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—Francamente, no creo que nos interese mucho quedarnos a pegar la hebra con las fuerzas vivas —dijo Giordino señalando con la cabeza a una autoridad de la plaza de toros que se acercaba con dos guardias de seguridad.
—Tú primero —indicó Pitt rodeando con fuerza la cintura de Ann, que, tras un paso vacilante con la pierna herida, se aferró a su hombro para no caerse a la vez que sentía un pinchazo en el tobillo.
—Pon todo el peso en la otra pierna y llegaremos —dijo Pitt, para quien sus cincuenta kilos no fueron ningún problema.
Giordino les abría paso, apartando al público como un quitanieves. Al llegar a la rampa trasera de salida, abandonaron la plaza de toros en medio de una ovación. Las autoridades de la plaza, que no habían logrado acercarse a los tres americanos, se vieron limitadas a observar con perplejidad cómo subían a un taxi y se alejaban en la noche.
Ann rogó que la llevaran al consulado de Estados Unidos, pero pesaron más los votos de los hombres de la NUMA, que ya habían negociado con el taxista un suplemento por la gasolina. Mientras cruzaban Tijuana a gran velocidad, empezaron a notarse los efectos de la persecución y el cansancio hizo languidecer la conversación. Pitt tenía un montón de preguntas para Ann, pero no era el momento.
Desde su salida del barco, Ann había contenido sus emociones y se había resistido a dejarse vencer por el miedo; pero ahora, libre de las amenazas de muerte de Pablo y sana y salva en compañía de Pitt y de Giordino, empezó a acusar lo mucho que se había asustado. Hacía calor, pero ella temblaba, reprimiendo sus emociones. Pitt le pasó suavemente un brazo por los hombros y le dio un pequeño apretón que pareció aliviar la tensión. Pocos minutos después, Ann dormía.
Tardaron más de una hora en llegar a la costa sin rebasar el límite de velocidad, con el resultado de que al volver a la pequeña playa de arena ya eran casi las diez. Para Pitt fue un alivio ver el bote hinchable de la barcaza en el mismo lugar donde lo habían dejado. Tras llevarlo al agua, ayudó a Ann a subir. Giordino fue en busca del bidón de gasolina del bote y se lo dio al taxista, que usó una vieja manguera guardada en el maletero para sacar unos litros del depósito del taxi.
—Gracias, amigo —se despidió Giordino renunciando a sus beneficios del póquer.
Se llevó el bidón a la playa.
—¡Buen viaje! —exclamó el taxista con una gran sonrisa, tras hacer el recuento de su ganancia imprevista.
Pitt conectó la entrada de combustible del motor al bidón de gasolina, y con la ayuda de Giordino empujó el bote más allá del rompiente y subió a bordo. El motor se puso en marcha sin dificultad. En poco tiempo dejaron atrás el rompeolas.
—¿Estás seguro de poder encontrar el Drake? —preguntó Ann mirando el oscuro horizonte.
Volvía a tener la mirada alerta, aunque teñida de aprensión. Pitt asintió con la cabeza.
—Yo creo que Rudi nos habrá dejado las luces encendidas.
Después de alejarse del espigón viró hacia el norte, siguiendo la costa. Tras aproximadamente una milla se adentró en el mar para volver sobre su rumbo original. Al mirar por encima del hombro encontró una referencia: las luces de una casa, sola en lo alto de una loma, que se alineaban en sentido vertical con la luz vaga y amarilla de una farola, cerca de la costa. Manteniendo las dos luces paralelas, condujo el bote inflable hasta que desaparecieron. Durante unos minutos navegaron en la más completa oscuridad, mientras Ann luchaba contra el miedo de perderse en el mar. Justo cuando más negras estaban las aguas a su alrededor, apareció un ligero resplandor en algunos puntos por la proa. La luz blanca que emergía en la distancia se fue multiplicando en varios focos. Al aproximarse, vieron que correspondían a un grupo de tres embarcaciones.
El Drake y la gabarra estaban muy juntos. Cerca esperaba un barco de mayor tamaño. Pitt reparó en los colores del casco: blanco y naranja, señal de que era un barco de la Guardia Costera. Desde su cubierta, dos vigías siguieron la trayectoria del bote, que Pitt llevó junto al Drake antes de apagar el motor.
Rudi Gunn, visiblemente aliviado al reconocer a Ann, se asomó por la borda.
—¡Menos mal que estáis bien!
—Cuidado, Ann va un poco coja —apuntó Giordino.
La levantó hasta la borda, y Gunn la ayudó a subir al barco.
—Pediré que venga el médico del Edisto —dijo Gunn.
Ann negó con la cabeza.
—Lo único que necesito es un poco de hielo.
—Estoy de acuerdo —añadió Giordino al levantarse a pulso y subir a la cubierta—. Dentro de un vaso, con un chorro de Jack Daniel’s.
Pitt permaneció en el bote y le hizo de taxista al médico de la Guardia Costera. Tardaron muy poco en acomodar a Ann en su camarote, con hielo en el tobillo y una dosis de analgésicos en el estómago. Después Pitt acompañó al médico a su barco, amarró el bote y subió al Drake.
Para cuando se reunió con Gunn y Giordino en el puente, Al ya había explicado la persecución por Tijuana.
—Conque torero, ¿eh? —dijo Gunn sonriendo.
—Debo de tener sangre española.
Pitt suspiró y miró el Edisto por la ventana del puente.
—Está muy bien que hayáis hecho venir a los guardacostas, pero ¿por qué no persiguen al barco mexicano?
—Al no tratarse de una emergencia a vida o muerte no han querido entrar sin autorización en aguas mexicanas. Han avisado a la marina mexicana, que será la que tome el relevo. —Gunn se quitó las gafas y limpió los cristales—. Por desgracia no parece que tengan ningún barco en la zona, o sea, que no promete mucho. Me ha parecido que lo mejor era que el Edisto se quedase hasta que supiéramos algo de vosotros.
—Prudente decisión.
—Por lo visto los ladrones estaban esperando a que reflotásemos el Cuttlefish —dijo Gunn—. ¿Qué había dentro de la caja para que fuera tan valiosa?
Pitt entrecerró los ojos.
—Qué más quisiera yo que saber la respuesta a esa pregunta…
—Fuera lo que fuese —apuntó Giordino—, nadie se alegrará mucho de que se haya perdido. Ahora es un simple amasijo de cables aplastados sin valor.
—Por cierto —comentó Gunn—, hemos sustituido la radio del puente por una de recambio que había en la bodega. Supongo que convendría informar al Edisto de que ya podemos volver todos a San Diego.
—Rudi, ¿no se te olvida algo? —dijo Giordino señalando el mar.
Gunn le apuntó con su afilada nariz.
—¿Qué te crees, que nos hemos estado rascando la barriga en vuestra ausencia?
Fue a la parte trasera del puente y señaló la barcaza a través de la ventana. La luz débil de una lámpara iluminaba el Cuttlefish, apoyado en dos cuñas de madera.
—¡Lo habéis subido a bordo sin nosotros! —Giordino se volvió hacia Pitt—. ¿Cómo es posible que no lo hayamos visto?
—Supongo que estábamos demasiado concentrados en la patrullera de la Guardia Costera. Muy bien, Rudi. ¿Os ha dado algún problema al reflotarlo?
—No, ninguno; solo hemos pasado las eslingas desde el sumergible a la grúa de la barcaza y lo hemos levantado. Ha ido como la seda, aunque creo que no estará de más que le echéis un vistazo al casco.
—No perdamos más tiempo —dijo Pitt.
Gunn fue en busca de linternas. Se acercaron en el bote hinchable a la proa de la barcaza, en la que reinaba un silencio sepulcral. El piloto dormía en su litera, con el perro salchicha hecho un ovillo a sus pies.
El Cuttlefish se hallaba suspendido sobre ellos. Los lados del casco estaban limpios y secos, y el cromo de la embarcación reflejaba la luz de las linternas como si no hubiera permanecido en el fondo del mar durante casi una semana.
Giordino silbó entre dientes al ver un gran boquete en la base del casco.
—Debió de hundirse en un pispás.
—Está claro que los de la DARPA tenían motivos para sospechar —dijo Gunn—. No parece que fuera un accidente.
—Lo más probable es que nuestros amigos del yate pusieran explosivos en el casco —añadió Giordino—. Debió de explotar antes de tiempo sin que pudieran apoderarse de la caja.
—En realidad los explosivos los pusieron dentro del barco. —Pitt estudió los destrozos con su linterna—. Las marcas parecen indicar una detonación interna.
Gunn apoyó la mano cerca del boquete, en una parte recortada que sobresalía.
—Tienes razón, debieron de colocar los explosivos dentro de la cabina.
Pitt se arrodilló frente al agujero y enfocó la linterna en la oscuridad del interior. Se veían los restos de la cocina del barco, con mamparos manchados de negro y un reventón del tamaño de un cráter en el techo. Con todo, los daños internos eran de menor gravedad que el boquete del casco.
Al examinar los destrozos reparó en dos cables pelados de color naranja que salían por el agujero. Los siguió con la mirada a través de la cocina hasta un mamparo esquinero de popa, donde cruzaban un orificio hecho con un taladro. Se metió por el boquete, entró en la cocina y, dejando atrás el pequeño comedor, llegó a unos escalones. En el puente de mando se detuvo a examinar el timón. Después abrió una compuerta situada frente al asiento del piloto y encontró un laberinto de cables de colores que alimentaban la parte electrónica del barco. No tardó en localizar los de color naranja. Uno estaba empalmado a un cable de tensión, y el otro subía por la carcasa del regulador. Un minuto después vio hasta dónde llegaba: a un interruptor oculto bajo el panel del timón.
Giordino y Gunn habían rodeado el Cuttlefish para subir a la popa. Al encontrarse a Pitt frente al timón, ensimismado, Gunn le preguntó qué había descubierto.
—Un pequeño matiz en mi teoría —dijo Pitt—. El Cuttlefish no lo volaron los mexicanos, sino el propio Heiland.