CAPITULO XI

A las cinco de la tarde, más o menos, el peón que montaba guardia fuera trajo el aviso de que se acercaba un nutrido pelotón de jinetes. Rápidos, los del rancho se aprestaron a la defensa, corriendo cada cual a ocupar su puesto de combate. El coronel, su hijo, Ramón y Vance se adelantaron hasta el borde del patio.

—Lo menos veinte.

—Sí. Ya le dije que vendrían.

—Bien, les esperaremos.

El pelotón que llegaba se detuvo a unas doscientas yardas del núcleo de construcciones rancheras y del mismo destacaron cinco hombres. Tres iban delante y uno llevaba el brazo derecho en cabestrillo. El coronel frunció el ceño.

—Piensan hacerlo legalmente. Viene Thrall con el juez Woolton y con ese maldito picapleitos de Jarrell.

—A ver qué quieren.

Los cinco hombres llegaron a la entrada del rancho, y los dos que formaban escolta se quedaron algo rezagados, examinándolo todo con sumo interés. Thrall, pálido y fosco, cabalgaba entre dos hombres vestidos de levita, uno ya casi viejo, de cara abotargada, otro de unos cuarenta años, con rostro afilado de garduña y ojos muy brillantes. Los tres se pararon a corta distancia del cuarteto que los aguardaba.

—¿Qué os trae por aquí? —inquirió duramente el coronel.

Le contestó el hombre de cara abotargada.

—Venimos en nombre de la Ley, cuyos representantes somos en este condado, coronel Dryant. Venimos a reclamarle la inmediata entrega de su vecino Gus Mac Alien, secuestrado anoche en su propio rancho por ese extranjero que tiene usted al lado, y también la entrega de ese mismo extranjero para que responda a los cargos de asalto nocturno, secuestro y agresión a la autoridad. Le advierto que con su actitud está poniéndose al otro lado de la barrera, coronel.

El coronel tenía la cara blanca de ira.

—Y yo le advierto a usted, Woolton, que se puede ir al infierno con su charla legal. A todos nos consta la clase de Ley que representan ustedes y la ralea de gentuza que les apoya. Es cierto que tengo ahí dentro a Gus Mac Alien, cuyo verdadero nombre parece ser el de Hamlin, bandido notorio reclamado en la región de la frontera por buen acopio de crímenes. Pero que me desuellen vivo los comanches si pienso entregárselo.

—Un momento, coronel —intervino Ramón con voz suave—. La cosa va contra mí en especial, al parecer. No sé qué versión le habrán contado del asunto, juez. Pero ese hombre que cabalga a su lado con la mano vendada es un despreciable cobarde y amigo de delincuentes. Traje desde mi país cuatro sementales “Hereford” para el coronel y me los robaron por el camino…

—Estás mintiendo, hombre —le dijo con fría voz el tipo de cara de garduña—. Eres un embustero. En toda la zona no hay otros “Hereford” que los comprados por mí hace dos semanas en Houston y que trajeron para el señor Mac Alien. Tengo en mi despacho los comprobantes de compra y ya se los he enseñado al juez.

—¡Maldi…!

—Calma, coronel —Vance detuvo el colérico movimiento del viejo soldado—. Dejémosles hablar a sus anchas.

Jarrell y Thrall lo miraron con cierta aprensión. Por su parte, el juez añadió, severo:

—He visto esos comprobantes y están en orden. También vi a esos toros hace tres días, o sea antes de tu llegada aquí, extranjero. Por otro lado, tanto el jefe de estación como los que se hallaban en ella cuando llegaste, afirman que lo que traías eran vulgares cornilargos de los que abundan demasiado en Texas, y que tu primera tarea fue disparar contra dos pacíficos vaqueros del país que te estaban gastando una broma sana. De modo que suéltate el cinto y vente con nosotros para ser debidamente juzgado ante mi tribunal por todos los delitos de que se te acusa.

—Le advierto, coronel, que si es preciso puedo traer cien hombres para forzarle a acatar la Ley. Y de lo que suceda será usted el único responsable — conminó Thrall, sombrío.

El coronel se estaba conteniendo a duras penas. Pero hizo un gesto con la mano hacia el galpón.

—Ahí tenéis a tres de los que vinieron esta mañana para llevarse por la brava a Mac Alien. Podéis recogerlos.

—¿Es esa su última palabra?

—¡La última! Y…

—Pero no la mía —Vance la tomó con su pausada suavidad, dominando al trío de jinetes—. Ustedes tres parecen representar la Ley en este condado, aunque una Ley bastante peculiar. Pero esta mañana le entregué a usted, Thrall, un asesino notorio y reclamado para que me lo guardara después de haberle metido bala a fin de aplacarle los humos. Ahora afirmo que el aquí conocido por Gus Mac Alien no es más que el en otros tiempos notorio “óutlaw” de la frontera Glenn Hamlin, también profusamente reclamado. Demuéstrenme que son en realidad sirvientes de la Ley retirando a toda esa gente que tienen esperándoles y viniendo solos a hacerse cargo del preso para trasladarlo a Lubbock, bajo una escolta de la que formaré parte con los hombres que escogeré yo mismo. O de lo contrario pensaré que ustedes tres son sólo unos malditos granujas dignos de estar picando piedra en un penal o estirando soga con el pescuezo.

Su frío e insultante discurso hizo mella en el trío, poniéndolos nerviosos. Excepto Jarrell, que repuso con no menos frialdad y cauteloso gesto:

—Ante todo, ¿quién diablos eres tú? Aparte de un amigo de maleantes rápido con el revólver, claro.

Mirándolo a los ojos, Vance le repuso:

—Un vaquero de Texas, ya lo ves. Uno que estaba en Benavides la noche que tuviste que salir a uña de caballo por la parte de atrás de tu despacho de abogado, poco antes de que llegaran a lincharte tras comprobar que cobrabas por facilitar informes a los asaltantes de Bancos y diligencias de la región, aparte de amañar pruebas para sacarlos libres cuando caían presos. ¿No te acuerdas del asunto, Lynn Jarrell? Sólo hace ocho años.

El abogado se había puesto amarillo ante la acusación, evidentemente inesperada. Gorgoteó, con una mirada oscura.

—Estás mintiendo, maldito seas… Eres un cochino embustero provocador contratado por el coronel para enredar las cosas, resulta evidente…

—Si no das media vuelta y sales de mi rancho en seguida, Jarrell, te juro que te salto la lengua de un balazo. Y vosotros dos, largo también. Si queréis pelea, adelante.

Los parlamentarios dudaron poco. Sin duda no se sentían ahora seguros allí. Mientras volvía riendas, Thrall gruñó una ronca amenaza.

—Allá ustedes, coronel. Prepárense.

—Descuida, que ya estamos preparados. Y llevaos a esa carroña de detrás del galpón para ahorrarnos el trabajo de enterrarla.

Sin hacerle caso, los otros picaron espuelas y se alejaron velozmente, seguidos por los de escolta El coronel suspiró. Luego miró con suspicacia a Vance.

—Estás enterado de muchas cosas acerca de la gente, Vance…

—De alguna gente sí, coronel.

—Ya. No te haré preguntas, pero… ¿Procedes acaso del Sur?

—He nacido en los alrededores de Santone, coronel.

—Ya… Bueno, vamos para dentro y cada cual a su puesto, por si deciden atacarnos.

Pero, al parecer, los representantes de la Ley en el condado de Garza no tenían prisa por lanzarse al asalto ni, tampoco, por establecer un cerco en toda regla. Durante casi media hora pareció haber allí un conciliábulo. Luego salieron del grupo tres jinetes a todo galope. Los demás, unos veinte, desmontaron, llevando sus caballos al arroyo.

—Están acampando. Y sospecho que han enviado a por refuerzos.

—Si es así no iniciarán el cerco del rancho hasta que sea ya noche cerrada, después de recibirlos. Tenemos tiempo de efectuar los preparativos.

—Pero, si nos marchamos nosotros, sólo quedarán ustedes seis para resistir a treinta o cuarenta.

—Ellos no sabrán que quedamos sólo seis si conseguís pasar inadvertidos. Y es necesario sacar a los muchachos de aquí antes que sean demasiado tarde.

—Es más necesario llevar mi carta al sheriff de Lubbock. De él depende la resolución de este negocio. ¿Puedo utilizar su mesa de escritorio, coronel?

—Claro que sí, Joe, llévalo allí. Brad, tú, y Ramón encargaos de ensillar los caballos. Escoge para tus hermanas la yegua baya y la tordilla.

La tarde declinó sin que los del sheriff hicieran ningún movimiento agresivo. Habían encendido un par de hogueras y, al parecer, estaban preparándose la cena. Resultaba evidente que habían decidido aguardar la llegada de refuerzos.

—Han enviado hombres a montar guardia a todo alrededor del rancho, pero no deben pensar que tratemos de salir de aquí. De todos modos tomad precauciones. Cubrid los cascos a los caballos.

Los heridos recibieron una última cura y las dos hermanas entraron a cambiar sus ropas por las de montar. Cuando regresaron, Ramón estaba allí y miró a Joyce con interés y agrado, provocándole un vivo sonrojo que, a su vez, causó una mueca picara de Alice. Comieron todos en silencio. Luego, el coronel habló a Ramón.

—Saldréis en fila de a uno por entre la cuadra y esta casa, doblando hacia la depresión que baja por detrás. Una vez estéis lo suficientemente lejos, montad y corred. Vais a tener el tiempo justo para alcanzar al tren.

Vance salió después que las primeras estrellas se encendieron allá arriba. Y regresó ya noche cerrada.

—Hay un centinela apostado debajo de los tres algodoneros y otro junto a la piedra negra. Entre ambos queda un espacio de ciento veinte yardas. No vamos a poder pasar con los caballos. .

El coronel juró entre dientes. Ramón tenía la vista fija en su amigo.

—¿Y si fuéramos nosotros por delante? —preguntó—. Podríamos dormirlos…

—Ya he pensado en eso. Hay que avanzar por terreno descampado. A pesar de la oscuridad nos verían llegar a tiempo de dar la alarma.

—Quizá no. Pienso que, si lográsemos acabar con uno, podríamos encaminarnos luego derechamente por junto a su puesto de vigía. Y entonces engañaríamos bien al otro, que no puede pensar estemos pasando por allí.

El coronel lo miró especulativo.

—Estás pensando en tus bolas, claro…

—Sí. Ellas pueden volar al encuentro de mi hombre desde bastante lejos, con sólo que consiga localizarlo.

—De noche no podrás hacerlo, Ramón.

—Yo creo que sí. De todas formas hay que probar, ¿no les parece?

—Sí. Vamos. Joe, usted y Cook saquen con cuidado los caballos y llévenlos detrás de la casa.

Cuando Ramón y Vance salían, la mirada del primero chocó con la de Joyce. La muchacha se sonrojó y la desvió…

La noche era clara y estrellada, con escaso viento y sólo una o dos pequeñas nubes caminando por el cielo.

—Saldrá la luna a las once —dijo Vance—. Pero hay suficiente luz para ser descubiertos si bajamos con los caballos.

—¿A quién le parece que debo dejar fuera de combate?

—No sé el juego que pueden dar esas bolas. Si consigue acercarse a menos de diez yardas del que está junto a la roca, tíreselas y suerte. Estaré cubriéndole la espalda por si fracasa.

Con una sonrisa queda, Ramón echó a andar.

Los dos amigos rodearon el rancho y salieron al campo, manteniéndose pegados a la sombra de las edificaciones. A lo lejos, a la derecha, brillaban las hogueras de la gente del sheriff. Vance indicó dos puntos invisibles o poco menos en la oscuridad circundante.

—Allí está uno. Allí el otro. No hemos de preocuparnos por los que haya más allá.

—Pues vamos.

Se habían quitado las espuelas. Tampoco llevaban otras armas que revólveres y cuchillos. Descendieron sigilosamente, como lobos al acecho de un rebaño, por el fondo cubierto de matorrales de salvia y manzanita de la leve vaguada formada en aquel flanco de la loma sobre la cual se asentaba el rancho. Luego se detuvieron unos instantes.

—Me quedo aquí. Adelante y suerte.

Ramón se escurrió, sin hacer más ruido que un lagarto, hacia la roca negra situada a unas cien yardas escasas de distancia. Iba despacio, consciente de que los minutos perdidos ahora podían ser recuperados luego si había éxito. Y tenía que haberlo, porque de él mismo dependía la seguridad para las dos hijas del coronel.

Se sorprendió pensando en Joyce fuertemente. Era muy linda, con una mirada dulce y clara como los amaneceres de la pampa. ¿Sería posible que él le hubiera gustado? Uno nunca sabe dónde está oculta la vizcacha hasta que metió la pierna en su agujero…

Metro a metro, alcanzó un punto a menos de veinte de la piedra. Todo estaba en silencio, arriba brillaban las estrellas. El peñasco era una masa más negra contra el añil profundo del paisaje.

Y allí brotó una pequeña luz. El centinela estaba fumando.

Dando gracias a Dios por su buena fortuna, Ramón dio un rodeo cauteloso y llegó a un punto desde donde pudo distinguir, con sus pupilas avezadas al campo libre y a la luz nocturna, los contornos difusos de un hombre que se movía lentamente, paseando junto a la piedra. Por dos veces vio encenderse el punto rojo del cigarrillo. Estaba a unos quince metros del otro.

Tomó las bolas y sujetó la manija, esperando su oportunidad. El centinela se volvió, dándole la espalda. Alzándose, rodó rápido la mano. Luego lanzó las bolas.

Allí delante, el centinela estaba disponiéndose a otear hacia el rancho cuando la oscuridad pareció estallar sobre su cráneo llenándoselo de luces. Con un gemido sordo, se derrumbó mientras otra bola le pegaba en la nariz y la boca…

Ramón saltó adelante con agilidad de gamo, llegando junto al caído. Le bastó una ojeada para saber que estaba eliminado por el momento. Entonces recogió las bolas y corrió agachado al encuentro de Vance, que pareció materializarse en la sombra súbitamente delante de él.

—¿Hubo suerte?

—La hubo. Lo dejé dormido.

—Vamos.

Las dos hermanas, Joe y el vaquero herido estaban aguardando con los caballos en la sombra detrás de la casa. Ellas respiraron con alivio al verles llegar.

—Camino listo —dijo Vance—. Vamos. Sígannos de a uno, usted, señorita Joyce, detrás de mí, luego su hermano, luego su hermana y al final Cook y Guerrero. No tenemos tiempo que perder pero mucho cuidado con cualquier ruido.

Le obedecieron. Y el pequeño grupo, llevando a los caballos de la mano, descendió sin novedad la suave pendiente pisando la hierba espesa y la tierra aún blanda por recientes lluvias. Cuando alcanzaron al centinela caído, Ramón tuvo una idea. Llamó a Vance y se la comunicó. El otro asintió, y entre los dos cargaron al hombre sobre el alazán del argentino. Luego todo el grupo siguió su marcha sin que ninguno de los otros centinelas sospechara lo que estaba ocurriendo.

Trescientas yardas más allá montaron a caballo, quitándoles los trapos de los cascos. Siguieron otras doscientas al paso, luego tomaron un trote cada vez más largo y, finalmente, un galope acelerado entre las sombras del anochecer. Estarían ya a mitad de camino entre el rancho y la estación cuando Ramón echó al suelo al aún inconsciente centinela. Cuando el hombre despertara y descubriera dónde estaba, iba a necesitar mucho tiempo para explicarse lo que le había sucedido.