CAPÍTULO VII
Las palabras las había pronunciado el jefe de aquellos hombres, y alarmado ante la gravedad de las mismas, Brian no reparó siquiera en que las había dicho en su propio idioma. El soldado, tras manipular un momento, desconectando sin duda algunos contactos, apartó el cadáver del individuo carbonizado, echándolo al suelo sin ningún miramiento y movió frenéticamente algunos de los botones que —pensó Brian—, sin duda alguna servirían para el mando de la espacionave. Pero todo fue en vano, aunque el terrestre, por más que observó, ignorante en absoluto del modo que se manejaban aquellos aparatos, no vio nada que a sus ojos le confirmasen las palabras pronunciadas.
Izza se desasió de Brian y éste no hizo nada para impedírselo. Se dirigió aquélla hacia el tablero de mandos y en el hermoso rostro de la mujer apareció por vez primera el signo de la preocupación. Murmuró algunas palabras en su idioma y el otro movió la cabeza, denegando con pesimismo. Brian se les acercó y la preguntó:
—¿Cómo sabéis que caemos? Yo no veo nada de particular.
Izza le sonrió desdeñosamente y el joven se sintió molesto, pero ella, sin hacerle caso, oprimió un botón y súbitamente se reflejó en la pantalla la imagen de un globo, de un mundo que aumentaba de tamaño con rapidez.
—Sigo sin ver nada. Sin ver otra cosa que nos acercamos a un planeta que debe ser el tuyo —objetó Brian.
—Sí. pero lo hacemos a mayor velocidad de lo conveniente. Ésa ha sido tu obra. No sólo has matado a uno de mis hombres; sino que además has destruido el mando del aparato —le replicó ella con una leve nota de dureza en la cristalina voz.
—Yo no he tenido la menor culpa de ello —quiso disculparse el joven, pero ahora fue el jefe quien intervino.
—Yo obedezco siempre a mi reina y estoy dispuesto a morir por ella si es preciso…
—Loables palabras —le cortó burlonamente Brian, pero el otro no hizo caso de la interrupción.
—Pero si me dejara a mi, yo sabría hacer de modo que no volvieras a ser insolente ya con nadie más —concluyó el hombre.
—Pues si quieres otra ración de lo mismo, no tienes más que hablar. No me cuesta nada servírtela —le provocó Brian.
Su contrincante apretó los puños con fuerza e hizo ademán de abalanzarse sobre él, pero una seca orden de Izza lo detuvo.
—¡Quieto, Thoram! No es este el momento apropiado para las discusiones. Lo que necesitamos es el medio de detener nuestra caída. ¿Qué tiempo tardaremos en chocar contra la superficie de Z-2?
—Si lo expresamos en la medida que usa este terrestre —señaló hacia Brian Thoram con desdén— unos quince minutos.
—No disponemos de mucho tiempo. Llama y que envíen una astronave para socorrernos —volvió a ordenar Izza.
Thoram se volvió y durante unos momentos maniobró en los mandos en tanto que Brian, olvidándose de la apurada situación en que se hallaban viendo a cada momento mayor el diámetro del planeta en la pantalla, miro complacido hacia la mujer, que no pudo resistir las descaradas y admirativas ojeadas que le echaba el terrestre, dedicando su atención a las palabras que pronunció Thoram:
—No sé si llegara a tiempo; pero me anuncian que ya ha salido un aparato para recogernos.
—Está. bien. Nos vestiremos los trajes de vacío y saldremos afuera de la astronave —dijo la mujer—: Así reduciremos al mínimo las posibilidades de un accidente.
Thoram transmitió las órdenes a sus soldados en su idioma, y éstos comenzaron a equiparse rápidamente, en tanto que Brian se cruzaba de brazos. Pero apenas se hubo colocado ella su escafandra cuando se le acercó:
—¿Y tú? —preguntó simplemente.
—¡Oh! Me encuentro muy bien aquí —dijo él displicentemente—: No tengo la menor gana de salir a pasearme por ahí afuera. Me helaría en un segundo y aquí se está la mar de caliente.
Ella lo miró desdeñosa, pero sin dejar de sonreír y llamó a Thoram, que desapareció atravesando una de aquellas paredes, para volver, tras abrir la puerta, con un equipo sideral en las manos, alargándoselo a Brian:
—¡Toma, póntelo! —habló secamente.
—Está. bien. Si os empeñáis en ello, majestad…
Cinco minutos después estaban fuera de la astronave y ésta, debido a su superior masa se fue acercando con mayor rapidez al planeta que se divisaba allá abajo, enorme, brillante, como una bola de plata ligeramente teñida de verde, dejando atrás a la media docena de seres que flotaban en el espacio ligeros, ingrávidos, en tanto que veían poco a poco disminuir de tamaño la astronave, de forma circular y plana al mismo tiempo, quedándose ellos rezagados. Pero ello, si lo de socorro no acudía a tiempo, no les salvaría de la horrible muerte que seria la suya por aplastamiento al chocar contra el suelo de Z-2, que ya, sin necesidad de aparatos de transmisión de las imágenes, se veía a cada momento aumentar su diámetro de una forma que a Brian comenzó a parecerle amenazadora. Quiso maniobrar para acercarse a Izza, pero, falto de apoyo en el vacío, no lo consiguió, y entonces habló, lográndolo a pesar suyo, ignorante de que al ponerse el traje ya le habían dejado conectado el transmisor individual.
—¿Cuanto tardaremos en rompernos el cuello, Majestad?
—Seis u ocho minutos, si no hay quien lo remedie —le respondieron.
Pero apenas había pronunciado estas palabras la mujer, cuando de repente surgió casi bruscamente ante ellos otra nave sideral que, maniobrando con agilidad, se colocó al lado de los que ya desconfiaban de salvar su vida. Y, uno tras otro, sin necesidad de abrir ninguna puerta, se fueron introduciendo en el interior del aparato.
No podían acercarse, y eso lo apreció Brian con toda claridad. Lo que hacían era que el disco volador les fuera absorbiendo, por así decirlo, moviéndose este imperceptiblemente en forma lateral, aprovechando la extraña propiedad del metal de que estaba construido. Y, antes de que el terrestre pudiera darse cuenta de lo que ocurría, ya estaban todos, él incluido, en la panza de la espacionave que tan oportunamente habla llegado.
Los hombres que había en su interior se inclinaron profundamente al aparecer su Reina, y ésta murmuró unas breves palabras, lo que trajo como consecuencia el que, antes de que Brian tuviera tiempo de advertir lo que le iba a pasar, se encontrara sujeto por media docena de brazos que lo inmovilizaron, sin dejarle casi ni respirar. Protestó en todos los tonos imaginables, pero nadie le hizo caso. Ni la misma Izza, que, acercándose, con su encantadora sonrisa desmentida por sus palabras, le dijo:
—Me has ofendido mortalmente, y puedes estar seguro de que en cuanto lleguemos a Z-2, a mi reino, lo pagaras bien caro.
—Tú lo has dicho. Caro precio será el de mi vida por un simple beso —dijo Brian, sonriendo a pesar de todo.
Pero cuando llegaron a la ciudad, capital de aquel mundo donde Izza reinaba, Brian fue conducido rápidamente, aterrizando directamente en uno de los patios del palacio, a una habitación, en la que quedó solo entre cuatro lisas paredes. Y la puerta se cerro tras el último de los sicarios de la reina, que no le concedieron la menor importancia ni se molestaron en replicar a las diferentes preguntas que el terrestre les hizo.
—¡Apañados estamos! —Monologó consigo mismo, recorriendo con la mirada la absoluta lisura de las paredes, cortadas únicamente en el techo por una especie de círculo luminoso del que irradiaba la luz, que hacia visible más aún la total desnudez de la habitación. No tenía ni siquiera el consuelo de tumbarse, y verdaderamente, después de tantas pruebas porque había pasado, y que jamás, desde que se quedara solo en N-98, había soñado le pudieran ocurrir.
Pero no habían transcurrido diez minutos desde que lo dejaran solo allí, cuando ya Brian pensaba en echarse cuán largo era en el suelo, un trozo de pared se hizo transparente y luego se deslizó a un lado, dejando ver, aun antes de abrirse, a la encantadora Reina Izza, convertida en otra mujer completamente distinta merced al cambio de ropa, habiéndose colocado otra completamente igual que la que llevaba Sherma, y el terrestre hasta hubiera jurado que el cinturón que la ceñía el delgadísimo talle era el de la otra mujer.
Pero esta avanzo hacia él, extendiendo los brazos, sonriéndole maravillosamente, exclamando:
—¿Me perdonarás, querido? Me he portado bruscamente contigo, y… ¿No quieres repetir lo que hiciste en la astronave? —insinuó deliciosamente.
Brian la miro desconfiado. No podía creer que aquella mujer que le ofrecía ahora sus labios trémulos, palpitantes, fuera la misma que le había amenazado de muerte, y por eso dio un paso auras, murmurando:
—«Timeo danaos et dona ferentes».
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué dices, Brian? —inquirió ella, muy sorprendida ante aquellas palabras, que le sonaron como un idioma absolutamente desconocido en aquel mundo.
—Es un viejo adagio de mi planeta —dijo él, socarronamente—. Significa que hay que temer a los enemigos, hasta cuando te hacen regalos.
—¿Estoy yo incluida en esa frase? —Sonrió Izza, dando otro paso hacia adelante, imitándola Brian, pero en sentido inverso, es decir, retrocediendo, lo que hizo que ella se detuviera.
—Está bien —le sonrió—. Ya que te empeñas… Acompáñame.
—¿Dónde? —preguntó el simplemente.
—Ya lo veras —le respondió ella enigmáticamente, saliendo de la habitación sin mirar siquiera si Brian la seguía o no, dándolo por hecho, puesto que éste obedeció, bien que mirando incesantemente a todos los lados, temiendo cualquier artimaña de la mujer, y colocándose muy cerca de ella para que le sirviera de escudo si alguien intentaba hacerle algo desagradable.
Pero en esta ocasión no ocurrió nada, y ella le siguió sonriendo amablemente, hasta que, después de atravesar una serie de estancias parecidísimas a las del palacio de Sherma, se detuvieron ante una pared, en uno de cuyos lados brillo repetidamente una luz, cambiando de colores, lo cual recordó a Brian algo que ya había visto y que confirmó sus suposiciones, cuando la mujer, volviéndose hacia él, como invitándole a entrar, desapareció tras el muro. Suspiró Brian e hizo lo mismo, sorprendiéndose una vez más ante aquella extraña forma del metal, que, si por un lado parecía no existir, salvo a efectos de interceptación de ondas luminosas, deteniendo las miradas, por el otro debía resultar algo así como una superplancha de blindaje de aquellos anticuados barcos de guerra acorazados como las langostas.
Y, recordando lo que había visto, Brian suspiró, aburrido, inquiriendo:
—¿Qué? ¿Otro cerebro como el de allá abajo?
Se volvió la mujer hacia él, con viveza, diciéndole:
—¿Has visto el de Sherma? ¿Te lo ha enseñado ella?
—Claro —dijo él, apoyándose de espaldas contra la pared y cruzándose de brazos—. Como ahora, fue lo primero que vi al llegar a su planeta. La verdad es que sois bonitas las dos, y si tuviera que decidirme por una de vosotras tendría que pensármelo mucho; pero monótonas lo sois también en grado sumo.
Brian pensó que Izza debía ser más peligrosa, infinitamente más peligrosa que Sherma. Aquélla disimulaba sus pensamientos bajo la capa de una incesante sonrisa. Ésta, por lo menos, hacia brotar sus sentimientos a flor de epidermis, haciendo así más previsibles sus reacciones mentales. Por eso miró de lado a Izza cuando le sonrió de nuevo al decirle:
—Eres encantador. Para mi tienes una virtud nueva, desconocida por completo en este planeta: la de decir claramente cuanto piensas.
—¿Sí? —murmuro él, continuando en la misma actitud, pero encendiendo un cigarrillo y prosiguiendo—: Pues no te he dicho aún la décima parte de lo que bulle por mi cerebro.
—¿Por qué?
—Querida Reina mía: aprecio mucho mi pellejo, y, ahora que parece que lo estoy conservando, me gustaría seguir así. No es que esté muy a gusto en Z-2 ni, por supuesto, en T-40; pero, del mal al menos, estoy vivo, y, por ahora, eso es lo que me interesa —le repuso Brian.
Abrió ella la boca, pero en él mismo instante, antes siquiera de que tuviera tiempo de hablar, parecieron detenerse las innumerables lucecitas de que estaba animada aquella máquina, cesando en su parpadeo, en tanto que un grupo de ellas lo aumentaban rapidísimamente, lo cual hizo que, por primera vez, ante la diversión de Brian. apareciera una ligerisima sombra de temor en las bellísimas pupilas de la mujer. Y el hombre no se sorprendió lo más mínimo ni se movió; antes bien, continuó en su disciplente actitud, saboreando el cigarrillo, en tanto la Reina bajaba ligeramente la cabeza, escuchando la voz del Cerebro, que, en el idioma de aquel mundo, la ordenaba retirarse.
Hízolo así ella, en tanto que Brian le tiraba un beso, irónicamente, con las puntas de los dedos, y, cuando la mujer desapareció, aguardó a que le hablaran.
—Pareces muy orgulloso —le dijo la máquina.
—Soy un hombre, la más perfecta creación del Creador del Universo, si es a eso a lo que te refieres, y no una máquina como tú. Podrás contestar a todas las preguntas que se te hagan; a tu vez, podrás formularlas; pero si esa tonta de ahí fuera —señaló despectivamente con el dedo pulgar hacia el sitio en que había desaparecido Izza— tuviera dos dedos de frente, hace tiempo que habría ordenado que acabaran a martillazos contigo, montón de tornillos.
Una breve risita salió del interior de la metálica construcción, y luego algo se desprendió de ella, avanzando hacia Brian, que siguió impertérrito, dejándose contemplar por los objetivos de aquella cámara de televisión.
—Si —le dijo la máquina después de unos momentos de observación—. Me parece que no hemos fallado contigo. Eres lo que yo quería. Vivirás a pesar de todo.
—¿Viviré? —repuso Brian desdeñosamente—. ¿Eras tú quién me iba a matar? ¿Crees que lo hubieras conseguido?
—Sigo opinando que eres increíblemente orgulloso, terrestre —le dijo el Cerebro—. Tu mismo orgullo te hace ser, asimismo, increíblemente tonto y, por eso, inútil para mi necesidad. El más retrasado de los hombres o mujeres de este planeta me sirve muchísimo mejor que tú.
—No se con que objeto te serviré yo —objetó Brian—; pero, de cualquier forma que sea, me alegro muchísimo de no hacerte ninguna falta. Lo que te he dicho: eres un montón de tornillos, más perfecto que los demás, pero montón de tornillos al fin y al cabo.
—Eres un insolente —dijo suavemente la máquina—. Necesitas un ligero castigo y te lo voy a propinar yo.
—¿Tú? —Rió Brian—. ¿Tú? —Volvió a reír; pero, casi inmediatamente, lanzó un alarido de dolor, retorciéndose epilépticamente en el suelo durante los contados segundos que duró la descarga eléctrica que le lanzó el Cerebro sin que el terrestre supiera adivinar el medio de que se había valido la máquina.
Cuando se le pasaron los efectos de la serie de latigazos sufridos, se levantó, jadeando penosamente, del suelo, en tanto que oía la burlona voz de aquel artefacto:
—¿Qué? ¿Te convences de mi poder? Ésta ha sido una muestra infinitesimal de lo que puedo hacerte. Tú…, ¡un hombre! ¡Bah! Un conjunto de carne y músculos nada más. ¿Qué puedes hacer contra mi?
Respiró hondamente Brian antes de contestar:
—Eres muy poderoso, pero hasta el más fuerte tiene su talón de Aquiles. Quizá sea yo el que lo halle.
—No me hagas reír —le contestaron—. Y ahora, mira lo que he hecho en tanto que hablaba contigo. Tú sólo puedes hacer una sola cosa de un golpe. Yo hago infinidad de ellas, y entretanto hablaba, discutía contigo y te castigaba, examinaba tu inteligencia. A simple vista ya aprecie que era deficientísima en comparación con la de los cerebros de los habitantes de Z-2 o de cualquier otro planeta, pero mi examen me lo ha confirmado. ¡Mira, terrestre!
La luz que alumbraba la estancia se apagó súbitamente y luego, en uno de los muros, como en una proyección cinematográfica, apareció un rectángulo blanco cuyo color impoluto desapareció al instante para ser substituido por algo que hizo lanzar una serie de exclamaciones del más profundo asombro a Brian, porque en la pantalla, ampliado diez o doce veces su tamaño normal, estaba su propio cerebro, como si se lo hubieran extraído y, fotografiándolo, lo proyectaran contra el liso muro. Pero lo espeluznante es que la fotografía era de un realismo tremendo, sobrecogedor, con el color natural del órgano del pensamiento, y Brian no pudo evitar una pregunta, adivinando la respuesta ya de antemano:
—¿Qué…, qué es eso?
—Es tu cerebro, terrestre. Es el resultado del examen que te he hecho en tanto conversábamos. No es muy perfecto, sobre todo si lo comparamos con el que tengo yo; pero aún creía sería peor para mi. Quizá me sirvas. Creo que en tu planeta dicen una frase parecida a ésta: de sabios es rectificar, o algo parecido, ¿no es eso?
—¿Qué…, qué piensas hacer… con… conmigo? —tartamudeó Brian.
—Tengo necesidad de renovar algunas células que se me están quedando viejas, Periódicamente me ocurre esto y me surto de las existencias que tengo al alcance de la mano; pero ahora tengo cierta curiosidad por saber como funcionaré con parte de un cerebro que no es de nuestro mundo.
En el de Brian comenzó a aparecer una nota de espanto al comprender, bien que no totalmente, lo que la máquina pretendía hacer con él. E instintivamente retrocedió un par de pasos, espantado, no queriendo pensar en lo que se le aferraba al pensamiento con horrible fijeza, sin notar que la frente se le cubría de millares de microscópicas gotitas de sudor frío, helado.
Sonó una breve risita:
—Veo que empiezas a comprender lo que quiero de ti, ¿verdad? Tanto mejor: los dos saldremos ganando, terrestre. No te dolerá nada y luego, sin aspiraciones, sin pretensiones, seras uno de los hombres más felices de la tierra ésta. Y ahora, contempla lo que pocos han tenido el honor de contemplar, porque luego no han recordado ni lo recuerdan jamás, lo que vieron. ¡Mira, terrestre, mira!
Un trozo del metal que cubría la máquina, rectangular, de unos ochenta centímetros, se abrió bruscamente, como una pequeña portezuela, a la altura de su vista, y cuando Brian la fijó en lo que había en el interior, las piernas le flaquearon y sintió que su cerebro le vacilaba, al ver la horrible, la espantosa maravilla que encerraba el misterio de aquella maravillosa e inhumana máquina.