CAPITULO VI

Al abandonar el rancho Dryant, Ramón dejó el camino y se introdujo en el terreno ondulado de la derecha. Había calculado que no se alzaría la alarma entre los hombres de Mac Alien antes de una hora a contar desde su partida. Por muy aprisa que tomaran sus medidas, hombres privados de su jefe como eran no dejarían de perder al menos otra media hora. Después habrían de seguir su rastro, pues no podían saber si actuó solo o en grupo con los Dryant. Sin duda habría entre ellos buenos rastreadores. Pero la noche era demasiado oscura y lo único que averiguarían era que actuó solo, eso al cabo de cierto tiempo. En resumen, podía contar con no menos de dos horas de ventaja, acaso tres.

Sólo hacía dos que llegó al rancho con su prisionero. Luego los hombres de Mac Alien, debían hallarse ya cerca del rancho, o tal vez en camino. Comoquiera que fuese, perdería la ventaja de la oscuridad en cuanto aclarara el día. Y entonces se encontraría en un territorio para él desconocido, pero que sus potenciales enemigos conocían muy bien.

Ramón había nacido en la pampa, había tenido como preceptor a un viejo gaucho baqueano, uno de esos hombres sentenciosos que saben mucho sobre muchas cosas y le enseñó más de cuanto podía aprender en los libros acerca del campo y de sus hombres. Ahora recordaba una de sus máximas.

"Cuando te veas en un apuro, muchacho, piensa en los hombres que te busquen las vueltas y pregúntate cómo actuarían en la situación. No se te ocurra nunca pensar en lo que harías tú, puesto en la suya. El cazador baqueano se pone a pensar en tigre cuando busca al tigre y en ñandú cuando caza al ñandú…”

También recordó otra.

“Los hombres son iguales en todas partes. Un gaucho piensa y obra a lo gaucho aunque esté en la ciudad, lo mismo que un caballo hace siempre lo que le enseñaron cuando potro. Por mucho que te eduquen los ingleses, siempre serás gaucho en lo hondo de tu corazón. Estudia a los hombres mirándolos a los ojos bien derecho. No te alargues nunca más de lo que puedas retroceder; no tires las bolas sin medir la carrera al ternero ni cebes tu mate en el pago ajeno sin antes asegurarte la partida. Que el zorro más matrero suele caer como un chorlito. Viene por un corderito y en la estaca deja el cuero…”

Sí, él había aprendido en buena escuela. Iba a servirle ahora, en un país extraño, entre gentes que no le darían respiro ni cuartel. No había tenido demasiadas ocasiones de conocer y tratar a los vaqueros norteamericanos. Pero cuidaban vacas y eso bastaba. En cuanto a los otros, a la gente de pelo en pecho y nada que perder que trabajaba para Mac Alien…

“El que se tiene por hombre, dondequiera hace pata ancha…”

El día iba llegando sin prisas, traído por el aleteo de los pájaros. La tierra era amplia y solitaria. Ramón alcanzó una loma boscosa, remontándola, y salió a un valle bastante ancho, por cuyo fondo pastaba una importante cantidad de ganado vacuno. Pudo advertir a dos hombres que lo custodiaban. Hombres de Mac Alien, a buen seguro.

Atravesó el valle de modo que los otros no pudieron verlo, torció hacia el Sur y llegó junto al ancho y turbulento Double Mountain Fork del río Brazos. Ya había salido el sol y el día se anunciaba esplendoroso.

Hora y media después, penetraba en la única calle de Tascosa.

La población la componían tres docenas de edificios de piedra, madera y adobes, dos o tres de ellos de falso frontis, y unas cuantas chozas de mestizos diseminadas, por los pequeños campos, donde se cultivaba trigo y maíz, patatas y legumbres. Hallábase a una milla de distancia del apeadero por la sencilla razón de que fue fundada mucho antes de que nadie pensara en hacer pasar un ferrocarril por allí. Ahora no valía la pena removerla. El trecho era demasiado corto y cualquiera podía recorrerlo en un paseo.

A aquella hora de la mañana, había pocos hombres a la vista. Tampoco abundaban las mujeres y los niños, pero todos se quedaron mirando a Ramón con gran curiosidad.

La oficina del sheriff hallábase justo a mitad de la calle. Y el sheriff en persona se encontraba fumando con la espalda pegada a uno de los troncos que sostenían el tejadillo del porche. Fumando sin quitarle ojo y con una expresión especulativa.

Era un hombre alto, delgado y bastante fuerte, de unos treinta años. Llevaba un gran revólver calibre 45 y la estrella bien visible en el chaleco. No hizo nada mientras Ramón llegaba a su altura y desmontaba, trabando ligeramente a su caballo antes de subir a la acera y encararlo.

—Buenos días. ¿Es usted el sheriff?

—Lo soy. ¿Y usted, quién es?

No era una acogida muy amable. Por el rabillo del ojo, Ramón ya había advertido la presencia de otro hombre dentro de la oficina. Uno que no salió.

—Me llamo Ramón Guerrero. Y vengo a efectuar una denuncia.

—¿Qué denuncia?

—Ayer unos hombres me robaron cuatro toros en mitad del campo.

El sheriff se quitó despacio el cigarrillo de la boca Pareció ser una señal, porque el hombre que se encontraba dentro de la oficina salió empuñando un revólver, con el cual apuntó a Ramón. Este no hizo el menor gesto. No lo miró siquiera.

—Vigílalo, Chet —la voz de Thrall sonaba ominosa. Dio un paso adelante, mirando malignamente a Ramón. —De modo que vienes a denunciar un robo, ¿eh?

—De cuatro toros sementales de taza “Hereford”, sí.

—Vaya, vaya… ¿Oyes eso, Chet?

—Muy bien, Thrall… Le robaron cuatro sementales.

Sonaba sarcástica la voz de ambos. Thrall siguió en igual tono su interrogatorio.

—¿Y a dónde ibas tú con esos toros, di?

—Se los llevaba al coronel Dryant, a su rancho.

—Aja… De modo que se los llevaban a Dryant… y te los robaron.

—Cinco hombres, a cosa de seis millas de la estación, arroyo arriba. Serían las doce del día.

—¿Y qué has estado haciendo desde entonces, correr?

—Estuve siguiéndoles la pista.

Thrall y Chet cambiaron una rápida mirada. El segundo afiló su acento.

—¿De veras? ¿Y conseguiste algo?

—Descubrí a donde habían llevado mis toros.

—¿A dónde?

—Al rancho de un tal Gus Mac Alien.

—¡Mientes, perro sucio! ¡Estás mintiendo!

Alzando la mano, disparó una bofetada hacia Ramón. Este se hizo atrás, sin poder esquivarla del todo. Chet alargó su arma y le dio con ella un metido en los riñones. Thrall tenía ahora una mala expresión.

—No te muevas, “greaser”. Tengo cosquillas en el dedo.

—Desármalo, Chet. Vamos a darte una buena lección, maldito negro, ladrón. De modo que acusando a un honrado ranchero, ¿eh?

Volvió a alzar la mano, abofeteando a Ramón. Chet estaba en aquel momento ocupado sacándole el revólver de la funda.

Ramón trastabilló, como a resultas del golpe. Un segundo más tarde sus dos manos y todo su cuerpo se movieron en una sucesión de movimientos rapidísimos. Un golpe dado con el brazo izquierdo de abajo arriba y hacia atrás alcanzó de lleno a Chet y lo hizo jurar, pero también le desvió el revólver. La bala que disparó pególe a Ramón en una de las monedas de plata del cinto, luego en el facón y salió hacia fuera sin causarle más daño. La mano derecha del argentino se había movido como un relámpago y apareció armada con el filoso acero antes de que el ahora desconcertado sheriff, hubiera tenido tiempo de bajar la suya y extraer el revólver. El facón describió una breve curva y sajó la carne del antebrazo desde casi él codo, en diagonal. Thrall juró y sus dedos soltaron el revólver…

Como un paso de baile, Ramón giró sobre sus pies y afrontó a Chet, que, con una mueca de rabia, lo apuntaba ya y estaba alzando el gatillo. El facón relumbró a la luz solar y su templada hoja cortó limpiamente tres dedos de la mano que sostenía el revólver, pegando contra el mango. El alarido de Chet debió escucharse en todo el pueblo. Una segunda bala escupió su arma, pero aunque disparaba a boca de jarro, apenas si rozó a Ramón porque los dos dedos restantes no sostuvieron la presión, el peso y el contragolpe aunados, con lo cual el revólver pareció escaparse de ellos.

Todo había sido sobremanera rápido, tanto que los espectadores de la escena no hubieran podido decir con certeza lo ocurrido. Tampoco el sheriff y su ayudante, que de pronto se encontraron inermes ante el hombre a quien habían despreciado y cuya temible arma blanca brillaba ahora ante sus ojos con clara amenaza.

Chet se miró alelado su mano mutilada. Estaba blanco como cal. Tragó saliva, miró a Ramón, que no le hacía apenas caso, balbució algo poco inteligible, como sollozando, y luego se mareó y cayó pesadamente a tierra.

Thrall, por su parte, no estaba menos pálido. Con la mano izquierda se sujetó el brazo derecho ya ensangrentado. Jadeó:

—¡Maldito perro sucio…! ¡Te colgaré por esto…!

—Usted no va a colgarme por nada, sheriff. —Ramón se limpió lentamente la sangre de los labios reventados por la segunda bofetada—. Usted es un cobarde y un granuja. Vine a hacerle una denuncia de robo en su jurisdicción y en vez de atenderla me atacó a traición con otro hombre. No pueden alegar que obraron en defensa propia, dos contra uno y cogiéndome por la espalda. ¿Qué clase de sheriff es usted que responde a las denuncias con insultos y golpes?

—Maldito seas… Te juro que me las pagarás… ¡Hombres, prended a este asesino, yo lo man…!

Su orden terminó en un angustioso gorgoteo, porque la hoja del facón había subido a su garganta, deteniéndose allí no sin hacerle sentir la frialdad del acero. Los diez o doce hombres, algunos de ellos con armas en la mano, que habían salido corriendo al ruido de disparos y estaban lo bastante cerca para una intervención eficaz, no se atrevieron a intentarla.

Ramón siguió hablando, con su suave acento y su perfecto inglés.

—Me parece, sheriff, que no está portándose muy sensato. ¿Quiere que lo degüelle de un solo golpe?

—Glu… guárdate de… de hacerlo…

—Levante la voz y diga a sus conciudadanos que se acerquen dejando las armas quietas. Todos, hasta los niños. Vamos.

Separó el facón lo justo. Ahora, Thrall estaba acobardado, más de lo que deseaba aparentar. Los oscuros ojos del argentino lo fascinaban tanto como el brillante acero manchado con su propia sangre y la de su ayudante.

—¡Venid todos, incluso los niños! ¡Venid, maldita sea! ¡Y no disparéis…! Te he de arrancar la piel a tiras antes de colgarte, negro sucio…

—Eso ya me lo han dicho otros con tanta fortuna como usted. Manténgase quieto si no quiere morir.

Le sacó el revólver y lo empuñó, bajando el facón. Pegó la espalda a la pared, manteniendo a Thrall delante y sin quitar ojo a los que llegaban casi todos los cuales contemplaron la insólita escena con expresiones aturdidas.

—Buenos días, señoras y señores —les habló con voz clara—. Me llamo Ramón Guerrero y soy argentino. Hice un viaje de más de un mes desde mi patria trayendo cuatro sementales de raza “Hereford” para el coronel Dryant, al que conocen todos ustedes. Llegué ayer por la mañana a la estación y casi al instante me provocaron dos valentones que se las proponían muy felices. Tuve que demostrarles su error y se alejaron sin que los haya vuelto a ver. Más tarde, me atacaron en el camino cinco hombres y tuve que picarle espuelas a mi caballo. Me robaron los toros y se los llevaron al rancho de un tal Mac Alien, dejándolos allí. Cuando vengo a denunciar el robo al sheriff, en vez de escucharme y actuar en mi ayuda, cumpliendo con su deber, me atacan él y otro, insultándome y golpeándome, amenazándome e intentando desarmarme. Yo ignoro las costumbres de ustedes; pero en mi tierra, cuando uno se ve atacado e insultado sin razón, se defiende y pelea. Es lo que he hecho y ya ven ustedes, el resultado.

Calló. El cerco de caras resultaba altamente expresivo. Un hombre recio, de camisa roja arremangada, un herrero, dijo, entre asombrado y admirativo.

—Lo estamos viendo, hombre. Y aún no lo creemos. ¿Cómo lo pudo conseguir?

—Nos atacó de repente cuando le pedía su arma — gorgoteó Thrall—. Nos…

—Cállate, embustero. Algunos de ustedes pudieron ver que mientras hablaba con su sheriff ése que está en tierra salió de la oficina empuñando un revólver y se puso a mi espalda. Pudieron ver cómo era golpeado. Ellos pensaban tenerme acorralado y no suponían que sería capaz de reaccionar. Los tomé de sorpresa, eso es todo.

—Tiene razón. Pasó tal y como dice. Yo lo vi.

Un hombre joven, quizá uno o dos años mayor que el propio Ramón, había hablado. Parecía un vaquero por su atuendo, pero llevaba un revólver muy alto, en una funda colocada junto a la hebilla del cinto, a la parte izquierda y con la culata hacia la derecha, más un cuchillo de caza. Tenía el pelo rubio oscuro, la cara afeitada, nariz aguileña y ojos de un color azul-gris que miraban derecho y frío. Centró la atención. Y un tipo vestido de tahúr lo interpeló con animosidad evidente.

—¿Y quién demonios es usted, si puede saberse? Nunca lo hemos visto por aquí.

Me llamo Vance y voy de paso. Estaba tomando un trago donde usted y salí a tiempo de ver lo sucedido.

—¿De veras? Tiene usted, por lo visto, una mirada muy rápida.

—Sé distinguir a un coyote ladrón a cualquier distancia. Y meterle una bala si sus ladridos me molestan.

Su fría afirmación frenó la agresividad del tahúr. Pero era evidente que la situación no estaba clara aún. Iban llegando más hombres y por las trazas no eran, en su mayoría, gente honrada.

—Me estoy desangrando —gruñó Thrall—. Y Chet también. Hagan algo, prendan a este hombre…

—Vayan a llamar al médico, si lo tienen. Y usted, sheriff, deje de incitar a los demás contra mí. Ya han oído la verdad. Obré en defensa propia.

—Estás hablando tú muy alto, hombre —dijo un tipo malcarado con dos revólveres al cinto. Y parecía expresar la opinión de la mayoría—. Será mejor que sueltes esas armas y te entregues. No pretenderás hacernos frente a todos. Te convertiremos en pedazos.

—Pretendo que los agentes de la Ley me ayuden a recuperar lo que es mío y nada más.

—¿De veras? Eso está aún por ver. Yo estuve ayer a la hora de llegada del tren en la estación y te vi, sí, pero no con otra cosa que media docena de cornilargos roñosos. También vi cómo “madrugabas” a dos vaqueros honrados que trataron de gastarte una broma, hiriendo a uno en la pierna y al otro hiriéndole el caballo. ¿Vamos a dejar que un extranjero, un sucio “greaser” traicionero y matón, siga cometiendo impunemente tropelías, hombre? Yo digo que debemos buscar ahora mismo una cuerda y estirarle el pescuezo…

El murmullo amenazador se cortó en seco al intervenir de nuevo el vaquero llamado Vance. Se había colocado a la espalda del agitador y le habló con helada suavidad.

—¿Vas a tirar tú de la cuerda, Wellman?

El agitador volvióse como si oyera silbar a su espalda una cascabel.

—¿Qué demonios dices tú? Yo no me llamo Wellman, sino…

—No me interesa tu nombre actual. Ya sé que te lo cambias con frecuencia. Pero el que has hecho famoso, especialmente por la región del Red River y el Alto Trinity, es el de “Bloody” Wellman. Hacía meses que no se sabía de ti. Desde que asaltaste con Ingram y Hunt la diligencia de Dallas a Shreveport en las cercanías de Big Sandy, asesinando a un hombre y malhiriendo al conductor y a una mujer, para robar tres mil doscientos dólares.

Súbitamente, la atención general se había desviado de Ramón y el sheriff a la otra pareja. El tan crudamente acusado tenía ahora sus manos engarfiadas sobre las armas, pero sin tocarlas. Sus facciones se habían oscurecido y parecía un lobo a punto de atacar.

—Estás mintiendo, maldita sea tu estampa —rugió—. Retira eso o saca tu arma.

—Si la saco, te mataré. Y te está esperando una horca para que bailes la última polca. No me gusta restarle trabajo al verdugo. Además, ofrecen mil por tu cabeza.

Con una ronca blasfemia, Wellman apresó sus revólveres y tiró de ellos hada arriba.

Antes de que hubiera terminado de sacarlos, el llamado Vance ya tenía el suyo en la mano. Pero entonces uno de los que estaban más cerca le dio un empellón. Y Wellman cobró momentánea ventaja.

Ramón no había perdido de vista ni a uno solo de cuantos allí se habían reunido. Hizo fuego y le metió una bala en el hombro derecho a Wellman, que se tambaleo al recibirla y dejó caer el revólver de aquel lado. Al mismo tiempo, Vance recuperó el equilibrio, los ojos llameantes, disparó a quemarropa y le metió otro proyectil a Wellman en el cuerpo, empujándolo con su mano izquierda para terminar de derribarlo y volviéndose como un áspid en busca de quien lo empujó a él. El tal ya estaba sacando su propio revólver tan aprisa como pudo. Recibió el impacto de bala en el estómago, y se dobló con ronco gemido hacia adelante…

—¿Algún otro granuja con ganas de atacar a traición?

Había por lo menos veinte granujas allí. Las mujeres y los niños corrieron veloces, procurando alejarse cuando olfatearon una nueva pelea. Ya sólo quedaban hombres, si bien la mayor parte eran gentes más bien pacíficas. Nadie recogió el reto. Tres hombres por tierra y el sheriff inutilizado eran ya muchos.

Mirando a Ramón, Vance le hizo un leve saludo con la mano izquierda.

—Gracias, amigo, por la ayuda.

—No hay de qué. Antes me ayudó usted.

Vance miró a los dos tendidos a sus pies. El que lo empujara alevosamente estaba removiéndose en tierra, gimiendo. Se estiró de golpe y quedó terriblemente quieto sobre el polvo. En cuanto a Wellman, jadeaba pugnando por atrapar uno de sus revólveres aunque no podía levantarse. Le dió una lenta patada en el pecho, derribándolo por tierra. Y habló, alto.

—Ya que parece sentir ganas de colgar gente, sheriff, aquí tiene una buena pieza. Reclamado por asalto a mano armada y asesinato en quince condados nada menos. Vale mil dólares. Métalo en una celda y avise a Lubbock o a Dallas para que vengan a por él. Y tenga mucho cuidado con las fugas. Podría pensar que usted se la facilitó y entonces vendría a pedirle cuentas de la misma.

Sin la menor duda, entre ellos dos habían dominado la situación. Un hombre ya casi viejo, con un maletín negro, llegó presuroso en compañía de otro que debía haber corrido en su busca. Miró la escena, hizo una mueca y preguntó:

—¿Por quién comienzo?

—Por el sheriff —dijo Vance. Parecía haberse arrogado la voz cantante—. Está a dos dedos de desmayarse y, aunque mal, representa a la Ley en este pueblo. Luego se ocupará de los demás. Y en cuanto a ustedes, hombres, el que tenga tareas a realizarlas y el que no a tomar viento. Me está poniendo nervioso ver juntas tantas caras de granujas.

Cuando un hombre habla así empuñando un revólver y luego de haber matado a otro, sólo hay una forma prudente de actuar: Aunque rezongando y a regañadientes, la gente comenzaba a marcharse cuando llegó un jinete a todo galope, atrayendo la atención.

El jinete era Jake Olney. Refrenó a su caballo alzándolo de patas y miró incrédulamente a los caídos, al sheriff, a Vance y a Ramón. AI mirar a este último apretó la expresión y se le entrecerraron las pupilas mientras adoptaba una actitud cautelosa.

—¿Qué rayos ha pasado aquí? ¿Qué le ocurre, Thrall?

—Ya lo está viendo, hombre —Vance le habló con su fría suavidad tejana—. Hubo unos cuantos disparos.

Olney se revolvió como en busca de pelea. Pero debió comprender que no le convenía en aquellos momentos.

—¿Quién demontres eres tú?

—Un hombre. Me llamo Vance. ¿Y tú, quién eres?

—Vane, ¿eh? Oye, Thrall, tienes que formar una “pose” inmediatamente. Anoche los Dryant entraron en el rancho por sorpresa, asesinaron a Mie Smith y raptaron a Mac Alien, tras malherirlo. Lo han llevado a su casa y están parapetados allí.

—Eso es mentira.

La suave afirmación de Ramón Guerrero aplacó de golpe el murmullo alzado por la noticia que traía Olney. Este lo afrontó con violencia, llevando su mano al revólver.

—¿Me estás acusando de embustero, “greaser”?

—Estoy diciendo que las cosas no ocurrieron como usted afirma. Fui yo quien entró anoche en ese rancho, solo y sin ayudas. Amordacé al cocinero, también a una mujer joven. Luego me llevé a Mac Alien. Como no quiso venir por las buenas le destrocé la boca y le levanté un par de chichones bien gordos para convencerlo. En cuanto a ese Smith, no estaba más muerto que usted cuando lo dejé atado y amordazado dentro de la cuadra.