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Jiang Xianto, el camionero, salió de su bloque de pisos a las siete y media de la mañana siguiente. Tenía la frente vendada y alargaba el paso con rigidez para intentar minimizar los espasmos que le infligía cada zancada en el cráneo. De no haber estado tan absorto en su persona, podría haber reconocido a su atacante del Jabalí Rojo, que leía el Diario del Pueblo a bordo de un Toyota de fabricación china aparcado en la otra acera.
Zhou sonrió al verle cojear por la calle. No le había gustado mucho tumbar a Yao la noche anterior, pero por Jiang no sentía simpatía alguna. Se había dado cuenta enseguida del tipo de persona que era: un fracasado, un descerebrado que torturaba a los más débiles para sentirse mejor.
El camionero llegó a una parada de autobús llena de gente y, fiel a su forma de ser, se abrió paso a la fuerza hasta el principio de la cola. Cuando llegó el autobús, Jiang ocupó uno de los pocos asientos que quedaban. Zhou puso su coche en marcha y se mezcló con el tráfico, manteniendo algunos coches de distancia respecto al autobús.
Cuando este último frenó ante un bloque de pisos destartalado de los arrabales del sur de la ciudad, la mayoría de los pasajeros ya habían bajado. Zhou dobló una esquina, aparcó junto a un puesto callejero y vio bajar a Jiang del autobús. Entonces se caló un sombrero de ala, cerró el coche con llave y siguió a pie.
Jiang recorrió cierta distancia por una calle secundaria hasta meterse en un callejón sembrado de basura. Soplaba una brisa matinal que refrescaba el aire. Jiang se subió la cremallera de su chaqueta al llegar a un gran solar con una alambrada oxidada encima de la tapia. Se metió por un resquicio y caminó por el polvo entre altos montones de palés vacíos. Al fondo del solar, debajo de un toldo de chapa ondulada, había cinco camiones grandes tapados con lonas y una furgoneta destartalada. Alrededor de los camiones, varios hombres de aspecto rudo bebían té caliente en vasos de cartón.
—¿Qué pasa, Jiang —dijo uno de ellos—, que esta mañana tu mujer te ha cepillado el pelo con un wok?
—Ya te lo cepillaré yo a ti con una llave en cruz —respondió Jiang—. ¿Dónde está Xao?
De entre dos camiones salió un hombre alto con un chaquetón negro.
—Ah, Jiang, estás aquí. Veo que has vuelto a llegar tarde. Como sigas así volverás a cavar zanjas. —Se volvió hacia los demás—. Bueno, venga, ya podemos irnos.
Los hombres se reunieron a su alrededor, mientras se sacaba del bolsillo un papel doblado.
—Hoy descargaremos en la plataforma 27 —dijo—. Yo iré en el primer camión. Entraremos por un acceso auxiliar, así que seguidme. No quiero retrasos, porque nos esperan a las ocho.
—¿Dónde pararemos a echar gasolina? —preguntó un hombre con un gorro de lana muy gastado.
—Donde siempre, en el área de Changping. —Xao esperó por si había más preguntas. Después señaló los camiones con la cabeza—. Venga, a moverse.
Xao, Jiang y otros tres hombres se repartieron por los camiones. El resto se amontonó en la furgoneta. El camión de Jiang era el último de la fila. Subió y arrancó el motor, que escupió una nube de humo negro al ponerse en marcha. Después encendió la calefacción y esperó a que los otros camiones salieran del solar delante de él. Cuando se puso en marcha el penúltimo, quitó el embrague y dio el primer tumbo. En ese momento vio una mancha oscura por el retrovisor lateral.
Los camiones cruzaron una verja abierta, vigilada por un calvo corpulento que llevaba una pistola rusa Makarov debajo de la chaqueta. Al llegar a la verja, Jiang pisó el freno del camión.
—¡Echa un vistazo por detrás! —dijo asomado a la ventana, dando un golpe en la puerta para llamar la atención del vigilante.
Éste asintió con la cabeza y rodeó el camión. Al asomarse al porticón trasero recibió la bota de Zhou en plena mandíbula, pero durante la caída sacó la Makarov y la levantó, apuntando al camión. Zhou, sin embargo, ya se le echaba encima. El agente dio una patada a la pistola, se arrojó contra su contrincante y le dio un codazo en la mandíbula. Se oyó la fractura en sordina de un hueso al ser golpeado por otro. El vigilante se quedó desmadejado.
Zhou se levantó de un salto y giró sobre sus pies. Jiang ya se lanzaba contra él con el cuchillo que llevaba en la cintura. Zhou vio el brillo de la hoja. Era una estocada al pecho que intentó esquivar, aunque la punta se enredó en su manga. Sintió un corte en el bíceps derecho.
Ignorándolo, asestó un cruzado de izquierda a la sien del camionero, que soltó una palabrota al darse cuenta de que su contrincante era el mismo que le había machacado la cabeza la noche anterior.
Zhou no le dio tiempo de pensarlo. Como la Makarov estaba demasiado lejos para cogerla, hizo algo inesperado: lanzarse al ataque. Lo siguiente después del puñetazo fue una patada circular que alcanzó a Jiang en el muslo. Más que castigarle, la intención era la de hacer reaccionar al adversario, que picó: Jiang, cuchillo en mano, se lanzó imprudentemente hacia la barriga de Zhou.
Le encontró preparado. Con un movimiento de su mano izquierda, Zhou asió el brazo de Jiang y no tuvo problemas en parar el golpe, a la vez que aprovechaba el impulso para retorcerle la muñeca y arrojarle hacia delante. Después siguió girando y se dejó caer con todo su peso contra el brazo de Jiang, en el que clavó el hombro contrario.
Jiang se tambaleó entre dolores atroces, como si tuviera el brazo dislocado. Al caerse al suelo soltó el cuchillo, que en un abrir y cerrar de ojos pasó a la mano de Zhou y se acercó a la cabeza de Jiang. Zhou tenía ganas de matarle, y le habría sido fácil, pero resistió el impulso. Jiang sufriría más pudriéndose en una celda. Giró el cuchillo y le golpeó con el mango por debajo de la oreja. El impacto en la carótida interrumpió la irrigación sanguínea del cerebro, lo que le provocó un desmayo. Zhou jadeó con su adversario a sus pies. Una llamada telefónica a la Policía Armada de la República aseguraría un ingrato despertar para el matón. Antes, sin embargo, tenía que dar alcance a la comitiva.
Los camiones se habían perdido de vista por la calle. Zhou encontró la Makarov y, tras guardarla en el bolsillo, cortó una tira de la camisa de Jiang para usarla como venda. Tenía el brazo derecho pegajoso. La hemorragia, sin embargo, ya había cesado. Tendría que hacerse las curas al vuelo.
Saltó a bordo del camión y aceleró de golpe, levantando una nube de polvo que se posó como una manta en sus dos víctimas. El camión rugió rumbo a la carretera principal de Bayan Obo. La mina estaba al norte de la ciudad, así que giró en esa dirección y pisó a fondo el acelerador.
Esquivó el tráfico, adelantando a diestro y siniestro y despertando una sinfonía de bocinas y gritos de enfado. Cerca ya del límite norte de la ciudad el tráfico se hizo menos denso y la carretera empezó a subir por una serie de colinas cubiertas de matojos. Al llegar a una cresta, Zhou vio la comitiva a algo más de un kilómetro. Pronto se puso tras el último camión.
Con Zhou pegado a la atestada furgoneta, la fila de camiones dejó atrás la entrada principal de la mina de Bayan Obo y tres kilómetros más adelante se metió en una pista de tierra llena de baches por la que volvió hacia el sur y cruzó una valla derribada por el suelo, penetrando así en el complejo minero. Aparecieron dos grandes pozos a cielo abierto. Los camiones los rodearon para aproximarse a la zona principal de operaciones. Llegados a ese punto, la furgoneta se desvió y condujo a los camiones hasta un almacén medio quemado, aparentemente abandonado. Se detuvieron detrás del edificio, donde se erguía una gran montaña de mena triturada.
El robo seguía un mecanismo muy sencillo: en determinados turnos de noche, uno de cada tres volquetes que transportaban mena triturada a la planta de extracción se extraviaba durante el recorrido y depositaba su cargamento detrás del viejo almacén. Unos cuantos sobornos sustanciosos a conductores y administradores escogidos, que manipulaban los registros de producción de la mina, bastaban para poder llevarse la mena, que la comitiva transportaba cada pocos días para su venta.
Los hombres de la furgoneta abrieron una puerta trasera del almacén, donde se guardaba una cinta transportadora portátil. La acercaron a la montaña de mena y la conectaron a un generador portátil. Zhou vio que el camión que iba en cabeza se acercaba marcha atrás hasta situar el extremo de la cinta por encima de su plataforma. La brigada empezó a cargar la mena a paletadas en la cinta, la cual a su vez lo subía al camión. En menos de un cuarto de hora se llenó la plataforma y llegó el turno del siguiente vehículo.
Zhou se limpió el brazo y se ajustó la venda improvisada sobre el tajo del cuchillo. Mareado por la pérdida de sangre, recuperó sus fuerzas con unas bolas de arroz que encontró en una bolsa de papel sobre el asiento. Después se cambió la chaqueta por la que le había quitado a Jiang y levantó el cuello. Por último, empañó con vaho la ventanilla para que no le vieran los demás mientras esperaba su turno.
Cuando se fue el cuarto camión, Xao hizo señas a Zhou y le guió hacia la cinta. Zhou mantuvo las manos encima del volante para taparse la cara mientras Xao pasaba por delante del capó y le indicaba por señas que retrocediese.
La mena se derramó en la plataforma con el estrépito de una avalancha. Los minutos transcurrían lentos, mientras Zhou aguantaba la respiración por miedo a que alguien intentase hablar con él. Al final el ruido se acabó, y la cinta se detuvo. Al mirar por el retrovisor lateral, Zhou vio que la brigada se la llevaba una vez más al almacén. Xao dio unos golpes en el guardabarros con los nudillos y se alejó hacia su vehículo. El líder de la comitiva subió al primer camión, sacó el brazo por la ventanilla y señaló hacia delante. El resto de los camiones arrancó y le siguió.
Iban despacio por los baches, muy cargados, rumbo a la carretera principal. A continuación se dirigieron hacia el sur, atravesando la población construida por la empresa minera, y una vez que dejaron atrás aquel pequeño y polvoriento baluarte de la civilización se internaron por las áridas estepas de Mongolia Interior que Gengis Khan había conquistado ocho siglos antes. Zhou suponía que dejarían el cargamento en los almacenes ferroviarios más cercanos. Varias horas después, cuando llegaron a la populosa ciudad de Baotou, ya no pensaba lo mismo.
La comitiva circuló por la muy transitada autopista de Jingzhang, que llevaba a Pekín. Al llegar a las afueras de la capital pararon en un área de descanso para camioneros del suburbio de Changping, mientras anochecía. Se había levantado algo de viento, que traía remolinos de arena del desierto de Gobi. Zhou se envolvió la cabeza con una bufanda que encontró en el bolsillo de la chaqueta de Jiang, y mientras los camiones repostaban se alejó de los demás con el pretexto de estirar las piernas.
Los camiones se pusieron en marcha lentamente y se abrieron camino con dificultad por el tráfico urbano, cada vez más denso. Rodearon Pekín por el oeste, para evitar los peores atascos, y siguieron hacia el sudeste. Tardaron sus buenas dos horas en llegar a la ciudad portuaria de Tianjin. Xao condujo a los camiones por un laberinto de calles que desembocaba en el centro del gran puerto comercial.
Llegados a un antiguo depósito portuario, se metieron por una callejuela lateral. Aparecieron dos hombres en la oscuridad y tomaron un saco lleno de yuans que Xao les entregó por la ventanilla. Después se abrió una puerta al fondo del callejón y los camiones la cruzaron ruidosamente. Al otro lado había un almacén enorme, con un muelle al fondo. Los camiones lo recorrieron hasta detenerse junto a un carguero de dimensiones medias cuyas luces iluminaban el embarcadero.
Entre el muelle y la bodega abierta de la nave se extendía un gran sistema de cintas transportadoras, a cuyo extremo arrimó Xao el culo de su camión. Apareció una brigada con palas que empezó a vaciar el cargamento de mena. Al observar la operación desde el final de la cola, Zhou comprendió que ya había visto todo lo que necesitaba, así que bajó disimuladamente por la puerta derecha y se acercó con sigilo a la parte trasera del camión.
Un oficial del barco, que estaba comprobando las amarras desde el muelle, le miró. Interpretando el papel de conductor cansado, Zhou estiró los brazos, bostezó y se aproximó.
—Buenas noches —dijo inclinándose un poco—. Bonito barco.
—El Graz ya está viejo y gastado, pero sigue surcando el mar con la fuerza de un buey.
—¿Adónde se dirigen?
—Primero cambiamos de carga en Shangai, y después vamos a Singapur.
Al observar atentamente a Zhou bajo las luces, el oficial vio que tenía una mancha roja en la manga de la chaqueta.
—¿Está bien?
Zhou miró la sangre y sonrió, burlón.
—Es líquido de transmisión. Se me ha derramado cuando se lo echaba al camión.
Vio que el camión de Xao ya estaba descargado, y que el siguiente de la fila se movía para ocupar su sitio. Entonces saludó al oficial con la cabeza y sonrió.
—Que tengan ustedes buen viaje —dijo al dar la espalda a la zona de descarga y alejarse.
El oficial le miró de forma extraña.
—¿Y su camión?
Zhou se marchó del muelle tan tranquilo, ignorando la pregunta, y se perdió en la noche.