Capítulo VI

La semana siguiente transcurrió sin incidentes. Parnum enviaba regularmente los rollos de película impresionados, por lo general, cada dos días. Su cuñado, aunque convaleciente, podía ocuparse perfectamente de que los positivaran y examinar luego los resultados en la moviola. La actividad en Death Swamps no cesaba un solo momento.

El pantano bullía de vida. Parnum había podido ver que nada era igual a lo que sucedía un minuto antes. Y también había podido observar un detalle estremecedor: el tiburón parecía haber tomado afición a la zona y acudía al estanque con cierta frecuencia.

Al finalizar aquella semana, Parnum vio flotando sobre las aguas unos restos que llamaron su atención. No tardó en darse cuenta de que había sido en vida un gran carnero. Pero no había rebaños en aquellos parajes. ¿De dónde había salido la bestia?

De pronto, cuando más distraído estaba filmando la lucha de dos ánsares machos por conseguir los favores de una hembra, oyó una voz a la altura de la plataforma.

—Ah, todavía está aquí.

Parnum movió una mano, mientras seguía con el ojo aplicado al visor de la cámara.

—No me he marchado, pero aguarde un momento, por favor.

Philippa se izó en silencio. Cinco minutos después, Parnum detuvo el motor de la cámara y se volvió hacia ella.

—Bueno, listo. Ha ganado el macho más fuerte. El otro se ha retirado con el rabo entre piernas… Perdón, como se trata de ánsares, la frase no es correcta —dijo jovialmente.

—Parece que le ha tomado gusto al oficio —comentó ella.

—Hombre, quizá una temporada… Y me va muy bien para la salud; prácticamente, me paso el día al aire libre… Por cierto, ¿cómo sigue «Bussy»?

—Oh, estupendamente. Casi se podría decir que está ya recuperado. Y' me ha tomado afecto, ¿sabe?

—No me cabe la menor duda. Cualquiera que la conozca a usted, la tomará afecto muy pronto.

Philippa se ruborizó.

—Es una frase muy bonita —contestó—. Brett, todavía estoy preguntándome quién podría ser el desgraciado cuyos restos vimos en el estanque.

—No se ha sabido aún. He hablado con Daisy, la comisario, y dice que aún lo ignora. Los indicios apuntan hacia Fuller, del que se sigue sin saber aún nada. Pero no es seguro, claro.

—Pobre hombre…

—Philippa, aunque es evidente que no siempre se pueden vencer las dificultades que nos salen al paso, no es menos evidente que un hombre también puede fabricarse buena parte de su propio destino. Fuller, cuya muerte deploro sinceramente, era una persona abúlica, indecisa, incapaz de tomar una decisión medianamente satisfactoria. Quizá, por ese mismo carácter, resultaba también violento en ocasiones. La violencia es una forma de ocultar la propia debilidad, ¿comprende?

—Sí, pero ¿a qué viene todo eso?

—Muy sencillo: si Fuller murió en el pantano, fue por su culpa. Como dijo aquél, él se lo buscó. ¿Por qué no se procuraba un trabajo digno y honrado?

—No sea duro; no todas las personas saben ser fuertes.

—Pero se les puede exigir un mínimo de honestidad y amor propio.

—Eso sí es cierto —convino la muchacha—. ¿Me permite? —dijo de pronto, alargando la mano hacia los prismáticos.

Philippa escrutó el panorama durante unos momentos. De pronto, Parnum vio que el cuerpo de la muchacha se ponía tenso.

—Brett —dijo ella a media voz—. Nos están observando.

* * *

Manneaux Hall estaba a unos dos mil quinientos de distancia en línea recta. Desde el árbol, se podía ver el tejado y las ventanas del primer piso. En una de las buhardillas, se divisaba un sujeto, situado tras un telescopio apoyado en un trípode.

Los prismáticos, de dieciséis aumentos, hacían que las imágenes quedasen contempladas a una distancia apenas superior a los ciento cincuenta metros. Parnum creyó ver que el sujeto que les observaba era de grandes dimensiones y de raza de color.

—¿Sabe si Deckering tiene algún criado negro? —preguntó.

—No —contestó ella—. No es negro, sino melanesio… Bueno, de alguna de las islas del Sur. Un canaca, creo. Pero apenas se le ve por el pueblo y yo, desde luego, no le he visto jamás.

—Bien, en tal caso, el canaca es el observador.

Parnum bajó los prismáticos.

—No hay que tomárselo demasiado en serio —dijo—. Simplemente, Deckering es un tipo desconfiado y hace que su criado nos vigile, aunque también, me imagino, debe de vigilar la propiedad, para evitar la presencia de intrusos no deseados en su… territorio.

—Puede ser… —Philippa lanzó súbitamente un grito—. ¡Brett, el tiburón!

Parnum volvió la cabeza. Sobre la espejeante superficie del estanque se divisaba la aleta triangular, que trazaba una línea errática.

—¿Sabe lo que me recuerdan esos movimientos del tiburón? —dijo la muchacha—. ¿Recuerda la frase de «el león enjaulado»?

Parnum entornó los ojos.

—El león enjaulado… —repitió—. No es lógico que un tiburón ronde tanto por estos parajes. Son criaturas de mar abierto, amantes de los grandes espacios. Pero aquí no dispone de mucho para moverse, aunque parezca lo contrario. Dos kilómetros de brazo de mar no es nada para un escualo.

—Bueno, pero, entonces, ¿qué es lo que lo retiene?

Parnum hizo un gesto con la mano, a la vez que se apoderaba del sombrero blando que solía utilizar al descubierto.

—Vamos a verlo —propuso.

Descendieron por la escalera y caminaron en dirección a la costa, bordeando el irregular brazo de mar, cuya pista perdían en ocasiones, debido a la gran cantidad de plantas que crecían en aquellos parajes. Pero no tardaron en situarse de nuevo en el borde.

—Es un accidente muy curioso —dijo Parnum—. Sin duda, existe una depresión que permite la entrada de las aguas del mar hasta gran distancia y, al mismo tiempo, tiene profundad más que suficiente para que el tiburón pueda vivir sin problemas.

Poco después avistaban la orilla. En aquel punto, estaba relativamente elevada con respecto al océano, y la tierra firme terminaba en un pequeño talud de tres o cuatro metros de altura. El mar penetraba a través de un desfiladero de unos treinta metros de anchura. Las señales de la marea eran evidentes.

De pronto, Philippa tendió un brazo.

—¡Ahí viene!

El tiburón llegaba raudamente desde el interior. Parnum se acercó al borde iodo lo que pudo.

—Ahora saldrá a mar abierto —dijo.

Pero se equivocaba. La fiera llegó al final del desfiladero y, con un violento coletazo, viró en redondo y se alejó por donde había venido.

—No lo comprendo —murmuró Philippa—. Estaba en la salida y no ha querido marcharse…

En aquel instante, Parnum divisó algo que llamó su atención.

—Philippa, vigile —dijo.

Agarrándose a las plantas, bajó por el talud y metió las piernas en el agua. Luego, inclinándose profundamente, hasta sumergir también la cabeza y los hombros, alargó los brazos y tocó algo duro y redondo.

Se irguió, satisfecho pero también desconcertado. Súbitamente, la muchacha lanzó un grito de aviso:

—¡Que viene, Brett!

Parnum trepó por el talud más que aprisa. La aleta dorsal del escualo llegaba con la velocidad de una flecha. Al llegar arriba, Parnum se sentó en el borde.

—Hay una red de acero —dijo.

Hubo un largo momento de silencio, durante el cual los dos jóvenes observaron las evoluciones del tiburón, que no parecía resignarse a su cautividad. Pero al cabo de un rato, el escualo volvió a girar y se marchó hacia arriba.

—Brett —murmuró ella—, ¿quién puso la red?

Parnum la miró fijamente.

—Creo que podemos imaginárnoslo sin dificultad —contestó.

—Sí. El, no cabe duda. Pero ¿por qué?

De nuevo volvieron a guardar silencio. Al cabo de un rato, Philippa dijo que era hora de regresar.

El sol era una bola de fuego que ya empezaba a enrojecer. Cuando iniciaba el camino de vuelta, ella se volvió hacia Parnum.

—¿Le gustaría ver a «Bussy»? Seguro que el perro se alegrará, Brett.

—Bien, aunque me parece que ya será un poco tarde…

—En tal caso, le invitaré a cenar —sonrió la muchacha.

Parnum entendió que Philippa necesitaba un poco de compañía, a fin de aliviar la tensión y accedió sin hacerse rogar de nuevo.

—De acuerdo —contestó.

* * *

El aspecto de «Bussy» había cambiado radicalmente. Empezaba a echar pelo en las zonas despellejadas y caminaba casi con normalidad. Había ganado también peso y pronto volvería a ser el espléndido animal que había sido antes de ser torturado salvajemente.

Cuando volviese a la completa normalidad, pesaría no menos de setenta kilos, se dijo Brett, mientras acariciaba la cabeza del perro, que parecía muy contento de ver a su salvador. Setenta kilos de músculos y huesos… y con una dentadura estremecedora, tan poderosa o más que la de las panteras.

—Me aprecia mucho y obedece en el acto —dijo Philippa, mientras la señora les servía la cena.

«Bussy» estaba echado sobre la alfombra, junto a la muchacha. De pronto, Parnum pensó en el anterior dueño del can.

—¿Sabe Deckering que lo tiene usted en su casa? —preguntó.

—No, ni me importa en absoluto.

—Podría reclamárselo.

—No se lo entregaré. Estoy convencida de que fue él quien lo apaleó tan despiadadamente…

En aquel momento, llamaron a la puerta. La sirvienta acudió a abrir y volvió a los pocos momentos.

—Es el señor Rendow —anunció—. Dice que es muy urgente, señorita.

—Está bien, le atenderé… Quieto ahí, «Bussy».

El perro volvió a tenderse. Philippa salió, pero la puerta del comedor quedó abierta. Parnum pudo así escuchar el diálogo de la muchacha con el visitante.

—Le traigo una nueva oferta, señorita —dijo Rendow—. Cinco mil dólares más sobre la cifra que mencione en nuestra última entrevista.

—Es inútil —contestó ella—. No tengo intención de vender en absoluto. Dígaselo así a su representante. Y, por favor, si ha de ser con ese objeto, no vuelva más por aquí.

—Pero, señorita, es una oferta interesantísima…

—Señor Rendow, acabo de decir mi última palabra sobre el asunto.

—¡Oh, qué terca es usted! —dijo el sujeto, exasperado—. Terca y hasta estúpida…

—¡Señor Rendow! —gritó ella.

«Bussy» se puso súbitamente en pie y caminó hacia la puerta del comedor. Parnum, alarmado, corrió detrás del animal y lo alcanzó cuando ya estaba en el umbral.

Rendow lo vio y dio un salto.

—¡Eh! ¿Qué hace aquí el perro del señor Deckering? —exclamó, alarmado.

Parnum sujetaba al animal por la piel del cuello, ya que no tenía collar. Philippa miró de reojo a su visitante.

—Conque es Deckering quien desea comprar mi casa —dijo.

—Señorita, yo no he mencionado ningún nombre…

—Usted no es de Thomaston. ¿Por qué tendría que conocer al perro?

Rendow apretó los labios y se encasquetó de un golpe el sombrero.

—Está bien, me marcho —anunció—. Creo que la siguiente proposición le será formulada por el señor Deckering en persona.

—Recibirá la misma respuesta —dijo Philippa con glacial acento.

Rendow salió dando un portazo. La muchacha se volvió hacia su invitado.

—¿Para qué querrá Deckering mi casa? —se extrañó—. Tiene una propiedad inmensa y, por lo que sé. Manneaux Hall es aún mucho mejor que esto…

—Es un tipo muy raro, no le dé más vueltas —contestó Parnum—. Pero, sin lugar a dudas, ha quedado demostrada una cosa: «Bussy» es el mejor defensor que podría tener usted en caso de apuro.

Philippa sonrió.

—Es cierto —repuso—. Y, no sé por qué, pero me alegro de habérmelo quedado.

Aunque sí se entera Deckering…

—En tal caso, le propongo una solución.

—¿Sí, Brett?

—Deje que sea el propio «Bussy» quien decida. Tengo la plena convicción de que no volverá con su antiguo dueño.

Ella hizo un ligero gesto de aquiescencia.

—Yo también lo creo así, Brett —contestó.