Capítulo XII
LLOVIZNABA, cuando el «Cadillac» se detuvo en la pista, junto al avión que Baxter tenía alquilado desde hacía días. El piloto estaba al pie de la escalerilla y se llevó la mano a la gorra al verle llegar.
—Todo en orden, señor Baxter.
—Gracias. Ya conoce el rumbo y el punto de destino. ¿Ha calculado el tiempo?
—Sí, señor. Estaremos en el aeropuerto de destino a las seis y media de la madrugada, salvo inconvenientes.
—Ojalá no se produzcan —sonrió el joven, a la vez que ponía el pie en el primer peldaño. Antes de acomodarse en la butaca del pequeño reactor, dijo—: Apenas estemos en vuelo, avise al helicóptero.
—Descuide, señor Baxter.
El piloto ocupó su puesto. El copiloto había revisado ya todo y el aparato estaba listo para despegar. Segundos más tarde, las ruedas empezaron a deslizarse por la pista espejeante.
Junto al coche, Koye contempló las luces del avión que se empequeñecían, hasta perderse en la oscuridad de la noche. El rugido de los reactores se extinguió también rápidamente.
—Suerte, jefe —murmuró el fiel sirviente.
Baxter, en efecto, necesitaría tener suerte, porque, a pesar de haber conseguido una sentencia favorable, no había librado todavía la última batalla.
Una vez que el avión alzó el vuelo, Baxter consultó su reloj. Había tiempo de sobra. Crolin no tenía a su hijo precisamente a un paso de Nueva York.
Bajó el respaldo del asiento y estiró las piernas. La única azafata se le acercó cuando el piloto dio la señal de que podían quitarse los cinturones.
—¿Desea algo, señor? ¿Té, café…?
Baxter sonrió y movió la cabeza negativamente.
—Muchas gracias, señorita —contestó—. Lo único que necesito es dormir un poco. He llevado unos días muy agitados, ¿sabe? Por favor, despiérteme a las seis en punto, hora local, claro.
—Bien, señor.
A la hora mencionada, Baxter se aseó brevemente y tomó algo de café y un par de tostadas. A las seis y treinta, hora de Phoenix, Arizona, el avión ponía sus ruedas en el suelo de la pista de aterrizaje.
Baxter no perdió el tiempo. Apenas se detuvo el pequeño birreactor, saltó al suelo.
—Téngalo todo listo. Volveremos hoy mismo a Nueva York —ordenó a los pilotos.
Un hombre avanzó hacia él.
—¿Señor Baxter? Soy Jim Mesa. El helicóptero está preparado.
—Muy bien, Jim. —Baxter miró, sonriendo, al piloto. Era joven y de rostro atezado—. Si todo está listo, no perdamos tiempo.
—Por aquí, señor —indicó Mesa—. No obstante, he de decirle que ese sitio al que vamos a ir es propiedad privada…
—Jim, yo cargo con toda la responsabilidad.
—Bien, señor.
El helicóptero levantó el vuelo momentos más tarde. Baxter, sentado junto al piloto, pudo contemplar bien pronto el paisaje de Arizona. La zona desértica se deslizaba velozmente bajo ellos. Mesa dijo que alguna vez había hecho un viaje a Castle Rock.
—Después, el señor Crolin contrató a otro piloto. Un día me dijo algo que no me gustó y lo envié al diablo. Es un hombre amargado… aunque ahora, después de saber lo que le pasó, lo comprendo todo. Créame, le compadezco.
—Sí, es digno de compasión —admitió Baxter.
Treinta minutos más tarde, el helicóptero evolucionó sobre una eminencia rocosa que sobresalía de la llanura. A lo lejos, espejeante, se veía la presa Horseshoe. Sobre la montaña, que tenía la mayor parte de sus laderas cortadas a pico, se veía una casa de rojos tejados. Había árboles y una piscina rodeada de césped.
—Caro capricho —comentó Baxter, mientras Mesa hacía que el aparato evolucionase sobre la cima del cerro.
—Los ricos se lo pueden permitir todo —comentó el piloto—. Bien, cuando quiera, señor Baxter.
—Abajo, Jim, pero recuerde; usted ha de aguardarme en la llanura hasta que le haga la señal.
—Sí, señor.
El helicóptero descendió verticalmente, con gran lentitud, hasta quedar a dos metros del suelo. Baxter saltó y se alejó corriendo, mientras el helicóptero volvía a elevarse de nuevo.
Entonces, dos personas salieron de la casa. Kissel apuntó con su pistola al recién llegado.
—¡Quieto, Evans! —ordenó Crolin, a la vez que extendía la mano.
Baxter avanzó hacia los dos hombres.
—Crolin, he venido a que me entregue el niño —arguyó—. Traigo un mandato judicial. Por favor, le pido que no se resista. Entrégueme a Tony y todo irá bien.
* * *
La pistola de Kissel continuaba apuntando al pecho de Baxter. Crolin estaba terriblemente pálido.
—¿Cómo supo que Tony estaba aquí? —preguntó.
—He investigado a fondo. Sin embargo, no he podido encontrar pruebas de sus crímenes. Se quedará sin el niño, pero libre.
—Pagué a Malvin para que no hablase… Debí haberle matado, entonces —dijo Crolin rabiosamente.
—Malvin, en el fondo, estaba harto del barrio en que vivía. Por eso aceptó el dinero que usted le entregó y que le permitió establecerse en Vero Beach. En cuanto a la mutilación que sufrió, si bien lo deploro muy sinceramente, más de lo que cree, usted mismo tuvo la culpa.
—¡Esos asquerosos italianos…! —gritó Crolin descompuestamente—. El día en que los encuentre, haré que los maten uno a uno… Me agarraron entre todos… El padre tenía la navaja de afeitar… Otro me tapó la boca…
—Lo mismo que usted se la tapó a Jeannie Solatti, cuando la violó.
Crolin miró a Baxter con ojos extraviados.
—Ella me enloqueció… Coqueteaba conmigo… Un día perdí la cabeza…
—Usted podía disponer de mujeres. ¿Por qué cegarse con una sola, aunque fuese muy hermosa? Debiera haberlo pensado, antes de cometer esa repugnante acción. Debiera haberse fijado un poco más en el apellido de la muchacha, haber recordado que tenía un padre y cuatro hermanos dispuestos a todo, en especial cuando supieron que usted no daría su apellido a la joven ofendida. Algunos latinos tienen un sentido muy particular del honor; Crolin.
—Los encontraré, juro que los encontraré…
—¿Usted? Han pasado cinco años y no ha sabido dar con ellos, por más esfuerzos que, me imagino, ha realizado. En su lugar, yo trataría de olvidarla los Solatti, aunque ya pienso que es algo muy difícil de conseguir. Se lo repito, Crolin, lamento muy de veras lo que le sucedió y le compadezco de corazón, pero quiero que me entregue al niño. Que no es hijo suyo, recuérdelo.
—Lleva mi apellido. Continuará la estirpe…
—Vamos, hombre, todo el mundo lo sabe ya en el país. ¿Cree que el chico no se enteraría muy pronto? En cuanto empezase a ir al colegio con otros niños, oiría ya cosas muy crudas sobre usted… ¡Por favor, Crolin, no se resista!
—Voy a matarle, Baxter —dijo el interpelado con ojos llameantes—. Esta será mi venganza y luego huiré con Tony, ¿comprende? Nadie nos encontrará jamás, se lo juro.
—No podrá escapar. Sólo hay un helicóptero disponible, allá abajo, en la llanura. Aunque llame a Phoenix, no vendrá otro helicóptero. Y si escapa en su coche, el piloto que me aguarda avisará inmediatamente a la policía. Lo tiene perdido, reconózcalo.
Crolin se pasó una mano por la cara, brillante a causa del sudor.
—Debí haber ordenado que lo liquidasen el primer día… Me habría ahorrado muchos disgustos —jadeó.
—Tal vez debió enviar a Leon y a Dealey a mi casa en lugar de enviarlos contra Beaton. Por cierto, ¿qué le impulsó a liquidar a Beaton?
—Trataba de hacerme chantaje. Fraser fue a visitarle un par de veces, para comprobar su estado.
—Bueno, eso no tiene nada de malo. Toda mujer, cuando queda embarazada, visita al médico…
—Ella se hizo pasar por la señora Robbins.
Las cejas de Baxter se levantaron en el acto. Ahora lo comprendía; ahora quedaba aclarada la desaparición de todos los documentos de Beaton.
—Entonces, el Bello Billy…
—Sí —admitió Crolin, de mala gana—. Él era el padre de Tony y el único que sabía lo que me había sucedido. ¡Yo quería un heredero, Baxter! Por encima de todo, quería que mi apellido se perpetuase…
—Pero Fraser tenía que enterarse, a la fuerza, de que el hombre que estaba a su lado, en el lecho conyugal, era su esposo —alegró Baxter.
—Robbins iba cuando ella había apagado ya la luz. De todas formas, sólo fueron unas cuantas ocasiones. Luego…
—Luego, Robbins empezó a sentirse superior y tal vez pensaba ocupar su puesto, ¿no es así? Murió a los cuatro meses de su boda, cuando ya se sabía que Fraser iba a tener un niño.
Crolin hizo un gesto de asentimiento.
—No era tan leal como yo creía —contestó.
Baxter meneó la cabeza. «¿Cómo pudo creer este hombre que Robbins le seguiría siendo fiel? —pensó—. El ciego orgullo de la raza, no había otra explicación.»
—Y luego, Fraser murió de una manera muy conveniente, puesto que diez millones de dólares pasaron a su poder, aparte de conseguir situarse en una posición social muy conveniente —dijo.
—Ella se había enamorado de mí —respondió Crolin, fríamente.
—Sin embargo, era un engaño que no podía mantener indefinidamente.
Crolin sonrió.
—¿Cree que ella lo habría divulgado?
—Es posible que no —convino Baxter—. Pero tal vez el horror de la situación en que vivía, la vergüenza de sentirse fracasada en su amor y frustrada como mujer, la impulsaron a cometer locuras y acabó trágicamente. Acaso usted no intervino en el accidente, pero tampoco lo lamentó demasiado, ¿verdad? Ya tenía lo que quería…
—¡Basta! —cortó Crolin—. Baxter, usted va a sufrir ahora un accidente. Al otro lado de la casa, hay un mirador, desde el que puede contemplarse un hermoso panorama. Usted sintió la tentación de ver el paisaje, sufrió vértigo… y cayó al vacío. Sencillo, ¿verdad?
—En apariencia, así es —sonrió Baxter.
—Evans —dijo Crolin secamente.
Kissel avanzó un par de pasos.
—Vamos, camine —ordenó.
Baxter giró un cuarto de vuelta a su derecha y empezó a andar, flanqueado por los dos hombres. Rodearon la casa y llegaron a la explanada posterior, en la que había un parapeto de piedra natural, situado junto al borde del derrumbadero.
En aquel punto, las paredes del cerro caían a plomo durante cincuenta o más metros. Luego se iniciaba una pendiente, muy fuerte todavía, sin embargo, que acababa confundiéndose con la llanura a unos ciento veinte metros más abajo.
Realmente, era una vista impresionante. Desde aquel punto, Baxter podía divisar el río Verde, con el embalse Horseshoe, las Black Hills, Monte Ord, Baker Butte y North Peak y, hacia el Este, los embalses Roosevelt, como final de la Cuenca del Tonto. Las puestas de sol debían de ser algo maravilloso, contempladas desde aquel inigualable mirador.
De pronto, Kissel hizo presión con su pistola en el costado de Baxter.
—¡Salte! —ordenó.
El parapeto no era demasiado alto. Incluso podía servir de banco. Baxter miró hacia abajo una vez más.
La pistola de Kissel se apoyaba en su costado izquierdo. De nuevo el hampón repitió su orden:
—¡Salte!
Entonces, con movimiento velocísimo, Baxter golpeó la mano armada con el codo, una vez iniciado el giro.
Era una variante un tanto peculiar de la cuarta Kata, segunda serie de judo, el Sode-Tori o presa en la manga. Pero Baxter no sentía el menor interés por apresar la manga de la chaqueta de su adversario.
Con el mismo movimiento, golpeó la rodilla de Kissel con el talón izquierdo, haciéndole perder el equilibrio. Una fracción de segundo después, y ante la estupefacción de Crolin, Kissel daba una voltereta en el aire.
El sujeto lanzó un colérico gruñido. Cayó al suelo de espaldas y, entonces, su codo golpeó contra el pavimento. La sacudida hizo que el índice presionase el gatillo de la pistola.
Crolin dio un salto hacia atrás, a la vez que se llevaba ambas manos al pecho. Mientras Baxter desarmaba a Kissel de un seco puntapié, Crolin caía de espaldas.
Un horripilante alarido brotó de sus labios al darse cuenta de la suerte que iba a correr. Baxter se volvió, pero ya sólo pudo ver las piernas de Crolin que batían furiosamente el aire.
Saltó hacia adelante. Crolin caía, volteando como un gran pájaro herido de muerte. Treinta metros más abajo, su cuerpo chocó contra un saliente y rebotó. Luego siguió rodando por la pendiente, envuelto en polvo y escombros rocosos, hasta detenerse a más de cien metros de distancia.
Kissel, aturdido, no acertaba a reaccionar. Baxter sacó un pañuelo y se apoderó de la pistola.
—Le acusarán de la muerte de Crolin —dijo, severamente.
* * *
El niño jugaba en el césped, con una gran pelota de vivos colores. Sentados junto a una mesa, bajo una sombrilla, Baxter y Marpha Still-Brown tomaban un refresco.
—Echará de menos a su padre —suspiró ella.
Baxter movió la cabeza.
—A decir verdad, Tony lo había visto muy pocas veces. Por mucho que alegase, Crolin no había llegado a convertirse para él en un auténtico padre.
—No lo era…
—Si le hubiese querido de veras, si hubiese buscado algo más que la perpetuación del apellido, podría haber sido para él lo que todo padre debe ser para su hijo… aunque ese hijo no sea realmente fruto de su unión con una mujer. El mero hecho de engendrar un nuevo ser no convierte necesariamente a un hombre en padre.
Marpha asintió lentamente.
—Para él, sobre todo, no había otra cosa que el orgullo de su raza —dijo.
—Y ese orgullo le perdió, al fin. Marpha, te enviaré una factura muy crecida —dijo Baxter.
—La pagaré sin rechistar. ¡Ah!, todavía quedan muchos asuntos pendientes; la herencia uno de ellos…
—Esa labor queda para tus abogados —rechazó Baxter la oferta apenas insinuada—. Yo ya he hecho lo más importante.
Se puso en pie y miró sonriendo a la mujer. El aspecto de Marpha había cambiado notablemente. Había paz y dulzura en su rostro, enmarcado por unos cabellos cuyas vetas grises no había hecho el menor esfuerzo por disimular.
Se inclinó hacia adelante y la besó en una mejilla.
—¡Adiós, Marpha!
—Dios te bendiga, Budd —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.
Pocos días más tarde, Baxter se sentó ante la pantalla del televisor, en su cuarto de comunicaciones, y enseñó algo a Denis Gray.
—Para que esta noche puedas dormir tranquilo —arguyó.
—Bueno, no siempre vas a ir por este mundo haciendo el papel de Robin Hood o de Don Quijote. Me parece bien que ayudes a la gente y que seas generoso, pero todo tiene un límite. Vamos, creo yo —contestó Gray.
—Tengo que darte la razón, Denis —sonrió Baxter—. Pero, en fin, Marpha era una buena amiga… Supongo que habrás hecho guardar todos los recortes de prensa relativos al caso.
—Desde luego. Budd, quisiera hacerte una pregunta.
—¿Sí, Denis?
—Tienes un negocio floreciente, que marcha maravillosamente. Cada día tenemos más demanda… pero, ¿piensas seguir jugando a los detectives?
—Budd, he actuado sólo para ayudar a una buena amiga. Yo sólo tengo un cerebro, un corazón, dos brazos, dos piernas… Si quisiera ayudar a todo el mundo, tendría que multiplicarme por mil, o un millón o mil millones… No soy, ni quiero ser, detective privado, pero, en alguna ocasión, alguien necesitará de cierta ayuda que nadie quiera o pueda concederle. ¿Has comprendido?
Gray suspiró.
—Te he comprendido demasiado bien —repuso—. Pero ten en cuenta que el mundo está lleno de injusticias y que tú solo, no puedes repararlas todas.
—Con que evite una sola, me daré por satisfecho. ¡Hasta la vista, Denis!
* * *
Los ojos de Cynthia Mac James brillaron al reconocer a su visitante. Saltó al cuello de Baxter y estampó un sonoro beso en su boca.
—Creí que te habrías olvidado de mí —dijo—. Anda, entra, estaba a punto de meterme en el baño…
—No te prives por mí, hermana —sonrió Baxter—. Aguardaré aquí, si no tienes inconveniente.
—Ninguno, amorcito—. Cynthia echó a andar hacia el interior del apartamento, pero, de pronto, pareció recordar algo y se volvió—. Budd, ¿por qué llamaba Crolin, de vez en cuando, a algunas chicas guapas, si no… no podía?
—Debía mantener su reputación. Pero era cierto, se emborrachaba cada vez que iba alguna chica a su casa. Imagínate los motivos.
—Sí. —Cynthia hizo un gesto de pesar—. Pobre, en medio de todo, era digno" de compasión. ¡Descanse en paz!
—Lo mismo que DeLong —dijo Baxter.
—¿Cómo?
—Ha aparecido muerto en su casa. Aún no se sabe si se trata de suicidio o un ataque cardíaco. De todos modos, lo tenía muy mal con el asunto del habano explosivo, que entregó a Davenport. La policía está examinando toda la documentación de los negocios de Crolin. Tal vez salgan ahí papeles que lo comprometían gravemente.
Cynthia permaneció unos segundos inmóvil, bajo el dintel de la puerta. Luego emitió una alegre sonrisa.
—Estaré lista lo más pronto posible, querido —aseguró.
Media hora más tarde, salió, ataviada con una espectacular bata de encajes de color rojo fuego. La ropa interior que había debajo era negra, de tejido finísimo.
—Budd, ¿te gusto…?
Cynthia se interrumpió bruscamente, a mitad de la vuelta que había iniciado para hacer ostentación de sus encantos.
La sala estaba vacía. Sobre la mesa, divisó una caja de forma rectangular, negra, cuyo interior se hallaba forrado de terciopelo también negro.
La caja llevaba la marca de Tiffany's. Los pendientes de esmeraldas brillaban con cegadores destellos.
Había una nota junto a la caja:
«En recuerdo de las horas de amor que fueron.»
Firmaba la nota B. B.
Los ojos de Cynthia se llenaron de lágrimas. Le gustaban los pendientes, pero, en aquellos momentos, los hubiera cambiado gustosamente por una hora con Budd.
—Aunque fuese un minuto…
Pero era un imposible. Budd Baxter había estado en su vida y había salido de ella. Ya no era más que un agridulce recuerdo.
—Las horas de amor que fueron… ya no serán —argumentó, resignada a lo inevitable.
Con la mano, tiró un beso al aire.
—¡Suerte, Budd Baxter! —le deseó.