Capítulo VIII
—ES todo lo que he podido conseguir —dijo Baxter aquella misma tarde, en su cuarto de comunicaciones.
Frente a él, en la pantalla, Gray se acarició la mandíbula.
—Malvin era un médico honesto, hasta cierto punto. Como te dijo la informadora, si alguna vez curó a algún vecino de un balazo o una cuchillada y no avisó a la policía, sería porque las heridas no tenían importancia. Pero no hacía prácticas ilegales de la medicina y, en general, estaba bien considerado en el barrio. El problema estriba en saber por qué demonios tuvo que visitarle Crolin.
—Ya te he expuesto mis sospechas. Las visitas de Crolin tuvieron lugar semanas antes de la boda.
—Vamos, Budd, no seas ingenuo. Un tipo como Crolin no hace rico a un médico sólo por tratarle de una vulgar enfermedad venérea. Crolin tenía ya la suficiente categoría como para hacer que un buen médico viniera a su casa a tratarle, con mayor discreción todavía. Si Malvin se enriqueció, fue por algo muy extraño. Era honesto, pero Crolin debió de darle el dinero suficiente para hacer que abandonase la ciudad.
—Eso significa que Crolin no quería que un día Malvin divulgase su secreto.
—Exactamente.
—No lo entiendo. Tú tienes razón, Denis; Malvin se hizo rico… pero, ¿cuál es el secreto?
—Voy a darte un consejo, Budd.
—¿Sí?
—¿Por qué no se lo preguntas al propio Crolin?
Baxter soltó un bufido.
—No te burles de mí —rezongó. Hizo una pausa y añadió—: Está bien, trataré de buscar a Malvin.
—Malvin es una aguja en un pajar. ¿Cuántos años tenía?
—Unos cincuenta…
—Entonces, no hables más: está en la soleada Florida o en la amable California. Es el refugio de las personas maduras.
Baxter apagó el televisor y encendió un cigarrillo. Sí,' sería cosa de empezar a buscar a
Malvin. ¿Florida? ¿California?
A la misma hora, Crolin estaba hablando por teléfono.
—Tengo un plan —dijo su interlocutor.
—Supongo que será bueno.
—Desde luego. Pero voy a esperar un par de días.
—¿Por qué?
—¿Tiene mucha prisa?
—Lo quiero pronto, pero con seguridad.
—Entonces, espere esos dos días. De esta forma, la cosa resultará totalmente segura.
—Muy bien, de acuerdo.
Kissel entró en el despacho poco después.
—Davenport ha sido acusado de homicidio en primer grado —informó.
Crolin se reclinó en su sillón.
—Puede hablar —opinó.
—Eso creo yo. No se encontrarían pruebas contra nosotros, pero el escándalo resultaría inevitable.
—¿Ha ido DeLong a visitarle?
—Por supuesto. Intentó la libertad bajo fianza, pero el juez rechazó la demanda. DeLong alegó que alguien pudo poner la pistola en su arsenal secreto, pero el fiscal se le rió en las barbas. Si sólo se hubiera tratado de una pistola, debajo de un cojín del diván… pero en aquel compartimento secreto… Ni siquiera podía alegar la excusa del coleccionismo. Un coleccionista exhibe sus armas, aunque las tenga en lugar seguro, para evitar posibles robos; jamás las tiene ocultas detrás de un cuadro.
—En resumen, Davenport va a ser procesado.
—Sí, eso es inevitable.
Crolin se pellizcó el labio inferior.
—Ya sé —dijo al cabo—. Prepara un cigarro. DeLong se lo entregará cuando vaya a visitarle de nuevo.
—No sé si querrá…
—Si no quiere, irá a hacer compañía a Davenport en la misma celda —dijo Crolin duramente.
* * *
—Lo tienes difícil, pero te sacaremos adelante —dijo DeLong, al día siguiente, en la sala de visitas.
—A él le conviene sacarme del atolladero —contestó Davenport.
—Tonto, ¿para qué estoy yo aquí? —sonrió el abogado—. La ley tiene mil trucos, ¿comprendes? Ahora bien, debes de tener un poco de paciencia; hay cosas que no se pueden hacer en un solo día.
—Está bien, pero no tarde demasiado, o me sentiré impaciente.
—Descuida, Artie.
DeLong se puso en pie. El preso le imitó. Entonces, DeLong sacó un cigarro y se lo puso entre los dientes.
—¿Quieres uno, Artie?
—Acepto —sonrió el pistolero.
Había un guardia situado a corta distancia. DeLong le entregó otro cigarro.
—Habanos legítimos, agente. Estos ya no se encuentran hoy día en el país —sonrió.
El guardia paseó el cigarro bajo la nariz.
—Gracias, señor DeLong. Me lo fumaré a su salud. Vamos, Davenport.
Los dos hombres echaron a andar. Una vez en el pasillo de celdas, Davenport se volvió hacia el guardia.
—¿Tiene fuego?
—Claro.
Davenport aspiró hasta que vio que el cigarro tiraba satisfactoriamente.
—Buen tabaco —elogió.
—Yo me lo fumaré esta noche, después de cenar —sonrió el vigilante.
—Sí, en casa, frente al televisor y con los pies encima de la mesa.
Davenport entró en su celda, cuya puerta se cerró de inmediato. En pie, de espaldas a la entrada, mantuvo el cigarro con los dientes mientras aspiraba el humo en toda su intensidad.
«Sí, ellos me sacarán —pensó—. Y si no…»
Entonces, el cigarro explotó.
* * *
Baxter leyó la noticia en el diario al día siguiente. Davenport había muerto a causa de un cigarro, en el que se había colocado una pequeña pero potente carga explosiva, que le había hecho desaparecer la mitad anterior del cráneo.
El cigarro le había sido entregado por su propio abogado. Interrogado, DeLong declaró no haberse repuesto todavía del susto. La caja de habanos, manifestó, le había sido obsequiada un par de meses antes, aunque no podía decir el nombre del donante, porque lo desconocía. Cuando se la regalaron, pensó en un cliente agradecido. No era la primera vez, por supuesto, pero ¿cómo iba a pensar que había en un cigarro el suficiente explosivo como para volar la cabeza de una persona? Sí, claro, tenía enemigos… en general, todos los que habían estado frente a él en un pleito y lo habían perdido.
—A Crolin no le gustan las bocas abiertas, que pueden comprometerle —dijo Baxter, después de leer la noticia.
—Lo que no entiendo es cómo DeLong se pudo prestar a semejante fechoría —exclamó Marpha.
—DeLong tuvo que hacerlo, no le quedó otro remedio.
—¿Supones que Crolin le presionó?
—Claro.
—Pero él podía negarse…
—Marpha, estoy seguro de que DeLong no se hallaba en condiciones de negarse a una orden de Crolin. Este tiene algo en su poder que lo compromete o, de lo contrario, DeLong no habría gastado un valioso habano en Davenport.
Marpha se estremeció.
—¡Y pensar que ese hombre fue el esposo de mi hija!
—Crolin quería respetabilidad, aún más que dinero. Y, por supuesto, un hijo. Pero no de una mujer cualquiera, sino de una muchacha de la más encopetada sociedad. Ya lo tiene todo, excepto la esposa.
—Eran diez millones. Cinco son de Tony —murmuró ella.
—El dinero le sirvió para ampliar sus negocios, posiblemente, los más lícitos, pero, al mismo tiempo, constituía un amplio respaldo económico para otras operaciones menos legales.
De súbito, sonó el teléfono. Koye servía el desayuno y levantó el aparato.
—Residencia del señor Baxter —dijo.
—Oiga, soy el doctor Malvin. Necesito hablar urgentemente con el señor…
—Un momento, por favor. —Koye extendió el brazo—. Señor, el doctor Malvin.
Baxter saltó en su asiento.
—¡Malvin! —exclamó
Agarró el teléfono.
—Soy Baxter —dijo—. Hable, doctor.
—Señor Baxter, ayer estuve en mi viejo barrio, casualidad. Pasé casualmente y me detuve unos momentos para hablar con viejos amigos. Una joven me dijo que usted le había preguntado por mí.
—Sí, es cierto, doctor.
—Señor Baxter, si he de serle sincero, he venido a Nueva York solamente por un asunto que requería imprescindiblemente mi presencia. Me iré muy pronto y no pienso volver más. Le seré franco: tengo miedo de Crolin.
—Sí, me lo imagino.
—Puedo contarle muchas cosas, aunque no por teléfono, desde luego. Escuche, venga a verme al número trescientos veinte de la calle Ciento Diecinueve Este. Es un edificio abandonado, se lo anticipo para que no se extrañe… pero es que me parece el lugar más adecuado para vernos sin que Crolin se entere. Tiene espías por todas partes, ¿sabe?
—De acuerdo, doctor; iré ahora mismo.
Baxter colgó el teléfono y miró a Marpha con ojos brillantes.
—El doctor Malvin va a enterarnos de algo que puede ser la ruina de Crolin —dijo.
Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y se la puso en el acto.
—Aguarda mis noticias, Marpha —se despidió.
—Llámame pronto, Budd —rogó ella.
* * *
El edificio estaba abandonado, saltaba a la vista. Incluso se habían iniciado ciertos trabajos de demolición, que luego habían sido suspendidos.
Era un lugar tétrico, siniestro, lleno de escombros y suciedad. A Baxter le parecía hallarse en otro mundo, cuando, en realidad, estaba a muy pocos kilómetros de su casa.
Bajó del coche y buscó la entrada, un viejo portón de madera, cuyas ruedas chirriaron en el carril superior, al deslizarse a un lado. La planta estaba desierta.
Frente a él, Baxter vio una rampa que conducía a las plantas superiores, en la mayoría de las cuales faltaban los tabiques. De pronto, Baxter se sintió aprensivo.
«Ahora me encontraré con el cadáver de Malvin…», pensó, pero rectificó de inmediato.
Malvin no podía citarle allí de ninguna manera. Aparte de alguna pequeña trampa con la ley, era honesto. Y no por el dinero que le hubiese dado Crolin, sino por propia convicción, guardaría el secreto profesional con celo absoluto.
La llamada era, pues, una encerrona.
Dudó un momento. Luego, sin más vacilaciones, acometió la rampa.
La primera planta estaba desierta. En la segunda y en la tercera no había tampoco nadie.
El hombre apareció en la cuarta planta, sonriendo aviesamente. Era algo más alto que Baxter y de buena musculatura. Pero, casi en el acto, Baxter presintió que el sujeto era aún más hábil que fuerte.
—Usted no es Malvin —dijo.
—Tiene razón —contestó el otro—. Mi nombre es Danny Ikai. Como puede apreciar, no tengo inconveniente en decírselo.
—Porque piensa que va a matarme.
—Exactamente.
En la ropa del hombre no se advertía el menor bulto indicador de una pistola oculta. Ikai era, en parte, oriental. Claro que eso no tenía nada que ver con sus intenciones; Baxter conocía a individuos de raza blanca todavía peores.
El silencio era absoluto. A veces, sin embargo, se oía el distante claxon de un automóvil.
—¿Cuál es su método preferido, Ikai? —preguntó Baxter.
El asesino extendió las manos.
—Esto —dijo.
Baxter retrocedió un par de pasos. De pronto, tropezó ligeramente, pero se rehízo.
El suelo estaba cubierto, en parte, de escombros caídos de la planta superior. A la derecha, a seis u ocho pasos, había un hueco que llegaba hasta la planta baja. El montacargas que lo había ocupado primitivamente había sido desmontado y retirado.
Súbitamente, Ikai lanzó un potente grito, a la vez que se lanzaba a la carga:
—¡Kiai!