El tren se detuvo en la estación de Tascosa con un resoplido final y una serie de chirridos y golpetazos. Bajaron o subieron algunos viajeros, pocos porque Tascosa era simplemente un apeadero con unos cuantos corrales de ganado. Un hombre joven, alto, vestido con ropas vaqueras, estaba entre los que se apearon.
También un empleado del tren bajó y se acercó al vaquero, que en aquel momento depositaba en tierra su silla de montar.
—Si me echa una mano terminaremos antes.
—Me parece muy bien. Andando.
Era un hombre moreno, que hablaba un inglés de acento algo extraño para los oídos de un tejano; un hombre delgado, de ágiles y seguros movimientos, con un rostro descarnado, fino donde los ojos grandes y oscuros parecían descubrirlo todo al instante. Evidentemente sus ropas vaqueras eran nuevas y no había escatimado el dinero al compelas.
Había una serie de aspectos extraños en aquel hombre. Por ejemplo, la silla, distinta en algunos detalles de la comúnmente usada en el Oeste. Era de cuero adobado y con clavos de plata. También el cinto estaba adornado con monedas de plata agujereadas en su centro. Eso dejaba poco espacio para las cartucheras, de las que sólo había tres cargas completas de revólver. Las botas eran también diferentes a las comúnmente usadas en Texas. Muy blandas y adobadas, se ajustaban perfectamente al pie.
Había dos vagones de ganado, cerrados, al final del tren. El empleado los desenganchó velozmente con la ayuda del vaquero. Dos o tres desocupados y el jefe de estación se aproximaron a presenciar la tarea. El último inquirió:
—¿Son éstos los vagones que traen ganado para el coronel Dryant?
—Lo son.
—Vaya, pues no parece que sea ninguna gran adquisición. La verdad es que no lo va a necesitar tampoco, tal y como le andan las cosas…
El vaquero se lo quedó mirando fijo. A su vez era objeto de la atención de los otros.
—¿Le ocurre algo al Coronel?
—¿De dónde sale usted? Sí, le ocurre… —se calló de pronto, como pensando que más le convenía ser prudente. Y mirando hacia la derecha del vaquero, añadió—: Le ocurren algunas dificultades. Pero ya se enterará usted.
El vaquero se volvió, pausado, hacia el punto al que miraba el jefe de estación. Dos jinetes estaban llegando por allí.
Nada dijo. El hombre del tren ya había desenganchado. Saludó y se, alejó. El vaquero habló de nuevo.
—Esperaba encontrar aquí gente del coronel para que me ayudara y guiase. Tal vez sean esos dos jinetes…
—Tal vez.
—Bueno, de todas formas no voy a esperarlos para comenzar.
Se acercó al primer vagón y abrió su puerta corrediza, subiendo al interior con agilidad. Echó afuera un mamparo de maderas apoyando uno de sus extremos en el andén y enganchando el otro en el borde de la plataforma del vagón. Los desocupados no quitaban ojo a sus maniobras.
—Vaya tipo raro. ¿De dónde vendrá?
—Vete a saber. De Texas no es.
—Parece mejicano, pero habla un inglés demasiado bueno para serlo.
—¿Has visto las monedas que lleva en el cinto?
—Ya. Es un fantasioso.
—No lleva revólver, al menos a la vista.
—Y es más fuerte de lo que parece. Reparad en cómo mueve ese mamparo.
—¿Dónde traerá el ganado? Porque el que quepa en un par de vagones…
—¡Cáscaras! ¡Mirad qué caballo!
El vaquero estaba sacando un alazán que aquellos hombres, bien conocedores del género, contemplaron con la boca abierta. De cabeza pequeña, remos finos, potente pecho y nudosas articulaciones, aquel animal era una maravilla. El vaquero lo hizo bajar con un cuidado que demostraba el cariño que le tenía y lo condujo al lado de la montura, que tomó y le puso con una demostración de vigor y agilidad muy notada por los mirones. Aseguró las cinchas, lanzó .una rápida mirada hacia los jinetes que ya se estaban acercando a la estación y regresó al interior del vagón. Apareció de nuevo con una valija de cuero y una manta, un impermeable y un hermoso rifle “Winchester” del último modelo, mas dos objetos que dejaron a los mirones en ayunas de su significado. Unas bolas, al parecer, de cuero, ligadas por delgadas tiras a una anilla de metal, y una especie de machete enfundado. Llevó todo junto al caballo, ajustó la valija y la manta a la silla, colgó las bolas del borrén y se aseguró el machete terciado hacia la parte del costado izquierdo.
Justo llegaban los dos jinetes al extremo del andén cuando el extraño vaquero terminaba su tarea y se volvía a ellos, llevando en la mano derecha el rifle, aunque sin hacerlo de forma agresiva.
Los recién llegados eran hombres jóvenes, de un tipo que abundaba en el Oeste de Texas. Polvorientos, mal afeitados, rubios, uno más recio que el otro, bien armados. Examinaron con insolente atención al otro hombre, que a su vez lo hacía con tranquila fijeza. Y el de más edad lo interpeló con agresividad:
—¿De dónde sales tú y quién demonios eres?
—¿Es ésa la manera de preguntar en Texas?
—¡Al diablo contigo! ¡Contesta si no quieres…!
—¿Si no quiero, qué?
El rifle se había afianzado súbitamente en la diestra del vaquero y parecía estar cubriendo a los recién llegados, que cambiaron una mirada veloz. El que aún no hablara lo hizo con acento ominoso.
—Si no quieres tener un disgusto, hombre. Y no se te ocurra disparar. Podrías tocarnos a uno, pero no lo ibas a contar.
El vaquero no pareció muy asustado por el aviso y la actitud de sus oponentes, aunque los mirones se habían apresurado a ocultarse.
—Esa es una contingencia aún por ver. No me gusta que la gente desconocida se presente y me quiera atropellar.
Los dos jinetes cambiaron otra mirada. Parecían un poco desconcertados.
—Tú no eres de Texas, desde luego —dijo el más fornido.
—Soy argentino.
—¿Argentino? ¿Y dónde demontres cae eso?
—Muy lejos de aquí.
—Ya se nota. Y bueno, algo te traerá por esta parte del mundo. ¿Buscas empleo?
—Tengo empleo. Traigo unos sementales al coronel Dryant, que debe tener su rancho cerca de aquí.
Una vez más los jinetes cambiaron sendas miradas. Y el que parecía llevar la voz cantante dijo, arrastrando las palabras:
—Conque ganado para Dryant, ¿eh? ¿Y dónde lo llevas, en esos dos vagones?
—Sí.
—Vaya, vaya… Pues tenemos curiosidad por ver la compra que ha hecho el coronel. ¿Te importa?
—¿No trabajáis para él?
Uno rió en tono bajo. El otro denegó, sonriendo de manera ambigua.
—No, argentino. Nosotros no trabajamos para él. Andando, enséñanos ese ganado.
—No me da la gana.
—¿No? ¡Te voy a…!
El par de jinetes echaron mano a sus armas y espolearon a los caballos con intención de arrollar al argentino. Este se movió como un rayo. Sonó un disparo de rifle, y el caballo del más fornido de sus oponentes, alcanzado en el cuello, relinchó, se puso de manos y lo desarzonó, haciéndole errar su propio disparo. Al mismo tiempo, el bruto herido se echó encima del otro jinete, quitándole la visibilidad. El argentino hizo fuego de nuevo, y su segundo oponente recibió el proyectil de rifle en la cadera. Aulló y falló también la puntería.
Todo había sido sobremanera rápido. Ahora, los dos bravucones estaban a merced del extranjero. Y todos lo sabían.
Pero el argentino no pareció desear llevar las cosas a su último extremo. Se limitó a encañonar a sus oponentes y ordenarles:
—Dejen caer las armas, vamos; o tiraré a matar
Tragando la impotencia, desconcertados y abatidos, le obedecieron. Harto tenían, el uno con dominar a su caballo y recuperar la estabilidad sobre la silla, el otro con atender a su herida y a su caballo juntamente.
—Ahora saque sus rifles y échenlos a tierra también.
—Nos pagarás esto, argentino. Hemos de sacarte la piel a tiras, ventajista…
—Yo no inicié la pelea. No me gustan los entreveros, señores. Pero si me buscan me encontrarán. Y ahora, márchense a curarse. Lo siento por el pingo.
No había nada a hacer. Los dos jinetes volvieron grupas y se alejaron velozmente por donde habían venido.
Los desocupados y el jefe de estación miraban ahora al extranjero de muy distinto modo. El último le habló con sequedad.
—No le arriendo la ganancia, amigo. Si quiere un buen consejo, no espere a entregar esos vacunos al coronel. Pasa un tren por aquí dentro de cinco horas. Tómelo, si le dejan tiempo para hacerlo.
—Vine a entregar unos toros al coronel Dryant y es lo que haré. De todas formas, gracias por su consejo. ¿Alguno quiere ganarse un par de dólares?
—Si es acompañándole a lo del coronel puede guardárselos, hombre —le contestó uno de los desocupados. El argentino denegó, con una sonrisa fina.
—Sólo se trata de que me eche una mano para descender a tierra los toros.
—Bueno, siendo así, le ayudaremos.
—Me basta con uno.
Fue el que hablara antes. El argentino abrió la puerta al otro vagón, el más grande de los dos, subió y enganchó a la plataforma el mamparo que entre él y su ayudante habían previamente quitado al primero.
—Tome esa cuerda. Mucho cuidado con el toro ahora, no vaya a resbalar y romperse una pata.
El otro pensaba seguramente en los salvajes cornilargos de Texas. De ahí que hiciera una mueca y procurara apartarse más que atender al toro. Pero se le abrieron mucho los ojos al verlo. Y lo mismo a los demás.
Era un animal grande, negro con una gran mancha en la cabeza, de cortos cuernos y patas, robusto cuello y redondo corpachón. Algo tan distinto a un cornilargo como podía serlo de un asno el magnífico caballo del argentino.
Salieron cuatro de aquellos toros y no había más. Tampoco eran necesarios para mantener boquiabiertos a los mirones. El que ayudara a sacarlos inquirió, con aturdida expresión:
—Oiga, ¿qué clase de bichos son éstos?
—“Herefords” ingleses. Son sementales. Supongo que el coronel trata de renovar su ganadería.
—¡Hum! Eso parece… Pero, oiga, no los habrá traído de Inglaterra…
—De la República Argentina, que está un poco más lejos. Cada uno cuesta al coronel mil dólares, aparte el transporte.
—¿Mil…? Oiga, amigo, supongo que trata de tomarnos el pelo.
—¿Por qué? Ya veo que no conocen a esta raza bovina. Una vaca “Hereford” puede dar veinte litros de leche al día y, al matarla, mil libras de excelente carne. Y su mantenimiento cuesta poco más que el de una de esas vacas todas cuernos y huesos de ustedes. En cinco años, y mediante una cuidadosa selección de montas, el coronel puede encontrarse con un rebaño de tres mil cabezas de ganado “Hereford” con un millón de dólares de valor. Es una inversión excelente la que ha hecho. Y ahora, ¿quieren indicarme el camino hacia su rancho?
Se lo dijo el jefe de estación.
—No tiene pérdida. Siga el arroyo que pasa por aquí remontándolo hasta su nacimiento. Luego tuerza a la derecha rodeando la colina y podrá distinguir los edificios al otro lado del valle.
—Gracias por su amabilidad.
Sin más, el argentino montó a caballo. Componía una hermosa estampa allí arriba. Su extraño sombrero de copa plana y ala doblada hacia lo alto, sujeto con un barboquejo de cuero, dejaba al descubierto su cara morena y hermosa, limpiamente afeitada salvo el oscuro bigote enterizo de finas guías. Tomó y desenrolló un delgado látigo de cuero de acaso dos metros de longitud, alzándolo en el aire y haciéndolo restallar sobre las cabezas de los toros, que levantaron las suyas y se lanzaron hacia el extremo del andén. Poco después, jinete y toros iban hacia la orilla del arroyo a un paso bastante rápido para los bovinos.
—Mil dólares un toro…
—El demonio me lleve si no dijo la verdad.
—Así se explica que los trajera con tantas comodidades. Nada menos que de la Argentina. ¿Dónde estará eso?
—Vete a saber. Veinte litros diarios de leche y mil libras de carne… Demonios, el coronel sabía lo que estaba haciendo al adquirirlos.
—Puede que entonces lo supiera. Pero lo que es ahora…
—¿Qué piensas va a pasar? Ese argentino maneja el rifle como el primero y no se arruga.
—Palabra que me quedé viendo visiones. Yo estaba seguro de que lo iban a acogotar entre Granson y Thomas. Pero fue él quien los madrugó…
—Es que los cogió de sorpresa. Ahora ya le conocen y no se dejarán tomar la delantera. Me parece que ese argentino tiene sus horas contadas y pudrirá tierra en Texas… Apuesto cinco dólares al que quiera a que no dura veinticuatro horas.
O nadie disponía de cinco dólares entre los presentes o estaban todos de acuerda con él.