CAPÍTULO VIII
Las ruedas chirriaban estridentemente. Bain salió al encuentro del carromato y sujetó las riendas de los caballos.
—Rick, falta grasa en los ejes —observó.
—Luego les pondré una poca —respondió Fuller.
Metió la mano en el bolsillo y lanzó algo al aire. Bain atrapó el envoltorio al vuelo.
Era un papel fuerte, sujeto con un cordel. Desató los nudos, desplegó el papel y contempló pensativamente los dos objetos metálicos que sostenía con la mano izquierda.
—Entonces, murió —dijo al cabo.
—Tienes la hebilla de su cinturón y el anillo de boda —contestó Fuller, mientras empezaba a quitar los arneses a sus caballos—. Yo mismo los saqué de la tumba, Tex.
Bain suspiró.
—Bien, son las pruebas definitivas de la muerte de Mufferlin —dijo.
—Lo vio un montón de personas. He hablado también con el dueño de la funeraria. Recuerda perfectamente el suceso. No olvides que Mufferlin era un hombre importante.
El joven asintió y guardó los dos objetos en un bolsillo.
—Bueno, al menos hemos aclarado algo. El autor de la nota se basa en una impostura —dijo.
—Sí. Por cierto, ¿dónde está la chica?
—La obligaron a viajar sola.
—Tex, no me digas...
—No nos quedó otro remedio, Rick. Nos enviaron un mensaje conminatorio y tuvimos que hacer lo que nos ordenaban.
—¿Os enviaron un mensaje? ¿Hablaste con el mensajero?
—Usó un arco y una flecha.
—Tipos listos —comentó Fuller—. Bien, Tex, ¿qué piensas hacer ahora?
—Tengo que evitar que Thana sufra algún daño. Y debo darme prisa si quiero llegar a tiempo.
—¿Está muy lejos?
—En Mesa Negra, a una jornada de distancia. Pero debo de llegar dando un rodeo o me verán desde muy lejos.
—Tu caballo no está en buenas condiciones —observó Fuller—. Si te desvías ligeramente, podrás pasar por el rancho de Phil Howe. Él y sus hijos se dedican casi exclusivamente a la cría y doma de caballos.
—Gracias por el consejo —Bain palmeó los hombros de su amigo—. No olvidaré nunca lo que has hecho por nosotros.
Fuller sonrió socarronamente.
—Has dicho «nosotros».
Bain asió las riendas y puso un pie en el estribo. Guiñó un ojo y contestó:
—Sí, eso es lo que he dicho.
Taloneó a su montura y partió al galope. Fuller lanzó un suspiro y luego se dedicó a buscar leña, para encender una hoguera y prepararse algo de café. Se propuso seguir a su amigo, pero sin prisas.
* * *
Una hora más tarde, al remontar una loma, divisó el rancho de los Howe.
Estaba en una vaguada, muy abundante en hierba y con un arroyo de aguas espumosas, que nunca se secaba. Era el lugar ideal para la cría y doma de caballos.
Los Howe habían sabido elegir bien, se dijo. De pronto, captó algo que le hizo entrar en sospechas.
Había cuatro hombres en el corral, alineados junto a una de las vallas. Otro estaba en frente, apuntándoles con el rifle.
La distancia era relativamente grande y no podía apreciar más detalles. Tiró de las riendas, hizo retroceder un poco a su montura y saltó al suelo. Inmediatamente, descolgó la funda de los gemelos y volvió a la cumbre. Tendido de bruces sobre la hierba, observó lo que sucedía en el rancho.
Un hombre salió de la casa, cargado con un pesado saco. Su compañero agitó la mano izquierda. El primero se acercó a un caballo ya ensillado, sobre el que puso el saco.
Luego cruzó el corral en sentido oblicuo y se acercó a otro, en donde había una veintena de caballos de todos los pelajes. Bain adivinó sus intenciones en el acto.
—Maldita sea, van a robarles los caballos —masculló.
Volvió corriendo al suyo y extrajo el rifle de la funda. Luego se situó en la posición adecuada.
Había unos ciento cincuenta metros. Tenía que afinar la puntería, se dijo.
La mano del sujeto se posó sobre la aldabilla que sujetaba la puerta del corral. En el mismo instante, llegó un pesado proyectil que hizo volar astillas del tronco contiguo.
El sujeto se sobresaltó terriblemente. Los caballos relincharon con gran estrépito.
El otro individuo se volvió y divisó la nubecilla de humo blanco que se movía perezosamente sobre la lona. Inmediatamente, elevó el rifle y apretó el gatillo.
Bain no contestó, temeroso de herir a los hombres que estaban tras él. Pero el otro echaba ya a correr en busca de su caballo y disparó dos veces seguidas.
En el mismo instante, los Howe cayeron sobre el hombre que los había vigilado hasta entonces y le arrebataron el arma. Su compañero, asustado, montó de un salto y trató de huir.
Diez pasos más adelante, una bala le entró por el costado izquierdo, lanzándole al lado opuesto. Cayó muy despacio, rebotó en el suelo un par de veces y se quedó inmóvil.
Bain se puso en pie. Había llegado a tiempo, se dijo.
Montó de nuevo a caballo y emprendió el descenso. Cuando entró en el rancho, se le acercó un hombre joven, mirándole fieramente.
—Soy Ezra Howe —se presentó—. ¿Es usted el que ha disparado tan oportunamente?
—Sí. Mi nombre es Bain.
—Gracias, señor Bain. Estuvimos a punto de quedarnos sin caballos. Tenemos veinte, todos listos para la venta, y esos tipos querían espantarlos, no sé por qué. Además, se habían llevado ya dos...
—¡Ezra! —se oyó un rugido—. Déjate de palabrería y ven a ayudarnos.
El joven sonrió.
—Dispense, me llama mi padre.
Bain se apeó. Los restantes miembros de la familia sujetaban al prisionero, que se debatía furiosamente.
Se acercó al grupo. Un hombre de unos cincuenta años, tremendamente robusto y con ojos inyectados en sangre, le dirigió una mirada llena de cólera.
—Amigo, si es usted el que ha intervenido en nuestro favor, cuente con nuestra gratitud eterna, pero, por favor, ahora no haga nada, ¿entendido?
Bain frunció el ceño.
—¿Qué es lo que pretenden? —inquirió.
Phil Howe lanzó un grito estentóreo.
—¡Abigail, hija, asómate!
Una muchacha apareció en el acto por una de las puertas de la casa. Estaba despeinada, tenía algunos rasguños en la cara y sus ropas se veían destrozadas.
—Señor —dijo Howe—, estos miserables intentaron abusar de mi hija mientras nos mantenían bajo la amenaza de las armas. Por fortuna, Abigail es fuerte y consiguió resistir.
—Entonces, el ultraje no se ha consumado —dijo Bain.
—La intención fue suficiente, sobre todo, cuando se quería llevar a la práctica. ¡Hijos, arriba con ese bastardo!
El prisionero chilló desesperadamente mientras era conducido al pie de un enorme roble. Bain levantó una mano.
—Señor Howe, recuerde que hay una ley...
—¡En este lugar, la ley soy yo! —tronó el ranchero.
Bain se dio cuenta de que no podría conseguir nada.
—Espere —gritó—. Quiero hablar un instante con ese sujeto.
—¡Sálveme! —rogó el hombre—. No deje que me ahorquen. Yo sólo vine a buscar unos caballos... Fue el otro el que quiso abusar de la chica... Admito que no íbamos a pagar los caballos, pero a mí nunca se me ocurrió una vileza semejante...
—¿Perteneces a la banda que ha secuestrado a Edgar Mufferlin? —preguntó el joven.
—Sí —admitió el otro desmayadamente—. Necesito caballos; debemos marcharnos muy pronto...
—¿Es realmente Mufferlin el prisionero?
—No lo sé. Así lo dicen. Yo no le conocía...
—¿Quién es tu jefe?
—Mylock.
«El hombre del caballo pinto», pensó Bain.
—Basta de palabrería, señor —intervino Howe—. Hemos dictado una sentencia y se va a cumplir.
Bain quiso decir algo, pero, de pronto, notó algo duro en su espalda.
—Agradecemos su ayuda, señor —dijo la muchacha—. Pero si intenta hacer algo en favor de ese miserable, juro que le mato aquí mismo.
Bain apretó los labios. Sólo le detuvo el pensamiento de que Thana podía estar en grave peligro. Volvió la cabeza a un lado, pero no pudo evitar oír el agudísimo chillido del ladrón, que se cortó cuando tres pares de robustos brazos tiraron simultáneamente de la soga.
Unos minutos más tarde, se le acercó Howe.
—No somos desagradecidos, señor Bain —dijo—. ¿Qué podemos hacer en su favor?
—Véndame dos caballos. Le dejaré el mío. Es bueno, pero está cansado y necesita unos días de holganza.
—No se los venderé. Elija usted mismo los que más le agraden y lléveselos con nuestras bendiciones.
Bain hizo un gesto. Howe sonrió a través de su espesa barba entrecana.
—Adivino lo que piensa —dijo—. Aunque no lo crea, yo soy el primero en lamentar lo que ha sucedido. Pero esto servirá de ejemplo para otros que quieran imitar a esos desalmados. Venga conmigo y le aconsejaré sobre los caballos que debe llevarse. Supongo que quiere hacer relevos, ¿no es así?
—En efecto.
—Le llevarán volando y, si lo persiguen, cuando los de sus perseguidores estén reventados, los míos acabarán como si acabaran de salir del corral.
—Se lo agradezco mucho, señor Howe.
—Somos nosotros los que le debemos gratitud, amigo.
Minutos después. Bain disponía de dos caballos, más resistentes que veloces. Podría llegar a Mesa Negra, sin apenas paradas, salvo para cambiar la silla de lomos, se dijo.
Cuando se disponía a abandonar el rancho, recordó algo:
—Uno de los asaltantes llevaba un saco. ¿Qué contenía, señor Howe?
—Provisiones. Parece que él y sus amigos andan un tanto escasos de comida —respondió el ganadero.
Bain se estremeció un instante. El cuerpo del forajido pendía aún de la rama del árbol.
Abigail Howe estaba en la puerta y agitó una mano en señal de saludo. La chica sonreía. Tenía el vestido desgarrado por la parte superior y el seno izquierdo se veía casi por completo.
«En otras circunstancias, te habrías dejado violar a gusto», pensó Bain.
Correspondió con otro gesto, picó espuelas y, llevando al otro caballo de las bridas, partió al galope.
* * *
Avanzaba tranquilamente a lo largo del sendero, conduciendo la reata de caballos cuando, de súbito, dos hombres armados salieron de la espesura.
—Párese —ordenó uno de ellos.
Thana obedeció en el acto. El hombre sonrió mientras se acercaba a ella.
—Muy guapa, sí, señor; pero no tema, no vamos a hacerle ningún daño. Acércate, Hayden.
El otro sujeto se acercó con una capucha en las manos. Thana dejó que se la pusieran. No llevaba agujero para los ojos, aunque sí uno en la parte inferior, bajo la boca, que permitía la entrada del aire para la respiración. La capucha, además, tenía unos cordones en la parte inferior que sirvieron para atársela en torno a la garganta.
—Dispense, señorita, pero ésas son las instrucciones que nos han dado —dijo uno de los bandidos.
—¿Se refiere al prisionero?
—Sí.
—Bueno, el jefe dice que es él, pero nosotros no lo conocemos. Y trae el dinero, ¿qué puede importarnos?
Sonó una risita. Thana procuró contener su indignación.
—¿Quién es el jefe? —preguntó.
—Nos encargó que callásemos su nombre.
—Parece que quiere darle una sorpresa, señorita.
Bajo la capucha, se crisparon las facciones de la joven. Thana pensó que por el momento, le convenía guardar silencio.
—Vamos —dijo Hayden.
Los caballos se pusieron en marcha. Thana se dio cuenta de que los forajidos no se apresuraban. Se preguntó quién era el misterioso individuo que mandaba la banda y quería sorprenderla.
Cabalgaron durante unas dos horas. De pronto, entraron en una angosta cañada.
Thana lo supo al percibir el cambio de los cascos de los animales. Notó también que vadeaban un arroyo y, en ocasiones, percibió el roce de ramajes contra su cuerpo.
La capucha, aunque de tejido muy espeso, dejaba pasar algo de luz. Thana captó oscuridad unos momentos y luego se dio cuenta de que salían a un lugar relativamente despejado.
Entonces, oyó gritos de alegría.
—¡Al fin!
—Ya ha llegado el dinero, muchachos.
—Vamos a ser ricos...
Los caballos se detuvieron. Unas fuertes manos asieron a la muchacha por la cintura y la depositaron en el suelo.
Una mano la asió por el brazo y la hicieron caminar unos pasos.
—Siéntese.
Ella obedeció. Alguien pasó una cuerda a su cintura, sujetándola al árbol.
—Dispense, señorita, pero ésas son las órdenes que tenemos —dijo el hombre—. Tiene que estar así, hasta que llegue el jefe.
—¿No puedo ver a mi padre? —preguntó Thana.
—Por el momento, no. Lo siento...
Alguien lanzó un grito a poca distancia.
—Eh, chicos, ¡aquí están los sacos con el oro!
—¡Deja eso, Ramcke! —tronó el hombre que estaba junto a la muchacha—. No toques nada hasta que vuelva el jefe.
—Está bien, está bien, pero me habría gustado ver al menos el brillo de una moneda...
—Hank Ramcke, si intentas rozar siquiera uno de los sacos de oro te volaré la cabeza. ¿Entendido?
—Muy bien, como digas. Ted Bartham.
Bartham dio una palmadita en el hombro de la prisionera.
—No se apure, señorita: todo terminará más pronto de lo que usted mismo cree —dijo.