CAPÍTULO X
En el suelo estaban sentados los dos hombres, y uno de ellos, el de pelo canoso, de más que mediana edad, exhalaba voluptuosamente el humo del cigarrillo.
¡Uf! Parece como si hiciera un siglo que no fumara. En mi vida me ha sabido mejor un cigarrillo, Brian.
Sonrió el joven ante la observación del hombre, y pregunto:
—¿No nos sorprenderán ahora y descubrirán su secreto, doctor?
—No, nada de eso. He proyectado una corriente electromagnética que devuelve al metal su primitiva, estructura molecular y ahora es tan impenetrable desde afuera como desde donde estamos.
—Debe ser curiosa su historia, doctor. Confieso que me quedé sorprendido en sumo grado cuando le vi salir de dentro de la maquina. Pensaba ver un cerebro similar al que destruí en Z-2, y en su lugar apareció usted, y pidiéndome, por el amor de Dios, un cigarrillo, como si para usted fuera lo más importante del mundo —rió de buena gana Brian, coreado por el otro hombre.
—La verdad es que diez años aquí encerrado, sin fumar, es para desesperar al más paciente.
—Pues usted ha tenido la suficiente paciencia, doctor Millard.
—Esperaba a que algún compatriota apareciera por aquí para combinar entre los dos el medio de regresar a nuestro planeta —le contestó a Brian su interlocutor.
—Bien, doctor, pero no me ha explicado usted como vino a parar aquí.
—De la misma forma que tú, hijo. También caímos en el planeta N-98 y también fue transportada toda la expedición aquí, enriqueciendo mis compañeros con sus células el Cerebro que había antes, hasta que me llegó a mí el turno.
—Y entonces…
—Entonces yo le gané por la mano, como se dice en nuestra tierra. El Cerebro que había aquí podría ser inteligente al cabo de los siglos que llevaba de existencia, pero a fin de cuentas estaba atado y yo me movía. Él permanecía quieto en sus vasijas. Yo podía andar cuando me daba la gana. Y, por otra parte, mal me estará, el decirlo, pero yo era en la Tierra una autoridad en psiquiatría. Por eso me hicieron venir en la expedición, puesto que suponían que habría seres humanos o semejantes a los humanos en el sistema vecino al solar. Bueno —sonrió el doctor Millard—, eso de vecino… No se puede decir exactamente tal cosa estando a cuatro mil millones de kilómetros de distancia del último planeta, de Plutón.
—¡Cuatro mil millones de kilómetros! —repitió estupefacto Brian.
—Si. Y la distancia aumenta, porque nos hallamos en un trozo del Universo que se expansiona continuamente.
—Ahora comprendo por qué llegamos nosotros tan lejos. Cuando creíamos que estábamos en las vecindades de Júpiter, en realidad habíamos rebasado a Plutón —dijo el joven.
—Hay una teoría no comprobada y es que esa expansión de la masa cósmica se realiza a veces fragmentadamente, por grupos de astros o de planetas, con todo cuanto los rodea. A vosotros, como a nuestro cohete, os cogería en el centro de uno de esos globos de materia cósmica, por llamarlo así, globos de magnitud inconmensurable, y por eso viajasteis tan deprisa. Estoy seguro de que alcanzasteis velocidades realmente impresionantes hasta que fuisteis detenidos por la atracción de N-98 y entonces el aterrizar allí fue cosa relativamente fácil. Pero si hubierais salido de este sistema, es seguro que os hubierais encontrado con otro trozo en expansión y sabe Dios dónde hubierais ido a parar.
—Entonces, ¿nos estamos alejando de la Tierra?
—Cierto —replicó sonriendo el doctor Millard—. Me parece que tendrás que quedarte aquí.
Se encogió de hombros el joven:
—No se está tan mal —y de repente, recordando a Sherma, se puso de un salto en pie—. ¡Sherma! La envió Izza a N-98 con mis amigos. Debemos ir a rescatarla.
—No pases cuidado por ahora, Brian. Todavía no habrán llegado y yo hallare el medio de devolvértela sana y salva —le guiñó el ojo y le preguntó—: Te interesa, ¿no?
Se sonrojó el joven y le apremió:
—¡Vamos, doctor! Ya me lo contara todo por el camino… —y súbitamente recordó también a otra mujer exclamando—: ¡Izza!
—¿Quién? ¿Esa vieja presumida? —dijo Millard.
—No está tan mal, doctor —le respondió, guiñándole el ojo a su vez, el joven.
—Físicamente, no —le contestó el otro gravemente—. Pero he analizado su cerebro y sus reacciones mentales cuidadosamente y es un enemigo de cuidado. No olvides que tiene la experiencia y la sabiduría de varios siglos de existencia y que si antes logré triunfar de ella y expulsarla de esta habitación fue por el temor supersticioso que tiene ella a esta máquina y porque piensa que le conviene estar a bien conmigo, es decir, con el Cerebro. Pero como hubiera descubierto que se trata de una superchería, no le costaría nada liquidarnos, amiguito. Comprendería su desesperada situación y trataría de vengarse.
—¿Desesperada situación, doctor?
—Sí —repuso éste—. Desesperada porque ella confía que tú servirás tanto para rejuvenecer al que ella supone ahí dentro, como para que él ya inexistente Cerebro prolongue su juventud. Y cuando vea que la cosa no tiene remedio… ¡Uf! —suspiró el doctor—. ¡No te quiero decir nada de la que se va a organizar! Toda mi vida he tenido miedo a las mujeres. Creo que por eso me he pasado estos diez años ahí dentro, sin asomar la nariz.
Se echó a reír Brian ante la pintoresca observación de su compatriota, y le preguntó:
—¿Cómo se las apaño usted para vencer al Cerebro?
—¡Oh! Fue la mar de sencillo —contestó Millard—. A fin de cuentas, fuera quién fuera, era un poquito presumido y abrió las portezuelas para enseñarme el secreto. Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, un par de puntapiés bien aplicados destruyeron toda la obra. Luego, los apuros fueron míos para arreglarlo todo sin que se notara nada. Pero lo conseguí y decidí meterme ahí dentro. La verdad es que tuve un poquitín de miedo y, aunque aburrido, disfrutaba bastante. Ten en cuenta que en este planeta están mucho más civilizados que en la Tierra y desde este cajón, con los televisores, contemplaba cuanto apetecía. Por eso ordené saliera una expedición, influyendo telepáticamente en Sherma y sus amigos, para que os capturase y os trajera aquí. En cuanto tuviera uno de vosotros ya me las arreglaría para destapar el engaño.
—Espero que Sherma no se disguste —objetó Brian.
—No. Yo creo que hasta se alegrará ser una reina de veras y ser ella quien mande. O mejor dicho: Brian I, Rey de T-40 —dijo, zumbón el doctor, haciendo enrojecer al joven hasta la raíz del cabello.
Cuando se le pasaron los apuros, preguntó Brian:
—Y ahora, ¿qué piensa hacer con Izza?
—Lo mejor será reexpedirla a su planeta —dijo el doctor—. Y vamos a hacerlo ahora mismo. Me meteré ahí dentro y la haré pasar para decírselo.
Uniendo la acción a la palabra, el ex-Cerebro se introdujo en el interior de la máquina, pero apenas lo había hecho, cuando salió de allí lanzando una serie de palabrotas, completamente impropias de su condición.
—¿Qué ocurre, doctor Millard? —inquirió alarmado Brian.
—¡Maldita…! Tuve un descuido y me dejé conectado el altavoz que transmite el sonido a la habitación inmediata. Izza ha debido oírlo todo.
—¡No tenemos tiempo que perder, doctor! —exclamó Brian—. Corramos.
Se abrió la puerta, pero como esperaban, ya no estaba la mujer. Y cuando volvieron, sonó una carcajada sarcástica, procedente de la máquina, y la voz de Izza que decía:
—Ya sé todo lo que ocurre. Ya sé que no tengo remedio alguno, pero si me voy a hundir yo, hay una hermosa mujer que me acompañará.
—¡Sherma! —exclamó angustiado Brian—. ¡Habrá ido en la astronave que nos trajo hasta aquí para matarla! ¡Y está inerme! ¿Dónde hay una espacionave para nosotros, doctor? Usted conoce esto.
—Aguarda un momento. Me meteré en el interior de la máquina. Ten unos minutos de paciencia. Tendré que alterar la composición del metal otra vez para no levantar sospechas.
Brian se paseó frenéticamente durante unos diez minutos, fumando incesantemente, tiempo que tardó un hombre en aparecer allí, y que sin prestar gran atención al terrestre, exclamó:
—Lybb, jefe de la guardia de la Reina Sherma está a tus órdenes. —Se dirigió hacia la máquina.
—Prepara una astronave. Tu reina está en peligro y este joven va a ir a salvarla. Pero no pierdas tiempo.
—Así lo haré, tal como lo mandas. Acompáñame, terrestre.
Éste se volvió hacia la máquina, como para pedir consejo al doctor, pero su voz resonó en el micrófono.
—Anda y no temas. Lybb es de toda confianza.
—¡Un momento! —pidió Brian—. Lybb. Por favor, espérame fuera. Voy al instante.
Hizo Lybb una leve inclinación de cabeza y salió, en tanto que Brian volvía a dirigirse al doctor Millard, que salió apresuradamente de la máquina, inquiriendo en voz baja:
—¿Qué te ocurre, Brian?
—¿Cómo es que se ha oído aquí la voz de Izza? —repregunto éste a su vez.
—Deben haber transmitido desde la espacionave que os trajo hasta aquí. Eso me da una idea, Brian, que todavía no ha llegado a N98. Esta relativamente cerca este planeta, a un par de millones de kilómetros, pero si ya hubiera llegado a él, no hubiera transmitido. No olvides que la atmósfera de N-98 hace imposible la transmisión por radio.
Se animó el rostro de Brian, quien antes de salir echó algo que el doctor cogió al vuelo, complacidamente, sacando un cigarrillo del paquete y encendiéndolo en tanto movía la cabeza pensativamente, diciendo con una buena dosis de filosofía:
—¡Estos jóvenes…!
* * *
Lo que había hecho helar la sangre en las venas de los cinco ocupantes de la astronave, era otra, que se dirigía a toda velocidad hacia ellos. Una nave sideral de la que, de repente, salió un rayo de luz que se encamino en derechura hacia aquélla en que viajaban Sherma y sus amigos.
—¡Una bomba MGV! —exclamó Zimmo—. ¡Nos va a destruir!
El prisionero debía ser un hábil piloto porque aguardo hasta el último momento, y cuando la bomba eléctrica, acercándose a velocidad fulmínea al aparato, y reflejándose en la pantalla, pareció que se iba a estrellar contra la misma, movió suavemente los controles haciendo que la nave diera un repentino salto hacia arriba, en una aceleración violentísima que, aparte de casi derribarlos, dejó, por unos instantes sin sangre los cerebros de los ocupantes, enviándola a las extremidades inferiores y causándoles una momentánea pérdida del conocimiento que, no obstante, recuperaron pronto para ver que la nave que los atacaba les seguía implacablemente.
Pero entonces Sherma tuvo una idea, la posible solución del caso:
—Cuando os siguieron mis hombres anteriormente —se dirigió al piloto—, Izza usó algo que hizo inútiles todos mis disparos eléctricos.
—Es cierto, pero no se si esta nave ira equipada… —contestó el hombre y murmuró luego desalentado: Debía ser la de la Reina Izza únicamente. Aquí no tendremos otra cosa que hacer que responder al fuego.
Zimmo no lo dudó más: se sentó junto al control del proyector de granadas eléctricas y, encuadrando la nave enemiga, en la que todavía ignoraba cual o cuales eran sus ocupantes, hizo un disparo que pasó muy cerca del aparato al que se había dirigido, obligando a su piloto a hacer una maniobra desesperada para evitarla.
Pero de repente, por el transmisor se oyó una voz harto conocida, una voz en la que predominaba la ira, la furia, la cólera más ciega:
—¡Sherma! ¡Prepárate! ¡No verás más al terrestre! —exclamó, casi gritando Izza, en un tono que les hizo pensar si no habrían sufrido sus facultades mentales un serio desequilibrio, pero también, en el mismo instante, la atención de todos quedó centrada en la habilidad del piloto para rehuir el choque con otro globo de fuego que avanzó fulgurantemente hacia ellos.
Pasó el mortífero proyectil por un lado del aparato, y un suspiro de alivio se escapó de todos los pechos, que nuevamente volvieron a detener la respiración cuando una serie de chispazos, precursores de otros tantos disparos, volvieron a verse en la otra espacionave, acercada increíblemente en la pantalla televisora.
Zimmo no perdió el tiempo: una y otra vez oprimió el botón, que arrojaba al vacío las bombas del aparato, pero de repente soltó una maldición muy poco académica, sin darse cuenta de que se hallaba en presencia de una mujer.
—¿Qué pasa, Zimmo? —interrogó Sherma, creyendo adivinar, antes de que se lo dijeran, lo que había ocurrido.
—Simplemente, nos hemos quedado sin cargas, y este hombre que tenemos a nuestro lado hará la mar de bien si procura largarnos de aquí a toda velocidad.
Nuevos disparos se produjeron en la nave enemiga, pero asimismo fueron hábilmente evitados, y girando sobre si misma en un amplísimo radio, la astronave en que viajaba Sherma emprendió franca huida, procurando al mismo tiempo no ser alcanzada por las bombas que la enloquecida Izza lanzaba incesantemente.
Pero, bruscamente, el disco se detuvo, lanzando a unos sobre otros. No se detuvo de golpe, sino perdiendo velocidad y aún así el frenazo resultó violentísimo y esta vez fue al piloto al que correspondió lanzar la correspondiente serie de imprecaciones.
—Se nos han estropeado los motores —dijo, cuando terminó de lanzar maldiciones.
—¿Cómo puede ser esto? —inquirió Zimmo, tratando de ayudarle a reemprender la marcha.
—Hay dos motivos: uno, la estancia cerca de N-98. A veces la extremada electricidad y los rayos «alfa» de que esta sobrecargado ese planeta influyen decisivamente —contestó el piloto—. Además, esa otra espacionave nos ha disparado demasiadas bombas y algunas han pasado demasiado cerca para que, a su vez, no hayan influido también en unos motores ya debilitados por unas maniobras violentas para las que, evidentemente, no están construidos.
—¡Pues estamos apañados! —murmuró melancólicamente, resignado a su suerte, Zimmo, mirando a Sherma, que en la hora definitiva, volvía a ser reina y había recobrado su altivo aspecto, no queriendo demostrar debilidad ante aquellos hombres.
Todas las pupilas se dirigieron a la pantalla, en la que se veía aumentar el aparato en el que Izza se acercaba implacablemente. Y de nuevo volvió a escucharse su voz:
—¡Sherma! No esperes volver a ver al terrestre. No me queda más que una granada, pero la dispararé sobre seguro. ¡Pobre infeliz! —Rió complacida la rival, para a continuación y por un motivo que de momento ignoraron los que ya se veían condenados a una más que segura muerte, lanzar un alarido de espanto, de furor, al ver sus planes frustrados.
Otra espacionave, acercándose velocísimamente, apareció en la pantalla y de la misma partieron varios rayos de luz, estelas luminosas de las bombas eléctricas que lanzaban contra la esfera en que viajaba Izza, que inmediatamente, emprendiendo veloz fuga, se elevó vertiginosamente hacia lo alto, sin preocuparse ya más de aquéllos a quienes perseguía, evadiéndose de lo que iba a ser su Némesis.
Pero la espacionave que había llegado en tan oportuno momento no se entretuvo en continuar la persecución. Se acercó a la que viajaba Sherma y pronto se halló ésta, con sus amigos, en el interior del aparato salvador y sólo la presencia de testigos impidió a la mujer lanzarse en brazos del hombre a quien había descubierto amaba apasionadamente, contentándose de momento con alargarle sus manos, sonriéndole como nunca había sonreído en su vida.
—Te llevaras una gran sorpresa, Sherma, cuando veas que el Cerebro no existe.
—¿Qué dices, Brian? —inquirió ella— toda intrigada.
—Ya lo veras, Sherma, cuando lleguemos allí.
Pero cuando llegaron allí, lo único que vieron fue el cadáver de un hombre en el suelo completamente carbonizado y en sus contraídas facciones, Brian, espantado, reconoció al doctor Millard, en tanto que Sherma, instintivamente, se apretaba contra él, como pidiendo protección contra lo que ella consideraba una amenaza invisible, pero no por eso menos cierta.
—¡Brian, Brian! —musitó y él le pasó la mano por los hombros, ofreciéndole su amparo.
Pero en aquel momento, la amenaza se hizo viva, tangible. ¡Izza apareció súbitamente, encañonándolos con una pistola eléctrica! Y sus palabras presagiaban lo que iba a ocurrir:
—Maté al doctor porque resultó ser un falsario. Ése ha sido su castigo. Yo estoy condenada a una muerte horrible: la muerte por la vejez, pero nunca me resignaré a ello. Ya que no es posible que se me renueve la juventud, moriré antes de convertirme en una vieja llena de arrugas. Pero vosotros moriréis antes que yo. No os daré ese placer —y alzó su pistola encañonando primeramente a Brian y Sherma que, abrazados estrechamente, formaban una sola figura—. ¡Mejor! —exclamó—. Así, con un disparo tendré suficiente.
Brian miró fijamente a la mujer que parecía recrearse con la agonía de sus víctimas, agonía antes de sentir siquiera el menor dolor físico, y de repente sus ojos se abrieron desmesuradamente, viendo algo que nunca hubiera creído posible.
Izza pareció no darse cuenta, pero su rostro empezó a perder su hermosura, sus ojos su brillo y su áureo cabello empezó a transformarse en unas opacas guedejas blancas. Una serle de arrugas aparecieron en su rostro, haciéndolo horrible, sin que ella, al parecer, se diera cuenta, continuando con su sonrisa de triunfo, ahora transformada en una espantosísima mueca que hizo sentir a Brian un escalofrío de horror, de tal forma que la misma Izza pareció sorprenderse y comprender algo cuando su mano comenzó a temblar.
Un alarido de espanto salió de aquella garganta que había perdido en brevísimos instantes su maravillosa tersura al ver que en vez de una pulida mano, era una horrible garra la que sostenía la pistola. Después quiso gritar algo, pero el aire, pasando por unas gastadas cuerdas vocales, sólo emitió unos ininteligibles sonidos. Y a pesar de todo, Izza, ya una horrible vieja, una visión de pesadilla, trató de oprimir el gatillo, pero no lo consiguió.
Las fuerzas comenzaron a fallarle y de repente cayó de rodillas. Todavía hizo un supremo esfuerzo, sin dejar de lanzar roncos aullidos inarticulados que más parecían graznidos de ave que voz humana, pero acabó cayendo al suelo, en tanto que en su rostro aparecían las señales de los siglos.
Se le escapó la pistola. Los dedos, convertidos ahora en nudosos sarmientos, se le engarfiaron arañando el metal cada vez más débilmente, hasta que, con unos últimos movimientos convulsivos, la horrible figura se quedó quieta, espantosamente quieta.
Brian cogió en sus fuertes brazos a Sherma, que estaba a punto de perder el conocimiento, y la sacó de allí, en tanto que decía a sus amigos:
—Hacedme el favor de encargaros de esos dos cadáveres. Luego os explicaré.
Minutos más tarde, en el maravilloso jardín del palacio, de inigualable colorido, Sherma recuperaba la tranquilidad e inquiría:
—¿Qué piensas hacer, Brian?
—¿No necesitas quién te ayude a gobernar este planeta?
—Creí que pensabas volver al tuyo —dijo ella.
—No puedo. Está demasiado lejos y, por otra parte, aun cuando estuviera tan cerca como Z-2 o N-98, estás tú, querida… si me aceptas.
Los ojos de la mujer dijeron todo cuanto sus labios no se atrevieron a decir… o no pudieron, porque estaban oprimidos por los de Brian.
FIN