Capítulo VII
Aparentemente tranquilo, Deckering contempló al trasluz el contenido de la copa que tenía en la mano. Sentado en una butaca, Rendow se enjugaba con un pañuelo el abundante sudor que cubría su frente.
—Esa chica se niega rotundamente a vender —dijo—. Yo ya he hecho todos los posibles…
—Temo que no, amigo mío. Cuando le elegí a usted, me dijo que era capaz de vender frigoríficos a los esquimales, estufas a los congoleños y… con dinero suficiente, hasta podría convencer a los franceses de que le vendieran el museo del Louvre. Pero ha fracasado en comprar una casa que, en el mejor de los casos, no vale más allá de treinta mil dólares.
—Oiga, no le voy a poner una pistola en el pecho, ¿verdad?
—Entonces, si no es así, ¿de qué le sirven sus dotes de persuasión?
—No sé qué decirle, créame. Esa chica es un muro… y usted no me permite elevar la cifra…
—Si ofreciese más, podría sospechar.
—¿Por qué no le ofrece una participación?
—¡No!
Por primera vez, Deckering parecía haber perdido su calma y la respuesta fue hecha en un tono evidentemente colérico. Rendow se encogió de hombros.
—Entonces, desisto —dijo—. No se puede comprar por cinco lo que vale mil. Si usted lo desea tanto, vaya a verla en persona.
—Tal vez lo haga —contestó Deckering.
—En tal caso, tenga cuidado con el perro.
—¿Qué perro?
—Ella tiene a «Bussy».
Deckering le miró con ojos llameantes.
—Está loco. «Bussy» se escapó y murió en los pantanos.
—No. Conocía bien a aquella fiera. Está en casa de Philippa y se porta con ella tan mansamente como si lo hubiese criado.
—Conque ésas tenemos, ¿eh?
De pronto, Deckering se acercó a la mesa y tocó un batintín oriental. A los pocos segundos, apareció un sujeto gigantesco.
—¿Amo?
—Hanako, «Bussy» está en casa de la señorita Tarnell.
En canaca sonrió. Rendow cerró los ojos para no ver aquellos horribles dientes, limados triangularmente.
—El amo querrá recobrarlo, sin duda —dijo.
—Sí, pero ya hablaremos luego del particular. Retírate, Hanako.
—Sí, amo.
El canaca salió. Rendow agarró su copa y la vació de un trago.
—Ese negro me pone nervioso —confesó.
—¿Tiene miedo de que le devore?
—Es un caníbal…
—Ha abandonado el vicio, pero sólo por falta de «materia prima».
—¡No hable así! —estalló Rendow—. Si de mí dependiese, pegaría dos tiros a esa fiera de dos patas…
—Olvídelo, Mike. Si, está nervioso; lo mejor será que se vaya a descansar —propuso Deckering.
Rendow abandonó la estancia, mascullando entre dientes. Deckering era un tacaño, se dijo, mientras subía al primer piso. Si él dispusiera de la suma suficiente… Con los datos de que Deckering disponía, era para pagar hasta cien mil dólares…
De pronto, se le ocurrió una idea. Él tenía un buen amigo, que podía prestarle aquella suma. Incluso le daría el cincuenta por ciento de los beneficios. Rebañando su cuenta corriente, conseguiría veinte mil dólares. Y Philippa cedería cuando oyese la cifra de cien mil, aunque empezaría por una más baja, naturalmente…
Pasada la medianoche, descendió a la planta baja y fue al despacho. Levantó el teléfono y marcó un número. Cuando hubo establecido la comunicación, habló en voz baja, procurando en primer lugar acallar las protestas de la persona que se hallaba al otro lado de la línea.
—Cierra el pico, estúpido… Oye bien, voy a hablarte de un negocio de millones… Sí, millones, así como suena… Hijo de… No estoy loco ni he bebido; estoy cuerdo como tú…
Pero necesito ochenta mil «pavos»…
De pronto, se cortó la comunicación.
Rendow golpeó la horquilla repetidas veces.
—Sam, Sam… ¿Qué diablos te pasa? ¿Por qué no me contestas? —Apretó los dientes, lanzó una maldición y añadió—: Ese bastardo me ha colgado…
De nuevo marcó el mismo número. Entonces se dio cuenta de que no había línea.
El hilo estaba cortado.
Arroyos de sudor corrieron por sus sienes y su cuello. Repentinamente, presintió la presencia de otra persona en la estancia.
Muy despacio se volvió y divisó al gigantesco polinesio a dos pasos de distancia.
Deckering se hallaba en la puerta y sonreía como un demonio.
—Me figuré que querría traicionarme —dijo—. Y, amigo Mike, lo que hay en Casa Larga es para mí.
Hanako dio un paso. Otro, otro…
Rendow retrocedió, hasta que sus caderas chocaron contra el borde de la mesa.
Entonces, Hanako alargó ambas manos y agarró al sujeto por los hombros.
—¡No, no! —chilló Rendow, enloquecido por el pánico.
La boca del canaca se abrió y los dientes brillaron, ominosos, afilados. De súbito, Hanako adelantó la boca.
Mordió una vez. Rendow gorgoteó, pataleó…
Hanako volvió a morder. Y mordió de nuevo y sus dientes quebraron la tráquea y cortaron la yugular. El cuerpo de Rendow se hizo flácido en sus brazos.
Entonces, Deckering se acercó y tocó al canaca en un hombro.
—Hanako, déjalo por ahora. Luego ¿comprendes?
El canaca se volvió. Tenía la boca llena de sangre, que le chorreaba por la barbilla y el cuello y manchaba su poderoso torso desnudo.
—Ahora tenemos que recuperar a «Bussy», Hanako —añadió Deckering, mientras contemplaba con indiferencia el arrugado cuerpo que yacía en el suelo, sobre un enorme lago de sangre—. Después nos ocuparemos de limpiar todo esto. —Sí, amo.
* * *
Parnum dormía profundamente, cuando, de pronto, sintió que se movía la cama. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, notó el contacto de un cuerpo humano. Sobresaltado, trató de encender la luz, pero entonces oyó una voz:
—No lo hagas, querido.
Marsha se arrojó sobre él con verdadera furia. Parnum se percató de que la escritora no llevaba encima una sola prenda de ropa. Los pesados senos femeninos se aplastaron contra su pecho y una boca ardiente buscó la suya.
Era imposible resistir a aquel ataque. Parnum decidió que lo mejor era dejarse derrotar.
Y se abandonó a las caricias de Marsha.
Pasado un largo rato, ella quedó lacia, desmadejada.
—Eres tal como creía —dijo.
Parnum alargó el brazo.
—¿Puedo encender la luz? Me gustaría fumar un cigarrillo.
—Dos, por favor.
La lámpara de mesa se encendió. Parnum pudo contemplar a la escritora, a su lado, desnuda sin el menor rubor. Marsha sonreía maliciosamente.
—¿Y bien, Brett?
—Estupendo —contestó él. Le entregó un cigarrillo encendido y aspiró el humo—. ¿Eliges siempre a tu pareja?
Marsha hizo un vago gesto.
—Y yo lo soy.
—Te lo he demostrado, me parece.
—No hay duda. ¿Cómo va tu libro?
—Despacio, Brett.
—¿No adelantas?
—Aún me faltan muchos datos. Quizá tú conozcas alguno.
Parnum se sentó en la cama.
—¿Yo? ¿Por qué había de conocer datos sobre el tesoro?
Ella le dirigió una mirada crítica.
—Brett, no nos engañemos —dijo con inesperada frialdad—. Tú no eres naturalista ni cosa que se le parezca. Estás aquí por los mismos motivas que yo.
—Te equivocas…
—Oye, lo mejor será que seamos sinceros el uno con el otro. Hay suficiente para los dos. ¿Por qué no unimos nuestros esfuerzos? El cincuenta por ciento de algo es siempre mejor que el ciento por ciento de nada, ¿no te parece?
—Pero ¿cómo podría convencerte yo de que no he venido a buscar ningún tesoro?
—Vamos, vamos, Brett, ¿a quién tratas de engañar? Eres profesor de Historia, no naturalista.
—Y tú tampoco eres escritora.
—Lo admito.
—Entonces, ¿qué eres?
Marsha soltó una risita.
—En estos momentos, tu fulana —contestó cínicamente.
—¿Sabes?, casi me has violado…
—Hombre, como la montaña no venía a mí, yo he ido a la montaña. La escalada ha resultado sabrosísima.
—Lo sé.
—Pero volvamos al tema. El cincuenta por ciento, Brett.
Parnum pensó que lo mejor sería seguirle la corriente, para que aquella ansiosa mujer le dejase en paz.
—De acuerdo —dijo.
—Tienes tu observatorio cerca de Manneaux Hall. Vigila la casa.
—¿Cómo lo sabes?
Ella le guiñó un ojo.
—Recorro la comarca en busca de datos para mi libro. Y, ¿quién sabe?, tal vez me lance a la literatura. ¿Conforme, Brett?
—Conforme.
—Entonces, vamos a sellar el pacto.
—¿Cómo, Marsha? —Apaga la luz.
* * *
De pronto, sin saber por qué, Philippa despertó sobresaltada.
Tenía la ventana abierta y hasta su lecho llegaba el rumor de las olas y el perfume marino que invadía la atmósfera. Pero el sonido del mar batiendo contra la playa no era demasiado intenso y, además, estaba acostumbrada.
De pronto, creyó percibir sonidos extraños en la planta baja.
Inmediatamente, se sentó en la cama.
Los sonidos eran gruñidos de «Bussy». El perro se sentía inquieto.
Ahora gemía y se quejaba sordamente. Philippa encendió la luz, saltó de la cama, calzó unas zapatillas y se puso la bata.
Abajo, en la cocina, tenía una escopeta. No la usaba, aunque sí su padre, que había sido un entusiasta cazador. Pero el arma se encontraba en perfectas condiciones.
Corrió a la planta baja, encontró la escopeta y se procuró un par de cartuchos, que puso en las recámaras. Luego fue al cuarto donde dormía «Bussy».
El animal estaba muy inquieto y gruñía, mientras arañaba la puerta que daba al exterior. Philippa, precavida, no quiso abrirla.
—Quieto, «Bussy».
El perro se echó, aunque sin dejar de gruñir. Ella no había encendido la luz, pero podía ver gracias al resplandor que llegaba del cercano pasillo. Lentamente, se acercó a la única ventana y miró al exterior.
Fuera había unas sombras que se movían cautelosamente. Philippa forzó la vista.
Sí, dos hombres, uno gigantesco, voluminoso y también…
Los ojos de los felinos relucían como brasas en las tinieblas. Por un instante, Philippa sintió miedo, pero se repuso en el acto.
—Calla, «Bussy» —ordenó en voz baja.
La pareja de hombres se acercaba cautelosamente. Ella pudo distinguir el brillo de los eslabones de las cadenas que atraillaban a los felinos. Decidió no esperar más y abrió la ventana de golpe.
Luego disparó un tiro al aire.
La detonación pareció una bomba en el absoluto silencio de la noche. Reservándose el otro cartucho, Philippa gritó:
—¡No den un paso más o tiraré al bulto! Los cartuchos son de postas, ¿me oyen?
A treinta pasos de distancia sonó una maldición. Luego alguien dio una orden.
Hombres y felinos emprendieron una presurosa retirada. Philippa vio la huida y sintió un infinito alivio. El perro se le acercó y frotó el morro contra una de sus piernas.
La sirvienta apareció, terriblemente asustada.
—¡Señorita Philippa!
—No se inquiete, Sara —dijo la muchacha—. Sólo era un merodeador y me ha bastado con un tiro para espantarlo.