31
Goldfish Point, La Jolla.
Primera planta
El sol se estaba poniendo cuando Remi y Zoltán salieron a correr a la playa. Desde que habían regresado de Europa, unas semanas antes, Remi había dedicado mucho tiempo a trabajar con Zoltán. Quería que se acostumbrara a la parte del mundo que iba a ser su nuevo hogar.
Hasta el momento, daba la impresión de que a Zoltán le gustaba La Jolla. Mantenía una calma y una tranquilidad imperturbables. Cuando Remi andaba, Zoltán andaba. Cuando ella corría, él corría. Ese día habían ido a la pequeña playa protegida situada en el extremo sur de La Jolla llamada Children’s Pool. Toda la playa y el rompeolas de hormigón estaban invadidos por un centenar de focas y leones marinos. Remi sabía que era imposible que Zoltán hubiera visto focas o leones marinos en Hungría, pero no parecía más inclinado a molestar a aquellos animales que a un árbol o un banco del parque.
Dieron media vuelta y corrieron por el sendero de hormigón en dirección a Goldfish Point y después por el césped verde hasta dejar atrás las palmeras del parque del hotel Valencia. Cuando miró el mar, al otro lado del inmenso jardín, pensó en que era un lugar increíble. La Jolla significaba «La Joya», y tenía el nombre adecuado. Sam y ella habían decidido construir su casa sobre Goldfish Point, en el extremo norte del pequeño barrio. La punta era la entrada a las cuevas azotadas por el oleaje de la parte rocosa de la costa, y recibía el nombre por el pez Garibaldi de color naranja chillón que nadaba en la bahía de La Jolla.
Sam y Remi diseñaron su casa tras haber dedicado seis años a erigir y dirigir su empresa, que fabricaba y vendía el escáner de láser argón que él había inventado. Les habían ofrecido una suma asombrosa de dinero por la compañía y sus patentes, y los Fargo habían aceptado la venta. Por primera vez, no solo podían permitirse construir una casa grande y cara, sino que tenían tiempo y energía para dedicarse a ella.
Cuando estuvo terminada la mansión, abarcaba tres mil setecientos metros cuadrados sobre cuatro plantas, asentada encima de Goldfish Point. El último piso albergaba la suite de Sam y Remi, dos cuartos de baño, dos vestidores, una pequeña cocina y una sala de estar con una pared de ventanales que daban al mar. El tercer piso albergaba cuatro suites de invitados, la sala de estar principal, la cocina principal y el comedor. Habían decidido utilizar la segunda planta como gimnasio, e incluía también una piscina interminable, un rocódromo y una pista de trescientos metros cuadrados para que Remi pudiera practicar esgrima y Sam judo.
El único lugar posible para albergar la oficina era la planta baja. Tenía espacios de trabajo abiertos para Sam, Remi, Selma y hasta cuatro investigadores. Había más cuartos de invitados y un laboratorio, así como un acuario de agua salada de cuatro metros y medio de longitud con plantas y animales de la costa californiana.
Mientras Remi y Zoltán corrían hacia la casa al anochecer, ella miró al otro lado de la bahía y vio dos yates en los que ya se había fijado antes. Estaban anclados a media milla de distancia de la orilla y, desde la perspectiva que le brindaba el sendero sobre la playa, tenía la impresión de que casi se estaban tocando. Ambos eran grandes, cruceros veloces, de cuarenta metros de eslora, el tipo de yate en el que navegaban por el Mediterráneo celebridades europeas. Podían alcanzar los sesenta nudos, y algunos eran aún más rápidos. Había visto unos cuantos como esos en el puerto de San Diego durante los dos últimos años, pero eran extremadamente caros y más aptos para trasladar a gente entre las islas griegas o a lo largo de la Riviera francesa que para surcar el Pacífico.
Zoltán y ella dejaron atrás el hotel y empezaron a subir por la calle que conducía a la meseta boscosa más elevada en la que se alzaba su casa. La veía desde donde estaban, encaramada sobre la ladera de la colina, con sus paredes de ventanales encarados al mar por tres lados. Las luces de su hogar le resultaban cálidas y acogedoras. Sam había diseñado e instalado un sistema de sensores individuales que, al anochecer, encendían automáticamente algunas luces en cada piso. Como había pocas paredes interiores, eso dotaba a casi toda la casa de un resplandor dorado.
Remi continuó corriendo colina arriba, la parte más difícil de la carrera diaria, cuando observó que, de repente, Zoltán parecía muy agitado. Saltó hacia delante y se detuvo con brusquedad a sus pies, con sus ojos ámbar y negros de pastor alemán fijos y muy abiertos. Remi se detuvo a su lado, con la intención de dilucidar qué estaba mirando el animal. Algo que los aguardaba en la calle sinuosa lo tenía preocupado.
Remi también se sentía preocupada, y todavía más impaciente por llegar a casa. Conocía muy bien el olfato, el adiestramiento y la capacidad de depredador de Zoltán a la hora de detectar la presencia de seres vivos ocultos a la vista humana para saber que el perro estaba evaluando algo que consideraba inusual e importante. Pensó en ponerle la correa. Tal vez había descubierto una situación en la que no podía confiar en él. Había oído historias de pastores alemanes que habían perseguido a carteros debido al olor de líquido de limpieza en seco en su uniforme. Quizá fuera algo por el estilo. Pero no, no podía ser eso. El entrenamiento del animal había sido impecable, y utilizar la correa habría supuesto demostrar falta de confianza en él.
Mientras lo esperaba, Zoltán empezó a avanzar de nuevo. No corrió como lo había hecho anteriormente. Había agachado la cabeza, olfateaba el aire y tenía los ojos clavados en algo que Remi no veía. Sus hombros se flexionaron cuando empezó a ponerse al acecho. Todo su cuerpo descendió hacia el suelo, como a punto de saltar.
Remi no habló para calmar o refrenar a Zoltán. Ya no estaba investigando. Estaba seguro de que existía una amenaza. Remi caminó a su lado, maravillada de su concentración. El perro se detuvo de nuevo, y entonces ella oyó el sonido. Lo sintió en el cuerpo y hasta notó un leve temblor en las manos, porque había oído el mismo sonido muchas veces, el chasquido del cargador de una pistola al encajar en su sitio. Oyó que alguien retraía la corredera para que un cartucho entrara en la recámara.
Zoltán corrió cuatro pasos y saltó hacia el follaje. Se internó hasta la mitad de un seto vivo y aferró el brazo de un hombre entre los dientes. Lo sacudió hasta que el individuo soltó el arma y cayó al pavimento. Zoltán cargó hacia delante y empujó al hombre hacia atrás para que no pudiera recuperar la pistola.
Remi corrió, alejó el arma de una patada hacia la oscuridad y siguió adelante. Zoltán la precedía, en dirección a la casa. No tomó el camino de acceso, sino que atajó entre el bosque de pinos, y ella lo siguió. El animal trotaba en la oscuridad, corriendo en silencio sobre la espesa capa de pinaza. Dos veces, mientras corrían, lo vio desviarse, oyó que se lanzaba sobre algo con un gruñido, y después el chillido de una voz humana se confundió con sus ladridos. Se esforzó por alcanzarlo, y entonces vio una silueta. Era la forma de un hombre que atravesaba a toda prisa el sendero. Zoltán se abalanzó contra él a la carrera y arrojó su gran cuerpo contra el hombre, que cayó al suelo a un lado.
Después Remi y Zoltán atravesaron el bosque, cruzaron el jardín, subieron el camino de acceso de hormigón y luego la escalera. Oyó que los hombres la perseguían, y eran veloces, tan solo se hallaban a un par de pasos. Zoltán se volvió, gruñó y cargó. Remi oyó el ruido de la refriega mientras abría la puerta y Zoltán entraba corriendo con ella. Cerró la puerta de golpe y, mientras pasaba el pestillo, lanzó un grito.
—¡Sam!
Se oyó un golpe contra la puerta cuando alguien lanzó su peso sobre ella.
Zoltán ladró, y Remi volvió a gritar mientras se internaba en la casa.
—¡Sam!
En el extremo de la primera planta que daba al mar, donde se hallaba la oficina, sonó la voz de Selma.
—¡Remi! ¿Qué pasa?
—¡Hay hombres aquí! Me han perseguido y han tratado de tenderme una emboscada en el sendero del bosque.
Selma corrió hacia Remi, se detuvo y miró a Zoltán horrorizada. Remi miró también y vio que le goteaba sangre del hocico. El animal se volvió hacia la puerta y se acuclilló, con los dientes al descubierto.
Mientras miraban, la casa quedó a oscuras. Oyó el ruido de hombres que subían corriendo los peldaños, y después un estruendo cuando golpearon la puerta de acero con algo similar a un ariete. El impacto disparó el sistema de alarma con batería, y sonó un agudo tono vibrante que se prolongó mientras el ariete se estrellaba de nuevo contra la puerta.
El generador de emergencia de la casa entró en funcionamiento, y se encendieron algunas luces de bajo consumo para poder ver. ¡Bum! Se oyó un chirrido cuando la vibración del ariete disparó el motor que bajaba los postigos de acero de la primera planta. Todo el piso quedó iluminado tan solo por unas pocas bombillas, privado de la luz de la luna y el resplandor del resto de las luces eléctricas de La Jolla.
Sam apareció en la sala. Se dirigió a la caja metálica de control empotrada en la pared, la abrió, encendió el monitor de las cámaras que había sobre la puerta y miró un segundo.
—Selma, llama a la policía.
Utilizó el intercomunicador para hablar con los hombres de fuera.
—Ustedes, los del porche. Llévense el ariete o se arrepentirán.
¡Bum! Los hombres redoblaron los esfuerzos. Retrocedieron, corrieron hacia delante y descargaron el pesado cilindro metálico. ¡Bum! Remi vio que la puerta se combaba hacia dentro, aunque sin ceder.
Sam activó un interruptor oculto en la caja de control. En el monitor, él y Remi vieron que los hombres del porche reaccionaban a un silbido. Cuando alzaron la vista, dejaron caer el ariete, se taparon los ojos y la cara con las manos, y se alejaron del porche dando tumbos, como cegados.
—¿Qué es eso? —preguntó Remi.
—Aerosol de pimienta. Es una de las cosas que añadí al sistema de seguridad.
—De esas que valen su peso en oro, ¿eh? —dijo Remi, mientras descubría que otros hombres salían corriendo del bosque para poner a los heridos a cubierto entre los pinos.
—¡Los teléfonos no funcionan! —gritó Selma.
—Utiliza tu móvil.
—Da la impresión de que interfieren los 850 megahercios. —Selma cogió otro teléfono del escritorio, que reconocieron como uno de los que habían utilizado en Europa—. Algún aparato. 1900 megahercios también. 2100 y 2500.
—Pues envía a un conocido un correo electrónico para que llame a la policía por nosotros.
—La wi-fi también está interferida. No puedo conectarme online. Es imposible utilizar la línea telefónica porque está cortada.
—De acuerdo. Por supuesto —dijo Sam. Manipuló un botón del tablero de control para alterar la dirección de las cámaras de seguridad—. Caramba. Tenemos problemas. Mirad todos esos hombres.
—¿Pete y Wendy están en casa? —preguntó Remi.
—Iré a contarles lo que está pasando —dijo Selma.
—Pídeles que abran la caja fuerte de las armas y que traigan…
—Lo haré yo —dijo Remi, que ya corría hacia la escalera. La subió de dos en dos y hasta de tres en tres escalones, pero no parecía que Zoltán tuviera problemas en adelantarla. Llegó al segundo piso y se encontró con Pete y Wendy camino del tercero—. ¡Esperad! Os necesito arriba un momento.
Pete y Wendy siguieron a Remi escaleras arriba hasta la cuarta planta. La suite matrimonial estaba enfrente de la escalera, y a la izquierda había dos vestidores. Entre ambos había un sencillo panel en la pared, en el que nadie se habría fijado a menos que conociera su existencia. Remi oprimió un punto y se abrió como una puerta. Dentro había un estrecho pasillo que albergaba dos cajas fuertes para armas y una tercera que parecía salida de un pequeño banco. Remi tecleó a toda prisa las combinaciones de las dos cajas fuertes.
—Wendy, coge cinco pistolas Glock 19, una para cada uno de nosotros, y dos cargadores extra para cada una. Después, coge toda la munición de nueve milímetros con la que puedas cargar y ve al primer piso. Puedes dejar las que utilizaremos Pete y yo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Wendy.
—Aún no estoy segura. Me parece que es la gente que creíamos haber dejado atrás en Europa. Pete, coge fusiles y municiones, un par de escopetas recortadas y las dos semiautomáticas 308. Y montones de municiones.
Pete y Wendy corrieron desde la cuarta planta hasta la angosta escalera que bajaba al tercer piso con los brazos llenos de armas y cajas de municiones. Remi cerró las dos cajas fuertes sin llave y después el panel que las ocultaba. Entró en el dormitorio, sin mirar a Zoltán, aunque sabía que la acompañaba.
—Ül, Zoltán.
El perro se sentó. Remi palmeó su enorme cabeza. Retrocedió y cerró la puerta.
Cogió la Glock que Wendy le había dejado, liberó el cargador para asegurarse de que estaba lleno, después se ciñó dos más a la cinturilla de sus shorts y bajó corriendo la escalera hasta el tercer piso, giró para descender por el siguiente tramo de escalones hasta la segunda planta, y había llegado a la mitad cuando vio algo por la ventana que la dejó paralizada.
Descubrió una escalera apoyada en el muro de la casa cuyo extremo llegaba justo por encima de una ventana del segundo piso. Un hombre con jersey de cuello cisne negro y tejanos negros subía por la escalera a plena vista. Llegó al piso, sacó un martillo y rompió un cristal grande, y después se dispuso a pasar de la escalera al marco vacío. Remi corrió hacia la ventana más cercana, alzó los brazos sobre la cabeza, levantó la larga barra de la cortina de madera de sus ganchos, apretó ambos extremos para dejar que la tela se soltara por ellos y corrió hacia la ventana rota. El hombre la vio llegar y trató de asir el rifle que llevaba colgado sobre el pecho, pero Remi fue más rápida. Mientras corría hacia él apuntó la barra al tórax del asaltante. Este intentó esquivarla, pero eso provocó que soltara la escalera y se olvidara de su arma. Remi lo arrojó de la escalera y a continuación utilizó la barra para empujarla.
Miró hacia abajo y vio que un hombre había corrido en auxilio del caído y que otro estaba levantando la escalera de aluminio. Cuando reparó en Remi, disparó varias veces en su dirección. Ella corrió al lado opuesto del segundo piso, sin soltar la barra de la cortina, y bajó corriendo la escalera.
Era tal como había temido. Otro tipo subía por una escalera hacia la ventana de aquel muro. Utilizó una herramienta parecida a un hacha de mano para romper el cristal. Remi ya se había puesto en movimiento, de manera que esa vez le resultó más fácil sorprenderlo antes de que estuviera preparado. Lanzó la larga barra de madera a través de la ventana, sin dejar de correr, pero el hombre aún sujetaba el hacha en la mano y la arrojó contra ella. Remi se agachó a un lado y el objeto se estrelló contra algo que había detrás de ella; aun así logró clavar la barra en el pecho del hombre y siguió corriendo hasta que él cayó hacia atrás, aferrado a la escalera.
Remi vio el panel de control de los sistemas de la segunda planta. Dejó caer la barra, corrió hacia él, abrió la tapa y accionó el interruptor de los postigos de acero de aquel piso. Las luces se atenuaron, el motor emitió un leve gemido, los postigos descendieron solo unos treinta centímetros y enseguida se detuvieron.
Oyó de nuevo el estruendo del ariete contra la puerta principal. Corrió hacia lo alto de la escalera y miró hacia abajo. Sam, Pete, Selma y Wendy habían apoyado un montón de muebles pesados en la puerta. Había un par de escritorios volcados sobre sus costados, con unos cuantos archivadores de acero colocados en horizontal sobre ellos. Los cuatro defensores formaban un círculo de seis metros y vigilaban la puerta. Pete estaba a la izquierda, armado con una escopeta, y Selma al lado de Wendy, sujetando una pistola con ambas manos. Sam se hallaba en el centro con uno de los rifles Les Baer Semi-Auto Match de Remi. La robusta puerta de acero se había combado un poco a causa de las arremetidas constantes, y Remi calculó que estaban a punto de combarla lo suficiente para que el pestillo cediera.
Mientras miraba y escuchaba, los golpes cesaron. Entonces oyeron el sonido de un motor de vehículo. Aumentó de intensidad a medida que se aproximaba, y luego todavía más. Rugió durante un par de segundos, y después, ¡bang!, el vehículo cargó contra la puerta y la derribó. Los escritorios y los archivadores salieron despedidos hacia el interior cuando una camioneta con una barrera metálica montada delante de la rejilla apareció en el hueco.
Sam había disparado un par de veces cuando la puerta se abrió, y vio agujeros en el lado del conductor del parabrisas, pero no había conductor. No cabía duda de que habían trabado el pedal con un peso o un palo, para luego lanzar el vehículo contra la entrada.
Hombres con ropa negra aparecieron a unos metros de la puerta, ocultos tras la elevada plataforma de la camioneta, y dispararon ráfagas hacia el interior de la casa con armas automáticas.
—¡Arriba! —gritó Sam.
Pete, Wendy y Selma retrocedieron hacia la escalera cercana al centro de la casa, sin dejar de disparar contra la puerta abierta. Sam disparaba con el rifle cada vez que podía ver un brazo, una pierna o un arma sobresalir por detrás del vehículo. Al mismo tiempo, retrocedía hacia la escalera como los demás.
Remi, atenta a la aparición de más escaleras de mano, apenas podía soportar la visión de Sam solo, intentando entretener a los intrusos. Bajó hasta la mitad de la escalera y disparó con rapidez hacia el hueco con su pistola Glock. Aún estaba disparando cuando Sam la rodeó por la cintura, la levantó en vilo y la obligó a ir hacia la escalera con él. La subieron de espaldas, mientras apuntaban y disparaban con el fin de mantener alejados a los intrusos. Remi se quedó sin municiones justo cuando llegaron al segundo piso.
Mientras buscaba otro cargador, echó un último vistazo a Sam y a Pete, que estaban haciendo rodar el piano de cola escaleras abajo. Se inclinó, volcó y cayó con un gran estrépito y una vibración disonante de macillos contra cuerdas, y después se quedó encajado en la escalera. Pero antes de que se detuviera, Remi había visto que una docena de hombres armados atravesaban la puerta derribada. Mientras ella recargaba su arma, Sam y Pete corrían hacia la zona del gimnasio en busca de más objetos con los que bloquear la escalera. Habían perdido la planta baja.