos llevaban la cara cubierta por pañuelos y los sombreros encasquetados.

—¿Y los caballos?

Randall chasqueó los dedos.

—Ahora que lo dice... Uno de ellos montaba un pinto blanco y negro, muy airoso, con una mancha en el ojo izquierdo.

Bain sonrió.

—Randall, un consejo: Si un día decide meterse a atracador, use un caballo que no destaque —dijo.

Desató el suyo y montó de un salto.

—Hasta la vista, Rick. ¿Randall...?

Picó espuelas y partió de nuevo en dirección a Yellow Rock. Tenía un cheque por valor de cinco mil dólares y quería ingresarlo en una cuenta corriente que pensaba abrir inmediatamente.

* * *

Clint Dogherty, sheriff de Yellow Rock, era un sujeto de unos cincuenta años, bajo, membrudo y con un bigote entrecano que caía a ambos lados de su mentón. Sonrió al ver a Bain entrar en su oficina, con una botella en las manos.

—Has vuelto del Mufferlin —dijo.

—Aquí me tienes —contestó Bain—. Saca dos vasos y celebraremos el final del asunto.

—¿Tú crees que se ha acabado, Tex?

—Al menos, en lo que a mí concierne, sí. Me contrataron para conseguir que cinco mil monedas de oro de veinte dólares, «dobles águilas», llegaran al rancho Mufferlin, y eso es lo que he hecho.

Dogherty preparó dos botes de estaño. Bain vertió licor en ambos y levantó el suyo.

—Salud, Clint.

—Salud, Tex.

Los dos hombres bebieron gravemente. Luego, Bain sacó dos cigarros y entregó uno al sheriff. Hubo un largo silencio, hasta que los cigarros estuvieron satisfactoriamente encendidos.

—Tex, o yo no te conozco o estás aguardando a que te cuente cosas de Thana Mufferlin —dijo Dogherty, rompiendo al fin el silencio.

—Sí. Es decir, si no hay inconveniente...

—Su padre levantó un imperio, aunque murió relativamente pronto. Pero ella lo ha continuado y ha conseguido hacerlo prosperar más todavía. Con mano de hierro, todo hay que decirlo.

—Eso podría explicar por qué no se ha casado todavía —dijo Bain, indolentemente sentado en un ángulo de su mesa.

—Estuvo a punto de casarse, pero el asunto fracasó.

—¿Por qué?

—Su prometido era un salteador de Bancos y diligencias. Salvó el cuello por muy poco, pero fue a parar a presidio para el resto de sus días. Eso sucedió hace casi seis años y, desde entonces, ella no admitió más galanteos de otros hombres.

—Hasta que llegó Rom Vickers.

—Si. Hace un año, Vickers compró unos pequeños trozos de terreno no lejos del rancho Mufferlin. Empezó a visitar a la chica... y ella parece que ha abandonado su actitud de odio hacia los hombres.

—¿Va a casarse con él, Clint?

—Creo que Vickers es inglés, un segundón que vino al país a hacer fortuna. Es muy cortés, amable con todos y no hay muchacha en la comarca que no suspire por él.

—Si se casa con Thana. Sí, hará fortuna —sonrió Bain.

—Bueno, cada uno aportaría algo bueno. El, su apellido; ella, el dinero. Y su belleza, no lo olvides.

—Es decir, Vickers no tiene dinero.

—Lo justo para ir tirando. Tex.

—Ya. Otra cosa. Clint. ¿Para qué diablos puede querer Thana una suma tan enorme?

—No me lo preguntes. Estoy completamente ignorante de sus motivos. Tengo mucha información sobre las gentes de la región, pero en este asunto lo desconozco todo. ¿Te interesa a ti?

—Psé... Mera curiosidad.

Dogherty sonrió.

—Eres un zorro. Los bandidos se llevaron una bonita colección de discos de plomo. ¿Qué dirían cuando abrieran los sacos?

—Lo han dicho ya. Le devolvieron un disco de plomo, envuelto en un mensaje. Aseguran que tendrán el dinero a toda costa.

—Es una fanfarronada. Hay más de cincuenta hombres en el rancho. Nadie podría salvar ese círculo de rifles, créeme.

—Bien, en todo caso, es asunto suyo. Y tal vez tuyo, si las cosas se complican —dijo Bain.

—Espero que no haya más problemas —deseó el sheriff—. ¿Cuándo te marchas, Tex?

—Al menos, hoy dormiré en el pueblo. Y puesto que por ahora no tengo perspectivas de trabajo, no tengo tampoco prisa por marcharme de aquí.

—Ven a cenar conmigo. Avisaré a mi mujer que ponga otro plato en la mesa. A ella le gustará volver a verte.

—Sí, para reprocharme que siga soltero todavía, ¿verdad?

Los dos hombres rieron fuertemente. Luego, Dogherty dijo:

—Tex, cuando una mujer llega a cierta edad, todo su empeño consiste en intentar casar a los amigos que aún permanecen solteros. Dale cuerda, no la contradigas y todo irá bien.

—Sí, seguro. Bien, nos veremos a la hora de la cena, Clint.

Bain se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacia el sheriff.

—Clint, no he oído el nombre del prometido de Thana que se ganó una condena de cadena perpetua —dijo.

—No te lo dije. Se llama Matt Keldon.

—Algo de eso me figuraba, aunque no conocía bien las causas. Ahora ya lo sé. Clint.

—¿Qué es lo que sabes, Tex? —preguntó Dogherty, extrañado.

—Keldon se fugó de la cárcel hace seis semanas.