61
Abrieron de un portazo el camarote. Sentada en una esquina, sobre un escritorio, Ann veía pasar el mar por un pequeño ojo de buey. Era donde había pasado casi todo el viaje; puro tedio, a excepción de unas pequeñas náuseas poco después de abandonar el delta del Mississippi. Su única alegría eran las dos comidas diarias que le traía un hombre calvo y feo, el cocinero del barco, suponía ella.
Tantas horas sin apartar la vista de estribor la habían convencido de que iban hacia el sur. A la velocidad que calculaba, de entre quince y veinte nudos, el segundo día debían de estar a mil millas al sur de Nueva Orleans; y aunque sus nociones de geografía sureña no fueran nada del otro mundo, no creía que anduvieran lejos de la península mexicana de Yucatán.
A Pablo no había vuelto a verle desde que estaba a bordo. Aun así se había mentalizado para cuando apareciese, y al oír la puerta supo que era él. Irrumpió en el camarote y cerró de un portazo. Ann nunca le había visto tan relajado. Cuando le tuvo algo más cerca comprendió el motivo: apestaba a ron barato.
—¿Me has echado de menos? —preguntó con una sonrisa.
Ann se arrimó más a la esquina, apoyando el mentón en las rodillas.
—¿Adónde vamos? —contestó con la esperanza de hacerle pensar en otra cosa.
—A un sitio caluroso y húmedo.
—¿Colombia?
Pablo ladeó levemente la cabeza, sorprendido de que Ann supiera —o adivinase— su nacionalidad.
—No, pero después de la entrega quizá podamos ir los dos a Bogotá en avión para un largo y romántico fin de semana.
Se acercó más al borde de la mesa.
—¿Cuándo será la entrega?
—Tú siempre preguntando.
Se inclinó para darle un beso baboso en la cara. Ann levantó las plantas de los pies hacia su pecho y le empujó con las piernas. Para su sorpresa, el grandullón tropezó hacia atrás y se cayó en el catre.
Se estremeció. ¿La mataría Pablo por haberle rechazado? El alcohol, sin embargo, había aplacado a su secuestrador, que se levantó riendo de la cama.
—Ya sabía yo que en el fondo eras una gata salvaje —dijo.
—Lo que no me gusta es que me enjaulen como si lo fuera. —Ann levantó las muñecas esposadas—. ¿Y si antes me quitaras esto?
—Salvaje y lista a la vez —repuso él—. No, creo que será lo único que te deje puesto.
Empezó a desabrocharse la camisa, clavando en Ann una mirada lasciva y desenfocada.
Ella temblaba en la esquina sin haber bajado de la mesa, sopesando la posibilidad de intentar correr hacia la puerta.
Leyéndole los pensamientos, Pablo se interpuso en su camino y empezó a acercarse lentamente.
Justo cuando Ann iba a gritar, el camarote se llenó de ruido.
Era la estática emitida desde el techo por un altavoz conectado al interfono de a bordo. A continuación retumbó una voz que no se oyó solo en el camarote, sino en todo el barco.
—Señor Pablo, por favor, preséntese en el puente. Señor Pablo, al puente.
Pablo movió la cabeza y miró asqueado el altavoz. Después fijó en Ann una mirada ávida, mientras se abotonaba torpemente la camisa.
—Ya reanudaremos más tarde la visita.
Al salir del camarote cerró la puerta con llave.
Ann, en su esquina, se desmadejó con lágrimas de alivio en las mejillas; alivio por un aplazamiento que, temía, sería solo temporal.
Una vez fuera del camarote, Pablo subió al puente y se acercó irritado al capitán.
—¿Qué pasa?
—Tiene una llamada urgente en el teléfono satélite.
El capitán le indicó un auricular, por el que Pablo habló tras sacudirse la torpeza del alcohol. Fue una conversación unilateral. Pablo estuvo callado hasta el final, cuando dijo:
—Sí, señor.
Se volvió hacia el capitán.
—¿A cuánto estamos del canal?
El capitán ajustó la escala en una pantalla de navegación.
—A seiscientas millas casi exactas.
Pablo miró el mapa digital, estudiando la línea de costa más cercana.
—Tenemos que hacer un viaje de emergencia a Puerto Cortés, en Honduras, para recoger pintura y cargamento.
—¿Una entrega a la finca?
—No, una petición de a bordo.
—Pero si la dotación que llevamos en el Salzburg es mínima…
—Pues entonces necesitaremos que se esfuercen todos al máximo —dijo Pablo—, no vayan a ser ellos los minimizados.