Capítulo X
La luz de la oficina estaba aún encendida. Parnum abrió la puerta y asomó la cabeza.
—¿Molesto, Daisy?
La comisario alzó la cabeza y sonrió.
—Entre, Brett. ¿Quiere café?
—Bueno, tomaré una taza…
Daisy se levantó y cogió la jarra de vidrio. Sacó un vaso de papel, lo llenó y se lo entregó al joven.
—Los comisarios de hoy día ya no usamos potes de estaño —dijo jovialmente—. Los tiempos cambian, jovencito.
—Sí, pero el hombre permanece inmutable y continúa cometiendo crímenes contra sus semejantes. ¿Qué le robaron a la escritora, además de papeles?
—Nada. Pero no es escritora. Me lo confesó; dirige una agencia de investigaciones privada en Galveston.
—Nunca la había visto por allí, aunque, claro, los ambientes en que nos movemos son distintos. ¿Dijo qué clase de documentos eran?
—Habló algo sobre una investigación que le encomendaron. Mientras no haga algo contrario a la ley, yo no puedo intervenir. Además, dijo que tenía los duplicados, de modo que la pérdida no era tan grave.
—Lo celebro. Daisy, ¿qué me dice del fémur?
El rostro de la mujer se demudó.
—Sí, era de hombre —confirmó.
—¿Fuller?
—Eso es lo raro, Brett. Se lo llevé en primer lugar al médico, quien me dijo que correspondía a un hombre de menos de un metro sesenta de estatura. Fuller media uno setenta y cinco, lo cual descarta por completo que fuese suyo. Además, en el hueso había señales de soldadura de una fractura, producida por una bala.
—Tal vez un herido de guerra.
—Es posible… aunque pronto lo sabré. He enviado el hueso a Austin. Allí lo identificarán, seguramente. Por si les resulta útil, he dicho que podría tratarse de un tal Mike Rendow, antiguo miembro del hampa y actualmente agente de fincas. Brett, Rendow ha desaparecido —declaró Daisy gravemente.
—Pudo haberse marchado…
—No. He recibido noticias de que encontraron su coche abandonado, mejor dicho, destrozado, en el fondo de un barranco, a sesenta kilómetros de Thomaston. Teniendo en cuenta que el último lugar en donde se le vio con vida, fue Manneaux Hall, resulta fácil deducir el resto.
—¿Cree que lo asesinaron en aquella casa?
—No sé qué decirle, muchacho. Me siento desorientada…
—Acaba de decir que el historial de Rendow no era demasiado ejemplar. Tal vez simuló el accidente para desaparecer oportunamente, ante la ley o quizá ante algún viejo y repentinamente incómodo compinche —apuntó Parnum.
—Pudiera ser —sonrió Daisy.
—En cuanto al hueso, quizá tenga ya muchos años y pertenezca a otra persona.
—Lo dudo mucho, Brett. Cuando lo encontramos, aún tenía adheridas briznas de carne fresca.
Parnum sintió que se le revolvía el estómago.
—Entonces, se trata de un crimen reciente.
—No cabe duda, Brett.
—¿Ha hablado con Marsha? Puede que sepa algo interesante…
—Lo hice este mediodía, volviendo al tema del robo de sus papeles, pero se mostró evasiva. Tendré que vigilarla; ha salido hace poco y me parece que con rumbo a Manneaux Hall —contestó Daisy.
El enorme individuo abrió la puerta, enseñando sus dientes en forma de sierra. Marsha sintió un escalofrío, pero la cólera que predominaba en su ánimo la hizo dar de lado cualquier temor ante la presencia de aquel repulsivo extranjero.
—Quiero ver a tu amo —dijo, sin más preámbulos.
—Sí, señora —contestó Hanako.
Marsha tenía su bolso colgando del hombro derecho, cerrado, pero con las presillas sueltas, a fin de poder meter la mano rápidamente, en caso de peligro.
Hanako se fue y a los pocos instantes, apareció Deckering, sujetando a las dos panteras. Marsha vio las rojas fauces, en las que brillaban unos aterradores colmillos, y los ojos que parecían poseer una luz propia, siniestra, premonitoria de terribles males.
—Quiero hablar con usted —dijo.
—Muy bien, vamos al salón…
—Aquí estoy bien —cortó Marsha secamente—. Mire, Deckering, dejémonos de rodeos y vayamos al grano. Quiero los documentos que me robó la noche pasada. Son muy importantes para mí y no estoy dispuesta a que usted, con sus manos limpias, se lleve lo que me ha costado muchos meses de trabajo.
—No sé a qué documentos se refiere, señora Maine. Usted y yo hicimos un trato, me parece recordar.
—Ya no hay trato. Y, por mucho que lo niegue, me robó los documentos. O tal vez lo hizo ese caníbal que tiene usted como criado. Además, sé por qué lo hizo.
Deckering sonrió levemente.
—¿De veras?
—No sé si fue usted o su criado. Pero yo tengo el sueño bastante profundo y al que lo hiciera no le costó mucho llegar a mí habitación y narcotizarme con cloroformo o alguna droga por el estilo. En una situación semejante, no se puede correr el riesgo de que el durmiente despierte inopinadamente.
—Una teoría muy interesante —calificó el dueño de la casa—. Continúe, por favor. —Entonces, ya seguro, el ladrón registró mi dormitorio y se llevó los documentos. Eso es todo.
—No fui yo, ni tampoco lo hizo Hanako…
—¿Me cree tonta? He tomado muchas huellas digitales. Están a punto para ser enviadas a Galveston. Veremos lo que dice la policía, Deckering.
El hombre continuaba sonriendo.
—¿Cree que éste es un asunto tan importante como para que la policía pueda meter en él sus narices?
—Correré el riesgo…
—Usted no hará tal cosa; no le conviene divulgar el secreto.
—Está admitiendo que robó los documentos.
—Yo no digo ni que sí ni que no…
Los ojos de Marsha chispearon.
—Podría ir con el cuento a la dueña de Casa Larga. Ella sí le obligaría a entregarle los documentos, cuando supiese la verdad… pero creo que hay otro procedimiento mejor. Repentinamente, Marsha abrió el bolso y extrajo un objeto oscuro, de forma ovoidal, del que arrancó una anilla metálica.
—Deckering, usted está loco por las panteras —añadió—. Devuélvame los documentos o les arrojo esta granada de mano.
Deckering se sobresaltó.
—Está loca —gritó.
—Diré que los animales me atacaron y tuve que defenderme. Nadie me lo reprochará. Vamos, déme esos malditos papeles de una vez.
Hubo un instante de silencio. Por dentro, Marsha sentía un pavor espantoso. Los felinos gruñían sordamente, sujetos a la traílla, impacientes por liberarse y saltar sobre la presa que tenían a tan corta distancia. Pero no quiso demostrar que estaba medio muerta de miedo y se mantuvo firme.
—Le doy cinco segundos…
De pronto, vio que Deckering sonreía de un modo extraño. Antes de que pudiera adivinar sus motivos, sintió que una enorme mano le quitaba la granada.
—¡Tírala por la ventana, Hanako! —aulló Deckering.
El canaca obedeció. La ventana estaba abierta y la bomba pasó a través del hueco, para explotar fragorosamente a unos veinte metros de distancia de la casa.
Las panteras gruñeron furiosamente. Marsha se vio perdida. Giró sobre sus talones y corrió hacia la salida.
El coche estaba a pocos pasos de la puerta. Maldijo su presunción, que le hacía llevar la capota bajada casi siempre. Con la capota puesta y los cristales levantados, podría sentirse protegida contra las fieras. Pero así, no tendría defensa, a menos que escapase a toda velocidad…
Y entonces fue cuando se desmoralizó por completo, al ver deshinchada una de las ruedas.
Durante un segundo, se mantuvo indecisa. Luego, de pronto, oyó un grito de Deckering en la casa:
—¡Anda con ella!
El pánico la impulsó a salir corriendo a toda velocidad. Enloquecida, no se dio cuenta de que se dirigía hacia el Sur. A los pocos momentos, sin embargo, consideró que era una decisión acertada. Había mucha vegetación donde esconderse…
Detrás de ella sonaron ruidos suaves. El corazón bataneaba frenéticamente en su pecho. Iba a estallarle, pensó. Moriría de miedo antes que sintiese las zarpas de las panteras en su cuerpo.
Los ruidos se acercaban. El ansia de vivir la hizo acelerar el paso por unos instantes, pero pronto flaqueó. No estaba acostumbrada al ejercicio físico y el calzado que llevaba era el menos apropiado para una carrera en que la meta era la vida.
Los animales se acercaron. Gritó estridentemente, a sabiendas de que nadie la iba a oír. De pronto, sintió en el cuello un ardiente hálito y se percató de que ya había sido alcanzada.
Entonces se percató de que no eran las panteras las que le seguían. Volvió la cabeza un instante y, durante una cortísima fracción de tiempo, pudo ver relucir siniestramente los dientes triangulares del canaca.
Empezó a gritar, pero Hanako mordió con todas sus fuerzas la garganta blanca y suave, y el grito se apagó instantáneamente.
* * *
Era cerca del mediodía y la mayoría de los animales salvajes descansaban de sus afanes por mantener la existencia, en una dura e implacable lucha con los demás. Hacía mucho calor y Parnum sintió también deseos de relajarse un poco.
Tomó un bocadillo, bebió un poco de café y luego estiró las piernas, mientras apoyaba la espalda en una rama. El sombrero quedó sobre los ojos, quitándole resplandor. Poco a poco, empezó a adormilarse.
De súbito, oyó una voz al pie del árbol:
—¡Parnum!
El joven se sobresaltó. Sólo entonces se dio cuenta de que había caído en un profundo sueño, que, sin embargo, había durado escasos minutos.
Aturdido, no supo identificar la voz.
—¿Quién es? —dijo, incorporándose un tanto.
—Deckering. Mire hacia abajo, por favor.
Parnum gateó por la plataforma, apartó unas ramas y divisó las panteras, echadas al pie del árbol.
—Eh, llévese de ahí a esas bestias —exclamó—. Están sueltas y pueden hacerme daño…
—No le harán nada, mientras yo no se lo permita —contestó Deckering—. Pero son la garantía de que usted me entregará algo que me interesa enormemente.
—¿De qué se trata? —preguntó Parnum, completamente desorientado respecto a los deseos del sujeto.
—La película que ha impresionado esta mañana. Quiero todos los rollos que tenga ahí arriba, ¿me entiende?
—¿Por qué iba a darle esas películas? Usted no tiene ningún derecho…
—No discutiré ese extremo —cortó Deckering—. O me da las películas o le tendré aquí hasta que se muera de hambre y de sed. Siempre habrá una pantera vigilándole, ¿comprende?
—Es usted un… —Parnum se sintió acometido por un violento acceso de cólera, pero, aparte de una navajita de bolsillo, no tenía armas para defenderse de las panteras—. Oiga, no estoy en sus tierras…
—Eso no importa. Quiero la película.
—Pero, ¿qué diablos le sucede? ¿Tanto le interesan los movimientos de unos cuantos pájaros?
—Muy bien —dijo Deckering—. Ya hemos hablado bastante. «Yaia», «Sturm», quedaos aquí.
—Oiga, me echarán en falta y vendrán a buscarme —gritó el joven desesperadamente.
—Sé dónde tiene su jeep. Me lo llevaré. Luego telefonearé al hotel y diré que he tenido que regresar precipitadamente a Galveston. Por supuesto, con su nombre. Pasarán días antes de que se den cuenta del engaño.
—Philippa Tarnell suele venir por aquí con frecuencia.
—También la llamaré, no se preocupe.
Parnum meditó unos instantes. No merecía la pena correr riesgos por una película. Además, las panteras podían enfurecerse y, sintiendo una presa cercana, trepar al árbol, cosa que harían sin la menor dificultad. Eran unos animales amaestrados, pero los instintos acumulados durante millones de generaciones podían aflorar repentinamente y…
—Está bien —cedió finalmente—. Ahora mismo le entregaré la película.
—«Todos» los rollos que tenga ahí arriba —exigió Deckering.
Varias cajas planas y cuadradas cayeron a los pocos momentos desde lo alto de la plataforma.
—Ahí las tiene y ojalá reviente —dijo Parnum despechadamente.
Pero no se atrevió a mencionar la posibilidad de haber impresionado por casualidad alguna escena comprometedora. No quería irritar a Deckering más de lo que ya lo estaba; el sujeto podía lanzar las panteras contra él y…
Deckering lanzó una fuerte risotada.
—Gracias —dijo—. «Yaia», «Sturm», vámonos.
El hombre echó a correr. Las panteras le precedían, terriblemente, hermosas, ominosamente graciosas… pero prestas a sacar a relucir en cualquier momento su innata fiereza.
Parnum quedó en el árbol, amargado y lleno de frustración por haberse visto obligado a ceder. Furioso, encendió un cigarrillo y empezó a pensar en la conveniencia de recoger todos los bártulos y regresar a Thomaston.
Pero antes llegó Philippa.