CAPÍTULO III

La voz aquélla era metálica, estridente y su sonido lleno todo el interior de la esfera, como si naciese de todos los puntos de la misma. Imperativo en sumo grado era su tono, que corto en flor la explicación que Turr se disponía a dar a Brian sobre las extrañísimas características del raro material de que estaba construida la astronave, que permitía atravesarlo con tanta facilidad como si no existiese.

Hubo unos momentos de silencio, pausa durante la cual Brian miro a sus compañeros, como interrogándolos acerca de la identidad del que había hablado, pero antes de que tuviera tiempo de, reaccionando, dirigirles la palabra, aquella voz fantasmagórica volvió a resonar de nuevo:

—Sabemos las intenciones que os animan, habitantes de T-40. No os dejaremos saliros con la vuestra. Entregadnos al terrestre inmediatamente.

Antes de responder, Turr consultó con la vista a sus amigos y, viendo en sus ojos que estaban animados de la misma resolución que él, respondió:

—No podemos hacer eso. El terrestre no nos pertenece.

Turr había hablado en tono normal, como si su desconocido interlocutor estuviera unos pasos delante de él y no en algún ignoto rincón del Universo, pero la respuesta que obtuvo fue la misma que hubiera recibido de hallarse cara a cara con aquel que reclamaba a Brian con tanta imperiosidad.

—Es igual. Lo cogeremos nosotros, a pesar vuestro. Y después ya podéis figuraros cual será vuestro fin.

Brian quiso intervenir, buscando una solución al asunto:

—Escuche usted, quien quiera que sea. ¿Qué es lo que pretende de mi al querer hacerme su prisionero?

—Eso es cosa que no te incumbe, terrestre. A su debido tiempo lo sabrás. Ahora haz saber a tus amigos de T-40 que accedan a mis órdenes o lo tendrán que lamentar.

—¿Qué piensan hacer ustedes? —Se dirigió Brian a sus nuevos amigos.

—Tenemos una misión que cumplir —dijo Zimmo—. Y es llevarte a presencia de quien nos gobierna. Sólo con esta condición se nos permitió ir a N-98. ¡Pero esos cerdos…! —Crispó los puños, mirando a un punto indeterminado del interior de la esfera, como si en aquél se hallara el enemigo invisible, pero no por ello menos amenazador.

—Esto es la mar de divertido —dijo Brian, como hablando consigo mismo—. Héteme aquí, no hace siquiera doce horas que estaba condenado a una muerte más o menos segura, en un plazo no mayor de tres meses. Y ahora que encuentro la salvación me veo disputado por unos y otros, como si fuera la salvación de Dios sabe que cosa. En verdad que no lo comprendo.

—Nosotros sí —tercio Dass, abandonando el tono grandilocuente—, pero no estamos decididos a dejarte ir así como así. Esos perros de Z-2

—¿Z-2? —interrogo Brian—. ¿Otro planeta?

—Si. Un planeta de nuestro sistema, cuyo gobernante es rival del nuestro y no desaprovecha ocasión de mortificarnos —dijo Turr…

—¿Cuales son los motivos de esa enemistad? —Quiso saber Brian.

—Ya los verás —le contesto aquél, observando unos aparatos cuya utilidad no pudo comprender Brian, por serle absolutamente desconocida, pero que supuso serían de control y observación de la rara nave del espacio—. Todavía están muy lejos de nosotros. A un millón de kilómetros de distancia.

—Media hora, pero si contamos que vamos a su encuentro, el tiempo se reduce a quince minutos, ¿no es así? —sugirió Brian.

—Exacto —repuso Turr, sin cesar de observar atentamente.

—¿Qué pensáis hacer, pues? —inquirió el terrestre—. ¿No podemos escapar de esos tipos y refugiarnos en vuestro planeta?

—Si estuvieran desarmados, tal vez —contesto Zimmo en esta ocasión—. Pero si llevan lo que nos suponemos, nos largarán una bomba de 20 MGV y nos destruirán en un instante.

—Todas esas cosas son absolutamente nuevas para mi. ¿Qué clase de bomba es esa? —Brian no cesaba de hacer preguntas.

—Es una bomba que lleva en su interior electricidad equivalente a veinte millones de voltios. Al menor contacto con el objetivo, puedes figurarte, rota la envoltura del proyectil, cual es la suerte de la astronave que es alcanzada. Desaparece, fundida, en unos segundos, incapaz de resistir la enorme descarga eléctrica que esto supone.

—¿No hay ninguna defensa posible contra esa clase de bomba? —inquirió Brian, sintiendo que un leve temblorcillo le corría por toda la epidermis.

—La única defensa posible —sonrió Zimmo— es hallarse a cuatro o cinco millones de kilómetros de distancia. Y si puede ser a diez, mejor que mejor. Pero yo ya tengo una idea para chasquearlos.

—¿Si? —exclamó, interesado Brian—. La verdad, nunca me pude imaginar ser motivo de discordia para las humanidades de dos planetas que ni siquiera conozco.

Turr oprimió un botón de uno de los paneles de aquel lugar que Brian suponía era el sitio destinado a la construcción de la esfera, y una pequeña puertecita, se abrió, sacando de él unos objetos, todos idénticos, de veinte o veinticinco centímetros de longitud en cuadro, entregando uno de ellos a Brian, e indicándole:

—Vas a pasar tú el primero a esta habitación. Esos tipos de Z-2 se van a llevar un chasco.

—¿Qué debo hacer?

Turr le indicó un botón que había en el centro de la caja y le dijo:

—No tienes que hacer otra cosa que en el momento en que yo te señale oprimir el botón. Lo demás será cosa de la burbuja.

—¿La burbuja?

—Si. Nosotros la llamamos así. En vuestro mundo la llamarías salvavidas. El nombre es lo de menos. La utilidad, en tu planeta y en el nuestro, es la misma.

—No comprendo… empezó a decir Brian, pero Turr, ante las miradas aprobatorias de Zimmo y Dass, lo empujó hacia la cámara inmediata, sin darse cuenta el terrestre de que atravesaba un muro metálico de la misma forma que lo había hecho para entrar en la esfera interplanetaria. Perdió de vista al momento a los tres hombres y miro en torno suyo, advirtiendo que aquella pequeña estancia era de forma cúbica, y en ella apenas cabía un hombre. Luego examinó un tanto estúpidamente la caja aquélla, sin poder descubrir en la misma nada de particular, pero antes de que pudiera entregarse a sus pensamientos sobre las extraordinarias aventuras que le estaban ocurriendo y que todavía, en ocasiones, creía producto de su imaginación, trabajando durante el sueño, notó la voz de Turr que le decía:

—En esa caja va contenida la burbuja de salvamento. Tiene una cajita de tabletas alimenticias que te quitaran el hambre y la sed y podrán durarte hasta ocho días de los de tu planeta. Pero llegaras mucho antes al nuestro. Aire tendrás también y no te hará falta el traje de vacío. ¿Enterado?

—Si, pero… —quiso objetar Brian, mas fue interrumpido por la voz de Zimmo.

—¡Atención! ¡Esos fulanos se nos echan encima! ¡No hay ni un minuto que perder! ¡Brian, oprime el botón! ¡Rápido!

Casi instintivamente hizo éste lo que le mandaban y al instante vio como la esfera en que viajaban sus tres amigos se reducía de tamaño hasta casi perderse de vista. Ni siquiera notó la brusca aceleración producida por su repentina separación de la astronave, absorto en las maravillas por las que estaba atravesando. Pero de repente notó que sus pies, en un involuntario movimiento, le cedían y quiso averiguar la causa.

Extendió las manos y notó que tocaban algo elástico que cedía a su contacto. Se volvió hacia el lado opuesto y notó lo mismo. Alargándolas hacia arriba, encontró la misma blanda resistencia. Se inclinó.

Idéntica sensación. Y entonces hizo una cosa extraña, tras hacer una profunda inspiración, como decidiéndose a ella. Salto, tomando impulso con los pies, hacia arriba.

Su cabeza chocó contra la movible pared de la burbuja y lentamente fue cayendo hasta que sus pies tocaron el «suelo». Comenzó a caminar por ella, pero apenas hubo dado tres o cuatro pasos cuando se detuvo y pensó si no estaría al borde de la locura.

¡Encerrado en aquella esfera elástica, absolutamente transparente, no sabía si tenía la cabeza arriba o abajo! No sabía cual era su posición y tras alguna vacilación, sintiendo flaquearle la inteligencia, notando que su frente estaba empapada en sudor, se sentó, cruzando las piernas a la usanza oriental, tratando de recapacitar sobre lo que le estaba pasando.

Estaba encerrado en una esfera, en la inmensidad del espacio, del vacío sideral, negro, totalmente negro, a excepción de los innumerables puntitos luminosos que eran los astros con luz propia. Encerrado en una esfera de plástico transparente, de una materia desconocida por completo para él, viajando sabe Dios hacia dónde, hacia qué desconocido destino, sin saber la velocidad, ni siquiera si se movía o estaba parado. Quiso decirse a sí mismo que Turr y sus compañeros sabían lo que se hacían al enviarle fuera de la espacionave, que no le ocurriría nada, y para comprobarlo desconectó la llave de paso del oxígeno de su traje de vacío y se quitó la escafandra.

Tenían razón aquellos tres habitantes de T-40. El aire de la burbuja era respirable. Pero girando su vista en todos los sentidos no vio ningún aparato productor de atmósfera, hasta que de repente reparó en algo en lo que no se había fijado hasta entonces: dos pequeñas cajitas, sujetas en un lado del elástico material de aquella diminuta esfera, el mundo más pequeño del Universo, con un solo habitante en él. Y la idea ésta le hizo sonreír a Brian involuntariamente. Pero dejó sus pensamientos a un lado para examinar aquellas cajas.

Uno de ellas no le resultaba desconocida del todo. Abriéndole, confirmó sus suposiciones y la vio llena de bolitas alimenticias. La otra fue la que le intrigó, ya que no vio nada, por más vueltas que le dio, que le indicara el modo de abrirla, pero de repente se sobresalto al escuchar una voz dentro de la esfera.

Miró en todas direcciones, tratando de averiguar la procedencia de la voz, y súbitamente, al reparar casualmente sus ojos en la superficie de la caja que tenía en la mano y que mediría unos veinte centímetros de lado, aproximadamente, por media docena de espesor, vio que era ni más ni menos que una diminuta cámara televisora. Y la voz era la de Zimmo, en la que se notaba un alegre acento.

—¿Cómo va eso, terrestre? ¿Estás bien? Un poco asombrado, supongo, pero ya te acostumbrarás a nuestras maravillas.

—No te veo, Zimmo —observó Brian.

—Ni falta que hace, chico —le respondió aquél—. Lo que interesa es que veas lo que les va a ocurrir a esos tipos de Z-2 dentro de unos minutos. Toca el lado derecho de la cámara y veras aproximarse las imágenes. Luego pon atención a lo que ocurre. ¡Les vamos a dar para el pelo! ¡Hasta luego, terrícola!

Brian decidió hacer una cosa: en lo sucesivo no se asombraría ya absolutamente de nada, fuera lo que fuera, por más fantástico e inimaginable que le ocurriera. Haciendo caso al pintoresco Zimmo, tocó suavemente el costado de la cámara, de la forma que le había indicado y de repente, como sí se le acercara vertiginosamente, se le apareció en la pantalla la imagen de la esférica astronave, inmóvil, al parecer, flotando en medio del espacio. Pero casi al momento vio salir de ella una bola luminosa de enorme fulgor y perderse en medio de la oscuridad del firmamento, dejando tras sí una estela luminosa, como si fuera una raya blanquísima, brillante, aunque Brian comprendió que era simplemente uno de aquellos proyectiles MGV de que había hablado aquel desconocido de Z-2 y que la raya producida no era la estela, sino simplemente la persistencia de las imágenes en la retina, causada por la enormísima velocidad a que marchaba aquel proyectil cargado de electricidad condensada a elevadísima tensión.

Siguió instintivamente el camino del MGV y lo vio perderse a lo lejos. Queriendo averiguar su destino, volvió a mover el mando de la pantalla y se acercó repentinamente aquella región del espacio, en la que rápidamente un punto brillante, mayor que los demás, comenzó a destacarse al aumentar de tamaño, y cuando Brian lo pudo ver a su gusto, se felicitó de su decisión de no asombrarse para nada, ocurriera lo que ocurriera.

La nave de Z-2, enemiga, era totalmente diferente de la de T-40. Ésta era esférica. Aquélla era plana, ovoidea, si bien tendría un grosor que Brian calculó en cuatro o cinco metros por unos quince de anchura, pero en los bordes era redondeada, sin que se viera en ella ninguna otra protuberancia. ¡Y de repente, de uno de los costados de aquella nave, salió otra bola de luz!

Brian no dudó que las dos naves estaban combatiéndose mutuamente, tratando de destruirse la una a la otra, y no pudo por menos de sentir infinito agradecimiento hacia Turr, al querer ahorrarle los peligros de un combate, que indefectiblemente tendría que concluir con la destrucción de uno de los dos aparatos, o quién sabe si de ambos a un mismo tiempo.

De nuevo volvió a sonar en sus oídos la voz de Zimmo:

—¿Eh? ¿Qué te parecen esos tipos de Z-2? Si se descuidan los dejamos fritos en un segundo.

—¡Ten cuidado, Zimmo! —exclamó Brian, sin poderse contener—. Os han disparado un proyectil eléctrico.

Una sonora risa pudo oírse en el interior de la burbuja elástica.

—¡No te preocupes, amiguito! Ya lo hemos visto y lo hemos esquivado. Si te fijas veras qué ocupados andan ellos en deshacerse del regalito que les hemos enviado.

Tenía razón Zimmo. Brian observó la pantalla de televisión y advirtió los frenéticos esfuerzos de la espacionave enemiga por esquivar aquella bola de fuego que se encaminaba en derechura hacia ella y que consiguió al fin, no sin notable esfuerzo, disparando, a su vez, otra que se encaminó hacia la esfera como un rayo.

Alguna maldición de Zimmo llegó hasta los oídos de Brian, por lo que éste pudo deducir que también habían pasado las suyas. Y, después, durante unos cuantos minutos, las rayas luminosas, indicadoras de otros tantos proyectiles del tipo MGV, caminando en ambas direcciones, indicaron al terrestre que ambos aparatos estaban haciendo lo que él, en su planeta, hubiera llamado tiroteándose a discreción.

Bruscamente un resplandor mayor que los demás llenó, no sólo la reducida pantalla televisora, sino el espacio, deslumbrando un instante a Brian. Cuando los efectos del fogonazo se le pasaron, no vio a ninguna de las dos astronaves y no dejó de temer por la suerte de sus dos amigos. Llamó angustiado:

—¡Zimmo! ¿Dónde estás? ¡Contestadme! ¡Por el amor de Dios! ¿Estáis vivos o…?

Calló Brian, sin atreverse a pronunciar la palabra fatídica. Sí. Debían estar muertos. Sin duda habrían sido alcanzados por alguno de aquellos extraños y poderosísimos proyectiles a cuyo solo contacto se sufría una potente descarga eléctrica. La esfera se habría fundido en un instante, al liberarse la espantosa energía de los veinte millones de voltios; generando un calor abrasador, de una graduación inimaginable, y ahora ya no quedaría ni el menor rastro de los tres amigos de Brian. Su aparato, sus cuerpos mismos, habrían desaparecido en un instante, volatilizados, convertidos en algo menos que humo. No habrían quedado ni cenizas de ellos.

Esta vez sí que se quedó completamente desalentado Brian. Durante unos momentos había creído en la salvación, cuando al despertarse en la cueva de N-98, viera por primera vez a aquellos tres hombres, cuyo aspecto le había sido tan agradable. Había creído en su salvación cuando, sin notarlo, la esfera interplanetaria, había emprendido su viaje a través del Universo, en busca de T-40, había creído en su salvación cuando fue arrojado al vacío en la burbuja aquélla, pero destruida la espacionave amiga, ya no le quedaba la menor duda acerca de cual seria su posterior destino. Se resignó ya por segunda vez y tanteando en los bolsillos de su traje y encontró un paquete de cigarrillos, encendiendo uno. Luego, con él en los labios, cruzó los brazos detrás de la nuca, y aprovechando la elasticidad de su esterilla, se echó hacia atrás, para levantarse de un salto casi al instante, con los ojos dilatados por el asombro, a pesar de haberse jurado a sí mismo que ya no se sorprendería por nada ni, por nadie.

¡Encima de su cabeza, aumentando de tamaño vertiginosamente, a medida que se aproximaba a la burbuja, se veía un enorme globo, suspendido en el aire! Y Brian advirtió que subía hacia él, a grandísima velocidad.

Entonces, el terrestre hizo una cosa rara. Dio unos cuantos pasos por el interior de la burbuja y se encontró con que en vez de subir hacia el planeta, descendía hacia él. Se movió otro poco y comprobó que se aproximaba lateralmente y no pudo menos de reírse de si mismo, al contemplar prácticamente, cuán relativos eran los conceptos de arriba y abajo en el espacio. Según se colocara tenía a aquel planeta al que se acercaba velocísimamente, encima, debajo, a su derecha o a su izquierda.

No obstante, dejó tales consideraciones para mirar el fascinador espectáculo que era para él la contemplación de un mundo nuevo. Un mundo brillante, hermoso, a juzgar por lo poco que se podía adivinar desde la distancia a que todavía se hallaba Brian, pero que en ningún momento dudo fuera como aquel misterioso e inhóspito N-98, al cual habían sido arrojados por la avería de su aparato sideral. Distinguió ya, a los pocos momentos, con toda claridad, mares, por el color azulado, brillante, de las zonas en que estaba situado, que destacaban claramente del color verdoso de lo que debían ser los continentes, velados a veces por fajas blanquecinas, que Brian supuso enormes bancos de nubes. Y de repente, la esfera comenzó a trepidar.

Brian buscó un asidero. Comprendió instintivamente que estaba entrando ya en la atmósfera del planeta y quiso hallar algo para reducir el que creyó inevitablemente fatal choque. Pero antes casi de que lo pudiera hallar, atravesando una masa semioscura, de nubes, la tierra, con su fantástico verdor, indicador de gigantescas extensiones de bosque, apareció debajo de él. Y en el centro de la mancha verde, otra blanca, resplandeciente, cortada por líneas más obscuras, resalto brillantemente, en tanto que la burbuja se encaminaba rectamente hacia el centro de lo que Brian vio en seguida era una ciudad de indescriptible belleza.