Capítulo XI
POR la mañana, cuando estaba desayunando con Marpha, sonó el teléfono. Koye levantó el aparato y luego lo tendió hacia Baxter.
—Para usted, señor.
Baxter se acercó el teléfono a la oreja.
—Soy Crolin. Voy a presentar una demanda contra usted por daños materiales en mi propiedad.
—Muy bien —contestó el joven, impasible—. Le daré el nombre y dirección de mi abogado.
Crolin se desconcertó.
—Pero ¿usted no es…?
—Lo soy solamente en el caso Still-Brown contra Crolin. En lo que se refiere al coche estropeado y a la verja inutilizada, entiéndase usted con mi abogado. Repito que le daré su nombre y dirección. Usted puede enviarle la factura por los daños. El importe será abonado puntualmente.
—Escuche, Baxter —dijo Crolin—. Voy a olvidar este asunto. Quiero establecer un arreglo con usted… y su cliente. Fije una suma prudencial y olvidaremos el caso.
—No hay arreglo, Crolin. La única solución estriba en una sentencia judicial. Favorable a mi cliente, por supuesto.
—Baxter, ganaré el pleito. Después acabaré con usted y con esa vieja repugnante, ¿me ha oído?
—Con toda claridad, lo que me hace pensar que la señora Still-Brown tiene toda la razón del mundo. Habla usted como lo que es: el jefe de una cuadrilla de forajidos. El niño no será como su padre, créame.
Baxter colgó el teléfono secamente. Miró a Marpha y sonrió.
—Era Crolin —dijo.
—He oído gritos, pero no he conseguido entender nada —observó ella—. Parecía muy furioso.
—Tan furioso como si se hubiese sentado sobre la plancha de la cocina en el momento de poner la carne a asar, —rió Baxter.
Marpha hizo un gesto pesimista.
—Temo que no conseguiremos nada —murmuró.
—Los periódicos ya traen la noticia. El asunto empieza a hacer ruido, no te preocupes.
Baxter trataba de animar a Marpha, pero, en realidad, sabía que el asunto no iba a resultar tan fácil como aseguraba. Por el momento, todos los triunfos estaban en manos de Crolin.
Y a menos que demostrase su culpabilidad en alguno de los asesinatos cometidos, el resultado del pleito podía adivinarse fácilmente.
Durante los dos días siguientes, las llamadas telefónicas de los periodistas resultaron innumerables. Baxter denegó cortésmente hacer declaraciones, alegando que cualquier cosa que dijera, por insignificante que fuese, podía perjudicar a su cliente. En él tribunal se diría todo, contestaba invariablemente. En cuanto a Marpha, tenía prohibido tocar el teléfono para nada.
Koye vigilaba la puerta constantemente. Nunca abría a nadie que dijese ser periodista. Una vez, un reportero quiso colarse, con una cesta de provisiones, pero Koye lo advirtió a tiempo y le dio con la puerta» en las narices.
Gray, por su parte, se sentía pesimista.
—Te has metido en un buen lío —dijo, a los tres días de divulgarse la noticia—. Fracasarás lamentablemente y causarás una gran decepción a tu amiga.
Baxter sonrió mefistofélicamente.
—La publicidad sobre el caso tiene sus motivos —alegó—. El asunto está haciendo mucho ruido y eso es lo que me interesa. Por cierto, ¿hiciste lo que te pedí el otro día?
—Todo está preparado… a costa de una exorbitante cantidad de dinero…
—Marpha pagará, de buen grado, la factura.
—Si consigue rescatar al nieto, claro.
—Eso está hecho, Denis.
Cuatro días más tarde sonó el teléfono. Koye levantó el aparato:
—Residencia del señor Baxter —dijo.
—Soy John Solatti.
Koye se puso rígido en el acto. Sabía que aquel nombre era vital para su amo.
—Señor…
Baxter estaba muy enfrascado repasando un libro de leyes y alzó la cabeza al oír la voz de Koye.
—¿Tim?
El índice de Koye señaló el teléfono.
—Solatti —bisbiseó el criado.
Baxter tiró el libro a un lado y se puso en pie de un salto.
—Hable, señor Solatti —invitó.
—¿Es usted Baxter?
—El mismo. Hable, se lo ruego.
—Bien, he leído los periódicos… No voy a decirle dónde estoy, pero sí quiero darle una información de importancia. Nos hemos enterado de que está luchando contra Crolin. Bien, los Solatti queremos ayudarle.
—Magnífico. ¿Qué es lo que tiene que decirme?
—El doctor Malvin vive en Vero Beach, Florida. Él puede darle unos detalles muy valiosos sobre Crolin.
—Quizá no quiera…
Solatti se echó a reír.
—Usted es abogado, ¿y no sabe cómo hacerle comparecer ante un tribunal? —exclamó.
—Pues… sí, tiene usted toda la razón, amigo Solatti.
—Bien, eso es todo. Cuando haya hablado con el doctor Malvin, comprenderá por qué los Solatti no queremos que nuestro nombre figure en este caso. ¡Adiós, señor Baxter!
El joven colgó el teléfono. Estuvo unos instantes pensativo y luego volvió a levantarlo, para llamar a Gray por la línea ordinaria.
—Denis, salgo para el aeropuerto —dijo—. Avisa al piloto.
—Está bien. ¿Cuál es tu destino?
—El aeródromo más cercano a Vero Beach, Florida.
La sala estaba atestada de público, ávido de conocer el desarrollo de un juicio, cuyas características habían sido divulgadas ampliamente en la prensa, radio y televisión. La demanda de una mujer que reclamaba la custodia de su nieto basándose en la supuesta incapacidad del padre, como autor de actos ilegales, había apasionado a la opinión.
Los periodistas tenían sus blocs a punto. El juez había prohibido severamente tomar fotografías o grabaciones de cuanto se dijera ante el tribunal. Un par de dibujantes hacían apuntes de los principales protagonistas.
El juicio se inició con las formalidades de rigor. Crolin estaba en su sitio, flanqueado por DeLong y su secretario. En los labios de Crolin lucía una sonrisa de triunfo anticipado.
DeLong se levantó y dijo:
—Señoría, mi cliente ha sido demandado por la señora Still-Brown, para que le conceda la custodia de su hijo, basándose en una supuesta vida irregular y llena de actos delictivos. Mi cliente, Señoría, es un hombre que tiene y dirige varias empresas, todas ellas florecientes y de, actividades absolutamente legales. Es viudo, ya que su esposa, la madre del niño objeto de la demanda murió hace cuatro años, observa una conducta irreprochable y jamás se ha visto mezclado en maledicencias ni casos escandalosos. Puesto que estos datos son fáciles de comprobar por ese honorable tribunal, ruego a su Señoría un dictamen denegatorio de la demanda planteada contra mi cliente. Después, si mi cliente lo juzga conveniente, presentará una demanda contra quienes le han traído aquí, a este tribunal, con el solo objeto de difamarle y manchar con absurdas calumnias una vida intachable. Pero esto, por el momento, es secundario; lo importante es que la demanda sea desestimada. Eso es todo, Señoría.
Los ojos del juez se volvieron hacia la mesa ocupada por Baxter y Marpha.
—El abogado de la parte demandante tiene la palabra —dijo—. Ha solicitado que se atribuya a su cliente la custodia del menor y deberá probar que el padre es indigno de dicha custodia. ¿Está preparado?
Baxter se puso en pie.
—Sí, Señoría —contestó—. Pero lo primero que debiéramos preguntarnos al hallarnos ante el honorable tribunal, es si el demandado es realmente padre de Anthony Crolin, nacido de su unión matrimonial con Fraser Still-Brown, hija de mi defendida.
DeLong se puso en pie de un salto.
—¡Protesto, Señoría! —clamó—. El abogado de la demandante ya no sabe a qué recurrir para conseguir difamar aún más a mi cliente. El niño es hijo de Jerry Crolin…
El juez extendió una mano.
—Señor Baxter, acaba usted de pronunciar unas palabras gravísimas —dijo—. Es preciso que pruebe sus afirmaciones o, de lo contrario, estimaré inmediatamente una demanda por calumnia.
—Señoría, hijo legal, es decir, inscrito en un registro por sus padres, no es lo mismo que hijo físico. El menor fue inscrito, efectivamente, como hijo del demandado, pero eso, repito, no significa que él sea su padre. Sencillamente, voy a probar que él no lo engendró en el vientre de su difunta esposa.
El juez parpadeó.
—Supongo que será una prueba irrefutable —dijo.
—Desde luego, Señoría. Ruego a ese honorable tribunal que se sirva ordenar que comparezca, como testigo, el señor Jason Malvin, doctor en medicina.
La mano del juez se movió hacia el alguacil. Baxter se volvió, a medias, hacia la mesa ocupada por Crolin y sus abogados. Crolin aparecía hundido en su silla.
DeLong, por el contrario, estaba muy desconcertado. Baxter le vio inclinarse hacia su cliente. Crolin le contestó con un furioso ademán.
Momentos después, el doctor Malvin ocupaba su puesto en el estrado de testigos. El ujier le tomó juramento y se retiró.
Baxter se acercó al testigo.
—Doctor, quiero que declare ante este tribunal lo que sucedió la noche del veintidós de abril de mil novecientos setenta y uno. —Baxter se irguió momentáneamente—. Para conocimiento del tribunal, añadiré que el enlace matrimonial del señor Crolin y la señorita Still-Brown se celebró tres meses más tarde de la fecha mencionada.
—Está bien —dijo el juez—. Doctor Malvin, conteste a la petición del señor Baxter.
—Ésa noche yo estaba en casa, descansando. Alguien llamó al timbre de la puerta. Cuando abrí, me encontré a un hombre casi desmayado. Estaba herido y le asistí. Había perdido bastante sangre, pero era fuerte y resistió la hemorragia. Mientras le curaba, con anestesia local, me pidió que no dijera a nadie lo sucedido. Yo lo tuve en casa un par de semanas, oculto, debido a su insistencia en callar lo que había pasado. Luego le di de alta y…
Baxter se inclinó hacia adelante.
—Doctor, diga al tribunal la naturaleza de las heridas sufridas por el demandado —pidió.
Malvin se contempló los zapatos durante unos instantes. El silencio en la sala era absoluto.
—Si el señor juez lo permite, yo preferiría no divulgar públicamente… Diría lo qué le pasó, reservadamente…
Baxter miró al juez. Este hizo un gesto negativo.
—Aquí se está dilucidando la custodia de un menor —dijo el juez—. Es preciso que mi sentencia esté basada en hechos que todo el mundo conozca, a fin de que nadie pueda reprochar, más adelante, a este tribunal, un acto de parcialidad. Doctor Malvin, le ordeno que declare la naturaleza de las heridas de que curó al señor Crolin.
—Estaba castrado, Señoría.
* * *
La sala era una explosión de gritos. El mazo del juez subía y bajaba incesantemente. Nadie le hacía el menor caso. Los periodistas se amontonaban ante la mesa ocupada por Crolin y DeLong.
Sentada, Marpha tenía los codos sobre la mesa y la cara tapada por las manos.
—Ese miserable… ¿Cómo pudo casarse con mi hija, si no era ni hombre? —murmuró.
En su estrado, Malvin aparecía aturdido. Al fin, el juez, ayudado por los alguaciles, consiguió restablecer el orden.
DeLong se puso en pie.
—Señoría, mi cliente se siente indispuesto —dijo—. Ruego a ese honorable tribunal que le permita abandonar la sala; yo me quedaré aquí para representarle.
Wilbur Farrabee, juez, hizo un gesto afirmativo. Crolin, envuelto en sus hombres, se marchó a trompicones. De nuevo hubo otro jaleo, pero duró menos.
Farrabee movió la mano.
—Deseo hablar a solas con los abogados —dijo—. Alguacil, usted custodiará al testigo hasta que haya tomado una decisión.
—Sí, Señoría.
El juez fue a su despacho, seguido por Baxter y DeLong. Farrabee miró, furiosamente, al segundo.
—Usted debiera haberse ahorrado este enojoso incidente, cediendo a la demanda de la señora Still-Brown. Podían haberse arreglado los dos, para la custodia conjunta del menor…
—Señoría, juro a usted que ignoraba la mutilación de que fue objeto mi cliente —declaró DeLong—. Jamás él mencionó nada; ni siquiera a los más allegados. La primera noticia que he tenido de su terrible desgracia ha sido hace unos momentos.
—Y usted, señor Baxter, ¿cómo lo supo?
—Investigando, Señoría.
—Ha demostrado ser listo, pero tal vez poco compasivo —dijo Farrabee, aceradamente—. Siento no tener otro remedio que sentenciar en contra del demandado, pero usted debiera haber hecho un arreglo antes de llegar a estos extremos.
—Señoría, si hubiese encontrado pruebas de otros delitos que ha cometido, Crolin estaría preso por asesinato, incluso el de su propia esposa. Yo también lamento haber tenido que sacarle a la vergüenza pública, pero él no me dejó otra opción.
—Pero si sabía que no podía tener hijos, ¿cómo pudo casarse? —se extrañó el juez.
—En primer lugar, era un matrimonio conveniente para él, en el doble aspecto social y económico. Y, en segundo lugar, Crolin ansiaba desesperadamente perpetuar su estirpe, aunque el niño que hoy lleva su apellido no fuese su hijo. El apellido, le importaba, sobre todo… que la gente creyera que un día, el niño, sería su sucesor. Ese era su auténtico interés.
Farrabee frunció el ceño.
—El doctor Malvin lo curó y calló. ¿Por qué?
—Posiblemente, por compasión, pero también porque Crolin le ofreció una gran suma por su silencio y para que se marchase de Nueva York. Y, aunque no puedo probarlo, es posible también que le amenazase de muerte, si no aceptaba sus proposiciones. En fin, eso es algo que la policía deberá averiguar, si su Señoría cree oportuno llevar esta parte del caso, adelante.
—Me lo pensaré —contestó el juez—. También resultaría interesante conocer al autor de la mutilación.
Baxter guardó silencio. En cierto modo, comprendía a los Solatti.
Al cabo de unos segundos, Farrabee dijo:
—Señor DeLong, informe a su cliente de que voy a expedir una orden para que entregue el menor a su abuela materna. Infórmele también de que no se resista a cumplir la orden o lo encerraré por desacato.
DeLong se inclinó.
—Así lo haré, Señoría —contestó.