CAPÍTULO PRIMERO
LA muchacha parecía sentirse perseguida por alguien. Caminaba con pasos muy rápidos y, de cuando en cuando, volvía la cabeza como si quisiera confirmar la certidumbre de sus sospechas.
Era de buena estatura y pelo claro. Vestía con sencillez, pero con gusto; los colores de su vestido, bastante vivos, resultaban muy adecuados no sólo al tono de su cabello, sino a su propia silueta, de gran esbeltez. Un observador superficial habría dicho que era un «palillo», pero las formas que se adivinaban bajo la tela eran netamente femeninas y de una solidez total.
El hombre caminaba detrás, a una distancia prudencial. Sally Stelling se detuvo una vez para contemplar el interior de un escaparate, pero, en realidad, para vigilar a su perseguidor. Sí, era cierto, aquel tipo caminaba tras ella desde hacía rato y sin ánimo de cesar en su persecución.
Era un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, de buena planta, ancho de hombros y de manos recias. En su rostro, además de la nariz machacada típica de un boxeador, se veían algunas cicatrices que no contribuían precisamente a hacerle atractivo a primera vista. En Sally crecía constantemente el sentimiento de que aquel sujeto quería gastarle una nada agradable jugarreta.
«Quizá lo que quiere es asesinarme», se dijo, notando que su nerviosismo aumentaba de punto.
Debía despistarlo. Una vez volvió la cabeza y creyó que se había distraído. No lejos había la entrada de un gran edificio, aparentemente destinado a oficinas comerciales, y Sally aprovechó la ocasión para escabullirse en su interior.
El gran vestíbulo, debido a que era sábado, estaba prácticamente desierto. Sally hubiese querido que el vestíbulo se hallase completamente lleno, como sucedía los restantes días de la semana, pero eso era pedir un imposible.
Una muchacha se aburría en el puesto donde se vendían periódicos y bombones, además de tabaco y algunas chucherías. El conserje parecía muy enfrascado en los pronósticos de las carreras que ya se estaban celebrando en los hipódromos londinenses.
Sally se movió irresoluta de un lado para otro. El ascensorista la contemplaba con moderado interés. De pronto, Sally se detuvo ante un espejo y empezó a arreglarse un poco el alborotado pelo.
La figura del boxeador apareció de pronto en el umbral del edificio, reflejada en el espejo. Sin pensárselo dos veces, Sally corrió hacia el ascensor.
—Último piso —pidió atropelladamente.
—Sí, señorita —contestó el empleado.
Las puertas del ascensor se cerraron. En el último instante, Sally pudo ver la cara de decepción de su perseguidor. Le resultó imposible contener un típico gesto de burla: sacar la lengua. Los labios del boxeador se movieron, como si pronunciase una maldición, pero Sally dejó de verlo casi en el acto.
Aguardaría arriba a que su perseguidor se marchase. Los números fueron corriendo en el indicador de pisos del ascensor, hasta que el operador le anunció el final de trayecto:
—Último piso, señorita.
—Gracias —contestó Sally.
Salió al corredor y miró irresoluta a derecha e izquierda. No había demasiadas puertas; era un ático y los departamentos eran más bien escasos en aquella planta. Pero, al menos, se consideraba a salvo.
Estaba equivocada. De repente vio algo que se movía sobre el dintel de la puerta del otro ascensor.
Era el indicador de movimiento. Sally se sintió aterrada.
El boxeador no cejaba en la persecución. Era sábado, no había nadie en el edificio.
Resultaba tan fácil asesinar a una persona en tales condiciones, pensó, llena de pánico.
Había que buscar un refugio. Sally vio una puerta a pocos pasos y tanteó el pomo.
—Está abierto —casi gritó, en el momento en que hacía girar la puerta, tras la cual consideraba se hallaba su salvación.
* * *
La fotografía mostraba a un atildado caballero de mediana edad y frondosos mostachos, ataviado con lo que parecía un convencional traje de campaña, incluidos un casco y prismáticos en bandolera. Había tres individuos también en la fotografía, además de una hermosa mujer de unos veintisiete o veintiocho años, cuya mano se posaba lánguidamente sobre el brazo izquierdo del supuesto explorador.
Aquella fotografía formaba parte de una información singular:
«Míster Duke H. Fields intentará muy pronto, por tercera vez, batir la marca de distancia en globo libre. Hemos hablado con él y nos ha manifestado que sus fracasos anteriores no lo desaniman en absoluto. "Atravesaré el continente europeo desde la costa occidental francesa hasta los Dardanelos", ha asegurado el señor Fields rotundamente…»
El joven que leía el periódico se echó a reír.
—Los hay chiflados —dijo.
La barquilla del globo, con sus cuerdas, sacos de lastre y demás complementos, era el fondo de la fotografía. El joven pensó que un corto viaje en globo podía resultar agradable, pero no la aventura de intentar atravesar Europa de cabo a rabo.
El señor Fields, según sus propias manifestaciones, era de la casta de aventureros que habían construido el Imperio británico. Ya que no podía conquistar nuevas tierras, conquistaría la marca mundial de distancia en globo libre.
«Y si esta vez no lo consigo con el Audax, lo conseguiré con el Blue Dart, que es el nuevo globo que me están construyendo. No me rendiré jamás.»
Tales eran las últimas manifestaciones del señor Fields, según el periodista. El joven acababa de leer el reportaje cuando le pareció que no estaba solo en la habitación.
Levantó la cabeza. Una chica muy mona se apoyaba en la puerta, con las mejillas encarnadas y el pecho agitado por una viva respiración.
—Hola —dijo ella con una sonrisa de circunstancias.
—¿Qué tal, señorita?
—Pe… Perdone que me haya metido en su despacho…
—No es mi despacho, señorita, sino mi casa. Y también la suya, por supuesto.
—Gracias… Siento molestarle, pero me persiguen… Ah, perdone, me llamo Sally Stelling.
—Urban Meldiver —se presentó el joven—. ¿Ha dicho que la persiguen?
El pulgar de Sally señaló hacia la puerta.
—Sí… A… ahí fuera está el…, el hombre —dijo entrecortadamente.
Meldiver frunció el ceño.
—Será cosa de llamar a la policía —dijo.
—No, por favor —exclamó Sally precipitadamente—. No se moleste, no quiero líos… Ese tipo no me encontrará y acabará por marcharse.
Meldiver avanzó hacia la muchacha. «A ver si es una demente escapada de algún manicomio», pensó.
—Miraré en el pasillo —dijo—. Haga el favor de apartarse a un lado, señorita Stelling.
—Sí…, sí, señor.
Sally dio un par de pasos laterales. Meldiver abrió la puerta y oteó el corredor en todas direcciones.
—No veo a nadie —declaró segundos después.
Sally dejó escapar un hondo suspiro.
—Menos mal —dijo—. Señor Meldiver, no sabe cuánto le agradezco su…, su hospitalidad.
—Ha sido un placer —aseguró el hombre sonriendo—. Pero, ¿de veras la perseguían?
—Sí, se lo aseguro.
—¿Por qué? ¿Ha hecho usted algo malo?
Sally volvió a suspirar.
—Como no sea haber aceptado el empleo hace unos meses en… Pero no me haga caso, quizá no son más que figuraciones mías —manifestó. De repente escudriñó el rostro del hombre que tenía frente a sí—. Oiga, su cara me parece conocida.
Meldiver sonrió.
—Tal vez —admitió.
—Su cara y su nombre me suenan… pero, en estos momentos, no caigo. Bien, señor Meldiver, permítame darle las gracias de nuevo. Me siento muy reconocida por sus atenciones…
—He cometido con usted una grave descortesía: no la he invitado a una copa. O acaso prefiera una taza de té —dijo él.
Sally movió la mano.
—Oh, no, no es necesario que se moleste —rechazó la oferta—. Ya me voy; insisto en que no quiero seguir molestándole.
—Como guste, señorita Stelling.
Sally abrió la puerta.
—La acompañaré hasta el ascensor —dijo Meldiver.
Ella no contestó. Meldiver caminó a su lado hasta alcanzar el ascensor más próximo. Presionó el botón de llamada y esperó. A su lado, Sally hurgaba en su bolso, al parecer en busca de cigarrillos y fósforos.
El ascensor se detuvo. La puerta se abrió automáticamente.
Sally lanzó un agudo chillido al ver que el boxeador se arrojaba encima de ella. El instinto la hizo dar un tremendo salto hacia atrás, pero el boxeador no la siguió esta vez.
No podía hacerlo: se lo impedía el puñal que tenía clavado hasta la empuñadura en el centro de la espalda y que apareció claramente a la vista cuando el cuerpo del sujeto hubo quedado tendido en el centro del pasillo.