Capítulo IV
—BAXTER ha salido —oyó Crolin, segundos después de haber levantado el teléfono—. Esperamos instrucciones.
—¿Ella?
—Sigue en la casa. Hablo desde una cabina telefónica, señor.
—Eso está bien. Es ella la que me interesa. Si sale de casa, síganla —ordenó Crolin. —Podríamos atraerla…
—¡No! —cortó Crolin, duramente—. Es un lugar demasiado céntrico. Tarde o temprano, ella tendrá que salir de casa. Sigan a la espera.
—Bien, señor.
Crolin colgó el teléfono. Evans Kissel estaba impasible ante la mesa.
—¿Y bien? —dijo el primero.
—DeLong ha enviado a uno de sus ayudantes para sacar a Milo y a Tob, bajo fianza, por supuesto. Pero no comprendo cómo pudieron arrestarlos bajo una ridícula acusación de homosexualidad…
—Baxter los apaleó y luego se burló de ellos. Al parecer, es un hombre con Un notorio sentido del humor.
—Podríamos…
Crolin alzó una mano.
—No hagas nada por ahora —dijo—. Antes hemos de enteramos a fondo quién es el tal Baxter. En su época dorada, Marpha tuvo muchas y muy buenas amistades. Tal vez Baxter sea uno de sus antiguos amigos. A juzgar por el lugar donde reside, debe de ser un joven rico y ocioso… aunque cultivador de sus músculos. Evans, antes de asestar un golpe, infórmate siempre bien del punto donde debes golpear.
—Sí, ya entiendo. Lo que no acabo de entender bien, es lo de Beaton.
—Eso no debe preocuparte en absoluto. Lo único que quiero saber con seguridad es si se llevaron la documentación.
—Toda. No quedó allí un papel del tamaño para escribir un número de teléfono. Los muchachos lo hicieron bien, puedo asegurárselo.
—De acuerdo. Ahora, sigamos… pero antes avisa que quiero hablar con Milo y Tob, cuando hayan salido. En mi casa y por la puerta de servicio, ¿entendido?
—Sí, señor.
Crolin se puso un cigarrillo en la boca. Después de encenderlo, murmuró:
—Y si ese joven ocioso que se llama Baxter, insiste en seguir metiendo las narices donde no le importa, le daremos una lección que no olvidará jamás —aseguró rotundamente.
Jerry Crolin se habría sorprendido muchísimo de haber sabido que el hombre a quien acababa de mencionar estaba hablando, en aquellos momentos, con su abogado. Tras algunas dudas, DeLong se había decidido a recibir a un presunto cliente. Baxter le había entregado una tarjeta de visita con su dirección. DeLong pensaba que una persona que vivía en la Quinta Avenida tenía que ser a la fuerza muy importante.
Baxter, por su parte, se había trazado un plan de acción para su entrevista con el abogado.
—Le voy a ser franco, brutalmente franco, señor DeLong —dijo, tras los primeros saludos.
—Eso me gusta en mis clientes —sonrió el leguleyo—. Adelante, señor Baxter. ¿Cuál es su problema?
—Tony Crolin.
Los ojos de DeLong se achicaron instantáneamente y la cortés sonrisa desapareció de sus labios.
—¿Por qué le interesa ese niño, señor Baxter?
—Represento a su abuela materna.
—¡Ah, la señora Still-Brown! Bien, ¿y qué?
—¿Dónde está el chiquillo?
—Pregúnteselo a su padre. El lugar donde pueda encontrarse Tony no me concierne en absoluto. Sólo me ocupo de administrar los bienes que heredó de su difunta madre, bajo la supervisión del padre.
—Señor DeLong, voy a decirle una cosa. Tony no debe crecer para llegar a ser un día jefe de gangsters. No, no me contradiga; usted y yo sabemos perfectamente lo que es su padre, por muy legales que sean muchos de sus negocios. Crolin quiere que el niño perpetúe la estirpe de ladrones y asesinos de la que él es el penúltimo eslabón, por ahora. La abuela, lógicamente, quiere que Tony llegue a ser una persona decente. ¿Ha comprendido, exactamente, lo que quiero decirle?
—Señor Baxter, ¿entiende usted algo de leyes? —preguntó DeLong, fríamente—. ¿O es sólo un detective…?
—Tengo mi título de abogado y estoy inscrito en el Colegio de Nueva York. Si no me cree, llame a las oficinas del colegio.
DeLong pareció quedarse parado un instante, aunque se sobrepuso muy pronto.
—Está bien, puesto que conoce las leyes, debe saber, en tal caso, que la abuela no tiene ningún derecho sobre el niño. Tony tiene un padre y a éste corresponden los cuidados, la manutención, la educación y la administración de los bienes que el menor pueda poseer, hasta su mayoría de edad.
—Lo sé perfectamente —contestó Baxter, sin inmutarse—. Pero usted debe saber, también, que un tribunal puede desposeer a un padre de la custodia de su hijo, cuando la conducta del padre resulta deshonesta, depravada o está penado por alguna infracción de la ley. En tal caso, el niño va a una institución adecuada, sostenida por el Estado, o queda encomendado a la custodia de algún pariente que merezca confianza al tribunal. El pariente a quien yo me refiero es su abuela en este caso.
DeLong sonrió desdeñosamente.
—Muchas cosas tendría que demostrar mi cliente, para conseguir sus propósitos —dijo—. Aparte de que no lo conseguirá, ¿cuándo piensa entablar la demanda?
Baxter se puso en pie.
—Cuando tenga las pruebas suficientes para no perder el caso —respondió.
—No las encontrará jamás, porque no existen…
—Ahora, cuando me marche, llame a su cliente y pregúntele por el estado de salud del doctor Beaton. Buenos días, señor DeLong.
Baxter se marchó. DeLong dudó unos instantes, pero no tardó en levantar el teléfono de su línea privada.
Segundos después, oyó una voz.
—Crolin.
—Soy DeLong. Escuche, un tal Baxter acaba de salir de mi despacho…
DeLong se quedó pasmado de asombro al oír un terrible juramento. Mentalmente se dijo que nunca había oído una palabrota semejante. Sí, Crolin tenía imaginación para soltar tacos.
—¿Qué le ha dicho ese entrometido? —bramó Crolin, cuando se hubo calmado—. Cuéntemelo todo, sin omitir una sola palabra.
DeLong hizo un relato sucinto de la entrevista. Cuando terminó, dijo:
—Baxter me aconsejó le preguntase a usted por la salud del doctor Beaton. ¿Quién es ese doctor Beaton?
De nuevo oyó el abogado una horrible imprecación. DeLong también maldijo, pero mentalmente; no se atrevía a enojar a tan poderoso cliente.
—No conozco al doctor Beaton —contestó Crolin—. En cuanto al niño, no se preocupe; no lo encontrará jamás.
—No me preocupa que lo encuentre, sino que la ley le obligue a entregárselo a su abuela.
—DeLong, ¿para qué diablos es mi abogado? Si ella me demandara, ¿no sabría usted dar la respuesta legal correspondiente?
Crolin colgó bruscamente. Sentíase terriblemente irritado. De vez en cuando, había hecho vigilar los pasos de Marpha Still-Brown. Las noticias de su ruina le habían llenado de satisfacción. Aquella mujer estaba fuera de combate… pero, de repente, había encontrado un caballero andante que se disponía a luchar por ella.
—Está bien. Si ese tipo tiene ganas de gresca, no habrá otro remedio que complacerle —dijo.
En su cuarto de comunicaciones, Baxter leyó el último despacho que el director de su agencia le había enviado por télex. Cuando terminó, presionó una tecla.
Instantes después, la línea de televisión estaba en funcionamiento.
—Habrás leído los últimos informes —dijo Gray.
—Sí. Muy interesantes, por cierto. He podido ver que Crolin tiene varias casas…
—En cualquiera de las cuales puede encontrarse el niño.
—Denis, yo no puedo ir en su busca y traérselo a su abuela. Iría contra la ley: esa figura de delito se llama secuestro y, en el mejor de los casos, podrían caerme encima veinte años. Tony es hijo de Crolin y éste tiene sobre él todos los derechos que la ley otorga a un padre. Ahora bien, cuando un padre resulta un sujeto depravado y se demuestra que es un delincuente habitual, ¿qué hace la ley?
—Bien, desposee al padre de sus derechos… pero, oficialmente, Crolin es un ciudadano honrado, con negocios perfectamente lícitos y que, seguramente, no evade un solo centavo de sus impuestos. Demostrar que no merece tener la custodia legal de su hijo es algo fuera de tu alcance.
Baxter sonrió ligeramente.
—Como dijo aquel, todavía no he empezado a luchar —contestó—. Bien, mientras yo hago algunas otras cosas, alguien se encargará de comprobar la situación actual del niño.
—Budd, eso cuesta dinero. No puedes ir por el mundo gastándote alegremente todos los beneficios que consigues con la agencia —protestó Gray.
—Denis, esta vez, si todo sale bien, te prometo pasar factura a Marpha —dijo Baxter—. No olvides que si gana el caso, Crolin tendrá que devolver, también, todos los bienes de la herencia.
—Rezaré a «san Perry Mason» para que te ayude, porque, de otro modo, no conseguirás nada.
—¡Pesimista! —rió Baxter.
Cortó la comunicación y releyó nuevamente los informes. Luego, después de cerciorarse de que no había nadie en la sala, descorrió el mamparo, pasó al otro lado y se acercó a la ventana que daba al exterior.
—Siguen ahí —sonó, de pronto, la voz de Marpha.
—Te vigilan a ti, no cabe la menor duda. Pero mientras no suban a esta casa, no tiene la menor importancia —contestó Baxter—. Y, me parece, aunque te cueste un poco, que debes seguir aquí.
Ella le miró fijamente.
—Tú vas a salir —adivinó.
—Sí. —Baxter oprimió suavemente su brazo—. Todo saldrá bien —se despidió.
Cinco minutos más tarde, estaba al otro lado de la avenida. Sin titubear, se dirigió hacia los dos esbirros.
—Caballeros, la señora Still-Brown sigue en mi casa —dijo—. Pueden estar tranquilos, su estado de salud es magnífico. ¡Buenos días!
Los dos sujetos se quedaron con la boca abierta. Baxter agitó la mano en señal de saludo y continuó andando por la acera, hasta que vio un taxi libre.
* * *
Con el tiempo, Baxter había llegado a conocer a gente cuyos informes solían resultarle de utilidad. El hombre con quien estaba hablando en un bar de la calle Ciento Veintiuna Este, era de pequeña estatura y ojos saltones, lo que, lógicamente, le había conferido un apodo inevitable: El Rana. Su nombre auténtico era Mike Shallman.
—Se llamaba Brode Beaton y era doctor en Medicina —dijo Baxter, después de tomar un trago de la jarra de cerveza que había encargado.
—Sólo se me ocurren dos nombres. Probables, no seguros —contestó el confidente.
—En tu opinión, ¿cuántas son las probabilidades a favor de su culpabilidad?
—Noventa y cinco por ciento.
—Actúan por encargo, ¿eh?
—Desde luego.
—¿Los nombres?
—Kelly Leon, alias Hangman.
—El Verdugo —tradujo Baxter.
—Sí. Es muy aficionado a la cuerda. El otro pudiera ser Tyler Dealey. Quizá los encuentres en el Whisky Trail, seis calles más abajo.
—Gracias, Mike. ¿Cuál es el importe de tu minuta?
—Cincuenta.
Baxter contó cinco billetes de a diez dólares y los pasó por debajo de la mesa a su confidente. El Rana alzó la mano.
—Budd, ¿qué te interesa tanto de un matasanos de tres al cuarto?
—Crolin.
Shallman se estremeció.
—¡Demonios! —musitó—. Eso ya son palabras mayores.
—Sí, son palabras que a simple vista parecen mayores —convino Baxter—. ¡Gracias, Mike!
Diez minutos más tarde, entraba en el Whisky Trail. Era la clase de antro que a dos asesinos profesionales gustaba frecuentar.
No tardó en localizar a Leon y a Dealey. Acodado en el mostrador, con aspecto de hallarse muy interesado en su whisky, permaneció un buen rato, hasta que vio a los dos sujetos salir del local.
Delante de él, Leon dijo:
—Tengo bebidas en casa. Ellas vendrán más tarde. Será una bonita fiesta, tú.
Dealey se frotó las manos.
—Una bonita fiesta, en efecto —convino.