Capítulo IX
EL follaje, por fortuna, era muy denso y les protegía contra miradas indiscretas, en el supuesto de que al individuo que se acercaba allí se le ocurriese levantar la vista. Conteniendo la respiración, Meldiver y Sally aguardaron en la rama, en el más completo silencio.
El hombre se acercó paso a paso, haciendo que el haz de rayos luminosos de su lámpara recorriese la valla con todo detenimiento. A Meldiver le pareció que el sujeto buscaba una brecha en la red metálica.
—Pero no la encontrará —se dijo.
De repente, le pareció oír un leve crujido. Casi en el mismo momento, se escuchó a lo lejos un horripilante alarido.
Sally se metió una mano en la boca y mordió con fuerza para no gritar. El hombre que tenían justamente bajo ellos se volvió en redondo.
Alguien lanzó un agudo chillido:
—¡Es Dinky! ¡Lo han apuñalado!
Casi en el mismo instante, se oyó un terrible crujido.
Esta vez, Sally no pudo contener un grito de susto.
La rama, incapaz de soportar el peso de los dos, se quebró de pronto.
El sujeto que se hallaba debajo intentó saltar a un lado, pero su esfuerzo resultó tardío. La rama y sus dos ocupantes le cayeron encima.
—¡Eh, Pete! —gritó uno—. ¿Qué diablos estás haciendo?
A lo lejos sonó un disparo.
—¡Por allí va! —rugió alguien.
Meldiver se puso en pie.
—Y por aquí nos vamos nosotros —murmuró—. Aprisa, Sally; ya no importa que hagamos sonar la alarma.
La muchacha se levantó, quejándose lastimeramente.
—Me duele…, en el…, en la… —decía, mientras se frotaba vigorosamente una de sus caderas.
Meldiver tiró de ella, arrancándola literalmente del suelo.
—Vamos, agárrese al borde —gruñó.
Agarró a la muchacha por la cintura y la izó con tanta fuerza, que Sally casi estuvo a punto de salir despedida al otro lado. Apenas notó que ella ya se hallaba en condiciones de franquear la valla por sí sola, se asió igualmente al borde y tomó impulso hacia arriba.
Momentos después, estaban al otro lado. Agarrados de la mano, echaron a correr, dejando cada vez más lejos el escándalo que se había producido en Grulock Farm.
De repente, una silueta apareció ante ellos.
Era un hombre y pareció muy sorprendido de tropezar con una pareja en el punto menos esperado. Saltó hacia atrás y sacó algo a relucir, algo que brilló siniestramente bajo las estrellas.
Meldiver comprendió que su salvación estribaba en no refrenar su carrera. Agachó la cabeza y cargó contra el sujeto que se había interpuesto en su camino.
Su frente chocó contra una mandíbula. El obstáculo desapareció en el acto.
* * *
Tendidos al pie de un seto, Meldiver y Sally, minutos más tarde, trataban de encontrar un poco de aire para sus fatigados pulmones.
—Buddy, es usted mi salvador —dijo ella, cuando se sintió en condiciones de hablar—. ¿Sabe lo que pretendían hacer conmigo?
—No, dígamelo usted.
—El globo estaba preparado para despegar. Fields dijo que esta noche los vientos eran favorables. Rumbo Este, por supuesto.
—Bueno, al cabo de un tiempo, el globo habría aterrizado por sí mismo y…
—¿De veras? ¿Por qué se cree que no lo soltaron inmediatamente, apenas me hicieron prisionera y me ataron? Estaban preparando una carga explosiva, accionada por un mecanismo de relojería.
—¡Increíble! —se asombró Meldiver.
—Como lo oye. Yo misma se lo escuché al propio Fields. La explosión se habría producido dentro de un par de horas y, con toda seguridad, los restos del globo habrían caído en el Canal.
—Una imaginación portentosa, Sally. ¿Acaso descubrió algo interesante y no querían que usted lo descubriese?
—Oh, no, si apenas, como le he dicho, tuve tiempo de saltar la valla. Casi enseguida me descubrieron. Por supuesto, pensaron que yo era una espía.
—¿De quién, Sally?
—Ah, eso es lo que no puntualizaron. Sólo dijeron ellos, Buddy. Y también añadieron que querían darles una lección.
—Menos mal que hemos defraudado a los «profesores» —sonrió él—. Pero, muchacha, ¿cómo se lo ocurrió…?
—Usted mencionó que había estado en el Red Fly y que había visto a su dueño con Fields. Entonces pensé que aquí podría averiguar algo por mi cuenta.
—Y no averiguó nada.
—Sí; son unos salvajes.
Meldiver contuvo una carcajada.
—Sally, será mejor que vuelva a casa de su tía —aconsejó—. Ciertas aventuras no le sientan bien.
—Me acordaré toda la vida —suspiró ella—. Buddy, ¿cree usted que el hombre con quien nos tropezamos era Rahjantra?
—Yo diría que sí, aunque, claro, no puedo afirmarlo. La oscuridad no me permitió verle las facciones.
—Ha matado ya a otro —dijo Sally, estremecida—. Ya lleva cuatro en su siniestra cuenta. ¿Por qué, Buddy?
Meldiver se encogió de hombros.
—Hubiera sido interesante hablar con él…, pero las circunstancias no resultaban propicias —manifestó.
Se puso en pie y alargó una mano hacia la muchacha.
—Su coche no está lejos, creo —añadió.
—Puedo encontrarlo sin ayuda —respondió ella—. Lo dejé a conveniente distancia de Grulock Farm, fuera del camino, además.
—Piensa usted en todo. Mejor dicho, en casi todo.
—Trato de ayudarle, Buddy —dijo Sally con voz dolida.
Meldiver le dio una palmada en el brazo derecho.
—Ya lo sé, pero también puede ayudarme sin cometer imprudencias. De todas formas, me queda tiempo para acompañarla hasta el coche; no quiero que le suceda nada. Rahjantra puede haber despertado y…
—No me recuerde ese nombre; me entra frío sólo de oírlo —se estremeció la muchacha.
—Alguno se ha quedado ya frío para siempre, después de haberse tropezado con él, de una manera menos afortunada que nosotros —dijo Meldiver ceñudamente.
* * *
Para sorpresa suya, Aracne Worth le entregó a la mañana siguiente un par de libretas y algunos documentos, a fin de que empezara a imponerse en sus asuntos financieros. Meldiver se pasó trabajando toda la mañana, tomó un refrigerio en su habitación, y luego trabajó un rato más hasta la hora del té.
La señora Anders le anunció que Aracne le aguardaba para tomar el té juntos. Meldiver consideró que ya había trabajado bastante y cerró la libreta que tenía entre manos.
Descendió a la planta baja. Se acercó a la sala y, ya se disponía a llamar, cuando, de pronto, reparó en que la puerta se hallaba entreabierta.
A través de la rendija vio a Aracne, indolentemente tendida sobre un diván. La joven llevaba ahora una especie de vestimenta oriental, de rayas azules y doradas, flotantes, pero también muy transparente. Frente a ella, de modo que quedaba de espaldas a Meldiver, había un hombre.
—No sé nada de lo que me estás diciendo, Duke —decía Aracne en aquellos instantes—. Lo menos que se me ocurriría ahora es enviar espías a tu granja. Y menos todavía interferir tus… actividades.
—No me mientas, Aracne —gruñó Fields—. Te separaste de mí y no sólo por hastío, según asegurabas, sino porque querías ser independiente.
—Es lógico. No soy tan fea como para que me suplantes por esa estúpida de Marianne Brynd. Incluso diría que soy más guapa que ella, pero, claro, Marianne es mucho más dócil que yo.
—No la menciones. Marianne no tiene nada que ver con…
Aracne soltó una risita irónica.
—Vamos, Duke, no seas tan ingenuo —le interrumpió burlonamente—. A nadie que te conozca y conozca tus verdaderas actividades harás creer que tanto Marianne como los otros son simples ayudantes tuyos en esa chifladura de los globos.
—Y así es…
—No te molestes, no te creo en absoluto. Y no me importa tampoco que tú me creas o dejes de creerme. No he enviado a nadie a tu granja y te recomiendo dejes de molestarme para siempre.
—Habría un medio muy fácil de evitarlo, Aracne.
—¿De veras?
—Mis manos son fuertes. Tu cuello es muy frágil.
Aracne continuaba sonriendo.
—No te atreverías, Duke —le desafió.
—Cualquier día, te…
Fields calló de pronto. Silencioso, como todos los de su estirpe en determinadas circunstancias, «Qumah» hizo acto de presencia y se tendió a los pies de su ama.
—¿Por qué no intentas atacarme? —le desafió Aracne.
Fields sacó un pañuelo y se enjugó el abundante sudor que le corría por la frente. —Ordena a esa maldita fiera que se vuelva a su guarida —rezongó.
—«Qumah» estará aquí hasta que tú te hayas ido —contestó ella.
Fields se dirigió hacia la puerta. Abrió de golpe, pero, de pronto, se volvió hacia la dueña de Weathrust Tower.
—Un día de éstos ajustaremos cuentas, Aracne —la amenazó.
Ella contestó con una risita sarcástica. Fields salió y entonces fue cuando vio al hombre que estaba en el otro lado del vestíbulo, contemplando un cuadro, con las manos a la espalda.
—¿Quién es ese individuo? —gruñó.
Aracne se incorporó un poco en el diván.
—Ah, es Urban Meldiver, mi consejero legal —exclamó—. ¡Señor Meldiver!
El joven se volvió en el acto.
—¿Señora Worth?
Aracne se levantó, caminó hacia la puerta y se apoyó lánguidamente en el marco.
—Le presento al famoso aeronauta, Duke H. Fields. Duke, Urban Meldiver.
Los dos hombres intercambiaron sendas inclinaciones de cabeza. Fields ya no dijo nada; giró sobre sus talones y se encaminó hacia la salida a grandes zancadas.
Aracne alargó una mano hacia el joven.
—Acérquese, Buddy —llamó insinuantemente—. Tengo ganas de charlar con usted. Meldiver se percató de que Aracne se había colocado sabiamente a contraluz. Su silueta se percibía con toda nitidez a través de las gasas de aquella exótica vestimenta.
—¿Solos o con «Qumah» al lado? —preguntó.
Ella lanzó una argentina carcajada.
—Según de quién sea, no necesito a «Qumah» para que me defienda —respondió. Meldiver se situó frente a Aracne. La mano de la mujer tiró de él hacia adentro.
—Venga, Buddy —invitó ella con voz insinuante.
El joven sonrió. Realmente, era una mujer de gran hermosura.
—Sí, señora…
—Aracne, por favor, insisto.
—Como quiera, Aracne.
—Y de tú, Buddy.
—Tú me mandas, Aracne.
Ella chasqueó los dedos.
—Vete, «Qumah» —ordenó.
El león bostezó aparatosamente y luego se marchó.
—Ya estamos solos —dijo Aracne a continuación.
—Estoy seguro de que no quieres defenderte de mí —sonrió Meldiver.
—Hay momentos en que una mujer no debe pensar en la defensa —contestó ella, mientras rodeaba con sus brazos el cuello de su huésped.