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Cuarta planta
Sam agarró a Pete por los tobillos y tiró de él desde el borde de la entrada, justo cuando los hombres de abajo empezaban a disparar hacia arriba a través del agujero rectangular del suelo que había albergado la escalera.
La abertura era mucho más estrecha que el hueco de la escalera de las plantas inferiores, porque la escalera era mucho más estrecha en el piso de Sam y Remi.
—Ahora traerán las escaleras de mano de aluminio. ¿Qué tenemos para cerrar esa abertura?
—¿Las cajas fuertes? —dijo Remi.
—Brillante —contestó Sam—. ¿Te encuentras bien, Pete?
—Todavía estoy vivo.
—Pues ayúdame con las cajas. Están sujetas con tornillos a la pared desde dentro. Vosotras manteneos alejadas de la abertura, pero no le quitéis el ojo de encima. Disparad de vez en cuando para recordarles que aún seguimos aquí.
Sam se acercó a la pared, apretó el punto que revelaba el pasillo oculto, entró y abrió las cajas fuertes. Pete y él desatornillaron las dos que habían contenido las armas, ya vacías, y Sam abrió la tercera, en la que había documentos. Pete quitó los tornillos de esta última, y después Sam y él empujaron las tres de una en una sobre el suelo de madera noble hasta el borde de la escalera. Cuando empujaron la última y más grande, un profundo arañazo apareció en el suelo.
—Vaya —dijo Sam a Remi—. Lo siento.
—Es demasiado tarde para el interiorismo de Architectural Digest, Sam. Toda la casa está decorada al estilo Kalashnikoff.
Empujaron una a una las cajas fuertes hasta bloquear la escalera. Habían sellado la abertura por completo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Wendy.
—Por lo visto, nos hemos quedado sin pisos que pudieran conquistar. De momento siéntate sobre esa caja fuerte. No han traído nada capaz de mellarla, pero en cuanto se mueva quiero oírte lanzar un chillido y disparar contra cualquier hueco que se abra.
—Vale.
Sam recorrió los alrededores con la mirada.
—Selma, ¿estás familiarizada con el funcionamiento de una pistola automática checa Škorpion?
—Leí online el manual después del problema de Remi en Rusia.
—Bien. Me parece que contamos con cinco. Comprueba los cargadores y mira cuánta munición queda, y luego concéntrala. Necesitamos dos pistolas con los cargadores llenos. Tal vez nos consigan un poco más de tiempo.
—¿Y el agua?
—De momento apaga los fogones para que las ollas sigan calientes sin que el agua hierva. La pondremos a hervir de nuevo si empiezan a mover las cajas fuertes.
Sam se volvió hacia Pete.
—Coge mi rifle y vigila las ventanas. Esas plataformas elevadoras podrían llegar hasta aquí.
—¿Dónde estarás tú?
—Remi y yo vamos al tejado. ¿Hay cerillas por ahí, Selma?
—En la cocina de abajo.
—Fantástico.
—Llevo en mi mochila —dijo Remi.
Fue a su armario y salió con un pequeño contenedor hermético de cerillas, dos botellas de champán de la pequeña nevera del armario y dos tops de algodón sin espalda ni mangas.
—Lo has adivinado —dijo Sam.
—Por supuesto. Tendremos que tirar el Dom Perignon.
Remi entregó a su marido las dos botellas.
Sam fue al lavabo de su cuarto de baño, sacó los dos tapones y vertió el champán en la nevera.
—Odio hacer esto.
—Si salimos de esta, todavía quedan cinco botellas en la nevera, y creo que tres son Cristal.
Fueron al fondo del vestidor de Sam. Había una serie de travesaños planos como los de una escalerilla que subían por la pared de atrás, y encima, una pequeña ventana redonda cerrada con una palanca.
Sam subió, abrió el ojo de buey y examinó el tejado.
—Despejado.
Remi le dio las cerillas, las dos botellas de champán y los dos tops de algodón. Sam dejó todo sobre el tejado y salió. Se agachó bajo el toldo que cubría el generador que había entrado en funcionamiento desde que los asaltantes habían cortado la corriente eléctrica.
Cogió el embudo que utilizaba cuando llenaba el depósito del generador, lo embutió en el cuello de la primera botella de champán y utilizó una de las latas rojas de veinte litros que guardaba allí para llenar la botella de gasolina. Después llenó la otra.
Remi apareció a su lado cargada con el segundo rifle de calibre 308.
—¿Necesitas que te cubra?
—Tal vez. Espera un momento mientras echo un vistazo.
Embutió un top en el cuello de la botella y la inclinó ligeramente para que la gasolina lo empapara, y acto seguido repitió el procedimiento con la otra. Llevó una de las botellas al lado sur de la casa cercano a la puerta principal, se asomó por el borde y retrocedió para no ser descubierto. Tenía una imagen clara de lo que había abajo. Un hombre había subido a la plataforma elevadora y estaba utilizando los controles para alzarse.
Sam encendió una cerilla y la aplicó a la tela empapada, se inclinó sobre el borde del tejado y arrojó el cóctel Molotov. La llama de la mecha se alargó y se hizo más brillante a medida que la botella caía. Aterrizó sobre el techo del camión que aguantaba la plataforma elevadora y se rompió, provocando un charco de llamas que se propagó de inmediato a los lados de la cabina y la envolvió.
Sam corrió hacia el lado opuesto del tejado. Tras detenerse un momento para recoger la segunda botella, encendió una cerilla para prender la mecha, y después arrojó el cóctel contra el segundo camión. La botella se estrelló contra el capó y las llamas se elevaron a gran altura. Casi toda la gasolina en llamas bajó por los costados, envolvió los neumáticos delanteros y formó un charco en el suelo debajo del motor.
Desde ambos lados de la casa dispararon ráfagas de armas automáticas contra el borde superior del tejado. Solo eran ruido y munición desperdiciada, porque Sam y Remi en ese momento estaban sentados en mitad del tejado, donde no podían alcanzarlos. Al cabo de un minuto el fuego cesó, sustituido por el estrépito de más fuegos artificiales en la bahía.
—¿Podemos hacer algo más? —preguntó Remi.
—¿Sabes dónde está el depósito de gasolina de esos camiones?
—No.
—Es un gran cilindro que se encuentra justo debajo del asiento del conductor.
—Estás de broma, Sam. Es lo más estúpido…
—Yo no los diseñé. Si atravesamos de un balazo el depósito para que el combustible empiece a caer al suelo, podríamos provocarles un poco de angustia, cuando menos.
—Prender fuego a nuestra casa me produciría una gran angustia.
—Lo sé. Solo era una idea.
Remi suspiró, cogió el rifle y se desplazó con cautela hacia el extremo posterior del tejado, el lugar donde los hombres de abajo menos podrían anticipar su aparición. Se levantó, apoyó el arma contra el hombro y avanzó de costado hacia el borde. En cuanto pudo ver el suelo, disparó y desapareció de la vista al instante. Al cabo de uno o dos segundos, se oyeron gritos y ráfagas lanzadas al cielo.
—Lo habrás alcanzado.
—Eso espero. Es del tamaño de un barril de cerveza.
Remi caminó hacia el lado opuesto del tejado, adoptó una postura similar a la de antes, avanzó de costado, y disparó y retrocedió de igual manera. En el aire vibraron más gritos de consternación y disparos al azar.
Después, desde el otro lado, dio la impresión de que brillantes llamas alimentadas por la gasolina impregnaban la atmósfera cuando el depósito del camión se vació en el fuego. Se oyó un potente estruendo cuando se produjo la explosión.
—¡No! —En la cubierta del Ibiza, Arpad Bako se levantó de la silla como impulsado por un resorte, derribó su bebida y el vaso rodó hacia los imbornales—. ¡No! ¿Qué están haciendo? ¿En qué estarán pensando?
Le Clerc miró hacia Goldfish Point con calma.
—Tal vez hayan prendido fuego a la casa de los Fargo para obligarlos a salir. Es chapucero, pero suele funcionar. No veo muy bien qué está ardiendo.
—¡Podría haber un tesoro en esa casa! —gritó Bako—. Preciosos objetos podrían estar convirtiéndose en un charco de oro fundido mientras nosotros estamos sentados aquí. Joyas antiguas utilizadas por los césares podrían acabar destruidas.
Poliakoff siguió sentado con tranquilidad.
—Por lo que sabemos, los tesoros se encuentran en los museos. La única forma de hacernos con ellos es cambiarlos por Remi Fargo. Esta vez enviaré a su marido una caja de regalos con uno de los dedos de Remi dentro. Sam Fargo me obligó a quemar mi propia casa, ¿lo sabías? Una vez que supe que la policía y los bomberos estaban de camino, no podía permitir que descubrieran un sótano lleno de drogas. Dos días después, mi esposa llegó al patio con los niños, vio la pila de escombros y ordenó al conductor que diera media vuelta y volviera a Moscú. Solo por haberme obligado a vivir aquel momento, a Fargo no se le debería ahorrar ningún dolor. Espero que su casa se esté quemando hasta los cimientos.
Le Clerc sonrió con astucia.
—¿Ella no te dirige la palabra todavía, Sergei? Dormir solo no es muy propio de ti.
—Eso no es asunto tuyo —replicó Poliakoff. Dio una profunda bocanada al puro—. Están acelerando el procedimiento. Si no logran que los Fargo salgan de esa casa pronto, la policía y los bomberos acudirán enseguida allí y los barcos patrulla vendrán a por nosotros.
Bako se había apartado ante la barandilla y apuntaba los poderosos prismáticos hacia la casa.
—Las llamas salen de las dos plataformas elevadoras. Los camiones arden y uno de ellos acaba de estallar. —Mientras miraba, el depósito de gasolina del segundo vehículo se inflamó y volcó el camión entre llamas. El estampido de la explosión llegó al barco un segundo después—. Ambos han estallado.
—Fuiste perspicaz, Arpad —dijo Le Clerc—. Es como Atila atacando un castillo. Esta vez, los defensores prenden fuego a las armas de asedio.
—¡Es una locura! —exclamó Bako—. ¿Qué hace gente como esa con un arsenal en su propia casa?
—Supongo que si una persona encuentra montones de tesoros, otros se ponen celosos y tratan de secuestrarlos.
Poliakoff se levantó también, cogió la radio que estaba sobre la mesa al lado de su bebida, oprimió un botón y dijo algo en ruso por encima de la estática.
Bako se volvió en redondo y fue en busca de la radio.
—¡No! —gritó—. No digas a nuestros hombres que huyan. ¡Estamos muy cerca! Los Fargo y sus empleados están acorralados en el último piso, muertos de miedo.
Poliakoff detuvo en seco a Bako golpeándolo con una mano abierta bajo el cuello, y este se dobló en dos mientras intentaba recuperar el aliento.
—Solo quiero ponerme en contacto con mi lugarteniente para que me explique las causas del retraso. Tendrían que haber resuelto el problema en cinco minutos.
Una voz apagada por la estática dijo algo al otro extremo.
—¡Koztov! ¿Qué ha provocado el retraso? —preguntó Poliakoff en ruso.
—Están en el cuarto piso, pero hemos tenido que conquistar cada centímetro a balazos. Algunos hombres han muerto y tenemos unos cuantos heridos.
—¿Qué me aconsejas?
—Preferiría no decirlo, señor.
—Eso me dice todo cuanto necesitaba saber. Recoged a los muertos y a los heridos. No dejéis a nadie. Los subiremos a todos a las barcas. Llévalos a la playa. Nos dirigimos a ella para echar el ancla.
Poliakoff cambió de canal.
—Detened los fuegos artificiales. Soltad la balsa y dirigíos a la orilla. Vamos a recoger a nuestros hombres con las lanchas. Marchaos ya.
Gritó al hombre del timón.
—Leva anclas y dirígete a la playa. Nos llevaremos a todos nuestros hombres a México.
—¡No! —gritó Bako—. No hagas eso. No seas cobarde.
Poliakoff se volvió hacia Bako y se quedó parado muy cerca de él. Dio la impresión de que sus ojos destellaban a las luces parpadeantes de la orilla.
Bako desvió la vista, tiró su puro al agua y se sentó en el extremo de su silla. Se sostuvo la cabeza entre las manos. La cadena del ancla se izó, y todos sintieron la vibración cuando los enormes motores del yate lo impulsaron hacia delante, primero despacio y después a mayor velocidad cuando se dirigió hacia la orilla.
El silencio en la casa era casi tan impresionante como el ruido de antes. Sam y Remi avanzaron hacia el borde del tejado y miraron su jardín. Hombres con ropa negra desaparecían corriendo en la noche, transportando a los heridos en camillas improvisadas que consistían en mantas envueltas alrededor de secciones de escaleras extensibles, o atravesados sobre la espalda. El camión que había sostenido la plataforma elevadora estaba volcado de lado, carbonizado y humeante.
—Parece que se marchan —dijo Remi.
—Pues sí. Pero ya veremos.
Remi lo miró.
—Eres tan cauteloso…
Sam se encogió de hombros y la rodeó con el brazo.
—Tal vez hayas oído hablar del famoso asedio. Cuando los atacantes se hartaron de no poder abrir una brecha en las murallas, alguien muy listo dijo: «¿Por qué no fingimos que volvemos a nuestros barcos? Dejaremos un…».
—… «gran caballo de madera lleno de soldados». ¿Me estás diciendo que esto es como la guerra de Troya? ¿No nos estamos tomando demasiado en serio?
—Solo estoy diciendo que no pienso bajar hasta que vea como mínimo cinco coches de policía. Pongamos veinte.
Remi miró hacia los hoteles y las principales calles comerciales situadas hacia el sur, y después tiró del brazo de Sam para obligarlo a volverse en aquella dirección. Señaló. Había una larga hilera de coches de la policía que subían a toda velocidad por La Jolla Boulevard en dirección a Prospect Street, con luces azules, rojas y blancas destellando. Al cabo de un momento, el lejano aullido de las sirenas llegó al tejado.
Fueron hacia el lado de la casa que daba al mar. En la bahía, vieron que los dos yates se habían acercado mucho más a la orilla. Se habían situado lejos de los rompientes, mientras enviaban barcas hacia la playa.
Desde el norte, al otro lado de la bahía, llegaron tres embarcaciones de la policía que rastrearon el agua con sus focos, hasta que localizaron los dos yates. Desde el sur, la dirección del puerto de San Diego, aparecieron dos barcos de la Guardia Costera, cada uno de unos cuarenta y cinco metros de eslora, con tripulantes apostados junto a los cañones de cubierta. Los barcos de la Guardia Costa tomaron posiciones a unos veinte metros de la orilla y se quedaron inmóviles formando una especie de bloqueo.
—No van a huir —dijo Remi.
—No. Sería una locura intentarlo.
—Podrían dejar atrás con facilidad a los barcos de la policía. Y también a los de la Guardia Costera.
—No pueden correr más que los proyectiles de los cañones.
—Así pues, parece que vamos a averiguar cuál de nuestros competidores europeos es un mal perdedor.
—Malo o no, lo que importa es que sea perdedor.
Los dos guardacostas continuaban situados lejos de los rompientes, donde los dos yates habían fondeado. Las lanchas de estos últimos estaban regresando contra el oleaje con los asaltantes que habían atacado la casa de los Fargo. Cuando volvieron, los primeros hombres ilesos empezaron a subir las escalerillas de los yates. Algunos tripulantes ayudaron a llegar a cubierta a aquellos que habían sufrido heridas debido a caídas, quemaduras o balazos. Los yates levaron anclas, pero mantuvieron la proa encarada hacia el mar y hendieron las olas.
Los barcos de la policía navegaron hacia los yates, y algunos agentes de la Policía Portuaria de San Diego se prepararon para subir a bordo.
En la cubierta del Ibiza, Arpad Bako miraba las embarcaciones de la policía y a los hombres que se aprestaban a llegar a la cubierta.
—¡Abandona a los rezagados! —gritó—. ¡No hay tiempo!
Poliakoff se volvió hacia Bako.
—¿Primero quieres quedarte y ahora deseas abandonar a nuestros hombres? ¿Quién es el cobarde aquí?
Bako sacó una pistola del bolsillo interior de la chaqueta y disparó.
Poliakoff compuso una expresión de estupor. Miró la pechera de su camisa blanca, donde una mancha de sangre estaba floreciendo con gran rapidez. El brillo de sus ojos se apagó, y la siguiente ola que llegó meció el yate y lo derribó sobre la cubierta.
Bako se apoderó de la radio de Poliakoff y oprimió el botón para hablar.
—Adopten tácticas evasivas. Vamos a salir a mar abierto.
—¿Señor? —dijo el capitán—. El señor Poliakoff dijo…
—Poliakoff ha muerto. Le han disparado. ¡Pónganse en marcha!
Cuando Bako se volvió, dio la impresión de que se fijaba de nuevo en Étienne le Clerc. Este vio su expresión y trató de huir al puente, pero Bako disparó tres veces más y Le Clerc cayó muerto. Al menos, no habría testigos.
El capitán vio desde el puente que casi todos los hombres ilesos habían subido ya, y sabía que los demás solo les acarrearían problemas. También cayó en la cuenta de que, si quería salir bien librado, tendría que hacerlo antes de que el primer barco de la policía llegara con el grupo de abordaje. Empujó el acelerador. Los grandes motores cobraron vida y el yate se lanzó hacia delante dejando atrás una estela burbujeante, pues las hélices gemelas proyectaban agua hacia el vacío que se formaba detrás de la popa. Cuando esta giró, oyó gritos de los hombres que habían salido disparados de los costados de la embarcación o habían sido despedazados por las hélices, pero ya no podía hacer nada por ellos. El yate ganó velocidad, mientras un bote salvavidas se hundía y otro derivaba con el oleaje.
Cuando el Ibiza empezó a moverse, el capitán del Mazatlán lo vio y tuvo una visión del futuro que le aguardaba. Si la Guardia Costera y la policía habían sido lo bastante idiotas para permitir que el Ibiza saliera a mar abierto, no harían caso omiso del Mazatlán. Contarían con el doble de barcos y de hombres para impedir que el Mazatlán y todos los hombres a bordo escaparan. Y por ser el oficial de mayor rango al que habían capturado, lo culparían de todos los crímenes cometidos por los demás. Lanzó el barco hacia delante, como había hecho el Ibiza.
Se oyó una potente voz amplificada procedente de un patrullero de la Guardia Costera. El capitán del Mazatlán sabía que era una advertencia de «Deténgase o dispararemos», y lo agradeció. Cuanto más tiempo perdieran gritando por los megáfonos, menos margen tendrían para entrar en acción. Empujó al máximo el acelerador para incrementar la velocidad a cada segundo que pasaba. Los cúters de la Guardia Costera debían de alcanzar una velocidad máxima de veinticinco nudos. El Mazatlán llegaba a los sesenta.
—¡Apaga todas las luces! —gritó al timonel.
Desde el tejado de la casa de Goldfish Point, Sam y Remi miraban los yates, los barcos de la policía y los patrulleros de la Guardia Costera. Los dos yates aceleraron hacia mar abierto a una velocidad increíble, en ángulos diferentes, uno en dirección noroeste, el otro hacia el sudoeste.
—No han seguido tu consejo —dijo Remi—. Huyen.
—Craso error —contestó Sam.
Los dos barcos de la policía dispararon primero con armas automáticas de pequeño calibre. Sam y Remi vieron los destellos de las ametralladoras, al menos cuatro en cada embarcación, que acribillaban los dos yates sin dejar de perseguirlos.
Los dos cúters de la Guardia Costera continuaron en sus posiciones. Una estela de chispas rojizas se elevó hacia el cielo desde uno de ellos, como si los fuegos artificiales hubieran empezado de nuevo. Se produjo un destello, pero no un estallido. Un resplandor tiñó el cielo y bañó los barcos casi como la luz del sol.
Sam y Remi vieron que los cañones de los dos guardacostas giraban para apuntar y que luego disparaban. Los primeros dos proyectiles se llevaron parte de la proa del Ibiza. El tercero se hundió en su casco justo entre el centro y la popa, y dio la impresión de que alcanzaba el depósito de combustible. La cubierta se alzó en el aire, liberó una bola de fuego que se elevó hacia el cielo y formó un gran charco de combustible en llamas, que consumió incluso las partes que habían ido a parar al agua.
Un segundo después, la proa del Mazatlán se hundió cuando fue alcanzado debajo del puente. El movimiento hacia delante se detuvo, y algo grande, tal vez uno de los motores, se soltó y atravesó el yate rodando hasta despedazarlo. A continuación se produjeron cinco explosiones secundarias que no dejaron nada flotando en la superficie.
—Parece que han alcanzado la santabárbara —dijo Remi.
Los barcos de la policía, más pequeños y veloces, se desplazaron a toda velocidad, mientras rastreaban las aguas con los focos. No había vida cerca de los botes salvavidas volcados. Los guardacostas enviaron lanchas a los restos del Mazatlán y el Ibiza. Sam y Remi vieron que describían círculos alrededor de los fragmentos en llamas para, acto seguido, dirigirse a la zona cruzando sus trayectorias, pero no había supervivientes que rescatar del mar. Todos habían muerto a causa de los disparos, destrozados en mil pedazos, quemados o ahogados.
Sam y Remi bajaron la escalerilla que conducía desde el techo hasta el vestidor de Sam. Vieron que Zoltán seguía en su sitio, vigilando para que nadie los persiguiera. Remi se arrodilló al lado del enorme perro y lo abrazó.
—De no ser por ti, nunca habría podido llegar a casa, Zoltán. Estaría de vuelta a Rusia dentro de un barril. Gracias por ser tan valiente y leal.
Sam dio unas palmaditas a Zoltán y susurró en su oído:
—Jo fiu. Buen chico.
Entonces oyeron las voces de Selma, de Pete y de Wendy, que los llamaban.
—¡Sam! ¡Remi! ¡Policía…! Los hay a centenares. Están aquí.
—Oh, maldición —dijo Remi—. Queríamos que la policía fuera una sorpresa.
Sam miró a su alrededor.
—Tendremos que reconstruir esta casa desde los cimientos, literalmente.
—Da una fotografía a los contratistas. Tal vez mientras estén trabajando en ello podamos conceder vacaciones a los demás, llevar a Zoltán a Luisiana con nosotros y echar una mano a Ray. Prometimos ayudarlo cuando nos fuimos.
—Claro. ¿Qué podría sucedernos en un yacimiento arqueológico?