16

Afueras de Cuperly, Francia

Cuando llegaron a la superficie y respiraron de nuevo el aire nocturno, se sentaron en lo alto de la cámara rodeados por la elevada pila de tierra de la excavación.

—Deberíamos arrancar un par de barras de la valla y acercar el camión para cargarlo, como hicimos en Italia.

—No está mal pensado —contestó Sam—. No tengo ganas de ir andando de un lado a otro para recogerlo todo.

—Me encanta cuando tienes el sentido común de darme la razón.

—¿De veras? Procuraré recordarlo.

—Siempre que no intentes halagarme y manipularme para que sea amable contigo más adelante.

—Oh. ¿Tan malo es eso?

—Más o menos. No como para enfurecerme, pero tampoco es tu mejor comportamiento.

—Sin duda, pero ¿mi mejor comportamiento? Eso es poner el listón muy alto.

—Desde luego. Entonces ¿hacemos eso?

—De acuerdo. Dado que es una buena idea.

—Gracias.

Remi recogió un haz de jabalinas que había atado juntas, así como el escudo del mensaje escrito, y se ciñó a la cintura un gladius con su vaina. Ambos salieron de la excavación. Se oyó un fuerte chasquido cuando una bala pasó silbando sobre sus cabezas, y los dos volvieron a saltar al agujero. Un segundo después sonó otro disparo.

Remi asomó la cabeza por el borde de la trinchera y se puso las gafas de visión nocturna.

—Agáchate —ordenó Sam.

—¿Has oído el disparo? Está a unos trescientos metros de distancia. Ni siquiera ha podido dar a un blanco de tu tamaño.

—Con el primer disparo no, pero apuesto a que ha corregido ya la puntería.

Una tercera bala se alojó en el montículo de tierra que tenían detrás, y Remi se agachó.

—¿Se te ocurre alguna idea?

—Es posible que logre corregir el alcance enseguida, pero acertar a una figura que corre resulta más difícil.

—No te he pedido elucubraciones. Quiero un plan.

Sonaron tres disparos más en rapidísima sucesión, uno de ellos muy alto, otro a un lado y el tercero en la tierra que tenían detrás. Sam miró por el borde del agujero hacia las lejanas rocas.

—Hay un coche sobre el saliente rocoso. Parece un Range Rover. Y tres o cuatro hombres con rifles nos están apuntando.

—¿Se te ha ocurrido que están utilizando la misma estrategia que los romanos y los visigodos, llegar antes al terreno elevado para después retenernos desde lejos con fuego continuado?

—Ojalá estuvieran disparando flechas. Coge esto. —Sam le puso otro casco romano en la cabeza, recogió un scutum, lo golpeó con los nudillos, lo dejó a un lado y eligió otro—. Este es mejor. Tiene una capa de metal por la parte exterior. —Luego cogió un tercer scutum.

—Eso no detendrá una bala —dijo Remi.

—No, pero les será más difícil matarnos.

—Si tú lo dices…

—Lo afirmo. Póntelo sobre la espalda, así.

—Pareces una tortuga.

—Exacto. Esa es la idea. Ya es bastante difícil alcanzar desde esa distancia a alguien que corre en la oscuridad. Si interpones esto entre tú y ellos, les resultará complicado dilucidar qué eres tú y qué no. Bien, vámonos antes de que se les ocurra avanzar.

Recogió el atado de jabalinas, el escudo redondo con el mensaje y el scutum que había elegido.

Sam salió de la trinchera, se alejó corriendo de la carretera como si se le hubiera ocurrido un nuevo y milagroso plan, y luego trotó hacia un lado mientras los tiradores disparaban otra vez. Remi comprendió que intentaba atraer el fuego, de modo que trepó y, sosteniendo el scutum a su espalda, corrió hacia el camión aparcado.

Sam dio media vuelta y corrió tras ella. Los tiradores, que aún no habían reparado en la presencia de Remi, dispararon de nuevo contra él.

Remi seguía corriendo hacia el camión, agachada y con el scutum de metro veinte pegado al hombro derecho, de cara a los tiradores. Pasó junto al agujero más cercano, el que estaba lleno de proyectiles de artillería. Como se temía, los tiradores disparaban una bala tras otra hacia el hoyo, con la intención de provocar una explosión. Pero, tal como esperaba, desde donde estaban no podían hacer otra cosa que impactar en la tierra apilada a su alrededor. Incluso después de dejar atrás la zona peligrosa, oyó que seguían malgastando balas en los explosivos, convencidos de que la cercanía de Sam les brindaría la oportunidad de alcanzar los viejos proyectiles.

Al cabo de un momento dio la impresión de que los tiradores distribuían sus balas a partes iguales entre Sam y Remi, lo cual la convenció de que ninguno de ellos estaba bien entrenado. El método del francotirador consistía en elegir un blanco y hacer caso omiso de todo lo demás hasta que el objetivo caía muerto. El lema de los francotiradores estadounidenses, «Una bala, un muerto», estaba fuera del alcance de la mayoría de los demás servicios, pero cualquiera de ellos era mucho mejor que aquellos hombres.

Cuando pasó como un rayo junto al siguiente agujero de prueba que había dejado al descubierto el cañón francés, un disparo de rifle alcanzó el borde derecho de su escudo romano, desplazándolo con fuerza hacia un lado. Notó que rebotaban astillas en su casco, pero pudo sujetar el scutum y continuar corriendo. La curvatura del escudo había sido efectiva al anular casi toda la fuerza del impacto. Corrió todavía con más ímpetu y llegó al refugio que proporcionaba el gran camión. Se agachó por el lado de la carretera, fuera del alcance de los francotiradores, subió al asiento del copiloto, se pasó al del conductor y puso en marcha el motor. Los francotiradores dispararon contra la cabina, haciendo añicos una de las ventanillas. Dieron en la caja y luego en el chasis del camión. Remi siguió agachada.

Entonces, cuando empezaba a abrigar esperanzas, uno de los francotiradores logró que una bala rebotara en algo situado en el borde del foso que contenía las municiones y se produjo una tremenda explosión en el campo. Miró y vio que su marido se arrojaba al suelo con el scutum sobre la espalda. Sam se arrastró hacia delante mientras disparaban tres balas más, y después toda una ráfaga.

Un momento después, cargado todavía con los dos escudos y el atado de jabalinas, apareció en el lado seguro del camión. Ante la sorpresa de Remi, subió al compartimiento de carga, cerró la puerta, corrió hasta la ventanilla que lo separaba de la cabina y gritó:

—¡Sácanos de aquí!

Remi se incorporó, soltó el freno de mano, pisó el embrague y puso la primera. A continuación soltó el embrague con excesiva vacilación y el camión brincó hacia delante. El motor no se caló, de modo que Remi fue acelerando hasta que la transmisión gimió para indicar que debía cambiar de marcha. Fue cambiando hasta poner la cuarta sin levantar el pie del acelerador. Con el camión lanzado a ochenta kilómetros por hora por la carretera rural a oscuras y con los faros apagados, se limitó a mantenerse en el centro de la calzada. Se quitó el antiguo casco, lo tiró sobre el asiento y movió la cabeza para seguir guiándose por el reflejo de la luz de la luna sobre la superficie oscura y lisa de la carretera.

En cuanto pudo mirar por el retrovisor y comprobar que no veía el afloramiento rocoso, encendió los faros y aceleró. Se mantuvo en su carril para tomar las curvas. Alcanzó los noventa kilómetros por hora y después los cien, sin dejar de subir. Confió en que no acudieran coches en sentido contrario, pero dio la impresión de que albergar esa esperanza suponía llamar al mal tiempo. Un resplandor surgió en el cielo sobre la colina que tenía delante, y entonces un par de faros coronaron la cima y descendieron hacia ella.

Remi se pegó lo máximo posible al arcén derecho de la angosta carretera, al tiempo que procuraba no reducir la velocidad. El primer coche pareció esquivar su faro izquierdo por cinco centímetros. Cuando los faros del coche pasaron de largo y se convirtieron en un par de luces traseras rojas en la distancia, el conductor dio un bocinazo de protesta en la oscuridad. Los siguientes tres coches pasaron en silencio, tal vez aprovechando que en aquel tramo la carretera era un poco más ancha, o acaso enmudecidos por la sorpresa de ver a alguien conduciendo con tamaña imprudencia.

Remi no dejaba de mirar por el retrovisor, con la esperanza de que los francotiradores hubieran renunciado a perseguirlos. Una vez más, dio la impresión de que sus esperanzas conjuraban lo que más temía. En la carretera, detrás de ella, aparecieron un par de faros, que aceleraron con rapidez. Al tomar una curva, miró por el retrovisor lateral para ver mejor a su perseguidor. El vehículo era más grande y alto que la mayoría: el Range Rover que habían visto aparcado en el afloramiento rocoso del campo de batalla. Lo seguía otro vehículo aún mayor, un camión muy parecido al que ella conducía. Pues claro que tenía que haber un camión, pensó. La cámara del tesoro era tan grande como el compartimiento de carga de un camión. El oro y la plata que aquellos hombres se habrían llevado debían de pesar demasiado para transportarlos en el todoterreno.

El Range Rover se acercó con celeridad. Remi sabía que la siguiente maniobra sería situarse a su lado para que alguien le disparara con un rifle a través de la ventanilla.

El vehículo se acercaba cada vez más, y se dio cuenta de que el conductor intentaba iluminar sus neumáticos con los faros para que el tirador pudiera reventarlos a balazos. Oyó que Sam manipulaba las puertas traseras del compartimiento de carga. Enderezó el camión y miró por el retrovisor lateral. El Range Rover se encontraba casi pegado a ellos cuando las puertas del camión se abrieron.

Una antigua jabalina salió disparada desde la oscuridad del compartimiento de carga. Una punta pequeña, estrecha y afilada coronaba un mango de acero que abarcaba casi la mitad de su longitud, seguido de un metro de madera vieja y quebradiza. Era flexible, y dio la impresión de hender el aire, girando en espiral mientras volaba.

Remi vio por el retrovisor que los ojos del conductor se abrían como platos al ver el proyectil que se dirigía hacia él. La punta alcanzó el parabrisas con un ruido audible, y vio que la marca blanca del impacto aparecía delante del conductor y que la punta de la jabalina se clavaba en el cristal de seguridad. El viento provocó que el mango oscilara con violencia de un lado a otro, de manera que la punta afilada giraba frente a los rostros del conductor y de su acompañante.

El Range Rover dio bandazos un momento, mientras el conductor pugnaba por recuperar el control, y después giró de costado. El camión seguía al Rover demasiado de cerca para esquivarlo, de forma que embistió el lado del conductor junto a la rueda delantera izquierda e hizo que el vehículo girase, hasta que los dos se detuvieron.

Remi siguió conduciendo. El camión entró en Reims unos diez minutos después y lo aparcó en la agencia de alquiler. Sam y ella guardaron las armas y los escudos romanos en el coche alquilado que habían dejado en la agencia y se dirigieron a su hotel.

Vestidos con ropa negra cubierta de tierra, entraron en el vestíbulo cargando los pesados pertrechos de guerra. Cuando Sam se detuvo en recepción, el empleado contempló el casco con aire inquieto.

—¿Señor? —dijo.

—Soy Samuel Fargo, de la habitación veintisiete.

—Sí, señor. ¿Todo está a su gusto?

Echó un vistazo a las jabalinas y los cascos.

—Ah, ¿esto? Fuimos a una fiesta de disfraces que se nos fue un poco de las manos.

—Cierto, señor. Hemos descubierto que toda fiesta de tema romano suele acabar mal.

—Supongo que deberíamos habernos informado antes de ir. Ahora lo que desearía es alquilar una segunda habitación. Me gustaría que estuviera en una planta y un pasillo diferentes. ¿Es eso posible?

—Sin duda. —El hombre miró la pantalla de su ordenador, sacó unos impresos para que Sam los firmara y después una llave—. Habitación trescientos quince, señor.

Sam y Remi llevaron las armas romanas a su nuevo aposento y apoyaron los escudos y las jabalinas contra la pared.

Remi negó con la cabeza.

—Demasiado fácil de encontrar. Es muy valioso.

Sam cogió de nuevo el escudo grabado, abrió la ventana y salió al empinado tejado. Caminó hasta la chimenea más cercana y encajó el escudo entre esta y las tejas de pizarra de la cúspide. Volvió a la habitación y cerró la ventana.

—Tendremos que salir a echar un vistazo —dijo Sam—. Creo que deberíamos localizar a los hombres que han intentado matarnos.

—Me gustaría que te repitieras eso, a ver si te parece una buena idea.

—No a los hombres, exactamente. Lo que me gustaría saber es dónde han escondido el tesoro.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Bien, vamos a reflexionar acerca de quiénes son. Por lo visto, se trata de un grupo que no suele dedicarse al robo de antigüedades. No se fijaron en el escudo de la inscripción y dejaron numerosos objetos romanos de gran valor en la cámara solo porque no estaban hechos de oro.

—Tienes razón. ¿Quiénes serán?

—Amigos y aliados de Arpad Bako. Contactos de negocios, casi con toda seguridad. ¿En qué actividades está metido Bako?

—Según Tibor, parece ser que la principal consiste en desviar a canales ilegales medicamentos suyos que solo se venden con receta.

—Deduzco que esos hombres serán traficantes de droga locales.

—Me parece razonable.

—Vamos a llamar a Tibor.

Sam sacó el móvil y pulsó el número preprogramado de Tibor.

—¿Sí? —contestó una voz adormilada.

—Tibor, soy Sam.

—Estaba durmiendo. ¿Qué hora es? ¿Dónde estáis?

—Continuamos en Francia. Por lo visto, Bako encargó a unos ladrones franceses que llevaran a cabo la búsqueda, tal como temíamos, y se han hecho con el tesoro antes que nosotros, pero descubrimos que la inscripción seguía en la cámara.

—Empate. ¿Existe alguna forma de arrebatarles el tesoro antes de que lo trasladen?

—Conseguimos despistar a los francotiradores franceses que nos perseguían. Creemos que están relacionados con las actividades ilegales de Bako, de manera que deben de ser traficantes de droga. Me estoy preguntando si podríamos averiguar las direcciones de Francia adonde Bako envía sus medicamentos legales.

—He estado trabajando en esto desde que sospechamos que alguien más estaba en Francia. Llamé a un primo que trabaja para la empresa de fletes que Bako utiliza. No he descubierto el lugar de Francia al que envía fármacos. Creemos que una compañía belga manda a Francia sus productos legales, pero tiene un proveedor de productos químicos llamado Compagnie Le Clerc. Le envían compuestos químicos en contenedores especiales, y cuando los ha descargado se los retorna. Hay gente convencida de que no envía esos contenedores de vuelta a Francia vacíos.

—¿Tienes la dirección de la Compagnie Le Clerc?

—Sí.

Sam sacó un bolígrafo y un billete de cinco euros, y anotó la dirección: «6107 Voie de la Liberté, Troyes».

Volvieron a la agencia de alquiler, aparcaron el coche y cogieron de nuevo el camión.

—Esperaba no volver a verlo —dijo Remi—. ¿Cuánto les deberemos por los agujeros de bala?

—Aún están sumando.

—Y no olvides la ventanilla rota.

—Yo conduciré —dijo Sam.

Salieron de la ciudad, y Remi utilizó el plano de su móvil para encontrar la ruta y calcular la distancia. Unos ciento veinte kilómetros separaban ambas ciudades, de modo que tardaron algo más de hora y media por la E17.

Cuando localizaron la dirección de Troyes, su humor mejoró. La compañía consistía en un pequeño aparcamiento asfaltado, un garaje de camiones y un almacén de tamaño mediano.

—Ve más despacio para que pueda echar un vistazo al aparcamiento —dijo Remi cuando se acercaron.

En el aparcamiento, cerca del garaje, estaba el Range Rover con el parabrisas roto y, a su lado, el camión que lo había embestido. El parachoques delantero del camión había desaparecido, y la rueda delantera izquierda del todoterreno estaba torcida. Sam paró en la autopista para poder observar con detenimiento el complejo. No había ventanas ni en el almacén ni en el garaje, pero tenían sendas claraboyas en el techo. No había luces encendidas, ni hombres que patrullaran el terreno.

Sam entró en el aparcamiento. Permanecieron en el camión unos minutos con el motor en marcha, pero nadie abrió la puerta ni acudió a ver quiénes eran.

—¿Se habrán ido todos a casa? —preguntó Remi.

Sam miró el lado del almacén y se fijó en la pendiente del tejado, y acto seguido dio marcha atrás para que el compartimiento de carga del camión encajara bajo el alero.

Remi y él descendieron e intercambiaron una mirada. No fueron necesarias palabras para ejecutar el plan. Remi buscó bajo el asiento del camión, sacó la caja de herramientas y encontró una palanca para desmontar neumáticos y una cuerda. Se subieron al parachoques delantero, luego a la cabina y desde allí al tejado del almacén. Se arrodillaron junto a la claraboya más cercana y contemplaron el edificio.

Había contenedores de plástico blancos, del tamaño de latas de pintura de cuarenta litros, apilados hasta casi tocar la claraboya. A cada lado había pasillos abiertos en un suelo de hormigón. Y vieron dos carretillas elevadoras y una oficina.

—Aparta la cabeza —dijo Sam.

Golpeó la claraboya con la palanca y desprendió todos los cristales rotos que habían quedado adheridos al marco. Después ató la cuerda alrededor del puntal de acero del medio.

—Allá vamos —susurró Remi, y descendió con la cuerda hasta lo alto de una fila de contenedores de plástico. Los examinó—. Están llenos de algo. Muy estable.

Sam la siguió. Fueron bajando hasta llegar a la última pila de contenedores, que medía tan solo un metro de alto, y tocaron el suelo. Se separaron y empezaron a registrar el almacén hasta haber examinado todo el espacio abierto y la oficina, que ocupaba el extremo del edificio.

Sam se acercó a Remi.

—Era una idea prometedora, pero las ideas prometedoras no siempre dan buenos resultados. Pensaba que esconderían el tesoro donde almacenaban los medicamentos.

Remi se encogió de hombros.

—Tampoco los hemos encontrado. Todo esto parecen ser productos químicos.

Estaba mirando una pila de contenedores de plástico. Se acercó al más próximo y, tras leer la etiqueta, lo ladeó unos centímetros. Se desplazó a continuación a otra fila y levantó otro contenedor, y después repitió el proceso con otra fila y con otro contenedor.

Sam hizo lo mismo. Todos parecían idénticos, de unos veinte kilos cada uno. Sam y Remi se desplazaron de hilera en hilera y fueron mirando al azar contenedores de cada una. Por fin, justo cuando Remi estaba devolviendo uno a su lugar, vio que Sam utilizaba su navaja para desenroscar el aro que rodeaba la parte superior de otro a fin de quitarle la tapa. Remi se acercó y vio el brillo familiar del oro.

Los dos se pusieron a trabajar. Levantaron a toda prisa cada contenedor y dejaron aparte los que no estaban llenos de una cantidad idéntica de sustancias químicas. Algunos eran más pesados, otros más livianos, y hacían mucho ruido si los sacudían. Sam empujó un palet de madera hasta la fila y empezó a amontonar los contenedores de objetos encima. Al cabo de unos veinte minutos, el palet estaba cargado, y Sam llevó otro. Ya se habían convertido en unos expertos en identificar los contenedores que no pesaban mucho, y cargaron los palets con mayor rapidez. Cuando hubieron localizado todos los que pudieron, y comprobado que estaban llenos de productos químicos, Sam dijo:

—Busca el interruptor que abre las puertas.

Mientras él acercaba una carretilla elevadora para levantar un palet cargado con contenedores llenos de antigüedades, Remi localizó el interruptor. Cuando se acercó a la puerta, esta se elevó, Sam salió con la carretilla y Remi corrió para aproximar el camión. Lo cargaron en pocos minutos con la ayuda de la carretilla elevadora y los palets. El cargamento consistía en tres palets, cada uno de cuatro contenedores de alto y cuatro de ancho. Cuando terminaron, Sam devolvió la carretilla al interior y volvió al vehículo. Cerraron la puerta del almacén, cerraron el camión y se fueron.

Llegaron al hotel de Reims a las cuatro de la madrugada.

—Sacaré las armas y los objetos de la nueva habitación —dijo Sam—, y tú trae las pertenencias que dejamos en la antigua. Después nos iremos a París.

Corrieron al interior. Sam se dio cuenta de que algo iba mal en cuanto llegó a la puerta de la segunda habitación. Asomaba un leve resplandor por debajo de la misma. Unos tres minutos después, Remi llegó con su maleta. Sam estaba entrando en la habitación por la ventana. Los escudos y las armas que habían dejado parecían seguir en su sitio, pero la expresión de Sam le indicó que algo no iba bien.

—Oh, no —dijo—. ¿Se lo han llevado?

Sam levantó las manos vacías y cerró la ventana.

—Mientras nosotros estábamos robándoles en Troyes, ellos nos estaban robando en Reims. Se han llevado el escudo con la inscripción de Atila.