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Nizhny Novgorod, Rusia

«Sam vendrá —se decía Remi—. Sam vendrá a por mí cueste lo que cueste. Ya está cerca. Habrá descubierto mi rastro».

Estaba tumbada en la cama aunque sospechaba que la mañana ya estaba avanzada. Había leído en algún sitio algo acerca de experimentos con sujetos que vivían en cuevas, sin luz del sol ni relojes, que alargaban poco a poco sus ciclos de sueño hasta un día de veintiséis horas. Oyó la leve llamada a la puerta de la chica que le llevaba el desayuno. Era sensible a los sentimientos de Remi. Llamaba aunque Remi estuviera encerrada y ella tuviera la llave.

La chica se llamaba Sasha, un nombre masculino, por lo general, pero tal vez era un mote, o incluso un nombre que había asumido porque trabajaba para un criminal y no quería que la identificaran. Tendría unos dieciocho años, y era esbelta y rubia, con los ojos verdes claros. Había aparecido en cinco ocasiones ya. Cada vez que entraba, Remi hablaba con ella.

—Buenos días, Sasha. Me has preparado un estupendo desayuno. Muchísimas gracias.

Sasha dejó el desayuno sobre la mesita y apartó la silla para que Remi se sentara, como hacía siempre. La chica nunca había dejado entrever durante las primeras visitas que hablaba inglés, pero Remi la había puesto a prueba dirigiéndose a ella en ese idioma en cada una de las visitas como si fueran amigas, y había hecho comentarios que la hicieran pensar.

En una ocasión había dicho que echaba de menos estar al aire libre y ver el sol, y sobre todo le encantaría admirar de nuevo las flores que había visto en la propiedad cuando llegó. En la siguiente visita, Sasha se presentó con un jarrón en la bandeja que contenía una pequeña flor amarilla. Remi le había expresado inmensa gratitud, y le repitió las gracias con idéntico entusiasmo la siguiente vez que le llevó una flor. Le gustaba el té ruso tan fuerte que Sasha le llevaba en un vaso con azúcar. Pero la segunda vez, decidió sacrificarlo. Había dicho: «Es demasiado intenso para mí. ¿Te apetece?», y con una expresión tranquilizadora se lo ofreció a Sasha. Remi dijo que lo que más le gustaba era el café endulzado con un poco de miel. Al día siguiente, Sasha le llevó el té fuerte como de costumbre y se lo tomó, pero también llevó café y miel. La joven se sentó en la cama con su té y se quedó con Remi mientras esta desayunaba.

Cada desayuno incluía café y té, y cada comida incluía una flor. Cuando Remi hablaba, formulaba preguntas a Sasha sobre el mundo exterior. Un día le llevó un tulipán púrpura y blanco particularmente hermoso, y Remi le preguntó dónde crecía. Sasha utilizó entonces tazas, el mantel, los platos y la cubertería para componer un pequeño plano de la propiedad. Mientras disponía las piezas, las iba describiendo en inglés: «Casa… jardín… carretera… establos… pastizal… garaje».

A cada visita, Remi intentaba fortalecer la amistad y averiguar todo lo posible acerca de la casa, los terrenos y sus ocupantes. Sasha no revelaba muchos datos. Escuchaba a Remi, tardaba uno o dos minutos en preguntarse a sí misma si la información podía ser peligrosa, y después se las ingeniaba siempre para contestar sin decir nada que pudiera meterla en líos.

Así pasaron cuatro días (doce comidas). Al final, Remi conocía, en parte por lo que había observado la mañana de su llegada y en parte por Sasha, la distribución aproximada de la casa y los terrenos. Sabía que había veinte hombres en la propiedad que no solían residir en ella, lo cual obligaba a Sasha a trabajar mucho más, pues eso significaba cocinar, limpiar, lavar ropa y platos para mucha más gente de la habitual. Y eran el tipo de individuos que ponían la piel de gallina a Sasha.

Lo que Sasha ignoraba era que se había guardado un tenedor en la manga el segundo día. La joven jamás habría sospechado que Remi, gracias a Sam, sabía abrir cerraduras con una ganzúa y que, pensando en ello, había utilizado un agujero practicado en el armazón de acero de la cama para doblar todos los dientes del tenedor salvo uno, el cual rompió para utilizarlo como llave de tensión.

Durante el sexto día de cautividad, Remi desenroscó un pequeño puntal metálico que mantenía enderezada la esquina del armarito del cuarto de baño y comprobó su utilidad golpeando las tuberías para hacer ruido. De esa forma, después de usarlo, podría dejarlo en su sitio y nunca lo encontrarían si registraban la habitación.

Se ganó todavía más el afecto de Sasha a base de dividir en dos partes iguales su primer postre y compartirlo, sin dejar de hablar acerca de qué ciudad estaba cerca y en qué dirección se encontraba Moscú. Cuando estuvo segura de que el silencio se había impuesto en la casa aquella noche, utilizó su diminuta ganzúa y la llave de tensión para alinear las clavijas de tope sobre la gacheta del fiador y abrir la cerradura. Practicó una y otra vez hasta que pudo hacerlo con facilidad y rapidez. Mientras ensayaba, se le ocurrió que Sam se quedaría asombrado al ver su maña en abrir cerraduras, ahora que era importante.

Salió y dedicó cinco minutos a explorar el pasillo oscuro y silencioso hasta encontrar la escalera trasera por la que había subido al llegar. Miró por dos ventanas diferentes la extensa propiedad y el río de aguas negras que corría al otro lado y descubrió la habitación que había en lo alto de la escalera, donde oyó roncar a dos guardias. Después intuyó que ya se había aventurado lo máximo que se atrevía y regresó a su habitación, volvió a cerrar la puerta y se durmió.

El séptimo día practicó el código Morse que Sam había insistido en que aprendiera para ocasiones como aquella, a pesar de sus protestas de que ninguna organización militar lo enseñaba ya. Abrevió su mensaje a «Remi planta 4» y empezó a practicarlo en la tubería que alimentaba su lavabo. Los golpes debían ser suaves y quedos, y era preciso prolongarlos durante largos períodos para que los ocupantes habituales de la casa se acostumbraran a ellos y no les prestaran atención. Sasha y ella habían sostenido una conversación en inglés sobre el tiempo despejado y templado que hacía fuera, y la bonita vista del Volga desde la habitación de Sasha. Cuando las luces de la casa se apagaron de nuevo, Remi forzó la cerradura de su habitación y salió una vez más al pasillo a oscuras.

Su cuerpo era delgado y ágil, y Sam le había enseñado algunos trucos para caminar por un edificio a oscuras. Uno era que las tablas del suelo tendían a crujir más cerca del centro de un pasillo, y por eso caminar con sigilo consistía en avanzar un poco, detenerse al primer crujido y esperar, para que si alguien escuchaba no lo asociara con el siguiente crujido y decidiera que no estaban relacionados. Casi todos los ruidos producidos de esa manera no se consideraban de procedencia humana, tan solo parecían los habituales de una casa antigua que recibía una ráfaga de viento repentina o el azote de una rama en el exterior.

Cada día, mientras hacía sus ejercicios para mantenerse fuerte y ágil, Remi pasaba revista a todas las tareas que había realizado. Se aseguró de que no había descuidado ninguno de los preparativos que Sam la había obligado a practicar por si acaso. Durante las largas y felices temporadas en la casa de La Jolla, le había resultado difícil tomarse en serio dichos ejercicios, y Sam había bromeado y la había adulado para que aprendiera las partes aburridas. En ese momento, sin embargo, Remi reconoció que todo aquello la había ayudado a mantener alejado de sí el terror que acechaba dispuesto a paralizarla. El ejercicio le había proporcionado un objetivo y la había mantenido ocupada de una forma constructiva desde el primer momento de su cautiverio. Todo cuanto hacía le recordaba que no debía perder la esperanza, pero también le recordaba a Sam y lograba que las lágrimas amenazaran con desbordarse si lo permitía. «Sam va a venir, cada vez está más cerca —se repetía—. He de estar preparada».