Capítulo II
—DE modo que ninguno de los dos conocían al interfecto —dijo el inspector Cardyne, de Scotland Yard.
Sally negó con la cabeza. Meldiver meneó la cabeza.
—Era la primera vez que le veíamos —declaró.
—El asesino golpeó certeramente —dijo Cardyne—. Sólo necesitó una puñalada, para partirle el corazón.
—Un hombre hábil, indudablemente —comentó Meldiver.
Cardyne torció el gesto.
—Diríase que lleva el sello de Mahjar Rahjantra…, pero no puedo asegurar nada. Estoy seguro de que no hallaremos huellas dactilares en el mango del puñal…
—¿Quién era la víctima, inspector? —preguntó Cardyne interesadamente.
—Ben Bullock, antiguo boxeador y ahora un rufián y matón de la peor especie. El país no pierde nada con su muerte, pero ello no obsta para que investiguemos.
—El apellido de Rahjantra parece hindú —observó Sally.
—Sí, cierto —confirmó Cardyne.
Un hombre entró en aquel momento y saludó al inspector.
—He interrogado detenidamente al personal del vestíbulo —manifestó el sargento Collins—. Ni el conserje, ni la chica del puesto de periódicos, ni el ascensorista han visto a nadie más que a la señorita Stelling y a la víctima.
—¿Es posible que un tipo como Rahjantra se les haya pasado desapercibido? —se extrañó Cardyne.
Collins hizo un gesto ambiguo, como queriendo decir: «Lo siento, pero así es».
Cardyne meneó la cabeza.
—Este asunto nos va a dar muchos disgustos —rezongó, de no muy buen humor—. Bien, les dejo —se despidió—. Ya se les avisará para prestar declaración en regla.
—Sí, inspector —contestó Meldiver.
Cardyne se dirigió hacia la puerta. Desde allí se volvió y miró al joven, sonriendo. —Quizá este caso le suministre alguna idea para uno de sus cuentos policiales —dijo.
—Es posible —admitió Meldiver—. El título, además, salta en el acto: «Un muerto en el ascensor».
—No está mal —concedió el policía.
Meldiver y Sally quedaron a solas.
—Ahora ya recuerdo de qué le conocía a usted —dijo Sally—. He leído algunos de sus cuentos en la revista Murder Weekly. Tienen la costumbre de publicar fotografías de los autores.
—Sí, pero, además, también soy abogado. La literatura policial es para mí sólo un divertimiento, claro que no rechazo los ingresos que ello me proporciona, como puede comprender.
—Por supuesto. —Sally suspiró—. Creo que ya no me queda otro recurso que marcharme. Le aseguro que siento infinito los disgustos que le he proporcionado…
—No se preocupe —rió Meldiver—. Me he distraído un poco y, como ha dicho el inspector Cardyne, el suceso puede proporcionarme tema para uno de mis relatos. Pero —consultó la hora en su reloj— me parece ya un poco tarde. ¿Le importa que la acompañe a su casa?
Sally titubeó un poco.
—Si no le es demasiada molestia…
—A decir verdad, ya había dejado el trabajo. Tengo un caso enrevesado entre manos y ello me ha costado mi fin de semana.
—Lo que ha sido mi suerte, porque, de otra forma, usted no habría estado en casa y yo me habría visto muy apurada.
—No se preocupe más, ya ha pasado todo. Es un claro asunto de ajuste de cuentas entre criminales.
Meldiver abrió la puerta. En el momento de cruzarla, Sally dijo:
—Encuentro extraño que viva usted casi en el corazón de Londres. Muy pocos lo hacen así, señor Meldiver.
—El piso me sirve de despacho y vivienda a un tiempo. Todavía no he ahorrado lo suficiente para poder comprarme una casita en el campo —explicó el joven.
El ascensor les condujo a uno de los sótanos del edificio, donde Meldiver tenía su coche. En el momento de salir a la calle, Meldiver preguntó a la muchacha dónde vivía.
Ella le indicó la dirección.
Luego añadió:
—Pero si no le importa y ya puesto en el trance de ser el súmmum de la amabilidad, le agradecería pasara antes por mi oficina. Quiero recoger mis cosas personales, para no volver allí jamás.
—Estoy por entero a su disposición —contestó Meldiver.
* * *
—Hay algunas cosas que no me gustan de esta compañía —dijo Sally, mientras el ascensor les conducía al piso donde estaba la oficina en que ella trabajaba—. Y después de lo que me ha ocurrido hoy, ya no pienso volver con Potter y Cía.
—¿A qué negocios se dedican? —preguntó él.
—Transportes de todas clases, en el país y al extranjero también.
—Ah, ya entiendo.
—En realidad, Potter y Cía. no posee más vehículos propios que los de sus directivos y empleados. Tienen contratos con otras empresas, que son las que les transportan las mercancías a todas partes. Aunque yo diría que alguna de esas empresas no es sino una filial de la Potter.
—Pudiera ser. Suele hacerse así en los negocios —convino Meldiver.
El ascensor se detuvo.
—Yo trabajo directamente con el señor Potter —explicó Sally, en tanto buscaba algo en su bolso—. La anterior secretaria se despidió porque se casaba y él me probó a mí. Yo trabajaba de simple mecanógrafa, ¿sabe?
—Indudablemente, el señor Potter encontró en usted las virtudes necesarias de una buena secretaria —sonrió Meldiver.
—El sueldo es bueno, pero después de lo que me ha pasado hoy, no seguiría aquí ni por el doble —declaró Sally, a la vez que insertaba la llave en la cerradura de la puerta.
Los ojos de Meldiver estudiaron unos momentos el rótulo que, en cristal negro y letras doradas, anunciaba el nombre de la empresa: «Potter y Cía. Transportes Internacionales».
Sally abrió y encendió las luces. Meldiver pudo ver una larga hilera de mesas de trabajo, con toda clase de máquinas de oficina.
—Un negocio importante —observó.
—Lo es, ciertamente —corroboró Sally.
Había una puerta de vidrio al fondo. Sally avanzó rectamente hacia ella. Meldiver quedó a mitad de camino, muy ocupado en encender un cigarrillo.
De pronto, oyó un grito sofocado.
Levantó la cabeza. Sally, apoyada en una de las jambas de la puerta, aparecía palidísima, a punto de desmayarse.
Meldiver corrió hacia ella.
—¿Qué le sucede, señorita Stelling? —preguntó, alarmado.
Sally abrió la boca. Quería hablar, pero se sentía incapaz de articular palabra.
Meldiver cruzó el umbral. Sentado en el propio sillón de trabajo de la muchacha, había un hombre.
—A éste le ha tocado la puñalada en el pecho —dijo Meldiver, a la vez que torcía el gesto.
—¿E… es… hoy el fin… de semana dedicado a…, a los asesinatos? —preguntó Sally con voz desfallecida.
—Lo que yo diría mejor es que se ha desencadenado una epidemia de puñaladas — gruñó Meldiver.
El hombre estaba sentado con la cabeza ligeramente ladeada. Su mano derecha estaba aún apoyada en el cajón del mismo lado, que estaba abierto a medias.
Había algunos papeles en el suelo. Con grandes precauciones, Meldiver se acercó al propio despacho de Potter.
Estaba muy revuelto. Alguien había buscado algo, sin preocuparse del desorden que dejaba tras sí. Meldiver empezó a pensar que las sospechas de Sally sobre la licitud de algunos de los negocios de Potter y Cía. estaban más que justificadas.
Volvió al antedespacho. El rostro del muerto llamó especialmente su atención.
En aquella cara aparecían unas características raciales inconfundibles. Meldiver hizo un gesto con la cabeza, a la vez que decía:
—Me parece que esta vez, a Mahjar Rahjantra, le han dado una dosis de su propia medicina.
Sally le llamó de pronto:
—Señor Meldiver.
El joven se volvió.
—¿Sí?
—¿Va… a llamar a la policía?
Meldiver titubeó un instante.
—Debería hacerlo, pero…
—Nos vamos a ver metidos otra vez en un buen lío —se lamentó Sally.
—Eso sí es cierto —convino él—. Espere —dijo de pronto.
Algo asomaba por el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta del muerto. Era un papel y Meldiver, con infinito cuidado, lo extrajo, procurando no tocar otra cosa del cadáver.
El papel estaba doblado en dos. Al desplegarlo, Meldiver leyó: mente y lo guardó en la billetera—. En todo caso, el enigma se presenta satisfactoriamente intrigante.
—Vaya, ahora me sale con que es aficionado a descubrir crímenes por su cuenta y riesgo y, además, haciendo la competencia al Yard.
—El caso es muy interesante —insistió Meldiver, a la vez que empujaba a la muchacha hacia la salida.
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—¿Qué es eso? —preguntó la muchacha a la que la curiosidad vencía al temor de hallarse al lado de un asesinado.
—Parece una contraseña… —Meldiver se mordió los labios—. Me lo voy a quedar — decidió bruscamente.
Sally le miró con expresión inquisitiva.
—¿Para qué? —quiso saber.
—Todavía no puedo darle una respuesta —dijo Meldiver—. Es, simplemente, curiosidad.
—Para la policía puede ser una pista importante —alegó ella.
—El inspector Cardyne no tardará en averiguar quién es el muerto —se defendió Meldiver—. Y tiene muchos más medios que yo, ¿comprende?
—Oiga, no me diga que piensa investigar por su cuenta.
El joven sonrió.
—Tal vez, ¿quién sabe? —dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en la billetera—. En todo caso, el enigma se presenta satisfactoriamente intrigante.
—Vaya, ahora me sale con que es aficionado a descubrir crímenes por su cuenta y riesgo y, además, haciendo la competencia al Yard.
—El caso es muy interesante —insistió Meldiver, a la vez que empujaba a la muchacha hacia la salida.