Capítulo V
EL hombre que entró en el despacho poco después, era bien conocido de Meldiver. Realmente, su llegada casi le pareció lógica.
El jefe de la patrulla que había llegado momentos antes, informó al inspector Cardyne. Acto seguido, Cardyne se encaró con Potter y le hizo unas cuantas preguntas.
Potter contestó evasivamente. A Meldiver le daba la sensación de que mentía. Le estaba diciendo lo mismo que le había dicho a él mientras llegaban los primeros agentes.
Luego, Cardyne se encaró con el joven.
—Es curioso encontrarle aquí —dijo—. ¿Le siguen los asesinatos por dondequiera que va, abogado?
Meldiver se encogió de hombros.
—Estoy vivo de milagro —respondió—. El señor Potter puede confirmarlo; nuestras vidas dependieron solamente de un par de segundos de tiempo.
—El muerto se llamaba Harry Morton. ¿Lo conocía alguno de ustedes dos? —inquirió Cardyne.
Potter hizo un signo negativo. Nuevamente le pareció a Meldiver que el sujeto mentía.
—Yo tampoco —dijo a renglón seguido.
Cardyne suspiró.
—El tiro le salió mal a Morton —comentó—. Si no temiera hacer un chiste macabro, diría que van a tener que recoger sus restos con una pala. Señor Potter, ¿cree usted que este asesinato está relacionado con la muerte de Rahjantra?
—Si hay alguna relación, yo no sé descubrirla, inspector.
—Abogado, ¿puede decirme los motivos de su estancia en esta casa? —preguntó Cardyne a renglón seguido.
—El señor Potter y yo debíamos tratar asuntos legales. Me pidió asesoramiento — contestó Meldiver.
—Es Cierto —corroboró el dueño de la casa presurosamente.
«Menos mal que había mentido aquella vez en su favor», pensó Meldiver. Potter había mentido casi en todo, incluso en lo de estar ocupado a su llegada. La ocupación no era de trabajo, sino de índole muy distinta. El perfume que había captado al principio, ya desvanecido, confirmaban sus sospechas al respecto.
Pero Meldiver recelaba todavía más de Potter. A los pocos momentos de la explosión, había visto un coche arrancar de la acera del jardín. Creía haber visto a una mujer al volante, aunque no estaba seguro de ello. De lo que sí tenía una seguridad plena, era de que el automóvil había salido disparado, como si su ocupante tuviese una prisa infinita por alejarse de allí.
¿Había sido el cómplice de Morton?
Cardyne se despidió poco más tarde. Los policías se marcharon también. La ambulancia se había llevado ya el destrozado cuerpo de Morton.
—Le agradezco lo que ha hecho en mi favor, Meldiver —dijo Potter cuando los dos hombres se quedaron a solas—. Su respuesta acerca de una consulta de tipo legal fue muy acertada. Pero convendría que tuviera en cuenta que mi agradecimiento no es ilimitado.
—En resumen, simplemente quiere que me olvide de este asunto.
—Exactamente —confirmó Potter con voz tan fría como un témpano de hielo.
* * *
—Y me dijo que, aunque me agradecía muchísimo lo que había hecho por él, debía olvidarme de este asunto —concluyó Meldiver el relato telefónico que al día siguiente hizo a Sally Stelling.
—Así pues, no obtuvo el menor resultado, Buddy —dijo la muchacha.
—Esta mañana me he mirado al espejo. Me han salido un montón de canas. No puede imaginarse usted el miedo que pasé al ver la bomba a mis pies.
—Debió de ser horrible, en efecto. ¿Qué piensa hacer ahora?
—No lo sé, aún no he tomado una decisión al respecto. He de reflexionar, ¿comprende?
—Sí, Buddy. Yo trataré de bucear en mi memoria. Tal vez esos documentos pasaron alguna vez por mis manos, pero, en estos momentos no recuerdo nada en absoluto…
—Bien, si consigue algo, llámeme. Ah, tengo que decirle una cosa, Sally. Una noche de éstas la invitaré a cenar.
—La aceptación está garantizada —se despidió la muchacha, riendo.
Meldiver puso el teléfono sobre la horquilla.
—¿Por qué me habré embarcado en este asunto tan desagradable? —murmuró.
De pronto, llamaron a la puerta.
Meldiver se levantó, cruzó la sala y abrió.
—¿Sí? —dijo.
Había dos hombres delante de él. Su aspecto no tenía nada de amable.
—Usted es el abogado Meldiver —dijo uno de ellos.
—En efecto. ¿En qué puedo servirles?
Una enorme mano se apoyó sobre el pecho del joven y lo hizo retroceder a su pesar.
—Vamos a darle un consejo, pero no desde el pasillo, claro —manifestó el sujeto.
A Meldiver le pareció conocida la cara de uno de los dos individuos. El Otro cerró cuidadosamente y, apoyándose en la puerta, cruzó los brazos en actitud expectante. Meldiver soltó una risita.
—Es curioso —dijo—. Normalmente, quien da los consejos, legales, por supuesto, soy yo.
—Nosotros damos otra clase de consejos —gruñó el visitante—. Simplemente, queremos que quite sus narices del asunto en que las ha metido. ¿Entiende?
El joven pensó que ahora tenía dos enemigos, quizá menos fuertes que Leo Thord, pero, en todo caso, el número suplía la fuerza con gran ventaja. Por tanto, no le convenía mostrarse demasiado irónico.
—Si tienen la bondad de explicarme…
—Usted es demasiado listo para que no me haya comprendido desde el primer momento. Haga lo que le aconsejamos y todo irá bien… para todos, pero, sobre todo, para usted.
—Parece ser que el asunto del contrabando está mostrando algunos puntos débiles, ¿no es así? Puñaladas por aquí y por allá, bombas de mano… ¿En qué consiste el fallo, muchachos?
—En su intromisión, abogado.
El hombre que Meldiver tenía frente a sí disparó su puño inesperadamente. Al joven le pareció que le explotaba un barreno en la mandíbula.
* * *
Alguien salpicó su cara con unas gotas de agua. Meldiver volvió lentamente a la normalidad.
—Si no le conociera medianamente, Buddy, diría que se ha emborrachado —sonó una voz de tonos burlones.
Meldiver abrió un ojo. Delante de él había un hombre de mediana edad, algo obeso y tocado con un sombrero hongo.
—Hola, inspector Ryan —saludó, a la vez que se sentaba en el suelo—. ¿Qué le trae por mi humilde morada?
Angus Ryan, también de Scotland Yard, tomó asiento negligentemente en un sillón. Sacó una pipa y empezó a cargarla.
—Detesto el tabaco en pipa — mintió con moderado cinismo—. Pero me confiere una apariencia respetable.
—Yo diría que es una postura afectada. Lo único que le falta es llevar un cartelito colgado del cuello, con su nombre, su empleo y su número de teléfono en el Yard.
—Y también el nombre de mi sección, Buddy.
Sentado todavía en el suelo, Meldiver hizo un gesto inquisitivo.
—Contrabando —aclaró Ryan.
—Oh, creo que comprendo —dijo el joven.
—Cardyne me ha dicho algo al respecto. Por eso he venido a verle.
—Eso quiere decir que las tres muertes están relacionadas con el contrabando de…, de lo que sea.
—Así lo creemos, Buddy.
Meldiver se esforzó y consiguió ponerse en pie.
—Dos tipos vinieron a verme y me recomendaron que me apartase del asunto —dijo, mientras llenaba una copa—. Fue una visita muy breve, casi a las primeras de cambio, uno de ellos me dejó K. O. de un solo golpe.
—¿Los conoce usted?
—Uno me parece visto, aunque no estoy seguro. Al otro, por supuesto, no, no lo conozco.
—Descríbalos, por favor, Buddy.
—Bueno, casi parecían hermanos. Altos, muy robustos, con cara de malas pulgas…, el aspecto típico de los matones a sueldo.
Ryan se mordió los labios.
—Duncan Frobbs y Jay McDugan suelen trabajar juntos casi siempre —dijo.
—Eso de trabajar es un eufemismo, ¿verdad?
—Sí, usted ya sabe a qué me refiero —confirmó Ryan.
—Bien, pero, en todo caso, ¿para quién trabajan?
—Hay un tipo llamado Fred Butler. Es el dueño del Red Fly. Casi siempre están allí.
Meldiver se echó a reír.
—¡Qué casualidad! Hace pocos días yo también mencioné ese local —dijo—. Naturalmente, ignoraba el nombre del propietario; claro que nunca me he preocupado del detalle.
—¿A quién se lo mencionó, Buddy?
—Oh, fue una conversación sin importancia —mintió el joven, a la vez que pensaba en Leo Thord.
Ryan se puso en pie.
—Buddy, si averigua algo, no deje de comunicármelo en el acto —solicito—. Un caso en el que ya se han producido tres muertes, no deja de tener su importancia, ¿comprende?
—Sí, claro, inspector. Pero todavía no me ha dicho usted en qué consiste el contrabando.
—Diamantes y no precisamente para uso industrial. Lo curioso del asunto es que todavía no hemos logrado averiguar cómo realizan ese contrabando —se despidió el inspector Ryan.
Meldiver se quedó solo. De nuevo, y quizá por el dolor que aún sentía en la mandíbula, volvió a pensar en sus poco amables visitantes.
De súbito, creyó recordar. Febril, buscó en un armario donde solía guardar a veces los periódicos viejos.
No tardó en encontrar el que buscaba. Sí, allí estaba el hombre que le había golpeado, en uno de los extremos de la fotografía, formando parte del grupo que rodeaba al chiflado aeronauta que se llamaba Dulce H. Fields.