CAPITULO XV
Los dos amigos remontaron el cauce del arroyo al paso, con los revólveres alistados, ya que los rifles no les servían para la ocasión. Alguna que otra bala perdida aullaba por las cercanías, pero sin peligro para ellos.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí. Y tenemos suerte.
La tenían. En el campamento, con los caballos, tan sólo -había tres heridos de alguna importancia, el cocinero y un herido grave. El cocinero estaba terminando de vendar a uno de los primeros, otro fumaba mezclando maldiciones con comentarios sobre la situación, el tercero, con un balazo en una pierna, masticaba tabaco y el grave descansaba boca arriba sobre unas mantas, con los ojos cerrados. Los dos amigos llegaron a veinte metros del campamento sin ser advertida su presencia. Y entonces avanzaron abiertamente.
—¡Que nadie se mueva! ¡Tiraremos a matar!
El que mascaba tabaco se atragantó y lo espurreó por boca y narices, el que fumaba soltó un fuerte taco y se quedó boquiabierto, el que estaba siendo curado dio un salto y luego se calmó, comprendiendo la inutilidad de hacer más, el cocinero giró y alzó las manos velozmente, el herido grave abrió los ojos y trató de incorporarse sobre un codo…
—¡No tiréis, hombres! ¡Sólo hay heridos…!
—¡Malditos…!
Rápidos, Vance y Ramón se hicieron cargo de la situación, cambiaron una mirada y el primero advirtió a los consternados hombres que tenía delante:
—Quedaos quietecitos, valientes. Será mucho mejor para vosotros. Guerrero, espante a los caballos.
Rápido, Guerrero acercóse a los numerosos caballos trabados bajo los árboles, sacó el facón y se metió por entre ellos, poniéndose a aullar como un poseído. Los asustados animales comenzaron a relinchar y a moverse, atirantando las riendas que la filosa arma cortaba limpiamente en secos golpes. Otros se soltaban por sí mismos y en pocos instantes se armó un verdadero “pandemónium” aumentado por la acción de Vance, que acercándose al carro-cocina tomó el farol colgado de él y lo rompió, derramando el petróleo que contenía sobre el toldo. Luego rascó una cerilla y prendió tranquilamente fuego. Las llamas alcanzaron prestamente la lona y no tardaron en cobrar volumen.
—Manteneos quietos, hombres. Esto es sólo una pequeña diversión.
Ellos no podían hacer sino obedecer y maldecir por lo bajo. Tomando un trozo de lona ardiendo, Vance se llegó con ella donde los caballos, prendiendo fuego a un matorral seco de manzanita que ardió velozmente. Luego los dos amigos comenzaron a disparar al aire sus revólveres.
Allí delante, Jake Olney, que estaba disparando contra la casa ranchera desde el parapeto donde el día anterior Ramón cazara a uno de sus hombres, advirtió el tumulto, se volvió y vio salir humo del lugar donde tenían la acampada. Súbitamente aprensivo se quedó unos instantes quieto. Luego emitió un ronco juramento.
—¡Están asaltando el campamento, maldición! ¡Pronto, venid conmigo!
Ya otros habían visto lo que sucedía. Entre gritos y maldiciones se volvieron para descubrir a los asustados caballos que salían en todas direcciones, algunos incluso en la del rancho. Para todos resultó evidente que habían sido al fin cogidos entre dos fuegos por un ataque audaz.
—¡Vámonos, Vance!
—¡Sí! ¡Hasta la vista, hombres! ¡Aún no hemos terminado con vosotros!
Espoleando a sus caballos, los dos amigos salieron disparados de la espesura, viendo cómo ocho o diez hombres empuñando rifles, corrían todo lo que les era posible en dirección al campamento. Al distinguirlos, aquellos hombres frenaron su carrera y comenzaron a disparar sobre ellos. Pero lo hacían nerviosos, con mala puntería sobre dos bultos demasiado movedizos, que además se alejaban velozmente. Sólo una bala rozó ligeramente el anca del caballo de Ramón y otra arañó la cadera de Vance, sin producirle otra cosa que una sensación de quemadura.
Los dos amigos se detuvieron a cosa de un cuarto de milla del campamento, volviéndose a mirar.
Por todas partes venían corriendo los asaltantes, alar-nados y desconcertados a causa del ataque sorpresivo. Ninguno de ellos parecía preocuparse ahora en perseguirles. Todos, en cambio, corrían detrás de sus caballos…
—Me parece que hemos hecho fracasar ese ataque —dijo Vance plácidamente. Luego se palpó la cadera, con una mueca—. Demontres, un poco más y me lisia de veras…
Ramón estaba mirando la sangre en la grupa de su caballo.
—Creo que debemos alejamos algo más y descansar un poco, ¿no le parece? Por ahora esa gente tiene bastante con tratar de recuperar los caballos. No creo que vuelvan al asalto.
—Sí, vámonos.
Pusieron los animales al trote largo, alejándose del rancho. En su interior, el coronel, con un parche en la mejilla derecha y el humeante rifle en las manos, se volvió a su mujer, que estaba curando a un peón malherido, y le dijo, triunfal:
—Ya sabía yo que esos dos muchachos no nos dejarían desamparados, Claire. Acaban de pegarle fuego al campamento de esa gentuza y dispersaron sus caballos, alejándose tranquilamente luego. Con un poco más de suerte les vamos a dar lo suyo a esa pandilla de bribones.
—Ojalá la tengamos, Ben. Yo estoy más aliviada ahora sabiendo que nuestros hijos se hallan sanos y salvos.
—¡Oye, padre! —La voz de Brad sonó en la parte opuesta de la casa—. Por aquí están echando a correr los asaltantes. ¿Qué sucede?
—¡Que Ramón Guerrero y Vance les han quemado el campamento! ¿Me puedes oír, Mac Alien? Dos hombres solos contra toda tu pandilla y no pueden con ellos…
Allí abajo, los asaltantes consiguieron, no sin esfuerzo, ir recuperando sus cabalgaduras mientras otros trataban de apagar el fuego que estaba propagándose por la hierba y otros, aún ayudaban a salir de allí a los heridos o recogían apresuradamente sus pertenencias. Por suerte para ellos, el incendio no contaba con yerba seca y viento para expandirse. Pudo ser dominado gracias a un esfuerzo conjunto de todos, pero el campamento estaba prácticamente destruido. Y no eran muy alegres las caras de los jefes del grupo cuando se reunieron a deliberar.
—Malditas sean sus negras entrañas, nos la jugaron buena.
—¿Qué hacemos ahora? Anoche nos quemaron los equipos en el rancho y ahora lo que nos restaba en el campamento. Y todo sin sufrir ellos ni un rasguño.
—No hay sino una solución. Acabar cuanto antes con el coronel. Luego salir en persecución de esa pareja y acribillarlos a balazos, cueste lo que cueste.
—Yo voy a por ellos —dijo Olney—. Quedaos vosotros, si queréis. Pero no aguanto más tiempo el que esos dos se burlen de nosotros en nuestras narices.
Hubo una nueva discusión. Finalmente, Olney, con cinco hombres, y Pickton, con otros tantos partieron en persecución de los dos amigos, quedando el sheriff y Jarrell sosteniendo el sitio con los restantes veinte sanos. Los restos del destruido campamento fueron trasladados a la otra orilla del arroyo. Para cuando se reanudó el ataque ya eran las diez y media de la mañana.
Pero ahora, Jarrell convenció a Thrall de que debían concentrar todos los esfuerzos sobre el lado de la casa de peones, más vulnerable y propicia al avance. Así, los veintidós asaltantes adelantaron escalonadamente, sosteniendo una de las líneas de avance de la otra con un fuego nutrido contra las ventanas.
El coronel se dio cuenta al instante de lo que sucedía. Apretando los dientes, llamó a su hijo. Dentro de la casa ranchera disparaban ahora sólo ellos dos. Había un peón disparando desde lo alto de la cuadra y dos en la casa de peones. Cinco contra veintidós…
—Tenemos que frenar el avance de esos, Brad, o se nos echarán encima en seguida.
—¿Cómo, padre? Me parece que, a la postre, no saldremos vivos de ésta. Debimos mandar a madre con los demás a Lubbock.
—Sí. Hubiera sido mejor. Pero venderemos caras nuestras vidas.
Su mujer estaba ayudando a tenderse en tierra al peón malherido. Se volvió al verlo llegar. Y se enderezó, afrontándolo seria.
—No hay esperanza, después de todo…
—Aún la hay. Toma ese revólver. Si tu hijo y yo caemos, pégale un tiro a Mac Alien y pégate otro tú.
Ella estaba acostumbrada, como buena esposa de soldado. Respiró hondo y cogió el revólver que le tendía su marido.
Los asaltantes estaban progresando lenta, pero seguramente, hacia el dormitorio de peones. El hombre parapetado en la cuadra advirtió el cambio de la situación y corrió a apostarse en la parte opuesta. Cuando los asaltantes llegaban a unas cincuenta yardas de la casa, su fuego los frenó por aquel lado, derribando a uno y obligando a los demás a replegarse. Cinco rifles concentraron entonces su fuego contra él. Alcanzado en la cabeza al cabo de pocos minutos, se derrumbó…
Los dos peones que estaban dentro del dormitorio tenían los rifles quemando a fuerza de dispararlos. Las bocas apretadas, los rostros desencajados y sudorosos, hacían fuego velozmente contra todo el que se les ponía a tiro. Ambos estaban heridos, uno en la cara, otro en el cuello, por suerte suya sólo levemente.
Uno de ellos, recibió un balazo de rebote que le atravesó los carrillos. Gruñendo de dolor, se tambaleó, soltó el rifle y se apoyó contra la pared, mientras el otro se apartaba a su vez de la ventana, jadeando.
El recién herido se palpó los orificios calientes, palpitantes. Luego escupió sangre y dientes rotos, sacó el revólver y lo amartilló con una dura luz en las pupilas. El otro dejó también el rifle y tomó su revólver. Los dos avanzaron a la puerta, apostándose a ambos lados de la misma. Morirían matando…
En aquel momento, por el camino que llevaba al rancho, aparecieron tres jinetes galopando locamente hacia él. Y al poco un nutrido pelotón persiguiéndoles. Los componentes de éste comenzaron a disparar sus armas con estruendo…