CAPÍTULO IV

—¿Quién eres, forastero?

La pregunta fue hecha por una bellísima mujer. Una mujer recostada en lo que parecía un diván, vistiendo una especie de túnica de un tejido metálico, brillante, pero suave y sedoso al mismo tiempo, al menos por lo que juzgó Brian a simple vista. La túnica dejaba al descubierto uno de sus hermosos hombros y por la parte inferior, un diminuto pie asomaba un poco, calzado con una liviana sandalia de aquella misma tela. Pero apenas se fijó el terrestre en aquellos detalles. Lo único que veía era el rostro de la mujer, bello, subyugador, poseedor de unos ojos negrísimos en cuyas pupilas parecían centellear fulgurantes estrellas, obscureciendo la catarata del cabello, azul a fuerza de ser negro, que le caía sobre los hombros. La boca era un trazo sangrante sobre la blancura del rostro, pero Brian advirtió que eran los labios por si solos, sin la menor sombra de maquillaje. Y debajo de la túnica, el joven advirtió unas exquisitas líneas estatuarias, pero al mismo tiempo pensó que la mujer, salvo el hablar, debía ser eso únicamente, una estatua, fría como el mármol, indiferente como la piedra a todo lo que no fuera ella.

Impacientándose, la beldad volvió a inquirir, con su voz acariciadora y repelente al mismo tiempo, pero imperiosa y mandona en toda ocasión, sin necesidad de estridencias sonoras de ninguna clase:

—¿Quién eres, forastero? ¿No se llaman así en tu planeta a los seres de otro mundo o de otro pueblo?

—Tienes razón —dijo Brian, tuteándola a su vez, e importándosele un ardite de lo que ella pudiera pensar—: Soy un forastero en este planeta. Me llamo Brian Langdon y en la Tierra, de donde procedo, me decían era un sabio.

—¿De veras? —Sonrío ligerísimamente la mujer, en tono burlón—. ¿Un sabio? ¿Qué es lo que sabes?

—Si vale la palabra aquí, era un experto en astronáutica —repuso, sereno, Brian, sin dejarse intimidar por la mirada de la mujer, que le pareció taladraba sus pensamientos.

—¿Astronáutica? —Rió ella, en tono suave, continuando—: ¿Acaso construís naves como las nuestras?

Antes de contestar, Brian trató de medir sus palabras. Ignoraba sí se hallaba en T-40 o en Z-2 y no sabía qué es lo que le podía ocurrir si contestaba que conocía la esfera de Turr y sus amigos. Le habían conducido hacia allá apenas tocó tierra, sin hacerle ninguna pregunta, sin hablarle cuando él las hacía y antes de que hubiera tenido tiempo de examinar a su placer la gran ciudad, en una de cuyas plazas había finalizado su viaje sideral, le habían conducido a un edificio colosal, de extraña arquitectura, blanco, con rarísimos dibujos en sus muros y en sus columnas y lo habían introducido en aquella pequeña estancia, en la que únicamente se hallaba la mujer, ante la cual, sus captores se habían inclinado profundamente, retirándose y dejándoles solos apenas ella había hecho un ligero gesto con su mano. E inmediatamente la hermosa habla hecho su primera pregunta.

—No se como son vuestras espacionaves —dijo Brian, sin comprometerse a nada.

—¿Acaso no has viajado en una de ellas? —preguntó la mujer, pero él, audaz, sin tener tantos reparos como los que le habían llevado hasta allí, preguntó a su vez, reprochándola irónicamente:

—En mi país, cuando una persona declara su nombre, la otra se presenta a continuación. Tú ya sabes quién soy yo, pero no puedo decir lo mismo respecto a ti.

Un relámpago de ira brilló durante unos instantes en las negras pupilas dé la hermosa, que comenzó a incorporarse, pero súbitamente, interrumpió su movimiento para volver a la misma posición, respondiendo, no obstante con aquella voz un tanto monocorde:

—En vuestro planeta me llamarían Majestad al dirigirse a mí. Fuera de mi presencia dirían que soy la Reina de T-40. Y en todo momento, mí nombre es Sherma. ¿Estás satisfecho, extranjero?

Brian hizo una burlesca inclinación:

—Soy vuestro humilde servidor, Majestad —y al pronunciar estas frases se acordó repentinamente de Dass y no pudo evitar la pregunta—. ¿Sabéis qué es lo que ha sido de los tres hombres que fueron a buscarme a N-98?

—Hablaremos de ello más adelante —dijo indiferentemente Sherma, tomando algo que a Brian le pareció un espejo y jugueteando con él—. Quisiera que me contaras algo de tu planeta.

—¿No sería más oportuno que se me dijeran los motivos por los cuales se me ha traído hasta aquí? —preguntó Brian, comenzando a impacientarse y adelantando la barbilla agresivamente, sin el menor respeto para la que se titulaba Reina de T-40.

Ésta iba a responderle algo no muy grato, pero súbitamente, en la cabecera del diván sobre el cual estaba echada, apareció una luz pequeña, de tonos que variaron del blanco al violeta en rapidísima trasmutación, y el rostro de la mujer tomó de repente, una actitud temerosa, como si de repente sintiera un infinito respeto hacia alguien. Miro en dirección hacia la luz y pronunció unas extrañas palabras, apagándose aquella lamparita, empotrada en el diván, apenas calló la mujer. Y a continuación, cuando ésta se levantó, Brian pudo admirar su pureza de líneas, su elevada estatura y su noble porte y se confesó a si mismo que, a pesar de su aparente frialdad, debajo de la cual debía esconderse con toda seguridad un volcán de pasiones, hábilmente disimuladas, era Reina porque tenía la majestuosidad de un femenino monarca, bien que el terrestre no comprendiese los motivos del temor que había demostrado ella al aparecer la luz.

—¡Sígueme, extranjero! —ordenó ella brevemente.

—¿Puedo preguntar dónde vamos ahora? —se emparejó al lado de ella, caminando y no sorprendiéndose al atravesar al muro como ya antes lo hiciera en la esfera.

—El Cerebro quiere verte, extranjero —dijo Sherma, con la vista fija hacia adelante, atravesando una espaciosa sala, en el centro de la cual había un circular estanque, rodeado de abundantes plantas y flores de extrañas formas y aromas desconocidos para el terrícola.

—¿El Cerebro? ¿Es el que manda aquí? ¿No habíamos quedado en que tú eras la reina de T-40?

Pero ella no se digno contestarle, deteniéndose ante una pared, sin hacer el menor gesto para atravesarla, hasta que de repente, una luz que como la anterior apareció blanca y desapareció tras haber pasado por todos los tonos de la escala cromática, la indicó lo que Brian supuso acertadamente era el paso libre.

La sala era de unos diez metros de largo por cinco de ancho. Pero no había en ella el menor mueble. Únicamente una extraña máquina que ocupaba casi la totalidad de la estancia, en la cual se veían brillando alternativamente luces de todos los colores, en un fantástico juego de maravillosas tonalidades. La Reina se detuvo delante de aquella máquina que a Brian le recordó una inmensa calculadora electrónica de las que existían en la Tierra, y volvió a hablar en aquel extraño idioma. A Brian le pareció que una luz parpadeaba más intensamente que las demás y entonces la altiva, la orgullosa Sherma hizo lo que nunca el joven se hubiera atrevido a sospechar que hiciera: se inclinó profundamente, como saludando a la máquina aquélla y se retiró andando hacia atrás, ante la estupefacta mirada de Brian.

Pero si éste se había quedado atónito, todavía lo estuvo más cuando una voz, hablándole correctamente en su idioma, sin el menor acento extranjero, le saludó:

—¡Bienvenido a T-40, señor Langdon!

Éste se volvió mirando a todas partes para averiguar de dónde procedía aquella voz, pero antes de que consiguiera nada práctico, sonó una breve risita y la voz continuó hablando:

—No se esfuerce buscando, señor Langdon. O mejor dicho, si no le importa, le llamaré Brian a secas. Es más cómodo. Estoy aquí dentro de la máquina —hubo una pausa que al terrestre se le antojo harto dramática y luego la voz exclamó, rotunda, aparatosamente—. ¡Yo soy el Cerebro!

—¿El… el… cerebro? —Tragó saliva Brian—. ¿Pue… puedo saber qué… que es eso?

De nuevo volvió la sonar la irónica risa:

—Sí, si tienes un poco de paciencia. Yo soy quien rige no sólo este planeta, sino el sistema. Yo soy quien supo que te habías quedado solo en N-98 y quien sugirió, telepáticamente a Zimmo y sus amigos que fueran a rescatarte.

—¿Y la Reina Sherma?

Si Brian no se hubiera hallado delante de una máquina, hubiera jurado que en el tono de la voz que salía de ella, había la nota de una desdeñosa sonrisa:

—Sherma gobierna este planeta porque quiero yo. El día que se me antoje la desterraré al final de nuestra galaxia.

—¡Hum! —exclamó dubitativo Brian—. La noticia es interesante, señor Cerebro. ¿Es correcta la forma de llamarle así?

—Demasiada ironía, Brian —le repuso la máquina—. Yo no tengo nombre. Con un simple tú, como ya has observado lo hago contigo, es más que suficiente.

—¿Puedo preguntarte los motivos de mi estancia aquí? Nadie me ha sabido dar una clara explicación a ello. Todos la han rehuido y sé que de otro planeta salió una expedición dispuesta a conquistarme. No sé que valor puedo tener yo, un hombre terrestre, que a lo que parece, es menos inteligente y civilizado que el último de cuantos pueblan este sistema planetario, para que nada menos que dos mundos se peleen entre si —dijo Brian, agregando a continuación, divertido consigo mismo por el pensamiento que se le había ocurrido—. Heme aquí convertido en una modernísima versión, en masculino, claro esta de Helena de Troya.

Si Brian no se hubiera hallado frente a una máquina, hubiera podido jurar que del extraño y enorme artefacto había salido algo así como una contenida carcajada. Pero creyó había sido una ilusión de sus tímpanos.

—Son muy complejos los motivos que me han impulsado a traerte hasta aquí, Brian —dijo el Cerebro—. Pero en primer lugar has de comprender que es el humanitarismo el que figura a la cabeza de todos ellos.

El terrestre no pudo evitar la hilaridad ante las palabras que salían de la máquina, por lo que ésta le preguntó:

—¿Qué es lo que te pasa, Brian? ¿Qué has visto en mis palabras que te hayan empujado a reírte tan desaforadamente?

Contuvo el joven sus impulsos risibles, en tanto preguntaba:

—¿No te enfadaras si te lo digo con franqueza? Bueno, me olvidaba que una máquina no puede sentir. Sólo hablar y hacer que los demás hagan lo que ella desea.

—Y muchas cosas más que ignoras —dijo el Cerebro, en tono duro, que no dejó de advertir Brian—, pero que por ahora te ahorro el explicártelo. Sabe únicamente que nadie que no fuera otro que tú me hubiera podido hablar impunemente. Ya no existiría.

—¡Caramba! —Se asombró el terrestre—. ¡Sí que te lo has tomado en serio…! Bien. Me hizo gracia el que una máquina, un conjunto de metales, lámparas, resortes, una cosa, en fin, creada por la mano del hombre y que por lo tanto no tiene vida, hablara de humanitarismo.

—Dejemos eso a un lado —gruñó el Cerebro—. Ya te he dicho que no podía consentir que murierais tú y tus compañeros en N-98 y me sorprendió enormemente el saber que sólo volvía uno.

—Si. Los otros murieron —dijo Brian, pensativamente, recordando una vez más sus infortunados compañeros que creyeron salvarse huyendo del terrorífico planeta para hallar la muerte a unos cuantos kilómetros de distancia. Pero súbitamente levantó la cabeza y preguntó—: Hay una cosa que me extraña. ¿Por qué he podido atravesar los metales como si no existieran, en uno de los dos sentidos y, a lo que parece, en el sentido contrario es imposible?

—Conseguí alterar la composición molecular del acero. Eso es todo, pero no puedes comprender, me costó muchísimos años de trabajo y de estudio. No diez ni veinte, sino más, muchos más —repuso el Cerebro.

—¿Que tú…? —exclamó Brian—. ¿Pero no habíamos quedado en que eres una máquina?

—Continuaremos con el tema otro día, Brian. Eres un notable sujeto y me convendrás mucho. Me parece que tu adquisición ha constituido un notable éxito para mí —dijo la máquina.

—¡Cualquiera diría que yo soy un esclavo! —gruñó Brian, molesto por aquellas palabras.

—Anda. Yo te abriré la puerta. Vete con Sherma. ¡Guapa chica!, ¿no? —El tono esta vez sí que era declaradamente zumbón y Brian decidió ponerse a tono con su metálico interlocutor.

—¿No tienes por ahí algo con qué abrigarme? Me parece que Su Majestad es un témpano de hielo —dijo irónicamente el joven.

—Quizá tú consigas fundir esa frialdad, Brian.

—¡Hum! Mucho lo dudo —dijo éste, volviéndose hacia la pared opuesta, en la que un trozo de muro de acero comenzó a deslizarse suavemente, dejando el espacio justo para que Brian pasara, encontrándose al momento en aquella estancia en la que había flores y agua. Pero se llevó la gran sorpresa, una sorpresa con la que no esperaba: tres hombres que sonrieron ampliamente, satisfechos de verle de nuevo.

—¡Brian! —exclamaron al unísono, avanzando el trío hacia él.

—¡Zimmo, Turr, Dass! ¡Amigos, que alegría me dais al veros! —habló íntimamente alegre el joven, saliendo al encuentro de sus compañeros—, ¿cómo ha sido eso? ¿Cómo os las arreglasteis para salir de aquel apuro?

—Un poco de suerte —Zimmo le guiñó el ojo a Brian—. Le ganamos a aquellos tipos por la mano y le zumbamos a base de bien. ¡Menudo asado a la sideral!

Brian rió de buena gana las pintorescas frases de su amigo, inquiriendo a continuación:

—Os estuve llamando cuando vi algo que estallaba en el espacio. ¿Cómo es que no me contestasteis? Temí que hubierais sido vosotros los tostados.

—¡Oh! Fue una avería sin importancia de los transmisores. Una bomba MGV estalló demasiado cerca de nosotros y eso influyó en las conexiones —dijo Turr, que continuó—: Y ahora, ¿querrás contarnos algo de ti? Debes ser una persona muy importante cuando te ha llamado el Cerebro. Regularmente habla solo con la Reina Sherma. ¿Es indiscreto preguntarte lo que habéis hablado?

—No. Nada de eso —repuso Brian—. En realidad, nuestra conversación ha carecido de importancia.

Turr y sus amigos no quisieron insistir sobre este tema, respetando la decisión del terrestre que no parecía muy dispuesto a soltar la lengua, pero antes de que continuaran hablando, todos, excepto Brian, que movió ligeramente la cabeza, se inclinaron ante la Reina, que pasó por el lado de ellos, deteniéndose un instante ante el grupo, fijando sus fríos ojos, sin la menor expresión en su rostro ni en el tono de sus palabras, dirigidas a Brian:

—Veo que nuestro Cerebro te considera algo muy importante como para querer verte apenas llegado a nuestro planeta, extranjero —y a continuación dejó ver en sus palabras una ligera sombra, mezcla de resentimiento y de celos—. ¿Te crees tú mismo tan alto como yo?

La sonrisa de Brian era irónica al responder:

—¿Qué opinas tú, Sherma?

Centellearon de cólera los hermosos ojos negros de la mujer, dejando ver en el fondo de sus pupilas una tempestad de chispitas doradas al escuchar las para ellas insolentes palabras del terrestre. Pero se dio cuenta a tiempo de su dignidad y recogiéndose un tanto los pliegues de su túnica, irguiendo altivamente la cabeza, contestó antes de echar a andar, en tono despreciativo:

—Cuidate, extranjero. Procura no despertar mis iras. Podría costarte caro.

—Gracias por la advertencia —se inclinó esta vez profundamente Brian—. Estaré prevenido contra los que me envíes.

—Ten cuidado —e dijo Turr al oído—. Sherma es bastante orgullosa y vengativa y no te perdonará lo que le acabas de decir, lo cual añadido a lo que ella ya está creyendo su suplantación por ti en la estimación del Cerebro, es suficiente para que sienta por ti todo menos cariño.

—¿Crees tú? —Se echó a reír despreocupadamente Brian—. No la he tratado apenas, pero me parece que lo que necesita es una buena azotaina.

—Bien —terció Dass—: creo que es hora de abandonar este tema. ¿Porqué no nos vamos a la habitación que le han designado a Brian? Allí podríamos continuar hablando, pero de otras cosas.

—Cierto —aprobó éste—. Vamos hacia allá. Tengo verdaderos deseos de saber detalles sobre este planeta. Me parece que voy a estar todo el rato haciéndoos preguntas.

—Que nosotros te contestaremos con mucho gusto —dijo Turr—. Por aquí.

No tenía nada de particular la estancia destinada a alojamiento de Brian. Éste pensó que, a pesar de su civilización, en T-40, debía imperar un sentido de la vida realmente espartano, ya que apenas había otros muebles allí que un sencillo lecho, pero pronto cambió de opinión al ver, en la cabecera del mismo una fila de botones, en cada uno de los cuales había unos extraños signos. Turr fue quien se lo aclaró, indicándole el uso de cada uno de ellos: televisión para intercomunicación, refrigeración, calefacción, baño que apareció súbitamente en el suelo al apretar uno de ellos saliendo automáticamente el aguas. Pero de repente Brian exhaló un grito de placer al ver en un rincón, cuidadosamente colocadas las cosas que se había traído desde N-98 y de un salto se colocó junto a ellas, abriendo apresuradamente un paquete, del que sacó tabaco,

—¡Verdaderamente estaba necesitando un cigarrillo! —dijo, encendiéndolo y aspirando el humo con avidez—. No soy lo que en mi planeta se llama un empedernido fumador, pero un pitillo de vez en cuando me gusta.

—Tendré que poner en marcha el aspirador —sonrió Zimmo, uniendo la acción a las palabras, en tanto que Brian, en cuclillas sobre los bultos, revisaba cuidadosamente su contenido, sacando de uno de ellos un extraño artefacto, con un cinturón de cuero que se ciñó a la cintura. Luego, todavía extrajo otro objeto lejanamente parecido pero bastante mayor y lo sopesó con satisfacción, sonriendo a sus compañeros:

—Me parece que si Sherma me envía a alguien con un «recadito» —dijo alegremente—, no me hallará desprevenido. Como no sean los primeros en dar, el segundo golpe no lo podrán repetir.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Zimmo—. ¡Pocas ganas que tenía yo de ver una «Thompson» auténtica! ¡Eso de que sólo la haya visto transportando la imagen desde miles de millones de kilómetros de distancia me estaba desesperando ya! De veras que tenía deseos…

—Os agradeceremos profundamente que os estéis quietos —dijo en esto una voz, interrumpiendo a Zimmo y prosiguiendo—: ¡Terrestre, haz el favor de acompañarnos, sin oponer la menor resistencia! Podría resultarte fatal.