–Todo desapareció -contesté.
–Pobre Merlín -dijo Igraine. Se ha sentado donde siempre, en el poyo de mi ventana, aunque está bien arropada contra este día frío en un grueso manto de piel de castor. Y buena falta le hace pues el frío es penetrante hoy. Cayeron unas ráfagas de nieve esta mañana y, por el oeste, el cielo está cargado de amenazadoras nubes plomizas-. No puedo quedarme mucho tiempo hoy -me advirtió al llegar; en seguida se puso a hojear los pergaminos terminados-, no sea que vuelva a nevar.
–Nevará. Las bayas de los arbustos están gordas, y eso sólo anuncia un crudo invierno.
–Los viejos dicen lo mismo todos los años -comentó con aspereza.
–Cuando se es viejo -repliqué-, todos los inviernos son crudos.
–¿Cuántos años tenía Merlín?
–¿Cuando perdió la olla mágica? Andaba cerca de los ochenta. Pero aún vivió mucho tiempo después.
–¿Y no llegó a reconstruir la torre de los sueños?
–No.
Igraine suspiró y se arropó en el manto.
–Me gustaría poseer una torre de los sueños. ¡Cuánto me gustaría tener una torre de los sueños!
–Pues haced que os la construyan. Sois reina. Ordenad, armad un escándalo. Es fácil, simplemente, una torre con cuatro paredes, sin tejado y con una plataforma a media altura. Una vez construida, nadie sino vos podrá acceder a ella, y el truco consiste en dormir en la plataforma y aguardar a que los dioses os envíen mensajes. Merlín siempre decía que era un lugar espantosamente frío para dormir en invierno.
–¿Y la olla mágica estaba escondida en la torre? – preguntó.
–Sí.
–Pero no se quemo, ¿verdad, hermano Derfel? – insistió,
–La historia de la olla continúa – admití-, pero no os la voy a relatar ahora.
Me sacó la lengua. Hoy está bellísima. Tal vez deba al frío el color que enciende sus mejillas y el brillo de sus ojos oscuros, o tal vez sea porque la piel de castor la favorece, aunque sospecho que espera un hijo. Siempre sabía cuando Ceinwyn esperaba un hijo, y veo en Igraine ese mismo destello vital. Sin embargo, Igraine no ha dicho nada, de modo que no le pregunto. Ha rezado mucho, bien lo sabe Dios, por concebir un hijo, y tal vez nuestro Dios cristiano escuche las plegarias. Él es nuestra única esperanza, pues nuestros dioses han muerto, han huido o nos han relegado al olvido.
–Los bardos -dijo Igraine, y supe que estaba a punto de traer a colación otra de mis deficiencias de relatador de cuentos- dicen que la batalla de las afueras de Londres fue terrible. Dicen que Arturo luchó durante toda la jornada.
–Diez minutos -repliqué sin darle importancia.
–Y todos declaran que Lancelot lo salvó llegando en el último momento con cien lanceros.
–Lo dicen todos porque fueron los poetas de Lancelot los que escribieron las canciones. – Igraine sacudió la cabeza con tristeza.
–Si esto -dijo, dando un golpe a la gran bolsa de piel en la que se lleva los pergaminos terminados al Caer- es lo único que se sabe de Lancelot, Derfel, ¿qué pensaría la gente? ¿Que los poetas mienten?
–¿A quién le importa lo que piensa la gente? – repliqué provocativamente-. Los poetas mienten siempre. Les pagan por ello. Pero vos me habéis pedido la verdad, os la cuento, y luego os quejáis.
–«Los guerreros de Lancelot -citó unos versos-, tan osados lanceros, hacedores de viudas y dadores de oro. Verdugos de sajones, temidos por los sais…»
–¡Basta! – la interrumpí-. Os lo ruego. Oí la canción una semana después de que la compusieran.
–Pero si las canciones mienten -replicó en tono suplicante-, ¿por qué Arturo no dijo nada en contra?
–Porque nunca dio importancia a las canciones. ¿Por qué habría de dársela? Era un guerrero, no un bardo y, mientras sus hombres cantaran antes de la batalla, lo demás le daba igual. Además, nunca fue capaz de cantar. Él creía que tenía buena voz, pero Ceinwyn siempre decía que parecía una vaca con flatulencia.
–Sigo sin entender -me dijo con el ceño fruncido- por qué fue tan mala la paz de Lancelot.
–No es difícil de entender -dije. Me bajé de la banqueta y me dirigí a la chimenea y, con un palo, saqué unas ascuas del pequeño fuego. Alineé seis brasas en el suelo y luego las dividí en dos y cuatro.
–Cuatro brasas -dije-, que representan las fuerzas de Aelle. Estas dos son Cerdic. Ahora, comprended que jamás habríamos podido vencer a los sajones si todas las brasas hubieran estado unidas. No podíamos contra seis, pero sí contra cuatro. Arturo pensó en vencer a esos cuatro y enfrentarse después con los dos; de tal forma habríamos podido limpiar Britania de sais. Sin embargo, la paz de Lancelot reforzó el poder de Cerdic. – Añadí otra brasa a las dos, quedaron cuatro frente a tres y apagué la llama del palo de un soplido-. Habíamos debilitado a Aelle -proseguí-, pero también nosotros quedamos más débiles, pues ya no contábamos con los trescientos lanceros de Lancelot. Se habían comprometido con la paz, compromiso que reforzaba la posición de Cerdic. – Coloqué dos brasas de Aelle en el campo de Cerdic y dividí la línea en cinco y dos-. En conclusión, el resultado fue debilitar a Aelle y reforzar a Cerdic. Y todo gracias a la paz negociada por Lancelot.
–¿Enseñas a contar a nuestra señora? – Sansum había entrado en la habitación sigilosamente con una expresión suspicaz-. Y yo que te creía componiendo palabras del Señor -añadió ladinamente.
–Los cinco panes y los dos peces -terció Igraine rápidamente-. El hermano Derfel pensaba que podían ser cinco peces y dos panes, pero estoy segura de que no, ¿me equivoco, lord obispo?
–Mi señora tiene toda la razón -dijo Sansum-. El hermano Derfel no es buen cristiano. ¿Cómo puede un hombre tan ignorante escribir el evangelio para los sajones?
–Sólo con vuestro amoroso apoyo, lord obispo -replicó Igraine- y, naturalmente con el de mi esposo. ¿O debo decirle al rey que os oponéis a él en esta nimiedad sin trascendencia?
–Si lo hicierais serías culpable de la mayor falsedad -mintió Sansum, hábilmente manipulado por mi inteligente reina-. He venido a deciros, señora, que vuestros lanceros opinan que deberíais partir. El cielo amenaza nieve.
Igraine recogió la bolsa de pergaminos y me dedicó una sonrisa.
–Nos veremos cuando cese la nieve, hermano Derfel.
–Ruego porque llegue el momento, señora.
Sonrió de nuevo y pasó ante el santo, que permaneció semiinclinado hasta que ella salió por la puerta. Pero, tan pronto como ella desapareció, se enderezó y me miró fijamente. Los mechones que le sobresalen por encima de las orejas, y que nos hicieron llamarlo señor de los ratones, se han tornado blancos, pero la edad no ha ablandado al santo. Aún es capaz de erizarse en vituperios, y el dolor que le produce orinar sólo consigue agriarle el temperamento.
–En el infierno hay un rincón especial, hermano Derfel -me dijo entre dientes- para los que cuentan mentiras.
–Rogaré por esas pobres almas, señor -dije y, dándole la espalda, mojé esta pluma en tinta para proseguir con el relato de Arturo, mi señor de la guerra, mi hacedor de la paz y mi amigo.
Los años que siguieron fueron de gloria. Igraine, que escucha en exceso a los poetas, los llama Camelot. Nosotros no. Fueron los años del mejor gobierno de Arturo, cuando dio forma a un país según sus deseos, cuando Dumnonia estuvo más cerca de su idea de una nación en paz consigo misma y con sus vecinos; pero, al mirar atrás nos parecen mucho mejores de lo que fueron, sólo porque los que siguieron fueron mucho peores. Quien escuche los relatos que se cuentan por la noche al amor de la lumbre pensará que construimos una Britania enteramente nueva, llamada Camelot y poblada de brillantes héroes, pero la realidad es que, sencillamente, gobernamos Dumnonia de la mejor forma que supimos, con justicia, y jamás la llamamos Camelot. Ni siquiera había oído tal nombre hasta hace un par de años. Camelot sólo existe en las visiones dé los poetas, pero en verdad, en nuestra Dumnonia, incluso durante aquellos años buenos, las cosechas seguían perdiéndose, la peste nos asolaba y las guerras nos diezmaban.
Ceinwyn acudió a Dumnonia; nuestro primer hijo nació en Lindinis. Fue una niña y la llamamos Morwenna, como la madre de Ceinwyn. Nació con el cabello oscuro pero, al cabo de un tiempo, se le tornó claro como el oro, igual que el de su madre. Mi preciosa Morwenna.
El tiempo hubo de dar la razón a Merlín con respecto a Ginebra pues, poco después de que Lancelot estableciera su nuevo gobierno en Venta, se mostró hastiada de su nuevo palacio de Lindinis. Dijo además que resultaba muy frío en invierno y excesivamente húmedo, pues quedaba a merced de los vientos provenientes de los pantanos que rodeaban Ynys Wydryn; súbitamente, no podía conformarse con nada que no fuera regresar nuevamente al antiguo palacio de invierno de Uther en Durnovaria. No obstante, Durnovaria estaba casi tan alejada de Venta como la propia Lindinis; así pues, Ginebra convenció a Arturo de la necesidad de preparar una casa para el lejano día en que Mordred se convirtiera en rey y, por derecho real, exigiera la devolución del palacio de invierno. Finalmente, Arturo dejó la elección en manos de Ginebra. Arturo soñaba con una construcción sólida rodeada de una empalizada, con cuadras y graneros, pero Ginebra encontró una villa romana al sur de la fortaleza de Vindocladia, situada, tal como previera Merlín, en la frontera entre Dumnonia y el nuevo reino de Lancelot. La villa se levantaba sobre una loma, dominando una ría marina, y Ginebra le dio el nombre de palacio del mar. Un hormiguero de albañiles comenzó a renovar la residencia que Ginebra llenó de estatuas, las que antes habían adornado Lindinis. Incluso hizo levantar el mosaico del salón de la entrada de Lindinis para llevarlo a la nueva casa. Durante un tiempo, a Arturo le preocupaba la proximidad del palacio del mar a las tierras de Cerdic, pero Ginebra insistió en que la paz lograda en Londres sería duradera y Arturo, que comprendió lo mucho que a ella le complacía aquel lugar, cedió. Nunca le importó dónde estuviera su casa, pues rara vez se hallaba en ella. Le gustaba ir de acá para allá visitando todos los rincones del reino de Mordred.
El propio Mordred se trasladó al saqueado palacio de Lindinis y Ceinwyn y yo, como teníamos su tutela, también nos instalamos allí, junto con sesenta lanceros, diez jinetes mensajeros, dieciséis cocineras y veintiocho esclavos domésticos. Teníamos un mayordomo, un chambelán, un bardo, dos cazadores, un destilador de hidromiel, un halconero, un médico, un ujier, un antorchero mayor y seis cocineros, cada cual con sus esclavos; además de los esclavos de la casa había otro nutrido grupo que trabajaba las tierras, desmochaba los árboles y mantenía los canales bien drenados. Alrededor del palacio se desarrolló una pequeña población de alfareros, zapateros y herreros; comerciantes que se enriquecieron gracias a nosotros.
Todo parecía muy lejos de Cwm Isaf. Dormíamos en una cámara con azulejos, lisas paredes revocadas y puertas con columnas. Comíamos en un salón de banquetes con capacidad para cien personas, aunque un día sí y otro también lo dejábamos vacío, pues preferíamos la intimidad de una estancia pequeña adyacente a las cocinas; nunca he podido soportar comer fría la comida que se debe tomar caliente. Si llovía, podíamos pasear por la arcada del patio sin mojarnos y en verano, cuando el sol quemaba en las baldosas, nos bañábamos en un estanque con una fuente en el patio interior. Nada de todo aquello era nuestro, claro está; el palacio y las extensas tierras que lo rodeaban eran honores reales que pertenecían al pequeño Mordred, de seis años.
Ceinwyn estaba acostumbrada al lujo, aunque no en tan gran variedad, pero la presencia constante de esclavos y sirvientes no la cohibía como a mí, y despachaba sus deberes con una eficiencia y una discreción que mantenían el palacio tranquilo y feliz. Ceinwyn mandaba a los sirvientes, supervisaba la cocina y repasaba las cuentas, pero yo sabía que echaba de menos Cwm Isaf y todavía, algunas noches, se sentaba con la rueca e hilaba lana mientras hablábamos.
Hablábamos de Mordred a menudo. Ambos teníamos la esperanza de que su fama de atravesado fuera una exageración, pero era en vano, pues si alguna vez existió un niño malo, Mordred lo fue. Desde el primer día en que llegó en una carreta de bueyes, procedente de la casa de
Culhwch, cerca de Durnovaria, y descendió en nuestro patio, dio muestras de mal comportamiento. Llegué a odiarlo, que Dios me perdone. No era más que un niño y yo lo odiaba.
El rey, siempre pequeño para su edad y a pesar del pie malformado, era de constitución fuerte, musculoso y correoso. Tenía el rostro redondo pero desfigurado por una curiosa nariz de patata que afeaba mucho al pobre pequeño; su cabello era rizado, castaño oscuro, y le crecía en dos grandes porciones que sobresalían, una a cada lado de la raya del medio, de tal manera que los demás niños de Lindinis dieron en llamarlo «cabeza de cepillo», aunque nunca delante de él. Tenía una mirada extrañamente madura, pues incluso a la tierna edad de seis años observaba con recelo y suspicacia; sus ojos no llegaron a endulzarse con la madurez de la edad adulta. Era inteligente, aunque se negaba obstinadamente a aprender las letras. El bardo de la casa, un joven entusiasta llamado Pyrlig, era el responsable de enseñar a Mordred a leer, a contar, a estampar su nombre, a tañer el arpa, a nombrar a los dioses y a recitar la genealogía de su real linaje, pero Mordred en seguida le dio ciento y raya.
–¡No quiere hacer nada, señor! – se quejaba el pobre Pyrlig-. Le doy pergamino y lo rompe, le doy pluma y la parte. Le pego y me muerde, ¡mirad! – Me enseñó la fina muñeca con picadas de pulga y la enrojecida e irritada señal de los regios dientes.
Destiné a Eachern, un lancero irlandés curtido y de baja estatura, al aula de estudio con orden de mantener a raya al rey, y no dio mal resultado. Con una sola azotaina, Eachern persuadió al niño de que había encontrado la horma de su zapato y, malhumorado, se sometió a la disciplina pero siguió sin aprender nada. Al parecer, es posible conseguir que un niño no se mueva, pero no obligarlo a aprender. No obstante, Mordred trató de intimidar a Eachern amenazándolo de vengarse de las palizas que le daba cuando fuera rey, pero Eachern se limitó a darle otro azote y le aseguró que él habría regresado a Irlanda cuando Mordred fuera mayor de edad.
–O sea, lord rey -le dijo Eachern, propinando al niño otro soplamocos-, que si deseáis vengaros, tendréis que ir a Irlanda con vuestro ejército y nosotros os demostraremos lo que es una auténtica paliza de personas mayores.
Mordred no era sencillamente un niño travieso -habríamos podido lidiar con algo así- sino un malandrín redomado. Actuaba con la intención de hacer daño, de matar incluso. En una ocasión, cuando tenía diez años, encontramos cinco víboras en la oscura bodega donde guardábamos los barriles de hidromiel. Nadie sino Mordred las habría colocado allí, y sin duda lo hizo con la esperanza de que mordieran a un esclavo o a un sirviente. El frío de la bodega las había dejado adormiladas y pudimos matarlas sin dificultad, pero un mes más tarde, una sirvienta murió tras ingerir unos champiñones que resultaron ser setas no comestibles. Nadie sabía quién los había cambiado, pero todo el mundo pensó en Mordred. Era como si, según palabras de Ceinwyn, dentro de aquel belicoso cuerpecillo se ocultara una mente calculadora de adulto. Creo que a ella le gustaba tan poco como a mí, pero se esforzaba mucho por tratarlo con amabilidad y no soportaba las azotainas que todos le propinábamos.
–Empeoran su carácter -me advirtió en una ocasión.
–Eso me temo -confesé.
–Entonces, ¿por qué se le azota?
–Porque si se le trata amablemente -repliqué encogiéndome de hombros-, aun saca provecho.
Al principio, cuando Mordred acababa de llegar a Lindinis, me prometí a mí mismo no ponerle jamás la mano encima, pero tan noble intención desapareció a los pocos días y, al cumplirse el primer año, con sólo verle la fea y malcarada nariz de patata y la cabeza de cepillo, me entraban unos deseos irrefrenables de ponérmelo en las rodillas y azotarlo hasta hacerle sangrar.
La propia Ceinwyn llegó a castigarlo. Ella no quería, pero un día la oí gritar. Mordred había encontrado una aguja y comenzó a pinchar a Morwenna en la cabeza como si tal cosa. Acababa de ocurrírsele comprobar lo que sucedería si pinchaba al bebé en un ojo con la dichosa aguja cuando Ceinwyn llegó corriendo y comprendió el motivo de los gritos de su hija. Levantó a Mordred en el aire y le sacudió un bofetón tan contundente que el niño salió disparado hasta el centro de la habitación. A partir de entonces, nunca dejamos que nuestros hijos durmieran solos, siempre había un sirviente a su lado y Mordred añadió el nombre de Ceinwyn a su lista de enemigos.
–Es malo, simplemente -me decía Merlín-. Seguro que no has olvidado la noche en que nació.
–Ni un detalle -respondí, pues yo había estado presente, al contrario que Merlín.
–Dejaron que los cristianos asistieran al alumbramiento, ¿no es cierto? – me preguntó-. Y llamaron a Morgana cuando todo empezó a torcerse. ¿Qué precauciones tomaron los cristianos?
–Oraciones -dije con un encogimiento de hombros-. Me acuerdo también de un crucifijo. – Yo no había entrado en la cámara del parto, claro está, pues los hombres no entraban jamás, sino que vigilaba desde las almenas de Caer Cadarn.
–No es de extrañar que todo se torciera -comentó Merlín-. ¡Oraciones! ¿De qué sirven las oraciones contra un espíritu maligno? Hay que verter orina en el dintel de la puerta, colocar hierro en la cama y echar artemisa al fuego. – Sacudió la cabeza, apesadumbrado-. Un espíritu se apoderó del niño antes de que Morgana pudiera intervenir, por eso tiene el pie tan retorcido. Seguramente, el espíritu se agarraría al pie del niño cuando notó la llegada de Morgana.
–¿Y qué hay que hacer para sacarle el espíritu? – pregunté.
–Clavar una espada en su pervertido corazón -replicó con una sonrisa, y se reclinó en el respaldo de la silla.
–¡Os lo ruego, señor! – insistí-. ¿Qué hay que hacer?
–El viejo Balise decía que se podía intentar colocando al poseso en una cama entre dos vírgenes; todos desnudos, claro está. – Chasqueó la lengua-. Pobre Balise. Era un buen druida, pero la inmensa mayoría de sus hechizos requerían desnudar a jovencitas. La idea era que el espíritu preferiría alojarse en una virgen, ¿comprendes?, de modo que se le ofrecían dos niñas virginales para que no supiera por cuál decidirse; el truco consistía en sacarlos a todos de la cama en el preciso momento en que el espíritu salía del cuerpo del loco sin haber decidido todavía en qué virgen instalarse; en ese momento exacto, se sacaba de la cama a los tres y se arrojaba una tea encendida al colchón. Teóricamente, así se quemaba al espíritu, que se convertía en humo, pero a mí nunca me pareció un remedio sensato. Confieso que lo intenté en una ocasión. Traté de sanar a un pobre viejo demente, de nombre Malldyn, y lo único que conseguí fue un idiota tan loco como un cuco, dos niñas esclavas aterrorizadas y los tres ligeramente chamuscado. – Suspiró-. Enviamos a Malldyn a la isla de los Muertos, el mejor sitio para él. ¿No podrías enviar a Mordred allí?
La isla de los Muertos era el destierro donde confinábamos a locos de remate. Nimue había estado allí en una ocasión y yo había ido a rescatarla del horror.
–Arturo no lo consentiría jamás -dije.
–Supongo que no, claro. Voy a hacer un encantamiento, pero te advierto que tengo pocas esperanzas. – Merlín vivía con nosotros entonces. Era un anciano que iba consumiéndose poco a poco, o al menos eso nos parecía a todos, pues el fuego que había reducido el Tor a cenizas le había exprimido toda la energía y, con la energía, se habían evaporado también sus sueños de reunir los tesoros de Britania. Lo único que quedaba de él era un cascarón seco y cada vez más viejo. Pasaba horas sentado al sol y, en invierno, se acurrucaba junto al fuego. Conservaba la tonsura de druida pero ya no se trenzaba la barba, que crecía y crecía, blanca y desmesurada. Comía poco y siempre estaba dispuesto a hablar, aunque nunca de Dinas y Lavaine ni del horrible instante en que Cerdic le había cortado la trenza de la barba. Pensé que aquella violación sumada al rayo que cayó sobre el Tor le habían sorbido la vida, aunque aún alimentaba una pequeña chispa de esperanza. Estaba convencido de que la olla no se había quemado sino que había sido robada, y me lo demostró un día en el jardín de Lindinis, al poco de habernos instalado. Construyó una torre de juguete con leños, colocó una copa de oro en el centro y un puñado de yesca en la base y luego ordenó que le llevaran fuego de las cocinas.
Hasta Mordred se comportó aquella tarde. El fuego siempre embelesaba al rey, que se quedó mirando con los ojos muy abiertos la maqueta de la torre ardiendo a la luz del sol. Los leños apilados se derrumbaron sobre el centro y las llamas siguieron ardiendo; ya casi era de noche cuando Merlín fue a buscar un rastrillo de jardinero y peinó las cenizas. Rescató la copa de oro, que ya no parecía tal de tan retorcida y desfigurada como estaba, pero seguía siendo oro.
–Llegué al Tor a la mañana siguiente del incendio, Derfel -me dijo- y busqué y rebusqué entre las cenizas. Levanté hasta el último resto de viga requemada con mis propias manos, pasé las cenizas por el tamiz, rastrillé lo que quedó y no encontré oro. Ni una gota. Se llevaron la olla e incendiaron la torre. Sospecho que robaron los tesoros al mismo tiempo, pues allí los tenía todos guardados, excepto el carro y el otro.
–¿Qué otro?
Por un momento, me dio la impresión de que no iba a contestar, pero después se encogió de hombros como si ya nada importara.
–La espada de Rhydderch. La conoces por el nombre de Caledfwlch. – Se refería a la espada de Arturo, Excalibur.
–¿Se la regalasteis a pesar de ser uno de los tesoros? – pregunté, atónito.
–¿Por qué no? Ha jurado devolvérmela cuando la necesite. No sabe que es la espada de Rhydderch, Derfel, y debes prometerme que no se lo dirás. Si lo descubre, cometerá cualquier estupidez, como fundirla para demostrar que no teme a los dioses. Arturo llega a ser muy obtuso en algunos momentos, pero es el mejor gobernante que tenemos, de modo que he decidido darle un poco más de poder secreto permitiéndole que use la espada de Rhydderch. Se mofaría si lo supiera, claro, pero un día, la hoja se convertirá en una llama y entonces no se lo tomará a risa.
Yo quería saber más sobre la espada, pero Merlín se negó a seguir hablando.
–Ahora no tiene importancia -dijo-, todo eso ha pasado ya. Los tesoros han desaparecido. Nimue irá a buscarlos, supongo, pero yo ya soy muy viejo, viejo en exceso.
Yo no podía soportar que dijera aquellas palabras. Después de todo el esfuerzo empleado en reunir los tesoros, parecía que los hubiera abandonado sin más. Hasta la olla mágica, por la que tanto penamos en la Senda Tenebrosa, parecía haber perdido todo interés.
–Si los tesoros existen todavía, señor -insistí-, pueden ser hallados. – Merlín sonrió con indulgencia.
–Serán hallados.
–En ese caso ¿por qué no los buscamos?
Suspiró como si la pregunta fuera una impertinencia.
–Porque están escondidos, Derfel, guardados en algún lugar con un encantamiento de invisibilidad. Lo sé, lo noto. Así que tenemos que esperar a que alguien intente hacer uso de la olla. Cuando tal cosa suceda lo sabremos pues sólo yo sé darle el uso debido, y si otra persona convocara sus poderes, desataría el horror por toda Brítania. – Se encogió de hombros-. Esperemos el horror, Derfel, y entonces iremos hasta su mismo centro y allí encontraremos la olla.
–¿Entonces, quién creéis que la ha robado? – persistí.
–¿Los hombres de Lancelot? – preguntó, abriendo las manos en señal de ignorancia-. Para entregársela a Cerdic, seguramente. O tal vez hayan sido esos dos gemelos silurios. Creo que los subestimé, ¿verdad? Aunque eso ya no tiene importancia. Sólo el tiempo dirá quién va a quedarse con ella, Derfel, sólo el tiempo. Espera a que el horror se muestre y la encontraremos.
Parecía satisfecho con esperar y, mientras esperaba, contaba viejas historias y escuchaba las nuevas, aunque de vez en cuando se arrastraba hasta su habitación, que comunicaba con el patio exterior, y allí hacía algún conjuro, casi siempre en favor de Morwenna. Seguía adivinando el porvenir; generalmente extendía una capa de cenizas frías sobre las losas del patio y soltaba una culebra de agua, la cual pasaba dejando un rastro en ellas, que era lo que él leía; pero me di cuenta de que siempre hacía predicciones suaves y optimistas. No disfrutaba con la tarea. Aún conservaba cierto poder, no obstante, pues, cuando Morwenna contrajo unas fiebres, hizo un hechizo con lana y cascaras de hayuco y luego le administró un brebaje de carcomas machacadas que le quitó la fiebre; sin embargo, cuando Mordred enfermaba, siempre inventaba encantamientos que lo empeoraran, aunque el rey nunca llegó a debilitarse hasta la muerte.
–Lo protege el demonio -me decía Merlín- y, en estos días, me faltan fuerzas para enfrentarme a un demonio joven.
Se quedaba recostado entre cojines y atraía a uno de sus gatos pita que se posara en su regazo. Siempre le habían gustado los gatos, y en Lindinis abundaban. Merlín se encontraba a gusto en aquel lugar. Eramos amigos, tenía un gran apego a Ceinwyn y a nuestra creciente prole de niñas, y Gwlyddyn, Ralla y Caddwg, sus viejos sirvientes del Tor, le prodigaban toda clase de cuidados. Los hijos de Gwlyddyn y Ralla crecían junto a los nuestros, unidos todos contra Mordred. Cuando el rey cumplió doce años, la vieja Ceinwyn había dado a luz cinco veces. Las tres niñas sobrevivieron, pero los dos varones murieron al cabo de una semana de su nacimiento, y Ceinwyn culpaba de tan tempranas muertes al perverso espíritu de Mordred.
–No quiere que haya más varones aquí -decía apesadumbrada-, sólo niñas.
–Mordred se marchará en seguida -le prometí, pues ya contábamos los días que faltaban hasta su decimoquinto aniversario, momento en que sería proclamado rey.
También Arturo contaba los días, aunque con cierta aprensión, pues temía que Mordred destruyera cuanto él había construido. Durante aquellos años, Arturo acudía a Lindinis frecuentemente. De pronto oíamos cascos de caballo en el patio, abríamos las puertas de par en par y su voz resonaba por las grandes estancias medio vacías del palacio.
–¡Morwenna! ¡Seren! ¡Dian! – gritaba, y nuestras tres rubias hijas acudían presurosas, a pie o a gatas, a tirarse a sus grandes brazos; después les prodigaba regalos, como panales de miel, pequeños broches o conchas en forma de delicada espiral. Luego, arropado entre niñas, entraba en la estancia donde nos halláramos y nos daba las últimas nuevas: se había construido un puente, se había abierto un nuevo tribunal, había encontrado a un magistrado honrado, se había ejecutado a un bandido… o bien nos relataba alguna maravilla de la naturaleza, como que habían visto una serpiente marina en la costa, que había nacido una ternera con cinco patas o, como en una ocasión, nos habló de un juglar que tragaba fuego.
–¿Cómo se encuentra el rey? – preguntaba siempre al concluir sus relatos.
–El rey crece -respondía Ceinwyn invariablemente, sin entusiasmo, y Arturo no preguntaba más.
Nos contaba cosas de Ginebra, buenas siempre, aunque tanto Ceinwyn como yo sospechábamos que su entusiasmo ocultaba una extraña soledad. Nunca estaba solo, pero creo que no llegó a encontrar el alma gemela que tanto ansiaba. En otro tiempo, Ginebra mostraba igual pasión y entusiasmo que Arturo en las cosas del gobierno, pero poco a poco había ido derivando sus energías hacia el culto a Isis. Arturo, que jamás se enfervorizó por culto religioso alguno, fingía interés en la diosa, pero creo que en realidad opinaba que Ginebra perdía el tiempo buscando un poder inexistente, de la misma forma que nosotros habíamos perdido el tiempo en otra ocasión buscando la olla mágica.
Ginebra le dio un único hijo. Ceinwyn decía que, o bien dormían separados o bien Ginebra utilizaba alguna magia femenina para evitar el embarazo. En todos los pueblos, siempre había una mujer sabia que conocía el poder de las hierbas y las sustancias capaces de provocar un aborto o curar una enfermedad. Me consta que a Arturo le habría gustado tener más hijos, pues le complacían en gran medida los niños, y vivió algunos de sus momentos más felices con Gwydre en nuestro palacio. Arturo y su hijo disfrutaban sobremanera entre el salvaje grupo de mocosos desastrados y despeinados que correteaban por Lindinis sin recato, pero evitando siempre la nefasta y hosca presencia de Mordred. Gwydre jugaba con nuestras hijas, con los tres de Ralla y con las dos docenas de niños de los esclavos o siervos, que formaban ejércitos en miniatura y se batían en falsos combates; o colgaban mantos de guerra de las ramas de un peral bajo del jardín y lo convertían en una casa, donde imitaban las pasiones y la actividad del palacio de verdad. Mordred tenía compañeros propios, todos niños e hijos de esclavos, y ellos, como eran mayores, alborotaban más salvajemente. Nos llegaban rumores de que habían robado una guadaña de una cabaña, de que habían incendiado un pajar o un almiar, de que habían roto una criba o destrozado un seto recién colocado y, en años posteriores, también supimos que habían asaltado a la hija de algún pastor o campesino. Arturo escuchaba, se estremecía y se iba a hablar con el rey, pero nada cambiaba.
Ginebra apenas visitaba Lindinis, aunque mis deberes, que me hacían recorrer Dumnonia al servicio de Arturo, me llevaban con harta frecuencia al palacio de invierno y allí, una vez sí y otra también, veía a Ginebra. Me trataba con deferencia, pero en aquel tiempo todos nos tratábamos con deferencia, pues Arturo había inaugurado su gran banda de guerreros. Me habló de su idea por primera vez en Cwm Isaf, pero, durante los años que siguieron a la batalla de las afueras de Londres, convirtió en realidad su hermandad de lanceros.
Hasta el día de hoy, la mera mención de la Mesa Redonda hace chasquear la lengua a algunos ancianos, que se ríen de aquel intento de domesticar la rivalidad, la hostilidad y la ambición. En realidad, «Mesa Redonda» no fue nunca su nombre propio sino una especie de sobrenombre. Arturo la llamaba la Hermandad de Britania, un nombre mucho más impresionante, pero nadie la llamó así jamás. Los pocos que recordaban aquella institución se referían a ella como «el juramento de la mesa redonda», y seguramente olvidaron que su fin era preservar la paz. Pobre Arturo; realmente confiaba en la hermandad, como si los besos pudieran proporcionar la paz y mil muertos pudieran seguir con vida hasta el día de hoy. Arturo intentó de veras cambiar el mundo, y instrumento era el amor.
La Hermandad de Britania fue inaugurada oficialmente en el palacio de invierno de Durnovaria durante el verano que siguió a la muerte de Leodegan, padre de Ginebra y rey exiliado de Henis Wyren, a causa de la peste. Pero aquel mes de julio, cuando teníamos que reunirnos todos, la peste llegó a Durnovaria de nuevo y así, en el último momento, Arturo convocó la gran reunión en el palacio del mar, que ya estaba terminado y relumbraba en su loma sobre el arroyo. Lindinis habría sido un lugar más apropiado para las ceremonias inaugurales, pues el palacio era mucho más espacioso, pero Ginebra debió de poner todo su empeño en mostrar al mundo su nueva casa. Le complacía, sin duda, llenar sus salones civilizados y sus umbrías arcadas de guerreros rudos de largos cabellos y barbas enmarañadas. Parecía querer decirnos que vivíamos para defender esa belleza, aunque tomó las medidas necesarias para que pocos de nosotros durmiéramos en realidad dentro de la agrandada villa. Acampamos fuera, donde ciertamente nos hallábamos más a nuestras anchas.
Ceinwyn me acompañó. No estaba bien de salud, pues las ceremonias tuvieron lugar poco después del alumbramiento de su tercer hijo, un varón, que, tras un laborioso parto que la debilitó hasta la desesperación, desembocó en la muerte del recién nacido; pero Arturo le rogó que asistiera. Quería que estuvieran presentes todos los lores de Britania y, aunque no acudió ninguno en representación de Gwynedd, Elmet y los demás reinos del norte, fueron muchos los que hicieron un largo viaje y, al final, todos los grandes de Dumnonia hicieron acto de presencia. Acudieron Cuneglas de Powys, Meurig de Gwent, el príncipe Tristán de Kernow y, cómo no, Lancelot; todos esos reyes trajeron consigo a sus lores, a sus druidas, a sus obispos y lugartenientes, de modo que las tiendas y los refugios se extendieron en una amplia franja alrededor de la colina del palacio del mar. Mordred, que entonces contaba nueve años, acudió con nosotros y le fueron adjudicadas, contra la voluntad de Ginebra, unas habitaciones dentro del palacio junto con los demás reyes. Merlín se negó a asistir. Dijo que era muy viejo ya para semejantes tonterías, Galahad fue nombrado mariscal de la hermandad y, por tanto, presidía la reunión al lado de Arturo y, al igual que éste, creía devotamente en la idea.
Jamás se lo confesé a Arturo, pero todo aquello me resultaba ridículo. Su idea era que todos nos jurásemos paz y amistad, zanjásemos las enemistades y nos comprometiéramos unos con otros por medio de votos para evitar toda clase de enfrentamientos en el seno de la hermandad a partir de entonces; pero hasta los dioses parecieron burlarse de semejante ambición, pues el día de los actos más importantes amaneció helado y oscuro, aunque en realidad no llegó a llover, cosa que Arturo, ridículamente optimista con respecto a todo el proyecto, declaró de buen augurio.
No se llevaron espadas, lanzas ni escudos a la ceremonia, que tuvo lugar en el gran jardín que se extendía entre dos arcadas de reciente construcción que continuaban hasta el arroyo en un terraplén cubierto de hierba. Colgaban los pendones de los arcos, donde dos coros que cantaban solemnemente daban a las ceremonias la debida dignidad. En el extremo norte del jardín, cerca de una gran puerta arqueada que llevaba al palacio, habían preparado una mesa. Casualmente, era redonda, aunque tal forma no encerraba simbolismo alguno; simplemente, era la mesa más adecuada para sacar al jardín. No era de gran tamaño, como los brazos estirados de un hombre, tal vez, pero sí de una gran hermosura; romana, naturalmente, hecha de una piedra blanca y translúcida y tenía grabado un extraordinario caballo con grandes alas extendidas. Una de las alas estaba deteriorada por una resquebrajadura que corría de arriba abajo, pero la mesa no dejaba de ser un objeto impresionante, y el caballo alado, una maravilla. Sagramor dijo que jamás había visto un animal semejante en sus largos viajes, aunque aseguraba que existían los caballos alados en los misteriosos y remotos países de más allá de los océanos de arena. Sagramor había contraído matrimonio con su corpulenta sajona Malla y era ya padre de dos niños.
Las únicas espadas que asistieron a la ceremonia fueron las de los reyes y príncipes. La espada de Mordred estaba en la mesa y, cruzadas sobre ella, las de Lancelot, Meurig, Cuneglas, Galahad y Tristán. Uno a uno fuimos desfilando todos, reyes, príncipes, lugartenientes y lores, colocando una mano en el punto donde se tocaban las seis hojas y recitando el juramento de Arturo que nos unía en la amistad y en la paz. Ceinwyn había vestido a Mordred, que contaba nueve años, con nuevas ropas, le había cortado el pelo y lo había peinado con la intención de domeñar los erizados rizos que sobresalían como cepillos gemelos de su redondo cráneo, pero seguía componiendo una estampa poco atractiva cuando se acercó, cojeando con el retorcido pie izquierdo, a murmurar el juramento. Admito que el momento en que puse la mano sobre las seis espadas me pareció muy solemne; como la mayoría de los asistentes, tenía la intención de mantener la palabra que, naturalmente, sólo comprometía a hombres, pues a Arturo no le pareció asunto de mujeres a pesar del gran número de éstas que siguieron la larga ceremonia desde la terraza que se levantaba sobre la puerta arqueada. Y realmente fue larga. En principio, Arturo había pensado restringir el número de miembros de la hermandad a los guerreros que hubieran comprometido su espada por juramento en la lucha contra los sajones, pero al final lo amplió para admitir a todos los grandes que pudo atraer al palacio; cuando concluyeron los juramentos, lo pronunció él y, de pie en la terraza, nos dijo que la palabra que habíamos dado era tan sagrada como cualquier otro voto, que habíamos prometido mantener la paz en Britania y que si alguno de nosotros faltaba al juramento, todos los demás miembros tendrían la obligación de castigar al transgresor. Después, nos dio instrucciones para que nos abrazáramos unos a otros y luego, cómo no, empezó a correr la bebida.
La solemnidad de la jornada no concluyó cuando empezamos a beber. Arturo había tomado buena nota de quién evitaba abrazar a quién, y luego, grupo a grupo, esos espíritus recalcitrantes fueron convocados al gran salón del palacio, donde Arturo insistió en la necesidad de que se reconciliaran. El propio Arturo dio ejemplo siendo el primero en abrazar a Sansum, y luego Melwas, el destronado rey de los belgas al que Arturo había desterrado a Isca. Melwas se sometió, falto de bríos, al beso de la paz, y murió un mes después a causa de un desayuno de ostras en mal estado. El destino es inexorable, como solía decirnos Merlín.
Tales reconciliaciones en la intimidad retrasaron, como era de esperar, el comienzo del banquete que se serviría en el gran salón, donde Arturo reunía a los enemigos; así pues, tuvieron que llevar más hidromiel al jardín, donde los guerreros aguardaban aburridos haciendo apuestas sobre quién sería el próximo al que Arturo llamara para jurar la paz. Yo sabía que me llamaría, pues había rehuido a Lancelot a lo largo de toda la ceremonia; naturalmente, Hygwydd, el escudero de Arturo, me encontró e insistió en que me presentara en el gran salón donde, tal como me temía, me aguardaban Lancelot y su corte. Arturo había convencido a Ceinwyn de que asistiera también y, para que la situación no le resultara tan violenta, rogó a Cuneglas que estuviera presente. Los tres permanecimos en un extremo del salón, Lancelot y sus hombres en el opuesto; Arturo, Ginebra y Galahad presidían desde el estrado donde se hallaba dispuesta la alta mesa para el gran festín. Arturo nos miró radiante.
–He reunido en esta sala -declaró- a algunos de mis amigos más queridos. El rey Cuneglas, el mejor aliado que cualquier hombre pueda desear en la guerra o en la paz, el rey Lancelot, a quien me debo por juramento como un hermano, lord Derfel Cadarn, el más valiente de mis valientes guerreros, y mi estimada princesa Ceinwyn. – Sonrió.
Me sentía tan ridículo como un espantapájaros en un campo de guisantes. Ceinwyn mantenía su gracioso porte, Cuneglas miraba las pinturas del techo, Lancelot tenía el ceño fruncido, Amhar y Loholt trataban de parecer hostiles y Dinas y Lavaine no mostraban sino un altanero desdén. Ginebra nos observaba atentamente y su sorprendente rostro no delataba nada, aunque sospecho que sentía el mismo desprecio que Dinas y Lavaine por la ceremonia inventada que tanto ilusionaba a su esposo. Arturo deseaba la paz fervientemente, sólo Galahad y él no parecían cohibidos por el ridículo.
En vista de que ninguno decía una palabra, Arturo abrió los brazos y bajó del estrado.
–Exijo -dijo- que la mala sangre que existe entre vosotros sea derramada de una vez por todas y olvidada para siempre.
Aguardó de nuevo. Yo arrastré los pies y Cuneglas se estiró los largos bigotes.
–Os lo ruego -insistió Arturo.
Ceinwyn se encogió de hombros ligeramente.
–Lamento -dijo- el daño que causé al rey Lancelot.
Arturo, entusiasmado porque el hielo empezara a derretirse, sonrió al rey de los belgas.
–¿Señor rey? – le invitó a responder-. ¿Vos la perdonáis?
Lancelot, que aquel día iba vestido de blanco de la cabeza a los pies, la miró fijamente y después inclinó la cabeza.
–¿Eso es perdón? – inquirí con un gruñido.
Lancelot se sonrojó pero logró mantenerse a la altura de las expectativas de Arturo.
–Nada tengo contra la princesa Ceinwyn -añadió rígidamente.
–¡Bien! – exclamó Arturo con entusiasmo renovado por las malhadadas palabras, y abrió los brazos otra vez para que ambos dieran un paso adelante-. Abrazaos -dijo-. ¡Tendremos la paz!
Se reunieron los dos a medio camino, se besaron en la mejilla y se separaron otra vez. Fue un gesto cálido como la noche estrellada que tuvimos que pasar velando la olla en las rocas en Llyn Cerrig Bach, pero satisfizo a Arturo.
–Derfel -dijo mirándome-, ¿no abrazas al rey?
Me preparé para el conflicto.
–Lo abrazaré, señor, cuando sus druidas retiren las amenazas que pesan sobre la princesa Ceinwyn.
Se hizo el silencio. Ginebra suspiró y golpeó el mosaico del estrado con el pie, el mosaico que había transportado desde Lindinis. Tenía un aspecto soberbio, como siempre. Llevaba una túnica negra, tal vez en reconocimiento de la solemnidad de la ocasión, recamada de medias lunas de plata. Se había recogido la roja melena en dos trenzas enroscadas alrededor de la cabeza, sujetas con dos prendedores de oro en forma de dragón. Llevaba al cuello el collar bárbaro de oro que Arturo le había regalado tras una antigua batalla contra los sajones de Aelle. En su día, me dijo que el collar le desagradaba, pero en ella lucía esplendorosamente. Aunque despreciara los acontecimientos del día, hacía todo lo posible por ayudar a su esposo.
–¿Qué amenazas? – me preguntó con frialdad.
–Ellos lo saben -dije, refiriéndome a los druidas gemelos.
–Nosotros no la hemos amenazado -protestó Lavaine secamente.
–Pero haces que las estrellas se desvanezcan -le acusé.
Dinas permitió que una sonrisa asomara a su rostro, bello y brutal.
–¿La pequeña estrella de papel, lord Derfel? – preguntó con fingida sorpresa-. ¿Os referís a ese insulto?
–Ésa fue vuestra amenaza.
–¡Mi señor! – apeló Dinas a Arturo-. No fue sino un truco de niños, sin trascendencia alguna.
Arturo dejó de mirarme e interpeló a los druidas.
–¿Lo juráis? – preguntó con tono apremiante.
–Por la vida de mi hermano -respondió Dinas.
–¿Y la barba de Merlín? ¿Todavía la tenéis?
Ginebra dejó escapar un suspiro como insinuando que me estaba comportando tozudamente. Galahad frunció el ceño. Fuera del palacio, las voces de los guerreros empezaban a elevarse y a abroncarse bajo el efecto del alcohol. Lavaine miró a Arturo.
–Es cierto, señor -dijo con cortesía-, que poseíamos un mechón de la barba de Merlín, pues le fue cortado por insultar al rey Cerdic. Pero, por mi vida, señor, lo quemamos.
–No luchamos contra los ancianos -gruñó Dinas, y luego miró a Ceinwyn-, ni contra las mujeres.
–Acércate, Derfel -me dijo Arturo con una alegre sonrisa-, abrazaos. Mi deseo es que haya paz entre mis amigos más amados.
Aún vacilé, pero tanto Ceinwyn como su hermano me instaron a que me adelantara y así, por segunda y última vez en mi vida, abracé a Lancelot. En aquella ocasión, en vez de susurrarnos insultos como había sucedido la primera vez que tuvimos que abrazarnos, no dijimos nada. Sólo nos besamos y nos separamos.
–Que haya paz entre vosotros -insistió Arturo.
–Lo juro, señor -respondí haciendo un esfuerzo.
–No tengo nada contra él -añadió Lancelot con idéntica frialdad.
Arturo hubo de conformarse con tan grosera reconciliación y soltó un enorme suspiro de alivio como si ya hubiera superado la parte más espinosa de la jornada; después nos abrazó a ambos y luego insistió en que Ginebra, Galahad, Ceinwyn y Cuneglas se acercaran e intercambiaran besos.
El mal trago había pasado. Las últimas víctimas de Arturo fueron su propia esposa y Mordred y, como no deseaba presenciar tal escena, me llevé a Ceinwyn de la sala. Su hermano se quedó, a petición de Arturo, de forma que salimos solos.
–Lo siento -le dije.
–Ha sido un mal trago inevitable -replicó con un encogimiento de hombros.
–Sigo sin fiarme de ese mamarracho -dije en tono vengativo.
–Tú, Derfel Cadarn -contestó con una sonrisa-, eres un gran guerrero, y él es Lancelot. ¿Acaso el lobo teme a la liebre?
–Teme a la serpiente -repliqué sombríamente. No me sentía con ánimos de encontrarme con mis amigos y contarles la reconciliación con Lancelot, de modo que me fui con Ceinwyn a recorrer las hermosas estancias del palacio del mar, con sus paredes de columnas, suelos decorados y pesadas lámparas de bronce que colgaban de gruesas cadenas de hierro fijadas a los techos, decorados con escenas de caza. A Ceinwyn, el palacio le pareció inconmensurablemente grande y frío, al mismo tiempo.
–Como los romanos -comentó.
–Como Ginebra -la contradije. Encontramos unas escaleras que descendían a las bulliciosas cocinas; allí había una puerta que salía a los huertos de atrás, donde la fruta y la verdura crecían en ordenados setos-. Me parece imposible -dije, una vez fuera, al aire libre- que la tal Hermandad de Britania sirva para algo.
–Servirá -dijo Ceinwyn- si sois muchos lo que os tomáis el juramento en serio.
–Tal vez. – Me detuve en seco, avergonzado, porque justo delante de mí, enderezándose tras inspeccionar unas matas de perejil, estaba Gwenhwyvach, la hermana menor de Ginebra.
Ceinwyn la saludó con alegría. Se me había olvidado que habían sido amigas durante los largos años de exilio de Ginebra y Gwenhwyvach en Powys y, después de besarse, Ceinwyn la llevó hacia mí. Pensé que tal vez me reprochara el no haber contraído matrimonio con ella, pero me pareció que no me guardaba rencor.
–Ahora soy la jardinera de mi hermana -me dijo.
–No puede ser, señora -respondí.
–El nombramiento no es oficial -contestó secamente-, como tampoco el de mayordoma superior ni el de guardiana de perros, pero alguien tiene que hacer esas funciones y, cuando mi padre murió, hizo prometer a Ginebra que cuidaría de mí.
–Sentí mucho lo de vuestro padre -dijo Ceinwyn.
–Empezó a perder más y más peso -comentó encogiéndose de hombros-, hasta que un buen día desapareció. – Gwenhwyvach, por el contrario, no había adelgazado, sino al contrario, estaba obesa, era una mujer gorda de cara colorada que, con el vestido manchado de barro y el sucio delantal blanco, más parecía una campesina que una princesa-. Vivo allí -dijo, indicando una edificación de madera relativamente grande que se levantaba a unos cien pasos del palacio-. Mi hermana espera que cumpla con mis tareas todos los días, pero cuando suena la campana de la noche debo retirarme de la vista. Comprended que nada mal parecido puede mancillar el palacio del mar.
–¡Señora! – protesté por el menosprecio de sí misma.
–Soy feliz -prosiguió sin entusiasmo, tras acallarme con un gesto-. Llevo a los perros a dar largos paseos y converso con la abejas.
–Ven a Lindinis -le pidió Ceinwyn.
–¡No me lo permitirían! – exclamó Gwenhwyvach con fingida alarma.
–¿Por qué no? – preguntó Ceinwyn-. Nos sobran estancias. Te lo ruego.
–Sé demasiado, Ceinwyn, por eso no podría -contestó con una sonrisa artera-. Sé quién viene y quién se queda y qué hacen aquí. – Ninguno de nosotros dos quería conocer los pormenores y por eso no dijimos nada, pero Gwenhwyvach necesitaba hablar. Debía de estar muy sola y Ceinwyn era una persona amable y querida del pasado. Gwenhwyvach arrojó súbitamente las hierbas que acababa de cortar y nos llevó con premura de vuelta al palacio-. Voy a enseñarte una cosa -dijo.
–Seguro que es mejor que no lo veamos -replicó Ceinwyn, temiendo la revelación de un misterio.
–Tú puedes verlo -le dijo-, pero Derfel no, o no debería, al menos. Los hombres no pueden entrar en el templo. – Nos llevó hasta una puerta que había al final de unos peldaños de ladrillo; se abría a una bodega que se extendía bajo el suelo del palacio sujetada por gruesos arcos de ladrillo romano-. Aquí se guarda el vino -nos explicó, para justificar las jarras y los pellejos colocados en las estanterías. Había dejado la puerta abierta para que la luz del día iluminara un poco la oscura y polvorienta maraña de arcos-. Por aquí -nos indicó, y desapareció entre los pilares de la derecha.
La seguimos despacio, adivinando el camino a tientas, cada vez con más cuidado a medida que nos alejábamos de la luz que llegaba por la entrada. Oímos a nuestra guía levantando una tranca y, de pronto, una ráfaga de aire frío nos envolvió al abrirse una puerta enorme.
–¿Eso es un templo de Isis? – le pregunté.
–¿Habías oído hablar de él? – preguntó Gwenhwyvach decepcionada.
–Ginebra me enseñó el que tenía en Durnovaria -dije-, hace muchos años.
–Éste no te lo enseñaría -replicó Gwenhwyvach, y apartó las gruesas cortinas negras que colgaban a pocas pulgadas de la puerta del templo para que Ceinwyn y yo contempláramos el interior de la capilla privada de Ginebra. Gwenhwyvach, por temor a la ira de su hermana, no me permitió traspasar el reducido vestíbulo que había entre la puerta y las gruesas colgaduras, pero hizo bajar a Ceinwyn los dos escalones que descendían hasta la alargada estancia. Tenía el suelo de piedra negra pulida, las paredes y el techo abovedado pintados con pez, un estrado de piedra negra con un trono de piedra negra y, tras el trono, otras cortinas negras. Sabía que frente a la baja tarima había un estanque poco profundo que se llenaba de agua durante las ceremonias de Isis. En realidad, el templo era casi exactamente igual al que Ginebra me había mostrado hacía tantos años, y muy semejante a la capilla desierta que habíamos descubierto en el palacio de Lindinis. La única diferencia, aparte del mayor tamaño y el techo más bajo que las dos anteriores, era que allí se permitía el paso de la luz, pues había un espacioso orificio en el techo abovedado exactamente encima del estanque.
–Ahí arriba hay una pared más alta que un hombre -musitó Gwenhwyvach, señalando el orificio-. Es para que la luz de la luna entre por la chimenea, pero nadie puede asomarse desde fuera. Ingenioso, ¿verdad?
La existencia de la chimenea de la luna parecía indicar que la bodega estaba situada bajo el jardín lateral del palacio, y así me lo confirmó Gwenhwyvach.
–Antes había una entrada aquí -dijo, señalando una línea quebrada de la negra pared que recorría el largo del templo a media altura-, para almacenar los víveres directamente en la bodega, pero Ginebra amplió el arco, ¿veis? Y lo cubrió todo con turba.
El templo no tenía nada excesivamente siniestro, más que la malévola negrura, pues no había ídolos, fuego para sacrificios ni altar. En el mejor de los casos, resultaba decepcionante porque el subterráneo abovedado carecía del esplendor de las salas de arriba. Tenía un aspecto chabacano, ligeramente sucio incluso. Pensé que los romanos habrían sabido convertir aquella estancia en un lugar digno de una diosa, pero Ginebra, a pesar de sus esfuerzos, sólo había conseguido transformar una bodega de ladrillo en una cueva negra, aunque el trono bajo, hecho de un solo bloque de piedra negra y que me pareció el mismo que había visto en Durnovaria, era impresionante por sí solo. Gwenhwyvach dio la vuelta al trono, levantó la cortina negra e hizo pasar a Ceinwyn al otro lado. Permanecieron un buen rato tras la cortina, pero cuando salimos de allí, Ceinwyn me dijo que no había gran cosa que ver.
–No era más que una alcoba negra y pequeña -me dijo- con una cama grande y muchas cagadas de ratón.
–¿Una cama? – pregunté intrigado.
–La cama de los sueños -replicó Ceinwyn con firmeza-, como la que había a media altura en la torre de Merlín.
–¿Y eso es todo? – pregunté, intrigado todavía.
–Gwenhwyvach insinuó que la usaba para otros fines -añadió en tono reprobatorio-, pero no tiene pruebas y, finalmente, tuvo que admitir que su hermana dormía allí para recibir sueños. – Sonrió con tristeza-. Me da la impresión de que la pobre Gwenhwyvach está tocada de la cabeza. Cree que Lancelot vendrá a buscarla algún día.
–¿De verdad? – pregunté atónito.
–Se ha enamorado de él, pobre mujer. – Habíamos intentado convencer a Gwenhwyvach de que acudiera a la fiesta del jardín principal con nosotros, pero se negó. Nos confesó que no sería bien recibida y se alejó apresuradamente, mirando con temor a diestra y siniestra-. Pobre Gwenhwyvach -repitió Ceinwyn, y luego se rió-. ¡Qué característico de Ginebra! ¿Verdad?
–¿A qué te refieres?
–¡Adoptar una religión tan exótica! ¿Por qué no adora a los dioses britanos, como los demás? ¡No, claro! Ella necesita otra cosa, algo extraño y retorcido. – Suspiró y después me tomó del brazo-. ¿Tenemos que quedarnos en la fiesta obligatoriamente?
Se sentía débil, aún no se había recuperado por completo del último alumbramiento.
–Arturo lo comprenderá -dije.
–Pero Ginebra no -suspiró-, o sea que será mejor que me sobreponga.
Habíamos ido paseando por el largo lado occidental del palacio y pasamos ante la alta empalizada de madera que rodeaba la chimenea del templo; en aquel momento llegamos al final de la arcada. Detuve a Ceinwyn antes de doblar la esquina y le rodeé los hombros.
–Ceinwyn de Powys -dije, contemplando su rostro admirable y hermoso-, te amo.
–Lo sé -dijo sonriendo, y se puso de puntillas para darme un beso. Después me llevó unos pasos más adelante y miramos el conjunto del jardín principal del palacio del mar.
–Ahí tienes -dijo riéndose- la Hermandad de Britania de Arturo.
El jardín era un torbellino de hombres ebrios. Habían tenido que esperar tanto tiempo para el festín que en aquel momento se abrazaban unos a otros rebuscadamente e intercambiaban rimbombantes promesas de amistad eterna. Algunos abrazos se transformaron en combates cuerpo a cuerpo y los hombres rodaban por los macizos de flores de Ginebra. Hacía tiempo que los coros habían renunciado a seguir cantando música solemne y algunas de las cantoras bebían con los guerreros. No todos estaban borrachos, claro está, pero los sobrios se habían retirado a la terraza para proteger a las mujeres, muchas de las cuales eran sirvientas de Ginebra; entre ellas se encontraba Lunette, mi primer amor de hacía tanto tiempo. Ginebra también, y desde allí observaba horrorizada el destrozo de su jardín, aunque en realidad ella era la culpable, pues había servido un hidromiel muy fuerte que había ordenado destilar para la ocasión, y al menos cincuenta hombres parrandeaban en los jardines. Algunos habían arrancado flores y las usaban a modo de espadas; al menos uno de ellos tenía sangre en la cara, mientras que otro trataba de arrancarse un diente suelto y mentaba con sucia lengua a la madre del miembro de la hermandad que le había partido la boca. Además, alguien había vomitado en la mesa redonda.
Acompañé a Ceinwyn al resguardo de los arcos en tanto la Hermandad de Britania maldecía, se peleaba y se embriagaba hasta el embotamiento.
Y así fue como comenzó la Hermandad de Britania de Arturo, aunque Igraine no lo crea, la hermandad que los ignorantes siguen denominando la Mesa Redonda.
Me gustaría afirmar que el nuevo espíritu de paz engendrado por el juramento de la Mesa Redonda fue responsable de la felicidad que se extendió por todo el reino, pero la mayoría del pueblo llano no llegó a tener noticia siquiera de la instauración de tal juramento. A nadie le importaba lo que hicieran sus señores siempre y cuando dejaran en paz a sus familias y tierras. Naturalmente, Arturo depositó una gran confianza en los votos. Como solía decir Ceinwyn, para ser un hombre que renegaba de los juramentos, era extraordinariamente proclive a pronunciarlos.
Pero al menos los votos fueron respetados durante aquellos años y Britania prosperó gracias a la paz. Aelle y Cerdic luchaban uno contra otro por la supremacía en Lloegyr, y su encarnizada rivalidad libró al resto de Britania de las lanzas sajonas. Los reyes irlandeses de la Britania occidental ponían sus armas a prueba constantemente contra los escudos britanos, pero se trataba de conflictos esporádicos y sin importancia, y casi todos disfrutamos de un largo período de tranquilidad. El consejo de Mordred, del cual yo formaba parte, pudo dedicarse a las leyes, los tributos y las disputas por la propiedad en vez de estar pendiente del enemigo.
Arturo presidía el consejo, aunque jamás ocupó el lugar presidencial de la mesa porque era el trono reservado al rey, que aguardaba vacante hasta que Mordred alcanzara la mayoría de edad. Merlín era el consejero oficial del rey, pero nunca se desplazaba a Durnovaria y hablaba poco en las contadas ocasiones en que el consejo se reunió en Lindinis. La mitad de los consejeros eran guerreros, aunque casi nunca acudían a las sesiones. Agravain aducía que los negocios le hastiaban y Sagramor prefería continuar manteniendo la paz en la frontera con los sajones. El consejo se completaba con dos bardos que conocían las leyes y las genealogías de Britania, dos magistrados, un comerciante y dos obispos cristianos. Uno de los ellos era un anciano meditabundo llamado Emrys, sucesor de Bedwin en el obispado de Durnovaria, el otro era Sansum.
Sansum, que había conspirado contra Arturo y, según la opinión de muchos, debería haber sido ejecutado por ello, logró no obstante librarse del castigo. No llegó a aprender a leer ni a escribir, pero era inteligente y desmesuradamente ambicioso. Procedía de Gwent, era hijo de un curtidor y había prosperado hasta convertirse en sacerdote de Tewdric, pero alcanzó su máxima influencia al casar a Arturo y Ginebra cuando huyeron de Caer Sws. En recompensa por tal servicio fue nombrado obispo de Dumnonia y capellán de Mordred, aunque perdió este último nombramiento tras la conspiración con Nabur y Melwas. A raíz de dicha conspiración, debía de haber quedado relegado al humilde cargo de guardián de la capilla del Santo Espino, pero Sansum no era capaz de conformarse con tan poca cosa. Posteriormente salvó a Lancelot de la humillación de ser rechazado por Mitra, hecho que le ganó la tácita amistad de Ginebra, pero ni su amistad con Lancelot ni su pacto con Ginebra habrían bastado para alzarlo al consejo de Dumnonia.
Alcanzó tal rango por medio del matrimonio, y la mujer a la que desposó fue la hermana mayor de Arturo, Morgana… la sacerdotisa de Merlín, la adepta de los misterios, Morgana la pagana. Con semejante alianza, Sansum se deshizo de las secuelas de su antigua desgracia y se elevó hasta la cumbre del poder de Dumnonia. Fue nombrado consejero y obispo de Lindinis y repuesto en el cargo de capellán de Mordred, aunque, afortunadamente, la repulsión que le inspiraba el joven rey lo mantenía alejado del palacio de Lindinis. Asumió la autoridad sobre todas las iglesias del norte de Dumnonia, de la misma forma que Emrys era la cabeza de las del sur. Para Sansum fue un matrimonio brillante, aunque a los demás no nos produjo sino asombro.
La boda se celebró en la iglesia del Santo Espino, en Ynys Wydryn. Arturo y Ginebra estaban en Lindinis y acudimos juntos a la capilla en aquella gran ocasión. La ceremonia empezó con el bautismo de Morgana en las aguas del lago Issa, rodeado de cañas. Había trocado su antigua máscara con la imagen de Cernunnos, el dios cornudo, por otra decorada con una cruz cristiana y, para señalar el júbilo de la ocasión, vistió túnica blanca en vez de la negra de costumbre. Arturo gritó de felicidad al ver a su hermana entrar cojeando en el lago, donde Sansum, con evidente ternura, la sujetó por la espalda mientras ella se sumergía en las aguas. Un coro cantaba aleluyas. Esperamos a que Morgana se secara y se pusiera otra túnica blanca; después se acercó renqueando al altar donde el obispo Emrys los unió en matrimonio.
Creo que no me habría asombrado más si Merlín hubiera abandonado a los dioses antiguos para abrazar la cruz. Claro está que para Sansum el triunfo fue doble, pues no sólo alcanzó ascendencia sobre el consejo real del reino sino que además, la conversión de la hermana de Arturo al cristianismo fue un duro golpe al paganismo. Algunos lo acusaron enconadamente de oportunismo, pero para hacerle justicia, creo que amaba a Morgana a su manera, calculadora sin duda, y ella ciertamente lo adoraba. Eran dos personas inteligentes unidas por el resentimiento. Sansum siempre se consideró acreedor de un lugar más elevado, mientras que Morgana, que había sido bella, albergaba un gran resentimiento por el incendio que había desfigurado su cuerpo y destrozado su rostro hasta el horror. También sentía rencor por Nimue, puesto que le había usurpado el lugar de suma sacerdotisa de Merlín, y, para vengarse, Morgana se convirtió en la más ardiente cristiana. Alababa a Cristo con la misma estridencia con que antes había servido a los dioses y, después del matrimonio, empeñó su formidable voluntad por entero en la campaña misionera de Sansum.
Merlín no asistió a la ceremonia, pero aun así, extrajo diversión del acontecimiento.
–Está sola -me dijo, al conocer la noticia-, y el señor de los ratones le hace compañía, al menos. No copularán, ¿verdad Derfel? ¡Dioses, si la pobre Morgana se desnuda delante de Sansum, seguro que el hombre vomita! Además, ése no sabe copular. Al menos con mujeres.
El matrimonio no suavizó a Morgana. Encontró en Sansum a un hombre deseoso de dejarse guiar por sus astutos consejos, un hombre cuyas ambiciones podía respaldar con todo el ardor de su energía, pero para el resto del mundo, siguió siendo la mujer más amargada y taimada, la que se ocultaba tras la imponente máscara de oro. Continuó viviendo en Ynys Wydryn, pero en vez de quedarse en el Tor de Merlín se trasladó a la casa del obispo, junto a la capilla, desde donde veía los restos requemados del Tor, el refugio de su enemiga Nimue.
Nimue, huérfana de Merlín, estaba convencida de que Morgana había robado los tesoros de Britania. Por lo que yo sabía, tal convicción se basaba únicamente en el odio que sentía hacia ella, pues la tenía por la mayor traidora de Britania. Al fin y al cabo, Morgana era la sacerdotisa pagana que había abandonado a los dioses para entregarse al cristianismo, y Nimue, siempre que la veía, escupía y le lanzaba maldiciones que Morgana le devolvía enérgicamente; maldiciones paganas contra condenas cristianas. Jamás se reconciliarían, aunque en una ocasión, a requerimiento de Nimue, tuve que interrogar a Morgana sobre la olla perdida. Fue al cabo de un año de su matrimonio y, aunque yo ya era lord entonces y uno de los hombres más ricos de Dumnonia, Morgana me intimidó como antaño. Durante mi infancia, ella era la temida, respetada e imponente autoridad que gobernaba el Tor con talante brusco y malhumorado y un bastón siempre dispuesto para imponer disciplina. Años después, cuando me encontré frente a ella, me causó idéntica inquietud.
Nos reunimos en uno de los edificios levantados por Sansum en Ynys Wydryn. El más espacioso era del tamaño de un salón de festejos y hacía las veces de escuela donde docenas de sacerdotes aprendían a ser misioneros. Dichos ministros empezaban a estudiar a los seis años, a los dieciséis se los nombraba hombres santos y se los enviaba por los caminos de Bretaña a convertir infieles. Muchas veces me encontré en mis viajes con esos hombres entregados. Caminaban en parejas, con sólo una pequeña bolsa y un vara, aunque a veces los acompañaban grupos de mujeres, que sentían una curiosa atracción hacia ellos. No tenían miedo. Siempre que me los encontraba, me provocaban para que negara a su dios, pero siempre les respondía amablemente que admitía la existencia de su dios pero que los nuestros también existían, y entonces me maldecían y sus mujeres aullaban insultos contra mí. En una ocasión en que dos de tales fanáticos asustaron a mis hijas, utilicé contra ellos el extremo inferior de la lanza, y confieso que los golpeé con fuerza, pues el balance de la discusión fue un cráneo roto y una muñeca desarticulada, ninguno de los cuales era mío. Arturo insistió en que debía ser juzgado para demostrar que hasta los más privilegiados dumnonios habían de someterse a la ley, y así, acudimos al tribunal de justicia de Lindinis, donde un magistrado cristiano me condenó a pagar una multa de la mitad de mi peso en plata.
–Tenían que haberte azotado. – Morgana conocía el incidente y me soltó su veredicto tan pronto como me recibió-. En público, hasta despellejarte.
–Creo que hasta para vos sería difícil ahora, señora -le dije con indiferencia.
–Dios me daría la energía necesaria -sonrió tras la nueva máscara de oro con la cruz cristiana. Estaba sentada a una mesa llena de pergaminos y tablillas de madera cubiertas de señales de tinta, pues no sólo dirigía la escuela de Sansum sino que además llevaba la contabilidad de los tesoros de todas las iglesias y monasterios del norte de Dumnonia, aunque de lo que más orgullosa se sentía era de la comunidad de mujeres santas que cantaban y rezaban en una casa aparte donde los hombres tenía prohibida la entrada. Las oía cantar con dulces voces mientras Morgana me miraba de arriba abajo. Evidentemente, no le gustaba lo que veía-. Si has venido a por más dinero -me espetó- no te lo daré hasta que pagues las deudas pendientes.
–Que yo sepa, no hay ninguna cuenta pendiente -repliqué sin inmutarme.
–No sabes lo que dices. – Cogió una tablilla de madera y leyó una lista inventada de préstamos impagados.
Dejé que concluyera y luego, suavemente, le dije que el consejo no precisaba dinero de la Iglesia.
–Y en caso de que así fuera -añadí-, no me cabe le menor duda de que vuestro esposo os lo habría comunicado.
–Como tampoco cabe la menor duda de que vosotros, los paganos del consejo, urdís cosas a espaldas del santo. – Dio un respingo despectivo-. ¿Cómo está mi hermano?
–Ocupado, señora.
–Y mucho, ya veo, como para venir a verme.
–Como vos para ir a verlo a él -repliqué sin amablemente.
–¿Yo? ¿Ir a Durnovaria? ¿Y verle la cara a esa bruja de Ginebra? – Se santiguó, introdujo la mano en un cuenco de agua y volvió a santiguarse-. Antes bajaría al infierno a verle la cara al propio Satán que mirar a esa bruja de Isis. – A punto estuvo de escupir para evitar el mal, pero de pronto se acordó y repitió la señal de la cruz-. ¿Sabes qué clase de ceremonias exige Isis? – me preguntó en tono iracundo.
–No, señora.
–¡Indecencias, Derfel, indecencias! ¡Isis es la mujer escarlata! ¡La prostituta de Babilonia! Es la fe del diablo. Yacen juntos, el hombre y la mujer. – Se estremeció ante tan espantoso pensamiento-. ¡Indecencias!
–No se permite la entrada a los hombres en su templo, señora -argüí en defensa de Ginebra-, como tampoco en la casa de vuestras mujeres.
–Conque no ¿eh? – graznó Morgana-. Entran por la noche, insensato, y adoran a su sucia socia desnudos. Hombres y mujeres juntos, sudando como cerdos. ¿Crees que no lo sé, yo, que fui tan gran pecadora? Crees saber más que yo de religiones paganas? Te lo aseguro, Derfel, se revuelcan juntos en su propio sudor, el hombre desnudo y la mujer desnuda. Isis y Osiris, mujer y hombre, y la mujer da vida al hombre, ¿en qué te crees que consiste tal cosa, insensato? Consiste en el sucio acto de la fornicación, ¡eso es! – Mojó los dedos en el cuenco de agua otra vez y se santiguó nuevamente; una gota de agua bendita quedó en su máscara de oro-. ¡Eres un crédulo ignorante, Derfel! – recalcó. No quise continuar la discusión. Las diferentes religiones siempre se insultaban de modo semejante. Muchos paganos acusaban a los cristianos de conductas parecidas cuando celebraban las llamadas «fiestas del amor», y muchos campesinos creían que los cristianos raptaban niños, los mataban y se los comían-. También Arturo es un insensato -gruñó Morgana- por confiar en Ginebra. – Me miró torvamente con su único ojo-. Entonces, ¿qué quieres de mí, Derfel, si no es dinero?
–Deseo saber, señora, qué sucedió la noche en que desapareció la olla mágica.
Se echó a reír; un eco de su antigua risa, el graznido cruel que siempre conflictos anunciaba en el Tor.
–Tú, miserable e imbécil, me haces perder el tiempo. – Con esas palabras se volvió a su mesa de trabajo. Aguardé a que hiciera unas cuantas marcas más en las tablillas de la contabilidad y unas anotaciones al margen de unos cuantos pergaminos fingiendo que yo no estaba-. ¿Sigues ahí, insensato? – preguntó al cabo de un rato.
–Sigo aquí, señora -respondí.
–¿Qué quieres saber? – preguntó volviéndose hacia mí-. ¿Te manda esa ramera insignificante y perversa de la colina?-. Señaló hacia el Tor.
–Me manda Merlín, señora -mentí-. Siente curiosidad por el pasado pero le falla la memoria.
–Pronto la perderá para siempre en el infierno -dijo en tono vengativo; luego, sopesó mi pregunta y por fin se encogió de hombros-. Voy a contarte lo que sucedió aquella noche, pero sólo te lo diré una vez y, cuando termine, no quiero que vuelvas a preguntarme jamás.
–Basta con una vez, señora.
Se levantó y se acercó cojeando a la ventana, desde la cual se veía el Tor.
–El Señor Todopoderoso -dijo-, el único Dios verdadero, Nuestro Padre, mandó fuego desde el cielo. Yo estaba allí, así que sé lo que pasó. Mandó el rayo, que cayó en la techumbre de paja y la incendió. Yo grité, pues tengo buenas razones para temer al fuego. Conozco el fuego, soy hija del fuego. El fuego echó mi vida a perder. Pero aquel fuego fue otra cosa. Era el fuego divino de la purificación, el que acabó para siempre con mi vida de pecado. El fuego se extendió del tejado a la torre y lo arrasó todo. Yo lo vi, y hasta habría muerto en el incendio si el bendito Sansum no hubiera acudido a rescatarme. – Se santiguó una vez más y me dio la espalda-. ¡Eso fue lo que sucedió, insensato! – concluyó.
De modo que Sansum estaba en el Tor aquella noche; ¡qué interesante! Sin embargo, no hice comentario alguno al respecto sino que repliqué amablemente.
–El fuego no pudo quemar la olla, señora. Merlín llegó al día siguiente, buscó entre las cenizas y no halló el oro.
–¡Insensato! – Morgana me escupió a través de la ranura de la boca que tenía la máscara-. ¿Te crees que el fuego de Dios quema como tus débiles llamas? La maldita olla era el orinal del diablo, la lacra más deleznable en esta tierra de Dios. Era el orinal donde se aliviaba el diablo, y Dios nuestro señor lo redujo a nada. ¡Lo vi con este ojo! – Señaló el lugar de la máscara por el que atisbaba su único ojo sano-. Vi cómo ardía, era un resplandor de caldera brillante, que chasqueaba y crujía en el corazón mismo del incendio, era la llama más ardorosa del infierno y oí a los demonios aullar de dolor cuando la olla se convirtió en humo. ¡Dios la abrasó! La abrasó y la mandó de vuelta a su sitio, ¡al infierno! – Hizo una pausa y me pareció que su rostro deformado, derretido por las llamas, se resquebrajaba al sonreír oculto tras la máscara-. Ha desaparecido, Derfel -añadió en voz más serena-, y ahora, desaparece tú también.
Me marché, salí del templo y subí al Tor, donde empujé la puerta de agua, medio abierta, que pendía inútilmente de un gozne de cuerda. La tierra iba tragándose las cenizas ennegrecidas de la fortaleza y de la torre y, alrededor, aún permanecían las doce sucias cabañas donde vivían Nimue y su pueblo. Eran los despreciados de nuestro mundo, los tullidos, los mendigos, las gentes sin hogar y las criaturas semidementes que sobrevivían gracias a la comida que Ceinwyn y yo les enviábamos desde Lindinis todas las semanas. Nimue decía que su pueblo hablaba con los dioses, pero lo único que oí de sus bocas fue cháchara sin sentido o tristes gemidos.
–Lo niega todo -comuniqué a Nimue.
–Naturalmente.
–Dice que su dios lo redujo a la nada.
–Su dios no es capaz de freír un huevo -replicó con voz rencorosa. En los años transcurridos desde la desaparición de la olla, Nimue se había deteriorado lamentablemente, mientras que Merlín se había sumido en la vejez con serenidad. Nimue estaba sucia, mugrienta y delgada y casi tan enloquecida como cuando la rescaté de la isla de los Muertos.
A veces se estremecía o se le retorcía la cara en un millón de gestos descontrolados. Hacía tiempo que había vendido o despreciado el ojo de oro y no llevaba más que un parche de cuero sobre la cuenca vacía. Toda la belleza misteriosa que hubiera poseído antaño se ocultaba bajo la suciedad y los rasguños, perdida en la maraña de pelo negro, tan sucio y grasiento que hasta los campesinos que acudían a ella para que les predijera el futuro o los sanase retrocedían espantados por el tufo que despedía. Yo mismo, que estaba ligado a ella por un juramento y que en algún tiempo la había amado, soportaba su proximidad a duras penas.
–La olla mágica vive todavía -me dijo Nimue aquel día.
–Eso afirma Merlín.
–Y Merlín también vive, Derfel. – Me agarró el brazo con la mano de uñas mordidas-. Está esperando, nada más, ahorrando fuerzas.
Esperando el fuego de su pira funeraria, pensé, pero no dije nada.
Nimue se volvió en el sentido del sol hacia el horizonte.
–La olla mágica sigue ahí, Derfel, escondida en alguna parte. Y alguien pretende descubrir cómo usarla. – Se rió por lo bajo-. Cuando lo consiga, Derfel, la tierra se cubrirá de sangre, ya verás. – Me miró con el ojo sano-. ¡Sangre! – musitó entre dientes-. Tal día, la tierra vomitará sangre, Derfel, y Merlín cabalgará de nuevo.
Tal vez, pensé; pero en aquel momento lucía el sol y había paz en Dumnonia. Una paz conseguida por Arturo gracias a su espada, mantenida gracias a sus tribunales, aumentada gracias a sus carreteras y sellada gracias a su hermandad. Todo parecía tan lejos del mundo de la olla mágica y de los tesoros perdidos… pero Nimue aún creía en esa magia y, por ella, no expresé mi falta de fe; aquel día soleado en la Dumnonia de Arturo me pareció que Britania forjaba su camino para salir de la oscuridad a la luz, del caos al orden y de la barbarie a la ley. Todo debido a Arturo; tal era su Camelot.
Sin embargo, Nimue no se equivocaba. La olla mágica no se había perdido y tanto ella como Merlín aguardaban el horror que desataría.
Nuestra misión principal en aquellos días consistía en preparar a Mordred para el trono. Ya era nuestro rey, pues así había sido declarado en la cima de Caer Sws el día en que nació, pero Arturo decidió repetir la ceremonia cuando Mordred cumpliera la edad necesaria. Creo que Arturo tenía la esperanza de que una especie de poder místico invistiera a Mordred de responsabilidad y sabiduría durante la repetición de la ceremonia, pues ninguna otra cosa parecía susceptible de mejorar al muchacho. Lo intentamos, bien los saben los dioses, pero el joven Mordred seguía siendo la misma criatura hosca, rencorosa y grosera de siempre. A Arturo no le gustaba, pero permanecía voluntariosamente ciego a las más graves faltas del chico, pues la única religión que consideraba verdaderamente sagrada era su fe en la divinidad de la monarquía. Llegaría el momento en que tendría que enfrentarse por fuerza con la verdad sobre Mordred, pero durante aquellos años, siempre que salía a colación en el consejo real el tema de la nula aptitud de Mordred, Arturo reaccionaba de idéntica forma. Estaba de acuerdo en que resultaba un niño poco atractivo, pero todos conocíamos casos de niños parecidos que se habían convertido en hombres hechos y derechos, y la solemnidad de la coronación y las responsabilidades del trono lograrían atemperarlo con toda seguridad.
–Yo tampoco fui un niño modelo -solía decir-, y no creo que haya resultado tan malo, finalmente. Tened fe en el muchacho. – Y siempre añadía con una sonrisa que Mordred contaría con la guía de un consejo sabio y experimentado.
–Pero es que nombrará a otro consejo -objetaba entonces alguno de nosotros, y Arturo dejaba el tema de lado con un ademán y nos repetía, risueño y despreocupado, que todo saldría bien.
Ginebra no compartía tales ilusiones. Ciertamente, en los años que siguieron al juramento de la Mesa Redonda, se obsesionó con el destino de Mordred. No asistía a las sesiones del consejo real, pues estaba vetado a las mujeres, pero cuando se hallaba en Durnovaria, sospecho que escuchaba tras la cortina de un arco que daba a la sala del consejo. La mayor parte de lo que allí se debatía debía de aburrirla, pues pasábamos horas discutiendo si reforzar un vado con nuevas piedras o emplear dinero en la construcción de un puente, si tal magistrado aceptaba sobornos o a quién se había de confiar la custodia de un heredero o heredera huérfanos. Esa clase de asuntos eran moneda corriente en las reuniones del consejo, y estoy seguro de que los encontraría tediosos, pero con qué avidez debía de escuchar cuando se trataba de Mordred.
Ginebra apenas conocía a Mordred pero lo odiaba. Lo odiaba porque era rey y Arturo no, y trató de convencer de su punto de vista a todos los consejeros reales, uno por uno. Conmigo, se mostró incluso agradable, pues sospecho que vio el fondo de mi espíritu y supo que estaba de acuerdo con ella, aunque en secreto. Tras la primera reunión que celebró el consejo tras la fundación de la Mesa Redonda, me tomó del brazo y me llevó a pasear por el claustro de Durnovaria, neblinoso por el humo de hierbas que se quemaban en grandes braseros para evitar el rebrote de la peste. Tal vez me afectase el humo embriagador, aunque me inclino a pensar que fue la proximidad de Ginebra lo que me provocó aquella especie de mareo. Se había perfumado con una esencia fuerte, su cabellera roja era espléndida y salvaje, su cuerpo delgado y recto y su rostro, perfecto y rebosante de ánimo. Expresé mis condolencias por la muerte de su padre.
–Pobre padre -dijo-. Sólo soñaba con regresar a su Henis Wyren. – Hizo una pausa y me pregunté si habría censurado a Arturo por no haberse esforzado en expulsar a Diwrnach. No creo que Ginebra deseara volver a ver la accidentada costa de Henis Wyren, pero su padre siempre había deseado recuperar la tierra de sus antepasados-. No me has hablado de tu visita a Henis Wyren -me dijo en tono de reproche-. Tengo entendido que conociste a Diwrnach.
–Espero no volver a verlo en la vida, señora.
–A veces -dijo con un encogimiento de hombros-, para un rey, resulta ventajoso tener fama de salvaje. – Me preguntó en qué condiciones se hallaba Henis Wyren, pero me dio la impresión de que mis respuestas no le interesaban de verdad, como cuando me preguntó qué tal se encontraba Ceinwyn.
–Bien, señora -contesté-. Gracias.
–¿Está encinta de nuevo? – preguntó con cierta ironía.
–Eso creemos, señora.
–¡Sí que os mantenéis activos los dos, Derfel! – comentó en tono un tanto burlón. Su animadversión hacia Ceinwyn se había suavizado con el tiempo, aunque nunca llegaron a hacerse amigas. Ginebra cogió una hoja de un laurel que crecía en una vasija romana decorada con ninfas y la frotó entre los dedos.
–¿Y qué tal se encuentra nuestro señor el rey? – preguntó agriamente.
–Es un quebradero de cabeza, señora.
–¿Lo crees apto para el trono? – Típico de Ginebra, preguntas directas, brutales y sinceras.
–Nació para reinar, señora -dije a la defensiva-, y hemos jurado que así se cumplirá.
Se rió con desdén. Sus sandalias doradas golpearon las losas del suelo y la cadena de oro con perlas tintineó en su cuello.
–Hace muchos años, Derfel -dijo-, tú y yo hablamos de este tema y me dijiste que el hombre más apto para ser rey de Dumnonia era Arturo.
–Cierto -admití.
–¿Crees a Mordred más adecuado?
–No, señora.
–¿Entonces? – Se giró a mirarme. Pocas mujeres eran capaces de mirarme directamente a los ojos, pero Ginebra sí-. ¿Entonces? – insistió.
–Señora, me debo a un juramento, igual que vuestro esposo.
–¡Juramentos! – repitió indignada, y me soltó el brazo-. Arturo juró matar a Aelle y Aelle continúa con vida. Juró recuperar Henis Wyren y sin embargo, Diwrnach sigue reinando allí. ¡Juramentos! Los hombres os escondéis detrás de los juramentos como los sirvientes tras la estupidez, pero tan pronto como el juramento se convierte en un estorbo, lo echáis en el olvido. ¿Crees que no puedes olvidar la palabra dada a Uther?
–He dado mi palabra al príncipe Arturo -repliqué, sin olvidarme de dar a Arturo el título de príncipe delante de Ginebra-. ¿Deseáis que lo olvide? – le pregunté.
–Derfel, lo que quiero es que le hagas entrar en razón. A ti te escucha.
–Os escucha a vos, señora.
–No en lo relativo a Mordred. Tal vez en todo lo demás, pero en eso no. – Se estremeció, quizás al recordar el abrazo que tuvo que dar a Mordred en el palacio del mar; después arrugó la hoja de laurel con rabia y la tiró al suelo. Sabía que, inmediatamente, un criado la barrería. El palacio de invierno de Durnovaria siempre estaba limpísimo, mientras que en el nuestro de Lindinis había tantos chiquillos que era imposible mantener el orden, y el ala de Mordred era una pocilga-. Arturo -insistió Ginebra con cansancio- es el primogénito de Uther. Debería ser el rey.
Desde luego, pensé; pero había jurado colocar a Mordred en el trono y en el valle del Lugg habían muerto muchos hombres en defensa de tal juramento. A veces, y que Dios me perdone, deseaba que Mordred muriera y así se resolviera el problema, pero, a pesar de ser tullido y en contra de todos los malos augurios del día de su nacimiento, parecía gozar de una salud de hierro. Miré a Ginebra a los verdes ojos.
–Señora -le dije con precaución-, recuerdo que hace muchos años me hicisteis entrar por esas puertas -señalé un arco pequeño que llevaba fuera del claustro- y me mostrasteis vuestro templo de Isis.
–¿De verdad? – Se defendió como arrepintiéndose de un momento de intimidad. Aquel día lejano intentó ganarme como aliado para la misma causa que en aquel momento la impulsaba a tomarme del brazo y pasear conmigo por el claustro. Quería destruir a Mordred para que Arturo reinara.
–Me mostrasteis el trono de Isis -dije, procurando no revelar que había vuelto a verlo en el palacio del mar- y me dijisteis que Isis era la diosa que determinaba qué hombre había de ocupar el trono de un país. ¿Estoy en lo cierto?
–Sí, es una de sus atribuciones -replicó sin darle mayor importancia.
–Pues rogad a la diosa, señora -le dije.
–¿Crees que no lo hago, Derfel? – inquirió-. ¿Crees que no he saturado sus oídos con mis plegarias? Quiero que Arturo sea rey, y que le suceda Gwydre, pero no se puede imponer a un hombre en el trono. Antes de que Isis me lo conceda, Arturo debe desearlo.
Me pareció una defensa débil. Si Isis no lograba hacer cambiar a Arturo de parecer, ¿cómo podía esperarse que lo lográramos los mortales? Lo habíamos intentado muchas veces pero Arturo se negaba a discutir el asunto, de la misma forma que Ginebra dio por concluida nuestra discusión tan pronto como comprendió que no me convencería de unirme a su campaña para sustituir a Mordred por Arturo.
Yo quería que Arturo fuera rey, pero sólo en una ocasión a lo largo de tantos años llegué más allá de sus meras evasivas y hablé seriamente con él sobre su derecho al trono; tal conversación no tuvo lugar hasta cinco años después del juramento de la Mesa Redonda, durante el verano anterior al año de la proclamación de Mordred, momento en que las murmuraciones hostiles se habían convertido en un grito ensordecedor. Sólo los cristianos estaban a favor de la aclamación de Mordred, y ni siquiera se mostraban entusiastas, pero se sabía que su madre había sido cristiana y que el niño había recibido el bautismo; tales argumentos bastaron para persuadir a los cristianos de que Mordred tal vez apoyara sus ambiciones. El resto de Dumnonia confiaba en que Arturo los libraría del pequeño, pero éste pasaba sus deseos por alto serenamente.
Aquel verano era, según el cómputo solar que hemos adoptado, el cuatrocientos noventa y cinco después del nacimiento de Cristo, una estación maravillosa inundada de sol. Arturo se hallaba en el cénit de su gloria, Merlín tomaba el sol en nuestro jardín con mis tres hijas menores, que siempre le pedían más cuentos, y Ceinwyn era feliz. Ginebra se deleitaba en su encantador palacio del mar, con sus arcos y galerías y su oscuro templo oculto, Lancelot parecía satisfecho en su reino junto al mar, los sajones se enfrentaban unos con otros y Dumnonia vivía en paz. Recuerdo que, por otra parte, aquel verano fue tremendamente desgraciado.
Pues fue el verano de Tristán e Isolda.
Kernow es el reino salvaje que se agarra a la esquina occidental de Dumnonia como una zarpa. Los romanos llegaron allí pero pocos se asentaron en tan salvaje terreno y, cuando dejaron Britania, el pueblo de Kernow siguió viviendo su vida como si los invasores no hubieran pasado por allí. Labraban pequeños campos, pescaban en aguas procelosas y extraían el precioso estaño de la tierra. Decían que viajar a Kernow era como volver a la Britania de antes de la llegada de los romanos, aunque nunca visité aquellas tierras, ni Arturo tampoco.
El rey Mark ocupaba el trono de Kernow desde que yo tenía conciencia. Casi nunca nos importunaba, aunque de vez en cuando -generalmente cuando Dumnonia tenía algún conflicto con algún enemigo más poderoso del este- consideraba que algunas de nuestras tierras más occidentales le pertenecían; entonces se producía una breve refriega fronteriza y las naves bélicas de Kernow invadían y saqueaban nuestras costas. Siempre vencíamos, cómo no. Dumnonia era grande y Kernow pequeña y, concluido el conflicto, Mark enviaba emisarios para decir que todo había sido un malentendido. Durante una breve temporada, al principio de la era de Arturo, cuando Cadwy de Isca se rebeló contra el resto de Dumnonia, Mark llegó a apoderarse de una gran porción de tierra dumnonia adyacente a su frontera, pero Culhwch terminó con la rebelión y cuando Arturo envió la cabeza de Cadwy como presente para Mark, los lanceros de Kernow se retiraron silenciosamente a sus antiguas fortalezas.
No menudeaban tales escaramuzas, pues el rey Mark solventaba sus campañas más notables en el lecho. Era famoso por el número de esposas que había tenido pero, mientras que otros como él poseían varias al mismo tiempo, Mark las desposaba de una en una. Ellas morían con una regularidad apabullante, casi siempre, al parecer, al cabo de cuatro años justos de la celebración del matrimonio, efectuada por sus druidas; Mark siempre encontraba la forma de explicar tales muertes (unas fiebres, un accidente o un parto difícil), pero casi todos sospechábamos que era el aburrimiento del rey lo que alimentaba el fuego de las piras donde se incineraban los cuerpos de las reinas en Caer Dore, la fortaleza real. La séptima esposa que murió fue Ialle, sobrina de Arturo, y Mark envió un mensajero con un triste comunicado sobre setas venenosas y el apetito voraz de Ialle. Envió además una muía de carga con lingotes de estaño y unos raros huesos de ballena para evitar la posible ira de Arturo.
La muerte de las esposas, sin embargo, no parecía evitar que otras princesas osaran cruzar el mar para compartir el lecho con Mark. Tal vez fuera preferible ser reina en Kernow, aunque por breve tiempo, que aguardar en las estancias de las mujeres a que se presentara un pretendiente que tal vez no llegara nunca; además, las justificaciones de las muertes siempre eran plausibles. Se trataba de simples accidentes.
Tras la muerte de Ialle, no se produjo otro matrimonio hasta mucho después. Mark envejecía y se dio por supuesto que el rey había dejado de jugar al matrimonio, pero aquel delicioso verano del año anterior al ascenso de Mordred al trono, el viejo rey Mark tomó una nueva esposa. Tratábase de la hija de nuestro antiguo aliado Oengus Mac Airem, el rey irlandés de Demetia que nos sirvió la victoria en bandeja en el valle del Lugg, victoria por la cual Arturo le perdonó los millares de delitos que aún cometía en tierras de Cuneglas. Los temidos Escudos Negros de Oengus hacían incursiones continuamente en Powys y en lo que había sido Siluria y, a lo largo de aquellos años, Cuneglas se vio obligado a mantener costosas bandas de guerreros en la frontera occidental. Oengus siempre negaba toda responsabilidad en tales correrías aduciendo que sus jefes eran ingobernables y prometiendo segar algunas cabezas, pero ninguna cabeza rodó y, en tiempos de cosecha, los hambrientos Escudos Negros volvían a Powys. Arturo enviaba a algunos de nuestros lanceros jóvenes para que adquirieran experiencia en la batalla en esas guerras estivales, de tal forma entrenábamos a nuestros soldados bisoños y manteníamos en forma a los más veteranos. Cuneglas quería terminar con Demetia de una vez por todas, pero Arturo tenía a Oengus en cierta estima y lo justificaba con el argumento de que sus ataques valían la pena por la experiencia que proporcionaban a nuestros lanceros, y así sobrevivían los Escudos Negros.
El matrimonio del viejo rey Mark con la niña de Demetia era un pacto entre dos reinos pequeños que a nadie importunaba y, por otra parte, nadie creyó que el rey Mark se casará con la princesa a cambio de beneficios políticos. Lo hizo únicamente porque tenía un apetito insaciable de jóvenes de sangre real. Contaba ya casi sesenta años, su hijo Tristán cerca de cuarenta e Isolda, la nueva reina, sólo contaba quince.
El desastre comenzó cuando Culhwch nos envió un mensaje diciendo que Tristán había llegado a Isca con la jovencísima esposa de su padre. Culhwch había sido nombrado gobernador de la provincia occidental de Dumnonia tras la muerte de Melwas por envenenamiento con ostras, y en su mensaje decía que Tristán e Isolda habían huido del rey Mark. La llegada de los fugitivos parecía complacer a Culhwch, lejos de preocuparle, pues, al igual que yo, había luchado junto a Tristán en el valle del Lugg y en las afueras de Londres, y apreciaba al príncipe.
–Al menos esta esposa sobrevivirá -escribió su amanuense al consejo-, y lo merece. Les he dejado una vieja fortaleza y una guardia de lanceros. – El mensaje continuaba con la descripción de una incursión de piratas irlandeses de la otra orilla del mar y concluía con la petición de rebaja de los tributos, habitual en Culhwch, y la advertencia, también habitual, de que la cosecha prometía ser escasa. En resumen, se trataba de un despacho normal sin nada que pudiera despertar aprensión en el consejo, pues todos sabíamos que la cosecha sería abundante y que Culhwch se disponía a la disputa de siempre sobre los impuestos. En cuanto a Tristán e Isolda, nos tomamos la anécdota como cosa divertida y nadie vio ningún peligro en ella. Los escribanos de Arturo archivaron la carta y el consejo pasó a discutir la petición de Sansum, que consistía en levantar una gran iglesia para celebrar el quinto centenario del nacimiento de Cristo. Yo me opuse a tal requerimiento, el obispo Sansum golpeó la mesa y declaró a grandes voces que el templo era necesario para que el mundo no cayera en poder del diablo, y esa feliz discusión mantuvo al consejo ocupado hasta la comida del mediodía, que fue servida en el patio de palacio.
Dicha sesión fue celebrada en Durnovaria y, como de costumbre, Ginebra había acudido desde su palacio del mar a la ciudad durante el tiempo de las reuniones, y nos acompañó a la hora de la comida. Tomó asiento junto a Arturo y, como siempre, su proximidad le hacía resplandecer de felicidad. ¡Qué orgulloso se sentía de ella! Aunque el matrimonio le hubiera reportado algunos sinsabores, principalmente por el escaso número de hijos, resultaba evidente que seguía muy enamorado de ella. Cada vez que la miraba parecía proclamar su asombro por que una mujer semejante se hubiera casado con él, pero jamás se le ocurrió pensar que el trofeo era él mismo, que él era el buen gobernante y la buena persona. La adoraba y, aquel día, mientras comíamos fruta, pan y queso bajo el cálido sol, era muy fácil de entender. Ginebra podía ser ocurrente e hiriente, graciosa y sabia, y su aspecto físico seguía llamando la atención. Los años no parecían pasar por ella. Tenía la piel blanca como leche sin nata y alrededor de sus ojos no se veían las finas arrugas que habían aparecido en los de Ceinwyn; verdaderamente, habríase dicho que no había envejecido un momento desde aquel lejano día en que Arturo la vio por vez primera al otro extremo del atiborrado salón de Gorfyddyd. Y sin embargo, creo que cada vez que Arturo regresaba a casa tras algún viaje por el reino de Mordred, al verla de nuevo, sentía la misma felicidad desbordante que en la primera ocasión. Ginebra sabía mantenerlo hechizado, pues siempre, misteriosamente, se hallaba un paso por delante de él y lo hundía así en su pasión más y más. Supongo que era una receta amorosa.
Aquel día, Mordred estaba con nosotros. Arturo había insistido en que el rey comenzara a asistir a las sesiones del consejo antes de la proclamación y la consiguiente asunción de sus plenos poderes, y siempre animaba a Mordred a tomar parte en los debates; pero la única contribución del joven era sentarse y hurgarse las sucias uñas o bostezar a medida que se hablaba de los tediosos temas. Arturo tenía la esperanza de que se hiciera responsable asistiendo a las reuniones, pero yo me temía que el rey estaba aprendiendo sencillamente a evitar los detalles molestos de la tarea de gobernar. Aquel día se sentó, como era de rigor, en el centro de la mesa del comedor y no se molestó en fingir el menor interés por la historia del obispo Emrys sobre un manantial que había aparecido milagrosamente en un monte al bendecirlo un sacerdote.
–Y ese manantial, obispo -intervino Ginebra- ¿por azar se halla en los montes del norte de Dunum?
–¡Efectivamente, señora! – replicó Emrys, feliz de contar con más oyentes, aparte del insensible Mordred-. ¿Habíais tenido noticia del milagro?
–Mucho antes de la llegada de vuestro sacerdote -contestó Ginebra-. Obispo, ese manantial aparece y desaparece con las lluvias. Y si no recordáis mal, las últimas lluvias del invierno pasado fueron más abundantes de lo común. – Sonrió con expresión victoriosa. Seguía oponiéndose a la Iglesia, aunque calladamente.
–Se trata de un manantial nuevo -insistió Emrys-. Los campesinos del lugar aseguran que jamás lo habían visto antes. – Se dirigió a Mordred otra vez-. Deberíais visitarlo, lord rey. Es un verdadero milagro.
Mordred bostezó y se quedó mirando fijamente a las palomas de un tejado lejano. Tenía el manto salpicado de hidromiel y la reciente barba rizada llena de migas de pan.
–¿Hemos terminado la sesión? – preguntó en tono hosco.
–Ni mucho menos, lord rey -contestó Emrys con entusiasmo-. Aún hemos de tomar la decisión sobre la construcción de la iglesia y tenemos tres nombres propuestos para la magistratura. ¿Se hallan presentes los nombrados para ser interrogados? – preguntó a Arturo.
–Así es, obispo -confirmó Arturo.
–¡Todo un día de trabajo para nosotros! – exclamó Emrys, satisfecho.
–Para mí no -replicó Mordred-. Me voy de caza.
–Pero, lord rey… -protestó Emrys con escasa convicción.
–De caza -le interrumpió Mordred. Apartó el asiento de la mesa y se alejó cojeando por el patio.
Se hizo silencio entre los comensales. Todos sabíamos lo que pensaba cada cual pero nadie habló en voz alta, hasta que me decidí a decir algo favorable.
–Se cuida de sus armas -dije.
–Porque le gusta matar -replicó Ginebra fríamente.
–¡Cuánto me placería que al menos dijera algo de vez en cuando! – se lamentó Emrys-. ¡Sólo se sienta ahí, con la cabeza gacha, hurgándose las uñas!
–Al menos no se hurga la nariz -añadió Ginebra ácidamente, y levantó la mirada al entrar en el patio un desconocido; lo acompañaba Hygwydd, el escudero de Arturo, y lo anunció como Cyllan, el paladín de Kernow; ciertamente tenía aspecto de paladín de un rey, pues era un bruto enorme, de negros cabellos y poblada barba, con un hacha azul tatuada en la frente. Se inclinó ante Ginebra y sacó un espadón bárbaro que depositó en el suelo con la hoja apuntada hacia Arturo. Tal gesto significaba tensión entre ambos países.
–Tomad asiento, lord Cyllan. – Arturo le indicó el asiento vacío de Mordred-. ¿Gustáis un poco de queso o de vino? El pan es reciente.
Cyllan se quitó el yelmo de hierro, terminado en una feroz máscara de lince.
–Señor -anunció con voz de trueno-, vengo con una queja.
–Y con el estómago vacío, sin duda -le interrumpió Arturo-. ¡Sentaos! Darán de comer a vuestra escolta en las cocinas. ¡Y recoged la espada!
Cyllan se rindió a la falta de protocolo de Arturo. Partió una hogaza por la mitad y cortó un buen pedazo de queso.
–Tristán -explicó secamente cuando Arturo le preguntó el motivo de la queja. Cyllan habló con la boca medio llena de comida, detalle que hizo estremecer de repulsión a Ginebra-. El Edling ha huido a estas tierras, señor -prosiguió el paladín de Kernow-, llevando consigo a la reina. – Tomó un cuerno de vino y lo apuró de un trago-. El rey Mark desea que vuelvan.
Arturo no respondió, se limitó a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa.
Cyllan siguió engullendo queso y pan y volvió a servirse vino.
–Ya es mal suficiente -prosiguió tras un eructo prodigioso- que el Edling haya… -hizo una pausa y miró a Ginebra de soslayo, luego corrigió la frase-… esté con su madrastra.
Ginebra le interrumpió para pronunciar la palabra que Cyllan no se había atrevido a pronunciar en su presencia. El emisario asintió, enrojeció y prosiguió.
–No es cierto, señora. No es que haya copulado con su propia madrastra sino que ha robado a su padre la mitad del tesoro. Ha roto dos votos, señor. El de obediencia hacia su propio padre y el de respeto a su reina; y hemos sabido que se les ha dado asilo cerca de Isca.
–Tengo entendido que el príncipe se halla en Dumnonia -replicó Arturo sin entusiasmo.
–Y mi rey quiere que vuelva, quiere que vuelvan los dos. – Cyllan, una vez transmitido el mensaje, atacó al queso de nuevo.
El consejo reanudó la sesión y Cyllan se quedó estirando las piernas al sol. A los tres candidatos a la magistratura se les pidió que aguardaran y el controvertido tema de la iglesia de Sansum fue postergado para debatir la respuesta de Arturo al rey Mark.
–Tristán -dije- siempre ha sido amigo de nuestro país. Luchó con nosotros cuando nadie más lo hizo. Llevó hombres al valle del Lugg. Estuvo en Londres con nosotros. Merece nuestro apoyo.
–Ha roto juramentos hechos a un rey -adujo Arturo en tono preocupado.
–Juramentos paganos -dijo Sansum, como si tal argumento aliviara la falta de Tristán.
–Pero ha robado dinero -añadió el obispo Emrys.
–Dinero que pronto sería suyo por derecho -dije en defensa de mi viejo compañero de batallas.
–Y eso es precisamente lo que preocupa al rey Mark -añadió Arturo-. Ponte en su lugar, Derfel, ¿qué temerías más?
–¿La escasez de princesas? – dije.
Arturo desaprobó mi ligereza frunciendo el ceño.
–Teme que Tristán vuelva a Kernow al frente de un grupo de lanceros. Teme la guerra civil. Teme que su hijo se haya cansado de esperar su muerte, y tiene razón al temerlo.
–Señor -dije-, Tristán nunca ha sido Calculador. Actúa impulsivamente. Se ha enamorado tontamente de la esposa de su padre, no pretende robarle el trono.
–Todavía no -replicó Arturo como un mal presagio-, pero lo hará.
–Si damos refugio a Tristán, ¿qué hará el rey Mark? – inquirió Sansum astutamente.
–Incursiones -replicó Arturo-. Quemar algunas granjas, robar ganado. O enviar lanzas para llevarse a Tristán vivo. Sus naves podrían hacerlo. – Entre los reinos de Dumnonia, sólo los hombres de Kernow eran buenos navegantes, y los sajones, en sus primeras invasiones, aprendieron a temer las barcas alargadas de los lanceros de Mark-. Sería una irritación constante. Diez o doce campesinos y sus esposas muertos todos los meses. Habrá que destinar un centenar de lanceros a la frontera hasta que todo se arregle.
–Caro -comentó Sansum.
–Excesivamente caro -asintió Arturo con tristeza.
–El rey Mark debe recuperar su dinero a toda costa -insistió Emrys.
–Y a la reina, seguramente -dijo Cythryn, uno de los magistrados del consejo-. Me imagino que el orgullo del rey Mark no le permitirá dejar tal insulto sin venganza.
–¿Qué le sucederá a la niña si regresa? – preguntó Emrys.
–Eso -replicó Arturo con firmeza- es asunto que sólo concierne al rey Mark, y no a nosotros. – Se frotó la larga y huesuda cara con ambas manos-. Creo -añadió con cansancio- que debemos meditarlo. – Sonrió-. Hace mucho tiempo que no voy a esa parte del mundo. Tal vez sea el momento de volver. ¿Me acompañarías, Derfel? Eres amigo de Tristán, tal vez a ti te escuche.
–Es un placer, señor -dije.
El consejo acordó que Arturo mediara en el asunto; enviaron a Cyllan de vuelta a Kernow con un mensaje donde se describía lo que Arturo se disponía a hacer y luego, con doce de mis hombres, cabalgamos hacia el sudoeste al encuentro de los amantes errantes.
El viaje empezó con alegría, a pesar de la delicada empresa que nos aguardaba al final. Nueve años de paz habían aumentado la riqueza del país y, si el buen tiempo estival no cambiaba y a pesar de las negras predicciones de Culhwch, todo prometía una gran cosecha. Mucho complacieron a Arturo los campos bien cuidados y los nuevos silos. Lo saludaban a la entrada de todos los pueblos y villas, y siempre cálidamente. Los niños cantaban a coro ante él y depositaban regalos a sus pies: muñecas de trigo, cestos de frutas o pellejos de zorro. Él repartía oro a cambio, discutía de cuantos problemas hubiera en el lugar, conversaba con el magistrado residente y proseguía su camino. La única nota desagradable fue la hostilidad de los cristianos, pues en casi todos los pueblos había un pequeño grupo de ellos que insultaba a Arturo hasta que sus vecinos acallaban las voces o expulsaban a los responsables. Abundaban las iglesias nuevas, erigidas generalmente en los mismos lugares donde antes hubiera una fuente o pozo motivo de adoración pagana. Los templos eran producto de la actividad de los misioneros de Sansum y me pregunté por qué los paganos no emplearían a hombres semejantes que viajaran por los caminos predicando entre los campesinos. Las nuevas iglesias cristianas eran, efectivamente, pequeñas, simples chozas de paja y adobe con un cruz clavada en el hastial, pero proliferaban; los sacerdotes más iracundos maldecían a Arturo por ser pagano y detestaban a Ginebra por su adhesión a Isis. A Ginebra nunca le importó que la odiaran, pero a Arturo le disgustaban los rencores religiosos. En aquel viaje a Isca, detúvose numerosas veces a conversar con los cristianos que le escupían, pero sus palabras no hacían efecto. A los cristianos no les importaba que hubiera logrado la paz en el reino, ni que ellos mismos hubieran prosperado, sólo insistían en que Arturo era pagano.
–Son como los sajones -me comentó apesadumbrado, tras dejar atrás a otro grupo hostil-; no se quedarán tranquilos hasta que todo lo posean.
–En tal caso, deberíamos darles el mismo trato que a los sajones, señor -dije-. Enfrentarlos a unos con otros.
–Ya luchan unos contra otros -replicó Arturo-. ¿Entiendes esa discusión sobre pelagianismo?
–Ni siquiera lo intentaría -repliqué frívolamente, aunque en realidad, la discusión se encarnizaba de día en día; un bando de cristianos acusaba al otro de herejía y ambos mataban a sus oponentes-. ¿Vos lo entendéis?
–Eso creo. Pelagio se negó a creer en la maldad intrínseca del género humano, mientras que otros como Sansum y Emrys dicen que todos nacemos en pecado. – Se detuvo-. Sospecho -prosiguió al cabo- que si yo fuera cristiano sería pelagiano. – Pensé en Mordred y me pareció que sí, que el género humano podía ser intrínsecamente malo, pero no dije nada-. Yo creo en la humanidad -añadió Arturo- mucho más que en cualquier dios.
Escupí al borde del camino para espantar el mal que sus palabras pudieran atraer.
–A veces me pregunto -dije- si las cosas habrían sido diferentes de haber conservado Merlín la olla mágica.
–¿Aquel puchero viejo? – Arturo se rió-. ¡Hace años que ni me acuerdo de eso! – Sonrió al recordar los viejos tiempos-. Nada habría cambiado, Derfel -prosiguió-. A veces pienso que Merlín se ha pasado la vida coleccionando tesoros y, en cuanto los tuvo todos, no le quedó nada por hacer. No se atrevió a poner su magia en funcionamiento porque sospechaba que no desencadenaría nada.
Miré de reojo la espada que le colgaba de la cadera, uno de los trece tesoros, pero nada comenté pues había prometido a Merlín no revelar a Arturo el verdadero poder de Excalibur.
–¿Pensáis que Merlín incendió su propia torre? – le pregunté.
–A veces lo he sospechado -confesó.
–No -dije con firmeza-, él creía. Y a veces, me parece que se atreve a soñar que vivirá para encontrar otra vez los tesoros.
–Pues más vale que se apresure -dijo Arturo con aspereza- porque no creo que le quede mucho tiempo.
Pasamos aquella noche en el antiguo palacio del gobernador romano de Isca, donde vivía Culhwch. Lo hallamos sumido en la preocupación, no por causa de Tristán sino porque la ciudad estaba infestada de cristianos fanáticos. La misma semana anterior, un grupo de jóvenes cristianos había invadido los templos paganos de la ciudad, habían tirado al suelo las estatuas de los dioses y habían ensuciado las paredes con excrementos. Los lanceros de Culhwch detuvieron a unos cuantos profanadores y llenaron las mazmorras, pero estaba preocupado por el futuro.
–Si no reducimos ahora a esos rufianes -dijo-, irán a la guerra por su dios.
–Absurdo -dijo Arturo quitándole importancia. Culhwch negó con la cabeza.
–Quieren un rey cristiano, Arturo.
–El año que viene tendrán a Mordred -replicó.
–¿Es cristiano? – preguntó Culhwch.
–Si es que es algo -dije yo.
–Pero a él no lo quieren -replicó Culhwch sombríamente.
–Entonces, ¿a quién quieren? – preguntó Arturo, intrigado por los avisos de su primo.
–A Lancelot -dijo, tras vacilar un momento, y se encogió de hombros.
–¡Lancelot! – repitió Arturo jocosamente-. ¿Acaso no saben que mantiene abiertos sus templos paganos?
–No saben nada de él -contestó Culhwch-, pero tampoco les hace falta. Piensan en él como el pueblo pensaba en vos durante los últimos años de vida de Uther. Piensan que él los va a liberar.
–¿Liberarlos de qué? – pregunté socarronamente.
–De nosotros los paganos, claro -dijo Culhwch-. Insisten en que Lancelot es el rey cristiano que los llevará a los cielos. ¿Y sabéis por qué? Por el águila pescadora que lleva en el escudo. Tiene un pez entre las patas, ¿os acordáis? Y el pez es un símbolo cristiano. – Escupió asqueado-. No saben nada de él -repitió-, pero ven el pez y piensan que es una señal de su dios.
–¿Un pez? – Arturo no creía una palabra de todo lo que Culhwch le contaba.
–Un pez -insistió el primo de Arturo-. A lo mejor adoran a una trucha. ¿Cómo voy a saberlo yo? Adoran a un espíritu santo, a una virgen y a un carpintero, ¿por qué no a un pez, también? ¡Esos cristianos están locos!
–No están locos -dijo Arturo-, ansiosos, tal vez.
–¡Ansiosos! ¿Habéis asistido a alguna ceremonia suya últimamente? – preguntó Culhwch a su primo en tono desafiante.
–No, desde la boda de Morgana.
–Pues venid a verlo con vuestros propios ojos.
Era de noche y habíamos terminado de cenar, pero Culhwch insistió en que nos pusiéramos mantos oscuros y lo siguiéramos a la calle saliendo por una puerta lateral del palacio. Subimos por un callejón oscuro hasta el foro donde los cristianos tenían su capilla, en un antiguo templo romano antes dedicado a Apolo y convenientemente restregado y encalado para borrar el paganismo antes de dedicarlo al cristianismo. Entramos por la puerta occidental y encontramos un nicho oscuro donde, imitando a la gran multitud de adoradores, nos arrodillamos.
Culhwch nos dijo que los cristianos acudían allí a orar todas las noches y que cada noche, después del reparto de pan y vino que el sacerdote hacía entre los fieles, se producía el mismo frenesí. El pan y el vino eran mágicos, el cuerpo y la sangre de su dios, decían, y nos quedamos mirando mientras los cristianos se agolpaban ante el altar para recibir aquellas migajas. Al menos la mitad de los presentes eran mujeres y, tan pronto como hubieron recibido el pan que les daba el sacerdote, entraron en éxtasis. Ya había visto tan extraños fervores antes, pues las ceremonias paganas de Merlín solían terminar con mujeres gritando y bailando alrededor de las hogueras del Tor, y las que en aquel momento vi se comportaban de modo muy similar. Bailaban con los ojos cerrados y levantaban las manos, moviéndolas sin parar hacia el techo, donde el humo de las antorchas y del incienso formaba una niebla espesa. Algunas gritaban extrañas palabras, otras entraban en trance y simplemente miraban con fijeza la estatua de la madre de su dios; algunas se retorcían en el suelo, pero la mayoría bailaban siguiendo el ritmo del canto de tres sacerdotes. Los hombres miraban sin más, aunque algunos se unieron al baile y fueron los primeros en desnudarse el torso y, con unas correas de nudos, se azotaron la espalda. Eso sí que me dejó perplejo, pues jamás había visto nada semejante, pero mi perplejidad pronto se convirtió en horror cuando las mujeres se unieron a los hombres y empezaron a gritar presas de un delirio gozoso mientras las correas hacían saltar la sangre en sus pechos y espaldas.
–¡Es una locura! – musitó Arturo, pues le pareció deleznable.
–Y va extendiéndose -añadió Culhwch sombríamente. Una mujer se azotaba la espalda desnuda con una cadena oxidada y sus frenéticos gritos retumbaban en la gran cámara de piedra mientras espesos goterones de sangre iban salpicando el suelo.
–Y pasan así toda la noche -dijo Culhwch.
Los fieles habían ido acercándose poco a poco hasta rodear a los transidos que bailaban y nosotros tres quedamos aislados en nuestro nicho oscuro. Un sacerdote nos descubrió y se acercó rápidamente.
–¿Habéis comido el cuerpo de Cristo? – preguntó en tono de apremio.
–Hemos comido ganso asado -contestó Arturo cortésmente, poniéndose en pie.
El sacerdote nos miró con fijeza y, al reconocer a Culhwch, le escupió en la cara.
–¡Pagano! – gritó-. ¡Idólatra! ¿Te atreves a profanar el templo de Dios? – Golpeó a Culhwch, un grave error, pues éste respondió con un empujón que lo mandó lejos por el suelo, pero el altercado llamó la atención de algunos y una exclamación se elevó entre los que miraban a los bailarines que se flagelaban.
–Es el momento de marchar -dijo Arturo, y los tres nos escabullimos por el foro con elegancia y llegamos al puesto de guardia de los arcos del palacio, vigilado por lanceros de Culhwch. Los cristianos salieron en desbandada de su iglesia para perseguirnos, pero los lanceros se cerraron impasibles en una barrera de escudos y apuntaron las espadas, de modo que los cristianos desistieron de su empeño de asaltar el palacio.
–Aunque no ataquen esta noche -comentó Culhwch-, se vuelven más temerarios cada día.
Desde una ventana del palacio, Arturo contemplaba a los cristianos que protestaban.
–¿Qué quieren? – preguntó, confuso. Prefería una religión decorosa. Cuando iba a visitarnos a Lindinis siempre se unía a Ceinwyn y a mí en nuestras oraciones de la mañana; nos arrodillábamos en silencio ante nuestros dioses del hogar, les ofrecíamos pan y les rogábamos que nuestros deberes cotidianos se resolvieran bien, y ésa era la clase de adoración que Arturo prefería. Sencillamente, le desconcertaba lo que había visto en la iglesia de Isca.
–Creen -dijo Culhwch, tratando de explicar el fanatismo que habíamos presenciado- que su dios volverá al mundo dentro de cinco años, y creen que tienen el deber de preparar la tierra para su llegada. Sus sacerdotes les dicen que es necesario acabar con los paganos antes de que su dios regrese y predican que los dumnonios deben tener un rey cristiano.
–Tendrán a Mordred -dijo Arturo gravemente.
–En ese caso, más vale que cambiéis el dragón de su escudo por un pez -dijo Culhwch-, os aseguro que todo ese fervor empeora a diario. Habrá problemas.
–Los aplacaremos -respondió Arturo-. Les haremos saber que Mordred es cristiano y tal vez así se calmen. Quizá valga la pena construir esa iglesia que Sansum pide -añadió, dirigiéndose a mí.
–Si ha de servir para que no se amotinen, ¿por qué no? – dije.
A la mañana siguiente salimos de Isca escoltados por Culhwch y una docena de hombres, cruzamos el Exe por el puente romano y torcimos hacia el sur, hacia las tierras marítimas de las costas más extremas de Dumnonia. Arturo no hizo más comentarios sobre el frenesí, de los cristianos, pero aquel día se mantuvo singularmente silencioso y me imaginé que la ceremonia que habíamos presenciado lo había afectado profundamente. Detestaba toda manifestación de frenesí pues hacía perder el sentido a hombres y mujeres, y debió de sentir temor por el daño que semejante locura podía infligir a la paz por él conseguida.
Pero, en aquellos momentos, el problema no eran los cristianos dumnonios sino Tristán. Culhwch había enviado un mensaje al príncipe advirtiéndole de nuestra llegada, y Tristán salió a nuestro encuentro. Cabalgaba solo y su caballo levantaba nubes de polvo al galopar en nuestra dirección. Nos saludó con alegría, pero la fría reserva de Arturo le enfrió el ánimo. Tal reserva no se debía a ningún rechazo innato que sintiera por el príncipe (al contrario, lo apreciaba), sino al hecho de que su misión no se reducía a actuar de mediador en la disputa sino que habría de juzgar a un viejo amigo.
–Está preocupado -le dije sin precisar más, procurando hacerle entender que la actitud de Arturo no presagiaba nada en su contra.
Yo llevaba el caballo por las riendas, pues, como de costumbre, me sentía más seguro a pie, y Tristán, tras saludar a Culhwch, bajó de la silla y continuó a pie, a mi lado. Le conté la salvaje escena del éxtasis de los cristianos y atribuí la frialdad de Arturo a la preocupación que le habían creado, pero Tristán no escuchaba. Estaba enamorado y, como todos los amantes, no sabía hablar sino de su amada.
–Una joya, Derfel -me dijo-. Eso es lo que es, ¡una joya irlandesa! – Andaba a mi lado a grandes zancadas, con un brazo sobre mis hombros y sus luengas barbas negras tintineando, pues intercalaba aros de guerrero en las trenzas. Tenía la barba más entrecana, pero seguía siendo atractivo, con una nariz huesuda y los vivos ojos negros encendidos de pasión- Y se llama -dijo con aire soñador- Isolda.
–Lo sabíamos -contesté secamente.
–Una niña de Demetia -dijo-, hija de Oengus Mac Airem. Una princesa de los Uí Liatháin, amigo mío. – Pronunció el nombre de la tribu de Oengus Mac Airem como si estuviera forjado en oro puro-. Isolda -repitió-, de los Uí Liatháin. Tiene quince veranos y es bella como la noche.
Pensé en la ingobernable pasión de Arturo por Ginebra y en los propios deseos de mi espíritu por Ceinwyn, y me dolió el corazón por mi amigo. El amor lo había cegado, lo había barrido, lo había enloquecido. Tristán siempre había sido apasionado, dado a caer en el pozo de la desesperación o a elevarse de felicidad hasta las alturas, pero era la primera vez que lo veía poseído por los tempestuosos vientos del amor.
–Tu padre -le advertí con cuidado- quiere que Isolda vuelva.
–Mi padre es viejo -dijo, despreciando todo obstáculo- y cuando muera, llevaré en barco a mi princesa de los Uí Liatháin hasta las verjas de hierro de Tintagel y le construiré un castillo con torres de plata que llegue hasta las estrellas. – Su propia extravagancia le hizo reír-. ¡Verás como te parecerá adorable, Derfel!
No dije nada más, le dejé seguir hablando. No tenía ganas de escuchar noticias de nosotros, no le importó que yo tuviera tres hijas ni que los sajones estuvieran a la defensiva; en su universo sólo había espacio para Isolda.
–¡Verás cuando la conozcas, Derfel! – repetía una y otra vez y, cuanto más nos acercábamos a su refugio, más se exaltaba, hasta que al final, incapaz de permanecer alejado de su Isolda un momento más, montó en su caballo y partió al galope delante de nosotros. Arturo me miró socarronamente y le sonreí.
–Está enamorado -le dije, como si fuera necesario explicarlo.
–Con lo que le gustan a su padre las jovencitas -añadió Arturo sombríamente.
–Vos y yo conocemos el amor, señor -le dije-, tratadlos con benevolencia.
El refugio de Tristán e Isolda era un hermoso palacio, quizás el más bonito que yo había visto. Las bajas colinas estaban regadas por innumerables arroyos y cubiertas de bosques densos, con ríos abundantes que se precipitaban hacia el mar y altos acantilados donde chillaban las aves. Era un rincón salvaje de gran belleza, muy apropiado para la pura locura del amor.
Y allí, en la pequeña fortaleza oscura, entre profundos bosques verdes, conocí a Isolda.
La recuerdo pequeña y morena, fantasiosa y frágil. Poco más que una niña, en realidad; aunque obligada a ser mujer por su matrimonio con Mark, parecióme una niña tímida, menuda, delgada, un jirón apenas de una madurez próxima; miraba fijamente a Tristán con enormes ojos oscuros hasta que éste insistió en que nos saludara. Se inclinó ante Arturo.
–No os inclinéis ante mí -le dijo Arturo, ayudándola a erguirse de nuevo-, pues sois reina. – E hincando él una rodilla en tierra, le besó la menuda mano.
Hablaba en murmullos, como una sombra. Tenía el pelo negro y, para parecer mayor, se lo había recogido en un gran moño en la coronilla y se había adornado con joyas, aunque las lucía con cierta torpeza; me recordó a Morwenna, cuando se disfrazaba con ropas de su madre. Nos miraba con temor. Creo que Isolda comprendió antes que Tristán que la incursión de hombres armados no era la visita de unos amigos sino la llegada de quienes habían de juzgarla.
Culhwch les había proporcionado refugio. Era una fortaleza de madera y paja de centeno, no muy grande pero bien construida, que había pertenecido a un caudillo partidario de la rebelión de Cadwy, motivo por el cual perdió la cabeza. La fortaleza, que tenía tres cabañas y un almacén, estaba rodeada por una empalizada y situada en una depresión boscosa del terreno, a resguardo de los vientos del mar, y allí, junto a seis fieles lanceros y un montón de tesoro robado, Tristán e Isolda pensaron convertir su amor en una gran canción.
Arturo hizo trizas su música.
–El tesoro -le dijo a Tristán aquella noche- debe volver a manos de vuestro padre.
–Pues que se lo quede -declaró Tristán-. Lo tomé sólo por no pediros caridad a vos, señor.
–Mientras estéis en esta tierra, lord príncipe -dijo Arturo gravemente- seréis nuestros invitados.
–¿Y por cuánto tiempo, señor? – preguntó Tristán.
Arturo miró hacia las oscuras vigas del techo con el ceño fruncido.
–¿Llueve? ¡Hacía mucho que no llovía!
Tristán repitió la pregunta y Arturo rehusó contestar nuevamente. Isolda tomó la mano de su príncipe y la sostuvo mientras Tristán recordaba a Arturo la batalla del valle del Lugg.
–Cuando todos os abandonaron, señor, yo acudí a vuestro lado -le dijo.
–Ciertamente, príncipe -admitió Arturo.
–Y cuando luchasteis contra Owain, señor, estuve a vuestro lado.
–Así fue.
–Y llevé los halcones de mis escudos a Londres.
–Es verdad, lord príncipe, y allí lucharon bravamente.
–Y di mi palabra en la Mesa Redonda -añadió Tristán. Ya nadie la llamaba la Hermandad de Britania.
–Cierto, señor -asintió Arturo con pesadez.
–Así pues, señor -suplicó Tristán-, ¿no merezco acaso vuestra ayuda?
–Merecéis mucho, lord príncipe, y todo lo tengo en cuenta. – Fue una respuesta evasiva, la única que Tristán recibiría aquella noche.
Dejamos a los amantes en la fortaleza y nos preparamos unas yacijas de paja en los pequeños almacenes. La lluvia cesó durante la noche y el día siguiente amaneció cálido y espléndido. Me desperté tarde y descubrí que Tristán e Isolda habían huido de la fortaleza.
–Si tienen dos dedos de frente -me dijo Culhwch con un gruñido- se habrán alejado cuanto hayan podido.
–¿Seguro?
–No tienen dos dedos de frente, Derfel, están enamorados. Creen que el mundo existe sólo para su conveniencia. – Culhwch caminaba cojeando ligeramente, consecuencia de la herida sufrida en la batalla contra Aelle-. Se han ido hacia el mar -me dijo-, a rezar a Manawydan.
Culhwch y yo seguimos a los amantes; salimos de la hondonada boscosa a una colina barrida por el viento que terminaba en un acantilado agreste donde sobrevolaban las gaviotas y el ancho océano rompía en blancas embestidas de espuma. Nos detuvimos en la cima del acantilado y miramos hacia abajo, donde, en una pequeña cala, descubrimos a Tristán e Isolda paseando por la arena. La noche anterior, contemplando a la tímida reina, no llegué a comprender en realidad qué era lo que había sumido a Tristán en la locura de amor, pero aquella mañana ventosa lo entendí.
Me quedé mirando y la niña echó a correr de pronto alejándose de Tristán, brincando, dándose media vuelta y riéndose de su amado, que caminaba despacio tras ella. Llevaba un amplio vestido blanco, su pelo negro volaba libremente al viento salado. Parecía un espíritu, una ninfa del agua como las que danzaban en Britania antes de la llegada de los romanos. Y entonces, acaso para hacer una broma a Tristán, o tal vez para llevar sus plegarias más cerca de Manawydan, el dios del mar, se arrojó de cabeza al agitado oleaje. Zambullóse en las aguas y desapareció por completo, mientras Tristán permanecía consternado en la arena contemplando la demoledora masa blanca del agitado mar. Después, lustrosa como una nutria en la corriente, apareció su cabeza. Agitó la mano, nadó un poco y regresó a la playa con el vestido blanco pegado a su patético cuerpecillo delgado. No pude evitar la vista de sus pequeños y altos senos y sus largas y estilizadas piernas; Tristán la ocultó a nuestros ojos envolviéndola en las alas de su gran manto negro y allí, a la orilla del mar, la estrechó con fuerza y apoyó la mejilla en su pelo, empapado de agua salobre. Culhwch y yo nos retiramos y dejamos a los amantes solos en el viento marino que soplaba desde la fabulosa Lyonesse.
–No puede enviarlos allá -gruñó Culhwch.
–No puede -dije. Nos quedamos contemplando el movimiento del mar infinito.
–Entonces, ¿por qué no les quita un peso de encima? – preguntó Culhwch enfadado.
–No lo sé.
–Tenía que haberlos enviado a Brocielande -dijo Culhwch. Empezamos a caminar hacia el oeste, rodeando las colinas por encima de la cala, y el viento le levantaba la capa. El camino nos llevó a una gran altura desde donde avistamos un enorme puerto natural; el mar había invadido un valle fluvial y formaba una cadena de lagos marinos amplia y bien resguardada.
–Halewm -dijo Culhwch que se llamaba el puerto-, y el humo procede de las minas de sal. – Señaló hacia un tenue color gris que rielaba en el lado más lejano de los lagos.
–Aquí tiene que haber marineros capaces de llevarlos a Brocielande -dije al ver al menos doce barcos anclados al abrigo del puerto.
–Tristán no lo aceptaría -contestó Culhwch sombríamente-. Se lo propuse, pero cree que Arturo es amigo suyo. Confía en él. No puede esperar a ser rey, pues dice que para entonces, todas las lanzas de Kernow estarán al servicio de Arturo.
–¿Por qué no mataría a su padre, simplemente? – pregunté con amargura.
–Por la misma razón por la que ninguno de nosotros mata a ese enano mal nacido de Mordred -replicó Cwlhwch-. Matar a un rey no es moco de pavo.
Aquella noche cenamos de nuevo en la fortaleza, y nuevamente presionó Tristán a Arturo para que le dijera cuánto tiempo podrían permanecer Isolda y él en Dumnonia, pero Arturo tampoco quiso responder en aquella ocasión.
–Mañana, lord príncipe -le prometió-, mañana lo decidiremos todo.
Pero a la mañana siguiente, dos grandes naves de altos mástiles e irregulares velas y con proas altas talladas en forma de cabeza de halcón entraron en los lagos salados de Halewm. Los bancos de ambas naves estaban llenos de hombres que, al quedarse sin viento para las velas a causa del resguardo que la tierra proporcionaba, prepararon los remos e impulsaron las grandes naves negras hacia la playa. Veíanse a popa haces de picas en reposo mientras los remeros trabajaban con los pesados remos. A proa, las cabezas de halcón lucían ramas verdes, señal de que acudían en son paz.
No sabía quién arribaba en las dos naves, pero me imaginé que sería el rey Mark, que acababa de llegar de Kernow.
El rey Mark era un hombre muy corpulento que me recordaba a Uther cuando ya chocheaba. Tan obeso estaba que no podía subir las colinas de Halewm sin ayuda, de modo que hubieron de transportarlo cuatro lanceros en una silla sujeta por dos fuertes palos. Acompañaban al rey cuarenta lanceros más y abría la marcha Cyllan, su paladín. La inestables parihuelas se balanceaban colina arriba y ladera abajo, hasta llegar a la hondonada boscosa donde Tristán e Isolda creían haber encontrado refugio.
Isolda dejó escapar un grito al verlos y después, presa de pánico, echó a correr desesperada, huyendo de su esposo, pero en la empalizada no había más que una entrada y el enorme palanquín de Mark la cerraba por entero, de modo que volvió corriendo a la fortaleza donde estaba atrapado su amado. Las puertas de la fortaleza estaban guardadas por los hombres de Culhwch, que impidieron el paso a Cyllan y al resto de los lanceros de Mark. Isolda lloraba, Tristán gritaba y Arturo rogaba. El rey Mark ordenó que posaran las angarillas frente a la puerta de entrada y allí aguardó hasta que Arturo, pálido y tenso, salió y se arrodilló ante él.
El rey de Kernow tenía grandes mofletes y la cara surcada de capilares rotos, la barba rala y blanca, la respiración, superficial y ronca, y los ojos pegajosos de légañas. Indicó a Arturo que se levantara y se bajó como pudo de la silla; de pie sobre sus gordas e inseguras piernas siguió a Arturo hasta la choza más grande. Era un día cálido, pero Mark no se deshizo del manto de piel de foca con que se cubría como si aún tuviera frío. Entró en la choza apoyado en el brazo de Arturo; dentro habían dispuesto un par de asientos.
Culhwch, asqueado, se plantó a la entrada de la fortaleza con la espada desenvainada. Yo me quedé a su lado y, detrás de nosotros, la morena Isolda lloraba.
Arturo permaneció en la choza una hora entera, al cabo de la cual salió y nos miró a su primo y a mí. Exhaló una especie de suspiro y luego entró en la fortaleza pasando de largo entre nosotros. No oímos sus palabras pero sí el llanto de Isolda.
Culhwch fulminaba con la mirada a los lanceros de Kernow rogando que uno lo desafiara, pero nadie se movió. Cyllan, el paladín, permanecía inmóvil junto a la verja con una gran lanza de guerra y su enorme espadón.
Isolda gritó de nuevo y, de pronto, Arturo salió a la luz del sol y me asió del brazo.
–Ven, Derfel.
–¿Y yo, qué? – preguntó Culhwch en tono desafiante.
–Manten la guardia -le dijo Arturo-, que nadie entre en la fortaleza. – Se alejó y le seguí los pasos.
No dijo nada mientras subíamos la colina que se levantaba frente a la fortaleza, ni cuando seguimos el sendero empinado, ni tampoco cuando llegamos a la alta cima del acantilado. El farallón del cabo se adentraba en el mar a nuestros pies, el agua rompía alta y ascendía hecha espuma para caer hacia levante con el viento incesante. El sol brillaba sobre nuestras cabezas, pero mar adentro cerníase un gran nubarrón y Arturo se quedó mirando la lluvia oscura que caía sobre las olas vacías. El viento hacía ondear su manto blanco.
–¿Conoces la leyenda de Excalibur? – me preguntó repentinamente.
Mejor que él, me dije, pero no pronuncié una palabra sobre los tesoros de Britania.
–Sé, señor -dije, aunque ignoraba el porqué de tal pregunta en semejante ocasión-, que Merlín la ganó en un concurso de sueños en Irlanda y que os la confió a vos en Las Piedras.
–Y me dijo que si alguna vez me encontraba en un apuro grave, lo único que tenía que hacer era desenvainarla, hundirla en tierra y Gofannon acudiría desde el otro mundo para ayudarme. ¿No es así?
–Sí, señor.
–Entonces, ¡Gofannon! – gritó al viento del mar al sacar la gran hoja-. ¡Ven! – Y con tal invocación hundió la hoja en tierra brutalmente.
Una gaviota gritó en el aire, el mar lamió la rocas al retirarse de nuevo a las profundidades y el viento salobre nos agitó los mantos, pero no acudió ningún dios.
–Que los dioses me ayuden -dijo Arturo por fin, con la mirada fija en la hoja temblorosa-. ¡Cuánto he deseado matar a ese monstruo seboso!
–¿Y por qué no lo habéis hecho? – pregunté con voz ronca.
No respondió inmediatamente, vi que las lágrimas le corrían por las hundidas mejillas.
–Les he ofrecido la muerte, Derfel -dijo-, rápida e indolora. – Se secó las mejillas con los puños y después, con una ira súbita, dio una patada a la espada-. ¡Dioses! – Escupió a la hoja oscilante-. ¿Qué dioses?
Saqué a Excalibur del suelo y limpié la tierra de la punta. No quiso volver a cogerla, de modo que la dejé respetuosamente sobre una peña gris.
–¿Qué les va a suceder, señor? – pregunté.
Se sentó en otra piedra. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando la lluvia a lo lejos, en el mar, con las mejillas inundadas de lágrimas.
–He vivido, Derfel -dijo- según los juramentos que he hecho. No conozco otra forma, pero esos juramentos me contrarían, como tendría que suceder a todos los hombres, porque coartan el libre albedrío y, ¿quién de nosotros no quiere ser libre? Pero si los abandonamos, perdemos la guía y nos sumimos en el caos. Caemos, simplemente, y no somos mejores que las bestias. – De pronto, no pudo continuar, sólo lloraba.
Yo miraba la masa gris del mar. Me pregunté dónde nacerían y morirían aquellas olas tan grandes.
–Supongamos -dije- que ofrecer votos fuera un error.
–¿Un error? – Me miró de hito en hito y a volvió perderse en el océano-. A veces -prosiguió sin entusiasmo- los juramentos no pueden cumplirse. No logré salvar el reino de Ban, aunque bien sabe Dios que lo intenté, pero no pudo ser. De modo que falté a mi palabra y pagaré por ello, mal que no fuera por voluntad propia. Aún tengo que matar a Aelle, y ese voto debo mantenerlo, no lo he roto aún sino que he retrasado su cumplimiento. Prometí rescatar Henis Wyren de manos de Diwrnach, y lo haré. Acaso tal compromiso fue un error, pero estoy obligado a llevarlo a cabo. Es decir, ahí tienes la respuesta. Aunque un juramento sea un error, tienes obligación de cumplirlo porque lo has jurado -Se secó las mejillas-. Es decir, sí, un día tengo que mandar mis lanzas contra Diwrnach.
–Ningún juramento os ata a Mark -dije con amargura.
–Ninguno, pero Tristán sí está comprometido, y también Isolda.
–¿Nos afectan a nosotros sus juramentos? – pregunté.
Miró la espada. El gris acero, cincelado con volutas intrincadas y cabezas de dragón de larga lengua, reflejaba las nubes lejanas, oscuras como la pizarra.
–Una espada y una piedra -dijo en voz baja, pensando tal vez en el momento en que Mordred se convirtiera en rey. De pronto se puso en pie dando la espalda a Excalibur y mirando tierra adentro, hacia las verdes colinas-. Supongamos -me dijo- que dos votos se contradicen. Supongamos que hubiera jurado luchar por ti y que hubiera jurado combatirte como enemigo, ¿qué juramento habría de cumplir?
–El que hubierais pronunciado primero -contesté, porque conocía la ley tan bien como él.
–¿Y si ambos se pronunciaron al mismo tiempo?
–En tal caso, tendríais que someteros al juicio del rey.
–¿Por qué del rey? – me confundía como si yo fuera un lancero novato aprendiendo las leyes de Dumnonia.
–Porque vuestro juramento al rey -repliqué obedientemente- está por encima de todos los demás juramentos, y vuestro deber primero es para con él.
–De modo que el rey -dijo con convicción- es el guardián de nuestros juramentos, y sin rey no queda más que una maraña confusa de votos contradictorios. Sin rey, sólo hay caos. Todos los juramentos llevan al rey, Derfel, todas nuestras obligaciones terminan en el rey y todas nuestras leyes son patrimonio del rey. Si desafiamos al rey, desafiamos el orden. Podemos luchar contra otros reyes e incluso matarlos, pero sólo cuando amenacen al nuestro y a su orden justo. El rey, Derfel, es la nación y nosotros pertenecemos al rey. Hagamos lo que hagamos, tú o yo, debemos hacerlo siempre en favor del rey.
Sabía que no hablaba de Mark y Tristán. Pensaba en iMordred, y por eso me atreví a decir en voz alta el pensamiento no pronunciado que tanto pesaba sobre Dumnonia desde hacía muchos años.
–Hay muchos, señor -comencé- que opinan que el rey deberíais ser vos.
–¡No! – gritó al viento-. ¡No! – repitió más calmado, mirándome.
–¿Por qué no? – pregunté, mirando la espada que reposaba en la peña.
–Porque se lo juré a Uther.
–Mordred no es apto para el trono. Y vos lo sabéis, señor.
–Derfel -replicó mirando de nuevo al mar-, Mordred es nuestro rey, y eso es todo lo que tenemos que saber tú y yo. Tiene nuestra palabra. No podemos juzgarlo, él nos juzgará a nosotros; de modo que si tú o yo decidimos que el rey sea otro, ¿dónde quedaría el orden? Si un hombre se apodera injustamente del trono, cualquiera podría hacer lo mismo. Si lo tomara yo, ¿por qué no habría de disputármelo otro cualquiera? El orden desaparecería y nos hundiríamos en el caos.
–¿Creéis que a Mordred le interesa el orden? – pregunté con amargura.
–Creo que Mordred todavía no ha sido proclamado debidamente. Creo que tal vez cambie cuando asuma los grandes deberes. Más probable me parece que no llegue a cambiar, pero por encima de todo, Derfel, creo que es nuestro rey y que debemos soportarlo porque es nuestra obligación, nos guste o no. En todo este mundo, Derfel -dijo, recogiendo a Excalibur de pronto y señalando el vasto horizonte con un amplio movimiento de la hoja-, en este mundo sólo hay un orden seguro: el orden del rey. No el de los dioses, que se han marchado de Britania. Merlín creyó que podría hacerlos regresar, pero fíjate cómo está Merlín ahora. Sansum nos dice que su dios tiene poder y tal vez sea cierto, pero para mí no. Yo sólo veo reyes, y en los reyes se concentran nuestros juramentos y nuestros deberes. Sin ellos, seríamos fieras salvajes en liza por un territorio -Envainó a Excalibur con determinación-. Tengo que apoyar a los reyes porque sin ellos sólo habría caos, y por eso he dicho a Tristán e Isolda que deben someterse a juicio.
–¡A juicio! – exclamé, y escupí en la tierra.
–Se les acusa de robo -replicó Arturo fulminándome con la mirada-. Se les acusa de quebrantar juramentos, se les acusa de fornicación. – Al decir la última palabra se le torció la boca y tuvo que darme la espalda para escupir al mar.
–¡Están enamorados! – protesté y, como no dijo nada, lo ataqué más directamente-. ¿Y vos, Arturo ap Uther, tuvisteis que someteros a juicio cuando faltasteis a un juramento? Y no me refiero al de Ban sino a la palabra que disteis cuando os comprometisteis con Ceinwyn. ¡Rompisteis un compromiso y nadie os llevó ante el tribunal!
Se volvió iracundo hacia mí y, durante unos instantes, creí que iba a desenvainar a Excalibur otra vez para acometerme, pero se estremeció y permaneció inmóvil. Las lágrimas le brillaban en los ojos de nuevo. Tardó largo en rato volver a hablar y, por fin, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
–Falté a aquel juramento, cierto, Derfel. ¿Crees que no lo he lamentado?
–¿Y no vais a permitir que Tristán falte a otro?
–¡Es un ladrón! – replicó furioso-. ¿Crees que podemos arriesgarnos a padecer años de ataques en la frontera por culpa de un ladrón que fornica con su madrastra? ¿Serías capaz de ir a hablar con las familias de los campesinos muertos en la frontera y justificar su muerte en nombre del amor de Tristán? ¿Crees que las mujeres y los niños deben morir porque un príncipe esté enamorado? ¿A eso llamas justicia?
–Creo que Tristán es amigo nuestro -contesté, y como no me dijo nada, escupí a sus pies-. ¿Mandasteis recado a Mark, no es así? – le acusé.
–Sí. Le mandé un mensajero desde Isca.
–¡Tristán es amigo nuestro! – le reproché a gritos. Arturo cerró los ojos.
–Ha robado a un rey -insistió con tozudez-. Le ha robado oro, esposa y honor. Ha quebrado votos. Su padre quiere justicia y yo he jurado cumplir con la justicia.
–Pero es amigo vuestro -insistí-, ¡y mío!
Abrió los ojos y me miró.
–Derfel, un rey acude a mí pidiendo justicia. ¿Debo negársela a Mark porque sea viejo, gordo y feo? ¿Por ventura la juventud y la belleza merecen una justicia pervertida? ¿Por qué he luchado durante todos estos años, sino para asegurar que la justicia sea igual para todos? – Estaba suplicándome en aquellos momentos-. Cuando veníamos hacia aquí y pasamos por todos los pueblos y villas, ¿la gente huía al ver nuestras espadas? ¡No! ¿Y por qué? Porque saben que en el reino de Mordred hay justicia. Y ahora, sólo porque un hombre yace con la esposa de su padre ¿quieres que eche a perder toda la justicia como si fuera una carga inconveniente?
–Sí -dije-, porque se trata de un amigo y porque si lo obligáis a someterse a juicio lo declararán culpable. No tiene la menor oportunidad de salvarse -argüí con amargura- porque Mark es el único testigo con derecho.
Arturo sonrió tristemente al reconocer los hechos que yo quería que recordara. Me refería a nuestro primer encuentro verdadero con Tristán, un encuentro relacionado también con asuntos legales, una injusticia flagrante que en aquel caso estuvo a punto de perpetrarse porque el acusado era un testigo con derecho. Según nuestra ley, el testimonio de un testigo con derecho era incontrovertible. Aunque mil personas juraran lo contrario, sus testimonios carecían de valor ante la palabra de un lord, un druida, un sacerdote, un padre refiriéndose a sus hijos, alguien que hubiera hecho un regalo y hablara del regalo, una doncella con respecto a su virginidad, un pastor con respecto a sus rebaños o un condenado que pronunciara sus últimas palabras. Y Mark era lord, un rey; su palabra estaba por encima de la de príncipes y reinas. Ningún tribunal de Britania escucharía a Tristán e Isolda, y Arturo lo sabía. Pero Arturo había jurado defender la ley.
Sin embargo, en aquel lejano día en que Owain estuvo a punto de pervertir la justicia por usar su privilegio de testigo con derecho para mentir, Arturo apeló al tribunal de espadas. El propio Arturo luchó por Tristán contra Owain, y ganó.
–Tristán -le dije- podría apelar al tribunal de espadas.
–Eso es un privilegio -dijo Arturo.
–Y yo soy su amigo -repliqué fríamente-, puedo luchar por él.
Arturo me miró de hito en hito como si acabara de descubrir la hondura de mi hostilidad.
–¿Tú, Derfel?
–Lucharé por Tristán -repetí fríamente- porque es amigo mío. Como lo fuisteis vos en otro tiempo.
–Puedes hacer uso de tal privilegio -comentó por fin, tras unos segundos-, pero yo he cumplido con mi deber. – Se alejó unos pasos y lo seguí a diez de distancia; cuando él se detenía me detenía yo también y cuando se giraba a mirarme yo volvía la cabeza a otro lado. Iba a luchar por un amigo.
Arturo ordenó secamente a los lanceros de Culhwch que escoltaran a Tristán e Isolda a Isca; decretó que el juicio se celebraría allí. El rey Mark podía presentar un juez y los dumnonios otro.
El rey Mark estaba sentado en su asiento sin decir palabra. Había discutido para que el juicio se celebrara en Kernow pero debió de comprender que en realidad no importaba. Tristán no se presentaría a juicio porque jamás podría ganarlo, de modo que sólo podría recurrir a la espada.
El príncipe llegó a la puerta de la sala y miró a su padre a la cara. Mark le devolvió una mirada inexpresiva, Tristán estaba pálido y Arturo se hallaba entre los dos, con la cabeza gacha para no tener que mirar a ninguno de ellos.
Tristán no llevaba armadura ni escudo. Se había recogido el negro cabello, lleno de aros de guerrero, con una tira de tela blanca, arrancada del vestido de Isolda, seguramente. Vestía camisa, calzas y botas, con la espada ceñida a un lado. Se acercó a su padre y se detuvo a medio camino. Desenvainó, lo miró a los ojos implacables y clavó la hoja con fuerza en el suelo.
–Me someto al tribunal de espadas -declaró.
Mark se encogió de hombros y, al letárgico gesto de su mano, Cyllan se adelantó. Evidentemente, Tristán conocía la pericia del paladín, sin duda, pues se puso nervioso tan pronto como el hombretón, de barbas crecidas hasta la cintura, se despojó del manto. Cyllan se retiró el pelo del hacha tatuada y se colocó el yelmo de hierro. Luego se escupió en las manos, se frotó las palmas con la saliva y avanzó lentamente hasta la espada de Tristán, la cual tiró al suelo de un golpe. Tal gesto significaba que aceptaba el combate.
Desenvainé a Hywelbane.
–Yo lucharé por Tristán -dijo Culhwch. Se acercó y se situó a mi lado-. Tú tienes hijas, insensato -musitó.
–Y tú también.
–Pero yo me cargo a este sapo barbudo antes que tú, sajón, que eres un saco de tripas -añadió Culhwch cariñosamente. Tristán se interpuso entre nosotros y manifestó que él se enfrentaría con Cyllan en combate singular, que el combate le pertenecía a él y a nadie más; pero Culhwch le hizo retirarse con un gruñido-. He vencido a hombres que harían dos de este patán barbudo -le dijo.
Cyllan esgrimió su espadón y cortó el aire con la hoja.
–Cualquiera de vosotros -dijo en tono displicente-, no me importa cuál.
–¡No! – gritó Mark de pronto. Llamó a Cyllan y a dos lanceros más y los tres se arrodillaron junto a la silla del rey a escuchar sus instrucciones.
Culhwch y yo nos imaginamos que Mark estaría ordenando a sus tres hombres que lucharan uno contra cada uno de nosotros.
–Yo me quedo con el bellaco de la barba y la frente embadurnada -dijo Culhwch-; tú, con ese pedo de perro pelirrojo y mi señor príncipe que se las entienda con el calvo. ¿Los despachamos en dos minutos?
Isolda apareció sigilosamente. Parecía aterrorizada en presencia de Mark, pero se acercó a abrazarnos a Culhwch y a mí. Culhwch la envolvió en sus brazos pero yo me arrodillé y le besé la pequeña y blanca mano.
–Gracias -nos dijo con su triste vocecilla. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas. De puntillas, besó a Tristán y luego, con una mirada amedrentada a su esposo, volvió a refugiarse en las sombras de la sala.
Mark levantó la cabezota por encima del cuello del manto de foca.
–El tribunal de espadas -dijo con voz gangosa- exige que los hombres se enfrenten uno a uno. Siempre ha sido así.
–Pues enviad a vuestras vírgenes de una en una, lord rey -gritó Culhwch-, y las mataré de una en una.
–Un hombre, una espada -insistió Mark-; mi hijo ha solicitado hacer uso del privilegio, pues que luche él.
–Lord rey -dije-, según la costumbre, un hombre puede luchar por su amigo en el tribunal de espadas. Yo, Derfel Cadarn, solicito tal privilegio.
–Desconozco tal costumbre-mintió Mark.
–Arturo sí la conoce -repliqué con brusquedad-. Luchó por vuestro hijo en un tribunal de espadas y hoy seré yo quien luche.
Mark miró con ojos legañosos a Arturo, pero éste hizo un gesto negativo con la cabeza como si no quisiera entrar en la discusión. Mark volvió a dirigirse a mí.
–La ofensa de mi hijo es indecente -dijo-, y nadie sino él debe defenderlo.
–¡Yo lo defiendo! – exclamó Culhwch, y de nuevo se situó a mi lado reiterando que lucharía por Tristán. El rey se limitó a mirarnos, levantó la mano derecha e hizo un gesto cansino.
Los lanceros de Kernow, al mando del lancero pelirrojo y del calvo, formaron una barrera de escudos a la señal del rey, una barrera de a dos en fondo; la primera fila cerró la formación de escudos y la segunda los levantó para proteger las cabezas de los soldados de la primera. Entonces, a una orden, arrojaron las lanzas al suelo.
–¡Malditos! – exclamó Culhwch, pues comprendió lo que iba a suceder-. ¿Rompemos la barrera, lord Derfel? – me preguntó.
–Rompámosla, lord Culhwch -respondí en tono vengativo.
Éramos tres hombres contra cuarenta de Kernow. Avanzaron los cuarenta arrastrando los pies lentamente tras su tupida barrera de escudos, vigilándonos inquietos por debajo del borde del casco. No llevaban lanzas ni desenvainaron espadas, pues no iban a matarnos sino a inmovilizarnos.
Y Culhwch cargó contra ellos. Hacía años que no me veía en la necesidad de romper una barrera de escudos, pero la antigua locura me poseyó al gritar el nombre de Bel; luego grité el de Ceinwyn y cargué con la punta de Hywelbane contra los ojos de un hombre; éste apartó la cabeza a un lado y entonces empujé con el hombro en el punto donde su escudo se unía al de su compañero.
La barrera se abrió y grité triunfalmente al tiempo que golpeaba a un oponente en la nuca con la empuñadura de la espada; después la clavé hacia delante para ampliar la brecha. En el campo de batalla, a esas alturas del combate, mis hombres estarían empujando detrás de mí, abriendo más la brecha y empapando el suelo de sangre enemiga; pero mis hombres no estaban detrás ni se me oponían armas por delante, sólo escudos y más escudos y, aunque giraba en círculo haciendo silbar la hoja de Hywelbane en el aire, los escudos iban encerrándome inexorablemente. No me atrevía a matar a ningún lancero pues habría sido una deshonra, ya que ellos habían renunciado deliberadamente a sus armas y, despojado así de tal oportunidad, sólo podía tratar de asustarlos. Pero sabían que no mataría y el círculo de escudos se fue cerrando más y más a mi alrededor hasta que Hywelbane quedó inmovilizada en el tachón de hierro de un escudo; súbitamente, los escudos de Kernow me presionaron por todas partes.
Oí a Arturo dar una orden a voces; supuse que algunos lanceros de Culhwch y los míos se habrían aprestado a socorrer a sus señores y que Arturo se lo habría impedido. No deseaba que corriera la sangre entre Kernow y Dumnonia, sólo quería que el escabroso asunto terminara de una vez por todas.
Culhwch también estaba atrapado como yo. Gritaba rabiosamente a quienes lo mantenían cautivo, los llamaba infame, perros y gusanos, pero los hombres de Kernow cumplían órdenes. No debían herir a ninguno de los dos sino mantenernos inmóviles entre hombres y escudos. De tal forma tuvimos que presenciar, igual que Isolda, al campeón de Kernow, que se acercó al príncipe con la espada baja y se inclinó ante él.
Tristán supo que iba a morir. Se había quitado la tira de paño del pelo y la había atado a la hoja de la espada; en aquel momento la besó. Después, esgrimió la espada, tocó con ella la hoja del paladín y saltó hacia delante al ataque.
Cyllan lo esquivó. El choque de los aceros resonó en la empalizada y volvió a resonar con el segundo ataque de Tristán, que acometió con un movimiento rápido de arriba abajo, pero Cyllan lo evitó otra vez. Lo paró con toda facilidad, casi con aburrimiento. Tristán arremetió dos veces más y luego siguió asestando mandobles, moviendo la hoja y clavándola con la mayor velocidad de que era capaz, intentando desesperadamente agotar la defensa de Cyllan, pero sólo logró cansarse él y, al detenerse un momento para tomar aire y dar un paso atrás, el paladín atacó.
Fue un lance magistral, bello de ver para quien gustase del espectáculo de una espada bien esgrimida. Fue incluso una estocada piadosa, porque Cyllan acabó con el espíritu de Tristán en un abrir y cerrar de ojos. El príncipe no tuvo tiempo siquiera de volverse hacia la puerta en sombras del salón a mirar a su amada. Sólo pudo fijar la vista en el que le robaba la vida mientras la sangre se le escapaba por la garganta cercenada y teñía de rojo su camisa blanca; luego se le cayó la espada al tiempo que expiraba con un resuello atragantado y sofocado y, cuando el espíritu lo abandonó, cayó al suelo.
–Se ha hecho justicia, lord rey -declaró Cyllan sin entusiasmo al tiempo que sacaba la espada de la garganta de Tristán y se alejaba. Los lanceros que me rodeaban, y que no se habían atrevido a mirarme a los ojos, se retiraron. Levanté a Hywelbane y vi su hoja gris borrosa a causa de las lágrimas. Oí gritar a Isolda cuando los hombres de su esposo mataron a los seis lanceros que habían acompañado a Tristán y que en aquel momento defendían a su reina. Cerré los ojos.
No miraría a Arturo, no le hablaría. Me fui hasta el cabo a rezar a mis dioses y a rogarles que volvieran a Britania y, mientras oraba, los hombres de Kernow se llevaron a Isolda al lago salobre donde aguardaban las dos naves oscuras. Pero no se la llevaron a Kernow. La princesa de los Uí Liatháin, aquella niña de quince veranos que saltaba descalza entre las olas y cuya voz era un susurro en la sombra, como la de los espíritus de los marineros que cabalgan en los vientos viajeros del mar, fue atada a un mástil y rodeada de maderos, que tanto abundaban en la playa de Halewm; y allí, ante la mirada implacable de su esposo, fue quemada viva. El cuerpo de su amante fue incinerado en la misma pira.
No quise partir con Arturo; no quise hablar con él. Dejé que se marchara y aquella noche dormí en la vieja y oscura fortaleza donde habían dormido los amantes. Luego me fui a Lindinis, a casa, y entonces fue cuando confesé a Ceinwyn la masacre de los páramos de hacía muchos años, cuando maté inocentes en cumplimiento de un juramento. Le conté la muerte de Isolda en la hoguera, le conté que gritaba y gemía mientras su esposo miraba.
Ceinwyn me abrazó.
–¿No sabías que Arturo podía ser tan inclemente? – me preguntó en voz baja.
–No.
–Él es lo único que nos separa del horror -añadió-, ¿cómo podría ser, sino de granito?
Y todavía ahora, cuando cierro los ojos, veo a veces a aquella niña saliendo del mar con una sonrisa en la cara, el vestido blanco empapado y pegado a su menudo cuerpo y las manos tendidas hacia su amado. La veo cada vez que oigo a las gaviotas, pues su imagen no me abandonará hasta el día en que me muera y, aun después de la muerte, vaya donde vaya mi espíritu, allí estará ella; una niña quemada en la hoguera por un rey, por la ley, en Camelot.
Después del juramento de la Mesa Redonda no volví a ver a Lancelot ni a ninguno de sus esbirros durante mucho tiempo. Amhar y Loholt, los gemelos hijos de Arturo, vivían en Venta, la capital de Lancelot, y poseían sendas bandas de lanceros, pero los únicos combates que parecían librar tenían lugar en las tabernas. También los druidas Dinas y Lavaine residían en Venta, donde presidían un templo dedicado a Mercurio, un dios romano, y sus ceremonias rivalizaban con las que Lancelot celebraba en la iglesia del palacio, consagrada por el obispo Sansum. El obispo, que visitaba Venta frecuentemente, informaba de que los belgas parecían satisfechos con Lancelot, lo cual interpretábamos como que no se rebelaban abiertamente.
Lancelot y sus compañeros también visitaban Dumnonia, casi siempre para acercarse al palacio del mar, su vecino, pero a veces llegaban a Durnovaria para asistir a alguna fiesta importante, aunque yo evitaba coincidir con él si sabía que iba a presentarse, y Arturo y Ginebra jamás me pidieron que asistiera. Tampoco me invitaron al gran funeral que se celebró a la muerte de Elaine, la madre de Lancelot.
En realidad, Lancelot no era mal gobernante. No en el mismo sentido que Arturo, pues nada le importaban la justicia, y la ecuanimidad de los tributos ni el estado de los caminos, sencillamente pasaba por encima de tales cuestiones, pero como antes de su ascenso al trono nadie se ocupaba tampoco de ellas, la diferencia no se percibía. Lancelot, al igual que Ginebra, se ocupaba únicamente de su propio bienestar y, como ella, construyó un lujoso palacio que llenó de estatuas, pintó de arriba abajo y cubrió de extravagantes espejos donde admirar constantemente su propia imagen. El presupuesto para tales lujos salía de los tributos y, cuando resultaban gravosos, la compensación consistía en que las tierras de los belgas se libraban de correrías sajonas. Sorprendentemente, Cerdic mantenía su palabra con Lancelot, y los temidos lanceros sais jamás irrumpieron en los ricos campos de labranza de Lancelot.
Aunque tampoco tenían necesidad de saquear, pues Lancelot los había invitado a instalarse de por vida en su reino. Los largos años de guerra habían despoblado grandes extensiones de tierras feraces que comenzaban a cubrirse de árboles otra vez, de modo que Lancelot invitó al pueblo de Cerdic a que se instalara y labrara los campos. Los sajones juraron lealtad a Lancelot, limpiaron el terreno, construyeron nuevos pueblos, pagaron tributos y los lanceros se unieron a la banda de guerra de Lancelot. Contaban que la guardia de palacio estaba compuesta únicamente por sajones. Los llamaba la guardia sajona y los seleccionaba por su altura y el color del cabello. En aquellos días no llegué a verlos, aunque me los encontré por casualidad, y eran todos altos y rubios, armados con hachas pulidas como espejos. Se decía que Lancelot pagaba tributo a Cerdic, aunque Arturo lo negaba furiosamente siempre que el consejo le preguntaba si era cierto. A Arturo no le complacía que los sajones fueran invitados a establecerse como colonos en tierras britanas, pero, según decía, era un asunto que dependía de Lancelot, no del consejo y, al menos, reinaba la paz. Al parecer, todo se justificaba en nombre de la paz.
Lancelot alardeaba incluso de haber convertido a su guardia sajona al cristianismo, pues al parecer, no se había bautizado sólo por trámite sino que se había convertido realmente; al menos así me lo contó Galahad en una de sus frecuentes visitas a Lindinis. Me describió la iglesia que Lancelot había construido en el palacio de Venta y me dijo que todos los días cantaba un coro allí y un grupo de sacerdotes celebraba los misterios cristianos.
–Es todo bellísimo -comentaba Galahad con nostalgia. Esto sucedía antes de haber presenciado los éxtasis de Isca y no tenía la menor idea de que tamaño frenesí pudiera tener lugar, de modo que no le pregunté si en Venta ocurría lo mismo o si su hermano reforzaba entre los cristianos la idea de que él era una especie de salvador.
–¿El cristianismo ha hecho cambiar a vuestro hermano? – le preguntó Ceinwyn.
Galahad se quedó mirando el rápido movimiento de las manos de Ceinwyn al llevar la hebra de la rueca al huso.
–No -dijo-. Cree que basta con decir unas oraciones una vez al día; luego se comporta a su voluntad el resto del tiempo. Pero, ¡ay! muchos cristianos son así.
–¿Y cómo se comporta? – insistió Ceinwyn.
–Mal.
–¿Deseáis que salga de la habitación -preguntó Ceinwyn dulcemente- para hablar con Derfel sin temor a ofenderme? Ya me lo contará él después, en el lecho. – Galahad se echó a reír.
–Se aburre, señora, y procura distraerse de la misma forma que siempre: cazando.
–Derfel también, y yo. Cazar no es malo.
–Caza muchachas -dijo Galahad sin inmutarse-. No las trata mal, pero en realidad no les da la menor oportunidad. A algunas les gusta y llegan a enriquecerse bastante, pero también se convierten en prostitutas suyas.
–Como ocurre con casi todos los reyes -dijo Ceinwyn secamente-. ¿Eso es todo lo que hace?
–Pasa horas con ese par de druidas pervertidos -añadió Galahad-, aunque nadie sabe por qué un rey cristiano habría de tener tales compañías; él dice que es simple amistad. Apoya a sus poetas, colecciona espejos y visita el palacio del mar de Ginebra.
–¿Con qué objeto? – pregunté.
–Dice que para hablar. – Se encogió de hombros-. Dice que hablan de religión. O mejor dicho, que discuten de religión. Ella se ha hecho muy devota.
–De Isis -añadió Ceinwyn reprobatoriamente.
En los, años que transcurrieron después del juramento de la Mesa Redonda, se había extendido la idea de que Ginebra se dedicaba más y más a la práctica de su religión, de modo que se decía que su palacio del mar era un gran templo a Isis, y que las sirvientas de Ginebra, todas ellas escogidas por su gracia y su belleza, eran sacerdotisas de Isis.
–La diosa suprema -comentó Galahad en tono desdeñoso, y luego se santiguó para ahuyentar el mal pagano-. Es evidente que Ginebra cree que la diosa tiene grandes poderes, y que puede conducirlos hacia cuestiones humanas. No creo que a Arturo le complazca.
–Está harto de todo ello -dijo Ceinwyn, devanando la última hebra y dejándola a un lado-. Ahora, lo único que hace es quejarse de que Ginebra no habla con él más que de su religión. Debe de resultarle todo muy aburrido. – La conversación tuvo lugar mucho antes de que Tristán se refugiara en Dumnonia con Isolda, cuando Arturo era todavía un huésped bienvenido en nuestra casa.
–Mi hermano dice que le fascinan sus ideas -prosiguió Galahad-, y tal vez sea cierto. Dice que es la mujer más inteligente de Britania y que no contraerá matrimonio hasta que halle otra como ella.
–Me alegro, pues, de que me perdiera a mí -comentó Ceinwyn riendo de buena gana-. ¿Cuántos años tiene ya?
–Treinta y tres, creo.
–¡Qué viejo! – exclamó Ceinwyn mirándome, pues yo sólo tenía un año menos-. ¿Qué ha sido de Ade?
–Le dio un hijo, y murió a consecuencia del parto.
–¡No! – se lamentó Ceinwyn, que siempre lamentaba la muerte de una mujer en el alumbramiento-. ¿Y dices que tiene un hijo?
–Un hijo bastardo -comentó Galahad sin ocultar su desaprobación-. Se llama Peredur. Ahora tiene cuatro años y no es mal niño. En realidad, lo aprecio bastante.
–¿Acaso ha habido alguna vez un niño que te disgustara? – pregunté secamente.
–Cabeza de cepillo -replicó, y todos sonreímos al recordar el viejo mote.
–¡Hay que ver, Lancelot tiene un hijo! – comentó Ceinwyn con ese tono de sorpresa y trascendencia con que las mujeres suelen tomarse tales noticias. Para mí, la existencia de otro bastardo real era completamente normal, pero he comprobado que las mujeres y los hombres responden de forma distinta a esas cosas.
Galahad, igual que su hermano, no había contraído matrimonio. Aunque tampoco poseía tierras, pero era feliz y se mantenía en activo sirviendo a Arturo como enviado. Procuraba mantener viva la Hermandad de Britania, aunque me di cuenta de la rapidez con que decaían los deberes que tal compromiso comportaba, y se dedicaba a recorrer los reinos britanos llevando mensajes, arreglando querellas y recurriendo a su rango real para suavizar cualquier problema que Dumnonia tuviera con otros Estados. Generalmente era Galahad quien viajaba a Demetia para detener las incursiones de Oengus Mac Airem en Powys, y también él quien, tras la muerte de Tristán, llevó las nuevas del fin de Isolda a su padre. Después de aquel suceso, tardé muchos meses en volver a verlo.
También procuraba evitar a Arturo, testaba muy enfadado con él y no contestaba a sus cartas ni asistía al consejo. Estuvo en Lindinis en dos ocasiones después de la muerte de Tristán; en ambas me mostré correcto y frío y me deshice de él lo más pronto posible. En cambio, con Ceinwyn habló largo y tendido, y ella trató de reconciliarnos, pero yo no podía olvidar a aquella criatura en la hoguera.
No obstante, tampoco podía olvidarme de Arturo para siempre. Faltaban pocos meses para la segunda proclamación de Mordred y era necesario hacer los preparativos. La ceremonia se llevaría a cabo en Caer Cadarn, a un corto paseo al este de Lindinis, y Ceinwyn y yo, inevitablemente, formábamos parte de los planes. Hasta el propio Mordred demostró cierto interés, tal vez porque se daba cuenta de que la ceremonia lo liberaría al fin de toda disciplina.
–Debéis decidir -le dije un día- quién deseáis que os proclame.
–Arturo, ¿no? – preguntó sombríamente.
–Lo normal es que lo haga un druida -dije-, pero si preferís una ceremonia cristiana, tenéis que escoger entre Sansum y Emrys.
–Sansum, supongo -dijo con un encogimiento de hombros.
–En tal caso, debemos ir a verlo.
Partimos un frío día de pleno invierno. Tenía yo otros asuntos que resolver en Ynys Wydryn, pero antes acompañé a Mordred al templo cristiano, donde un sacerdote nos dijo que el obispo Sansum estaba celebrando misa y que debíamos esperar.
–¿Sabe que su rey está aquí? – pregunté.
–Se lo comunicaré, señor -respondió el sacerdote, y se alejó pisando el helado suelo.
Mordred se había acercado a la tumba de su madre donde, a pesar del frío día, había unos cuantos peregrinos arrodillados orando. Era una fosa sencilla sin otra cosa que un túmulo de tierra con una cruz de piedra, empequeñecida por la vasija de plomo que Sansum había colocado para recibir las ofrendas de los peregrinos.
–El obispo se reunirá en seguida con nosotros -le dije-. ¿Entramos?
Mordred negó con la cabeza mirando el túmulo con el ceño fruncido.
–Debería tener una tumba más digna -dijo.
–Creo que es cierto -respondí, sorprendido de que hablara siquiera-. Vos podéis construirla.
–Habría sido más apropiado -añadió insidiosamente- que otros le hubieran rendido tal homenaje.
–Lord rey, estábamos muy ocupados defendiendo la vida de su hijo y no tuvimos tiempo de ocuparnos de los huesos de la madre. Pero estáis en lo cierto, hemos sido negligentes.
Dio un caprichoso puntapié a la vasija y se asomó a ver los pequeños tesoros que los peregrinos habían depositado. Los que estaban rezando junto a la tumba se alejaron, no por temor a Mordred, a quien no creo que reconocieran siquiera, sino a causa del amuleto de hierro que yo llevaba al pecho, pues delataba mi condición de pagano.
–¿Por qué la enterraron? – preguntó Mordred de pronto-. ¿Por qué no la incineraron?
–Porque era cristiana -dije, ocultando el horror que me producía su ignorancia. Le conté que los cristianos creían que sus cuerpos resucitarían cuando Cristo llegara definitivamente, mientras que los paganos tomaban nuevos cuerpos de sombra en el más allá y por eso no precisaban de los cuerpos terrenales, los cuales, si podíamos, incinerábamos para evitar que el espíritu quedara vagando por la tierra. En caso de no poder encender una pira, quemábamos el pelo del difunto y le cortábamos un pie.
–Le construiré un panteón -dijo, cuando terminé con mi explicación teológica. Me preguntó cómo había muerto su madre y le conté todo lo sucedido con Gundelus de Siluria, su traidor matrimonio con Norwenna y el asesinato cometido cuando ella se arrodilló ante él. También le conté que Nimue se había vengado de Gundleus.
–Esa bruja -dijo Mordred. Temía a Nimue, y no era de extrañar, pues su ferocidad aumentaba en la misma medida que su aspecto macabro y sucio. En aquellos momentos era ya una reclusa que sobrevivía entre las ruinas de la fortaleza de Merlín, donde entonaba hechizos, encendía hogueras a los dioses y recibía a algunos visitantes, aunque de vez en cuando, sin previo aviso, bajaba a Lindinis a consultar a Merlín. En tan escasas visitas, procuraba darle alimento, los niños huían al verla y en seguida se marchaba murmurando entre dientes, con su único ojo de salvaje mirada, su túnica tiesa de suciedad y cenizas y su abundante pelo negro enmarañado y lleno de porquería. A los pies de su refugio del Tor veía prosperar el templo cristiano, cada vez más grande, más fuerte y mejor organizado. Pensé que los dioses antiguos perdían Britania a marchas forzadas. Sansum, lógicamente, estaba desesperado porque Merlín muriera cuanto antes, para apoderarse del Tor y construir un templo en la cima, incendiada por dos veces; pero el obispo ignoraba que Merlín me había nombrado heredero de todas sus posesiones.
Mordred, de pie ante la tumba de su madre, se sintió intrigado por la similitud entre el nombre de mi hija mayor y el de su difunta madre, y le expliqué que Ceinwyn era prima de Norwenna.
–Morwenna y Norwenna son antiguos nombres típicos de Powys -le dije.
–¿Me quería mi madre? – preguntó Mordred, y la incongruencia de tal palabra salida de su boca me hizo detenerme un momento. Pensé que a lo mejor Arturo tenía razón y que tal vez Mordred llegara a ponerse a la altura de sus responsabilidades. Ciertamente, durante los años que lo había tenido tan cerca jamás habíamos sostenido una conversación tan cortés.
–Os amaba muchísimo -respondí con sinceridad-. Nunca vi a vuestra madre tan dichosa -proseguí- como cuando vos estabais con ella. Y fue allí arriba -señalé la cicatriz negra que antes ocupaban la fortaleza de Merlín y su torre de los sueños en el Tor. Allí había muerto Norwenna asesinada y allí le habían arrebatado a Mordred. Era un niño muy pequeño entonces, menor que yo cuando me arrebataron de los brazos de mi madre, Erce. ¿Seguiría viva Erce? Todavía no había ido a Siluria a buscarla y semejante omisión me hacía sentir culpable. Toqué el amuleto de hierro.
–Cuando muera -dijo Mordred- quiero que me entierren en la misma tumba que mi madre. Yo mismo la construiré. Un panteón de piedra -prosiguió-, con nuestros cuerpos en un pedestal.
–Hablad con el obispo Sansum -le recomendé-; estoy seguro de que os ayudará de muy buen grado en cuanto le sea posible-. «Siempre que no tenga que sufragar él los gastos del panteón, claro», pensé cínicamente.
Me volví hacia Sansum, que se acercaba presuroso por la hierba. Inclinóse ante Mordred y luego me dio la bienvenida al templo.
–Venís, espero, en busca de la verdad, ¿no es así, lord Derfel?
–Vengo a visitar aquel templo -respondí, señalando al Tor-, pero mi señor rey tiene asuntos propios que tratar con vos.
Los dejé solos y me fui cabalgando hacia el Tor, pasando entre los cristianos que de día y de noche rogaban al pie del Tor por la expulsión de los habitantes paganos. Soporté sus insultos y subí la empinada cuesta. La puerta de agua se había desprendido definitivamente de sus goznes. Até el caballo a lo que quedaba de la empalizada y cargué con el paquete de ropa y pieles que Ceinwyn había preparado para que la pobre gente que compartía el refugio con Nimue no se congelara durante el crudo invierno. Entregué la ropa a Nimue y ella dejó caer el paquete en la nieve al descuido, luego, tirándome de la manga, me llevó a su nueva choza, que se había construido en el mismo lugar donde antaño se levantaba la torre de los sueños de Merlín. La choza hedía de forma tan insoportable que a punto estuve de asfixiarme, pero ella no parecía percibir la pestilencia. Era un día muy frío y un viento helado arrastraba aguanieve desde el este y, sin embargo, habría preferido soportar el congelador aguacero que la fetidez de la choza.
–Mira -me dijo con orgullo, y me enseñó una olla, no la de Clyddno Eiddyn sino una vulgar marmita de hierro que colgaba de una viga del techo llena de un líquido oscuro. De las vigas pendían también ramas de muérdago, un par de alas de murciélago, mudas viejas de serpiente, un asta rota y puñados de hierbas, pero el techo era tan bajo que tuve que agacharme para entrar en la choza, que estaba llena de humo picante. Había un hombre desnudo en una yacija, al fondo, entre las sombras, y protestó al verme.
–Calla -le dijo Nimue con mala cara; luego cogió un palo y revolvió el líquido negro de la olla, que humeaba poco a poco sobre una fogata pequeña que producía más humo que calor. Siguió revolviendo en la olla hasta encontrar lo que buscaba y lo saco del líquido. Era un cráneo humano.
–¿Te acuerdas de Balise? – me preguntó Nimue.
–Claro -dije. Balise, un druida que ya era anciano cuando yo era un niño y que hacía tiempo que había muerto.
–Quemaron su cuerpo -me dijo Nimue-, menos la cabeza, y la cabeza de un druida, Derfel, tiene grandes poderes. Me la trajo un hombre la semana pasada. La tenía en un barril de cera de abejas y yo se la compré.
Es decir, que la había pagado yo. Nimue siempre andaba comprando objetos con poderes mágicos: la placenta de un niño muerto, los dientes de un dragón, una porción de pan mágico de los cristianos, dardos de elfos, y por último, el cráneo de un muerto. Solía acudir al palacio a pedir dinero para adquirir tales tesoros, pero aquel día me pareció más sencillo darle un poco de oro, aunque sabía que gastaría el preciado metal en cualquier rareza que le ofrecieran. En una ocasión entregó un lingote de oro por el cadáver de un cordero que había nacido con dos cabezas, y lo clavó en la empalizada mirando hacia el templo de los cristianos, donde acabó pudriéndose. No quise preguntar cuánto había pagado por un barril de cera con una cabeza humana dentro.
–Quité toda la cera -me contó- y herví la cabeza en la olla para descarnarla. – Ése era uno de los motivos del insoportable hedor de la choza-. No hay oráculo tan poderoso -me dijo, con su único ojo brillando en la oscuridad- como la cabeza de un druida hervida en orines con diez hierbas marrones de Crom Dubh. – Dejó caer el cráneo, que se hundió de nuevo bajo la oscura superficie líquida-. Ahora, espera -me ordenó.
Me daba vueltas la cabeza a causa de la fetidez y el humo, pero esperé obedientemente mientras el caldo de la olla terminaba de temblar y hacer reflejos y quedaba quieto por fin, reducido a una lámina oscura, lisa como un espejo, que sólo desprendía una finísima hebra de humo. Nimue se acercó, contuvo el aliento y supe que estaba viendo portentos en la superficie del caldo. El hombre de la yacija tosió terriblemente y se agarró con debilidad a la gastada manta que cubría a medias su desnudez.
–Tengo hambre -se lamentó, pero Nimue no le hizo el menor caso. Yo seguí esperando.
–Me has decepcionado, Derfel -dijo Nimue de pronto, rizando apenas el líquido con su aliento.
–¿Por qué?
–Veo a una reina que murió en la hoguera en una playa. Me habría gustado poseer sus cenizas, Derfel -añadió con reproche-. Me serían muy útiles las cenizas de una reina -prosiguió-. Tenías que saberlo. – Se calló y no dijo nada más del tema. El líquido volvió a quedarse quieto y cuando Nimue habló de nuevo, lo hizo con una voz desconocida y profunda que no perturbó en absoluto la superficie del caldo-. Dos reyes irán a Cadarn -dijo- pero gobernará uno que no es rey. Los muertos se casarán, los perdidos saldrán a la luz y una espada descansará sobre la garganta de un niño. – Luego lanzó un chillido espantoso que sobresaltó al hombre desnudo, el cual corrió desesperado a refugiarse en el último rincón de la choza, donde se acuclilló tapándose la cabeza con las manos-. Díselo a Merlín -añadió con su voz normal-, él sabrá lo que significa.
–Se lo diré -le prometí.
–Y dile también -continuó con fervor desesperado, apretándome el brazo con una mano llena de costras de suciedad- que he visto la olla en el líquido. Dile que pronto será utilizada. ¡Pronto, Derfel! Díselo todo.
–Sí -respondí, y entonces, incapaz de seguir respirando aquel hedor, me deshice de su mano y salí a la aguanieve otra vez.
Me siguió al exterior y me levantó un ala de la capa para protegerse de la aguanieve. Me acompañó hasta la puerta de agua animada por una extraña alegría.
–Todo el mundo cree que estamos perdiendo, Derfel -dijo-, todos piensan que esos sucios cristianos están tomando la tierra, pero no es así. Pronto se revelará la olla, Merlín volverá y desatará sus poderes.
Me detuve en la puerta y me quedé mirando hacia abajo, al grupo de cristianos que siempre se reunían al pie del Tor a rezar sus extravagantes plegarias con los brazos extendidos. Sansum y Morgana procuraban que hubiera un grupo permanentemente para que sus rezos constantes ayudaran a expulsar a los paganos de la cima incendiada del Tor. Nimue los miró burlonamente. Algunos cristianos se santiguaron al reconocerla.
–Derfel, ¿tú crees que están ganando los cristianos? – me preguntó.
–Eso me temo -contesté, escuchando las voces de rabia procedentes del pie del Tor. Me acordé de los enfervorizados adoradores de Isca y me pregunté cuánto tiempo podría mantenerse bajo control el horror de tal fanatismo-. Temo que así es -repetí con tristeza.
–Los cristianos no están ganando -dijo Nimue con voz sarcástica-. Observa. – Salió de debajo de mi capa y se levantó el sucio vestido enseñando a los cristianos su desdichada desnudez, luego movió las caderas obscenamente hacia ellos y soltó un grito quejumbroso que murió en el viento, y se bajó el vestido de nuevo. Algunos hicieron la señal de la cruz, pero observé que la mayoría, instintivamente, hacían con la mano derecha la señal pagana para ahuyentar el mal y luego escupían al suelo-. ¿Lo ves? Todavía creen en los dioses antiguos. Siguen creyendo. Y pronto, Derfel, tendrán pruebas. Díselo a Merlín.
Se lo conté a Merlín, efectivamente. Me presenté a él y le conté que dos reyes acudirían a Cadarn y que el que no era rey gobernaría allí, que los difuntos contraerían matrimonio, que los perdidos saldrían a la luz y que una espada descansaría sobre la garganta de un niño.
–Repítelo, Derfel -dijo mirándome con los ojos entrecerrados y acariciando a un viejo gato atigrado que dormitaba en su regazo.
Se lo repetí solemnemente y añadí la profecía de Nimue de que la olla se revelaría pronto y que su horror era inminente. Merlín se echó a reír, sacudió la cabeza y soltó otra carcajada. Calmó al gato que tenía en el regazo.
–¿Y dices que tiene la cabeza de un druida? – preguntó.
–La de Balise, señor.
–La cabeza de Balise -dijo, cosquilleando al gato en la barbilla -ardió hace años, Derfel. La quemaron y la molieron. La machacaron hasta reducirla a nada. Lo sé porque lo hice yo. – Cerró los ojos y se durmió.
Al verano siguiente, una víspera de luna llena, cuando los árboles que crecían al pie de Caer Cadarn estaban cargados de hojas, una espléndida mañana en que el sol que se derramaba sobre los arbustos cubiertos de brionia, correhuela, adelfilla y vidarra, Mordred fue proclamado rey en la antigua cima del Caer.
La vieja fortaleza de Caer Cadarn permanecía vacía gran parte del año, pero seguía siendo el peñasco real, el lugar de las ceremonias solemnes, el corazón de Dumnonia, y las murallas de la fortaleza se conservaban fuertes; sin embargo el interior era un lugar triste de ruinosas cabañas agrupadas en torno al lóbrego salón de los festines, donde se guarecían pájaros, murciélagos y ratones. El espacioso salón ocupaba la parte inferior de la gran cima de Caer Cadarn, y en la parte superior, hacia poniente, se levantaba el círculo de piedras, cubiertas de líquenes, que rodeaban la losa gris, que era la antigua piedra de la realeza de Dumnonia. Allí, el gran dios Bel había ungido a su hijo Beli Mawr, semidiós y semihombre, como primer rey y desde entonces, incluso durante la dominación romana, nuestros reyes acudían allí para la ceremonia de proclamación. Mordred había nacido en aquel mismo monte y también allí había sido proclamado de niño, aunque aquella ceremonia no fue más que un símbolo de su condición de rey y no le confirió deber alguno. Pero, a partir del momento de su recién estrenada mayoría de edad, sería rey y no sólo de título. La ceremonia de la segunda proclamación liberaría a Arturo de su juramento y traspasaría a Mordred todo el poder de Uther.
La multitud se congregó temprano. Habían barrido el salón de los festines, habían colgado los pendones y habían engalanado las paredes con ramas verdes. Sobre la hierba aguardaban las cubas de hidromiel, y los barriles de cerveza y humeaban las grandes hogueras donde se asaban bueyes, cerdos y venados para el banquete. Los tatuados hombres de Isca se mezclaban con los elegantes ciudadanos de Durnovaria y Corinium, ataviados con togas, y todos escuchaban a los bardos de vestiduras blancas, que entonaban canciones compuestas para la ocasión alabando el carácter de Mordred y loando las futuras glorias de su reinado. Jamás se podrá confiar en los bardos.
Yo era el paladín de Mordred, y como tal, el único entre todos los lores de la colina que llevaba armadura completa; pero no los avíos deslucidos y mal reparados que usé en la batalla de las afueras de Londres, sino una valiosa armadura nueva acorde con mi condición: fina cota romana de malla con aros de oro engastados en el cuello, en los bordes y las mangas, botas hasta las rodillas con pulidos cierres de bronce, guanteletes hasta los codos cubiertos de placas de hierro que me protegían los antebrazos y los dedos y un bello yelmo de plata cincelada con una visera movible que me protegía el cuello. El yelmo tenía también protectores de mejillas que se cerraban herméticamente sobre la cara y un remate de oro del que pendía mi cola de lobo, recién cepillada. Además, llevaba un manto verde, a Hywelbane a la cadera y un escudo que, en honor a la solemne ocasión del día, exhibía el dragón rojo de Mordred en vez de mi propia estrella blanca.
Culhwch, que había venido desde Isca, me abrazó.
–Esto es una farsa, Derfel -gruñó.
–Una ocasión feliz, lord Culhwch -dije muy seriamente.
El no sonrió sino que miró con rencor a la multitud expectante.
–¡Cristianos! – escupió.
–Diríase que proliferan.
–¿Ha venido Merlín?
–Se sentía cansado -dije.
–¿O sea que tiene el suficiente sentido común como para no venir? – preguntó Culhwch-. Entonces, ¿quién hace los honores hoy?
–El obispo Sansum.
Culhwch volvió escupir. En los últimos meses, su barba se había tornado gris y sus piernas se movían con rigidez, aunque seguía siendo una especie de oso grande.
–¿Ya hablas con Arturo? – me preguntó.
–Hablamos cuando no nos queda otro remedio -respondí evasivamente.
–Quiere renovar vuestra antigua amistad -me dijo.
–Ahora tiene amigos muy raros -respondí rígidamente.
–Necesita amigos.
–Pues que se considere afortunado por tenerte a ti -repliqué.
En aquel momento, un cuerno vino a interrumpir nuestra conversación. Unos lanceros formaron un pasillo entre la multitud empujándola hacia atrás suavemente con los escudos y las lanzas; por el pasillo avanzaba con solemnidad una procesión de lores, magistrados y sacerdotes en dirección al círculo de piedras. Me incorporé al desfile en mi puesto, junto a Ceinwyn y mis hijas.
La reunión de aquel día fue más un tributo a Arturo que a Mordred, pues se congregaron todos los aliados de Arturo. Cuneglas acudió desde Powys acompañado por una docena de lores y el Edling del reino, el príncipe Perddel, que ya era un apuesto muchacho con la misma cara redonda y atenta que su padre. Agrícola, viejo y artrítico ya, acompañaba al rey Meurig, ambos ataviados con togas. Tewdric, el padre de Meurig, aún vivía, pero el anciano rey había abdicado el trono, se había rasurado la tonsura sacerdotal y se había retirado a un monasterio del valle de Wyre, donde pacientemente coleccionaba una biblioteca de textos cristianos, dejando que su pedante hijo gobernara Gwent en su lugar. Byrthig, sucesor de su padre en el trono de Gwynedd y que conservaba únicamente dos dientes, no paraba de removerse inquieto como si las ceremonias fueran una formalidad irritante que tenía que cumplirse antes de acceder a las cubas de hidromiel que le esperaban. Oengus Mac Airem, padre de Isolda y rey de Demetia, acudió con un puñado de sus temidos Escudos Negros, y Lancelot, rey de los belgas, se presentó escoltado por doce gigantes de su guardia sajona y las funestas parejas de gemelos, Dinas y Lavaine, Amhar y Loholt.
Vi que Arturo abrazaba a Oengus, el cual correspondió dichoso. No se guardaban rencor, al parecer, a pesar de la horrenda muerte de Isolda. Arturo llevaba un manto marrón en vez de uno de sus favoritos blancos, acaso por no hacer sombra al héroe del día. Ginebra estaba espléndida con un vestido rojizo de remates plateados y un bordado con su símbolo del corzo coronado por la luna creciente. Sagramor vestía un traje negro y acudió acompañado de su esposa, la sajona Malla, que estaba encinta, y sus dos hijos varones. De Kernow nadie acudió.
Los pendones de los reyes, caciques y lores ondeaban en las almenas, donde un círculo de lanceros, armados de escudos que tenían el dragón acabado de pintar, montaban guardia. Volvió a sonar el cuerno emitiendo una nota lúgubre que cortó el aire soleado y veinte lanceros más entraron escoltando a Mordred hasta el círculo de piedras donde, quince años atrás, fuera proclamado rey por vez primera. Aquella celebración había tenido lugar en invierno y el pequeño Mordred había comparecido envuelto en pieles para dar la vuelta al ruedo de piedra sobre un escudo vuelto del revés. En aquella ocasión la maestra de ceremonias fue Morgana, cuyos pasos fueron marcados por el sacrificio de un sajón cautivo; en la segunda, se celebrarían únicamente ritos cristianos. Los cristianos habían ganado, pensé con amargura, pese a lo que dijera Nimue. Allí no había más druidas que Dinas y Lavaine, y no porque fueran a participar en la proclamación; mientras tanto, Merlín dormitaba en el jardín de Lindinis, Nimue se hallaba en el Tor y no se sacrificaría a ningún cautivo para interpretar los augurios sobre el reinado del rey doblemente proclamado. En la primera aclamación del rey sacrificamos a un prisionero sajón clavándole un lanza en el diafragma para que su agonía fuera lenta y dolorosa, y Morgana observó cada penoso traspiés y cada borbotón de sangre deduciendo las señales del futuro. Según recordaba, aquellos augurios no habían sido buenos, aunque sí aseguraban a Mordred un reinado largo. Hice un esfuerzo por acordarme del nombre del desgraciado sajón, pero tan sólo logré revivir su expresión aterrorizada y el hecho de que a mí, el muchacho me había parecido agradable, y de pronto, cuando menos lo esperaba, su nombre volvió como un gemido desde el pasado. ¡Wlenca! Pobre Wlenca, cómo temblaba. Morgana insistió en sacrificarlo, pero el día de la segunda proclamación, con la cruz que llevaba colgada por debajo de la máscara, sólo estaba presente como esposa de Sansum y no tomaría parte activa en la ceremonia.
Unos vítores apagados saludaron a Mordred. Los cristianos aplaudieron y los paganos sólo nos tocamos las manos como era de rigor y permanecimos en silencio. El rey iba completamente vestido de negro: camisa negra, calzas negras, manto negro y botas negras, una de las cuales tenía una forma espantosa para encajar en su malformado pie izquierdo. Llevaba un crucifijo de oro al pecho y me dio la impresión de que en su rostro, feo y redondo, había una especie de sonrisa forzada, o tal vez sólo el gesto que delataba su nerviosismo. No se había afeitado la barba, cuatro tristes pelos que escasamente favorecían su cara de patata con sobresalientes mechones de pelo. Entró solo en el círculo real y ocupó su puesto junto a la piedra de los reyes.
Sansum, espléndidamente cubierto de blanco y oro, se apresuró a ponerse su lado. El obispo elevó los brazos y, sin ningún preámbulo, comenzó a rezar en voz alta. Su voz, siempre fuerte, llegaba sin dificultad hasta la multitud que se apretujaba tras los lores y hasta los inmóviles lanceros de las almenas.
–¡Dios nuestro señor! – gritó-, prodíganos tu bendición por tu hijo Mordred, por este rey consagrado, por esta luz de Britania, por este monarca que ahora llevará a tu reino de Dumnonia a una nueva era de santidad. – Confieso que en parte me invento la oración porque en realidad apenas presté atención a la arenga de Sansum a su dios. Sabía arengar en tonos altisonantes, aunque sus discursos siempre parecían iguales; largos en exceso, rebosantes de loas al cristianismo y de burla del paganismo, de modo que en vez de escucharle me dediqué a observar a la multitud para ver quién abría los brazos y cerraba los ojos. Casi todos lo hicieron. Arturo, siempre tan dispuesto a mostrar respeto por cualquier religión, se limitó a permanecer con la cabeza agachada. Sujetaba a su hijo de la mano y, al otro lado de Gwydre, Ginebra contemplaba el cielo con una sonrisa enigmática en su bello rostro. Amhar y Loholt, los hijos de Arturo y Ailleann, rezaban con los cristianos, mientras que Dinas y Lavaine posaban con los brazos cruzados sobre sus blancas túnicas mirando fijamente a Ceinwyn, que, al igual que el día en que huyó de su prometido, no se adornó con oro y plata. Su pelo aún brillaba fino y claro y, a mis ojos, seguía siendo la criatura más adorable que jamás caminara sobre la tierra. Su hermano el rey Cuneglas estaba a su lado; cruzamos una mirada durante uno de los momentos más floridos y elevados de Sansum y me sonrió irónicamente. Mordred, con los brazos abiertos en actitud de rezar, nos miraba a todos con una sonrisa torva.
Concluida la oración, el obispo Sansum tomó a Mordred del brazo y lo condujo hasta Arturo, el cual, como guardián del reino, presentaría al pueblo a su nuevo monarca. Arturo sonrió a Mordred como para infundirle coraje y luego lo llevó alrededor del círculo, por fuera, y los que no eran reyes se postraron de hinojos. Yo caminaba tras él en calidad de paladín, con la espada desenvainada. Caminábamos en el sentido contrario al sol, única ocasión en que se describía un círculo de tal guisa, para demostrar que el nuevo rey descendía de Beli Mawr y por ello podía desafiar el orden natural de las cosas vivas, aunque el obispo Sansum, claro está, declaró que el paseo al contrario del sol demostraba la muerte de la superstición pagana. Vi que Culhwch se las había arreglado para ocultarse durante el paseo y evitar el postrarse de hinojos.
Terminadas dos vueltas al círculo de piedras, Arturo condujo a Mordred hasta la piedra real y lo ayudó a encaramarse, de modo que el rey se quedó solo allá arriba. Dian, mi hija menor, adornada con una guirnalda de girasoles, se adelantó con torpes pasos de niña pequeña y depositó a los disparejos pies de Mordred una hogaza de pan, símbolo del deber de alimentar a su pueblo. Las mujeres murmuraron al verla, pues Dian, al igual que sus hermanas, había heredado la belleza natural de su madre. Dejó la hogaza y miró alrededor en busca de algo que le indicara lo que debía hacer a continuación y, al no descubrir mensaje alguno, miró a Mordred solemnemente a la cara y al punto rompió a llorar. Las mujeres suspiraron aliviadas al ver que la pequeña volaba hacia su madre deshecha en llanto, y Ceinwyn la acogió entre sus brazos y le secó las lágrimas. Gwydre, el hijo de Arturo, depositó a los pies del rey un látigo de cuero, símbolo del deber de Mordred de ofrecer justicia, y después, yo presenté la nueva espada real, forjada en Gwent, con pomo de cuero negro envuelto en hilo de oro, y se la puse a Mordred en la mano derecha.
–Lord rey -dije, mirándolo a los ojos-, he aquí el símbolo de vuestro deber de proteger a vuestro pueblo. – Mordred había dejado de sonreír burlonamente y me miraba con fría dignidad, lo cual avivó mi esperanza de que Arturo no se equivocara y la solemnidad de la ceremonia lograra inculcarle las cualidades de un buen monarca.
Después, uno a uno, le entregamos nuestros presentes. Yo le regalé un buen yelmo rematado en oro, con un dragón de esmalte engastado en la parte del cráneo. Arturo le entregó una cota de malla, una lanza y una caja de marfil llena de monedas de oro. Cuneglas le ofreció lingotes de oro de las minas de Powys. La dádiva de Lancelot consistió en una inmensa cruz de oro y un pequeño espejo de oro y plata enmarcado en oro. Oengus Mac Airem dejó a sus pies dos gruesas pieles de oso y Sagramor añadió una imagen sajona de una cabeza de toro hecha de oro. Sansum entregó al rey un fragmento de la cruz en la que, según proclamó a voces, Cristo había sido crucificado. La oscura astilla estaba en un frasco romano sellado con oro. Únicamente Culhwch no le regaló nada. Y, ciertamente, cuando llegó el momento del reparto de regalos y los lores hacían cola para arrodillarse ante el rey y jurarle lealtad, Culhwch no compareció. Yo fui el segundo en pronunciar el juramento, seguí a Arturo hasta la piedra de los reyes y me arrodillé frente al gran montón de brillante oro; acerqué los labios a la punta de la espada nueva de Mordred y juré servirlo lealmente por mi vida. Fue un momento solemne, pues era el juramento al rey, el voto que gobernaba por encima de todos los demás.
En la proclamación, a Arturo se le ocurrió incluir una nueva ceremonia que habría de servir para garantizar la paz que con tanto esfuerzo había construido y mantenido a lo largo de los años. Se trataba de una ampliación de la Hermandad de Britania, pues convenció a los reyes de Britania, al menos a los presentes, de que intercambiaran besos con Mordred y juraran no luchar jamás unos contra otros. Mordred, Meurig, Cuneglas, Byrthig, Oengus y Lancelot se abrazaron entre ellos, unieron la punta de sus espadas y juraron mantener la paz entre sí. Arturo resplandecía y Oengus Mac Airem, granuja donde los hubiera, me dedicó un gran guiño. Tan pronto como llegara el tiempo de cosecha, sus guerreros se lanzarían sobre los silos de Powys por muchos juramentos que hiciera.
Pronunciados los votos, realicé el último acto de la proclamación. Primero ayudé a Mordred a descender del altar, luego lo llevé hasta la piedra del círculo que quedaba al norte y después tomé su real espada y la dejé, desnuda, sobre el altar nuevamente. Allí quedó, brillando, acero sobre piedra, el verdadero símbolo de un rey; luego cumplí con el deber del paladín caminando alrededor del círculo y escupiendo a los que miraban, desafiando a quien se atreviera a negar el derecho de Mordred ap Mordred ap Uther al trono y al reino. A mis hijas les guiñé un ojo al pasar, apunté el escupitajo a las brillantes ropas de Sansum y procuré no ensuciar el vestido de Ginebra.
–¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! – grité una y otra vez-. Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.
Iba caminando despacio con Hywelbane desnuda en la mano, pronunciando el reto a voces.
–¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.
Casi había completado el círculo cuando oí una hoja que rascaba la vaina.
–¡Yo lo niego! – gritó una voz, y al grito siguió una exclamación contenida de horror entre el público. Ceinwyn palideció y mis hijas, que estaban ya bastante asustadas al verme vestido de forma tan aparatosa, con hierro, acero, cuero y la cola de lobo, escondieron la cara entre las faldas de su madre.
Me giré lentamente y vi que Culhwch había vuelto al círculo y me miraba con su gran espada de batalla en ristre.
–¡No! – le dije-. Por favor.
Culhwch, muy serio, se plantó en el centro del círculo y levantó la espada del rey agarrándola por el pomo dorado.
–Yo rechazo a Mordred ap Mordred ap Uther -dijo Culhwch ceremoniosamente, y arrojó el arma real al suelo.
–¡Matadlo! – gritó Mordred desde su puesto, al lado de Arturo-. ¡Cumplid con vuestro deber, lord Derfel!
–¡Niego que sea apto para el trono! – gritó Culhwch a todos. Un soplo de viento agitó los pendones de las paredes y el pelo dorado de Ceinwyn.
–¡Os ordeno que lo matéis! – gritó Mordred presa de excitación.
Di la vuelta al círculo hasta quedar frente a Culhwch. Mi deber era lucha contra él y, si me mataba, saldría otro paladín del rey y la absurda querella continuaría hasta que Culhwch, malherido y cubierto de sangre, cayera al suelo perdiendo la vida en el polvo de Caer de Cadarn o, lo que era más probable, hasta que estallara una verdadera batalla en la cumbre que terminaría con la victoria de uno u otro partido. Me quité el yelmo de la cabeza, me aparté el pelo de los ojos y colgué el yelmo de la vaina de la espada. Luego, con Hywelbane todavía en la mano, abracé a Culhwch.
–No lo hagas -le murmuré al oído-, no puedo matarte, amigo mío, o sea que tendrás que matarme tú a mí.
–Ese sapejo es un mal nacido, un gusano, y no un rey -musitó.
–Por favor -dije-, no puedo matarte. Lo sabes.
–Haz las paces con Arturo, amigo mío -me dijo abrazándome con fuerza. Después, retrocedió unos pasos y volvió a envainar la espada. Levantó la de Mordred del suelo, echó al rey una mirada asesina y dejó el acero en la piedra.
–Renuncio al combate -dijo en voz alta para que se le oyera en toda la cumbre; luego se acercó a Cuneglas y se arrodilló ante él-. ¿Aceptáis mi juramento, lord rey?
Fue un momento delicado pero el rey de Powys aceptó la lealtad de Culhwch, y al hacerlo, el primer acto de Powys en la nueva era de Dumnonia fue acoger a un enemigo de Mordred, pero Cunlegas no lo dudó un momento. Sacó la espada con la cruz por delante para que Culhwch la besara.
–Con mucho gusto, lord Culhwch -dijo-, con mucho gusto.
Culhwch besó la espada de Cuneglas, se levantó y se dirigió a la puerta occidental. Tras él salieron sus lanceros y así, sin Culhwch presente, Mordred consiguió por fin el poder del reino sin que nadie se opusiera. Se hizo el silencio; inmediatamente, Sansum empezó a lanzar vivas, los cristianos lo secundaron y así aclamaron a su nuevo rey. Los hombres rodearon al monarca para felicitarlo y vi que Arturo quedaba solo, desplazado, a un lado. Me miró y sonrió pero yo le volví la espalda. Envainé a Hywelbane y me acuclillé al lado de mis hijas para decirles que no había de qué preocuparse. Di el yelmo a Morwenna para que lo sujetara y le enseñé cómo se abrían y se cerraban los protectores de las mejillas.
–No lo rompas -le advertí.
–Pobre lobo -dijo Seren, mirando la cola del animal.
–Mató a muchos corderos.
–¿Y por eso tú mataste al lobo?
–Claro.
–¡Lord Derfel! – me llamó de pronto Mordred; me erguí y vi que el rey se había sacudido a sus admiradores de encima y se acercaba cojeando por el círculo.
Salí a su encuentro e incliné la cabeza.
–Lord rey.
Los cristianos se agolpaban detrás de Mordred. Eran dueños de la situación y la victoria se reflejaba en sus caras.
–Lord Derfel, me habéis jurado obediencia.
–Así es, lord rey.
–Pero Culhwch sigue con vida -añadió confundido-. ¿No es cierto?
–Es cierto, lord rey.
–No cumplir un juramento -prosiguió con una sonrisa- merece un castigo. ¿No es eso lo que me habéis enseñado siempre?
–Sí, lord rey.
–Y el juramento, lord Derfel, ¿no lo habéis pronunciado por vuestra vida?
–Sí, lord rey.
–Sin embargo -dijo, rascándose la rala barba-, tenéis una hijas muy bonitas, Derfel, y lamentaría que Dumnonia os perdiera. Os perdono que Culhwch siga con vida.
–Gracias, lord rey -dije, dominando la tentación de golpearle.
–Pero el haber faltado a un juramento precisa castigo, no obstante -añadió con voz emocionada.
–Sí, lord rey, así es.
Se detuvo un instante y luego me golpeó fuertemente en la cara con el látigo de la justicia. Se echó a reír, y tanta gracia le hizo mi expresión de sorpresa que me cruzó la cara nuevamente.
–Castigo cumplido, lord Derfel -dijo, y se alejó. Sus partidarios rieron y aplaudieron.
No nos quedamos a la fiesta, a las justas ni al torneo; ni a los juegos malabares, ni a ver bailar al oso amaestrado ni al concurso de bardos. Volvimos a Lindinis. Nos fuimos paseando por la orilla del río donde crecían los sauces y florecían las arroyuelas moradas. Marchamos a casa.
Cuneglas nos siguió poco después. Quería pasar una semana con nosotros antes de regresar a Powys.
–Ven conmigo -me dijo.
–He jurado lealtad a Mordred, lord rey.
–¡Ay, Derfel, Derfel! – Me rodeó el cuello con un brazo y nos fuimos a pasear por el patio exterior-. ¡Mi querido Derfel, eres tan malo como Arturo! ¿Tú crees que a Mordred le importa que cumplas un juramento?
–Espero que no desee tenerme como enemigo.
–¿Quién sabe lo que quiere? – replicó Cuneglas-. Chicas, seguramente, y caballos veloces, venados en los montes e hidromiel fuerte. ¡Ven a casa, Derfel! También estará Culhwch.
–Lo echaré mucho de menos, señor -dije. Había vuelto de Caer Cadarn con la esperanza de que Culhwch estuviera esperándonos en Lindinis, pero evidentemente no se había arriesgado a perder un momento y había partido velozmente hacia el norte para escapar de los lanceros que sin duda enviarían tras él para detenerlo antes de que alcanzara la frontera.
Cuneglas dejó de insistir en que me fuera con él al norte.
–¿Qué hacía aquí ese ladrón de Oengus? – me preguntó malhumorado-. ¡Y además juró mantener la paz!
–Lord rey -respondí-, sabe que si pierde la amistad de Arturo, vuestras lanzas invadirán sus tierras.
–Y tiene razón -admitió Cuneglas con amargura-. A lo mejor encargo ese trabajo a Culhwch. ¿Cuál será el puesto de Arturo ahora?
–Depende de Mordred.
–Esperemos que Mordred no sea un necio sin remedio. Dumnonia sin Arturo no tiene sentido para mí. – Se giró, pues una voz de la puerta de entrada anunciaba más visitantes. Casi esperaba ver los escudos del dragón y una partida de hombres de Mordred en busca de Culhwch, pero fue Arturo quien llegó, con Oengus Mac Airem y un puñado de hombres. Arturo se detuvo en el umbral en la casa.
–¿Dais licencia? – me preguntó.
–Naturalmente, señor -repliqué con frialdad.
Mis hijas lo vieron por una ventana y, al momento, echaron todas a correr hacia él gritando alborozadas. Cuneglas también se acercó a Arturo obviando descaradamente la presencia del rey Oengus Mac Airem, el cual se situó a mi lado. Me incliné ante él pero Oengus me hizo erguirme y me envolvió en sus brazos. El cuello de pieles apestaba a sudor y a grasa rancia. Me sonrió.
–Dice Arturo que hace diez años que no participas en una batalla de verdad -me contó.
–Ni un día menos, seguro, señor.
–Te falta práctica, Derfel. En el próximo combate, cualquier mocoso de tres al cuarto te abrirá las tripas y se las echará de comer a los perros. ¿Cómo estás?
–Con más años que antes, señor, pero bien, ¿y vos?
–Aún respiro -dijo, y miró a Cuneglas-. Doy por sentado que el rey de Powys no quiere saludarme.
–Opina, lord rey, que vuestros lanceros dan mucha guerra en sus fronteras.
–Hay que darles trabajo, Derfel, bien lo sabes tú -comento con una carcajada-. Soldados inactivos, querella segura. Y además, tengo más de los que quiero últimamente. ¡Irlanda se está convirtiendo al cristianismo! – escupió-. Un bretón entrometido llamado Padraig los torna gallinas. Como no os atreveríais jamás a conquistarnos por las armas, nos enviáis a esa especie de mierda de foca para que nos debilite, así que, todos los irlandeses que los tienen bien puestos huyen a los reinos irlandeses de Britania para escapar del cristianismo. ¡Predica con una hoja de trébol. ¿Te imaginas, conquistar Irlanda con una hoja de trébol? ¡No me extraña que los guerreros decentes me busquen a mí! ¿Pero qué hago con tantos?
–Enviadlos a matar a Padraig -le dije.
–Ya está muerto, Derfel, pero sus seguidores están más vivos de la cuenta. – Oengus me había llevado hasta un rincón del patio, y allí se detuvo a mirarme a la cara-. Tengo entendido que trataste de proteger a mi hija.
–Así es, señor -respondí. Vi que Ceinwyn había salido del palacio y abrazaba a Arturo. Hablaban abrazados y ella me miró reprobatoriamente. Volví la cara a Oengus otra vez-. Desenvainé para defenderla, lord rey.
–Bien hecho, Derfel -comentó al descuido-, bien hecho, pero no importa; tengo varias hijas. No estoy seguro de acordarme de quién era Isolda. Una muy menuda, ¿verdad?
–Una muchacha bellísima, lord rey. – Se echó a reír.
–Cualquier jovencita con tetas es bellísima, cuando se es viejo. Tengo una auténtica belleza en mi prole. Se llama Argante y va a romper unos cuantos corazones antes de que su vida termine. Vuestro nuevo rey buscará esposa, ¿no es así?
–Supongo.
–Argante le conviene -dijo Oengus. Ofrecer a su bella hija como reina de Dumnonia no era un gesto de deferencia hacia Mordred sino una forma de asegurarse de que seguiríamos protegiendo Demetia de las represalias de Powys-. Es posible que traiga a Argante aquí de visita -añadió. Después, dejó el tema de la posible alianza y me clavó el puño lleno de cicatrices en el pecho-. Escucha, amigo mío -dijo convincentemente-, no vale la pena romper con Arturo por Isolda.
–¿Por eso os ha traído aquí, señor? – pregunté con recelo.
–¡Claro que sí, insensato! – replicó Oengus en tono risueño-, y porque no podía soportar a tantos cristianos juntos en el Caer. Haced las paces, Derfel. Britania no es tan grande como para que dos hombres decentes empiecen a escupirse el uno al otro. ¿Es cierto que Merlín vive aquí?
–Lo encontraréis por allí -dije, señalando hacia un arco que llevaba al jardín dónele florecían las rosas de Ceinwyn-, lo que queda de él.
–Voy a meterle un poco de vida a patadas a ese bellaco. A lo mejor sabe decirme qué tiene de especial la hoja de trébol. Además, necesito un encantamiento que me ayude a fabricar más hijas -se alejó riéndose-. Me estoy haciendo viejo, Derfel, muy viejo.
Arturo dejó a mis tres hijas al cuidado de Ceinwyn y su tío Cuneglas y se dirigió a mí. Vacilé, luego le hice seña de que saliéramos al exterior y di unos pasos precediéndole hasta unos prados, donde le esperé contemplando las almenas con colgaduras de Caer Cadarn que se levantaban por encima de algunos árboles.
Se detuvo a mi espalda.
–Fue en la primera proclamación de Mordred -dijo en voz baja- cuando conocimos a Tristán. ¿Lo recuerdas?
–Sí, señor -dije, sin volverme.
–Ya no soy tu señor, Derfel -dijo-. El juramento que hicimos a Uther se ha cumplido, ha concluido. No soy tu señor pero me gustaría ser tu amigo. – Dudó un momento-. Y en cuanto a lo que pasó -prosiguió-, lo lamento.
No me volví aún, pero no por orgullo sino porque tenía lágrimas en los ojos.
–Yo también lo lamento -dije.
–Entonces, ¿me perdonas? – preguntó humildemente-. ¿Seremos amigos?
Seguí mirando el Caer fijamente y pensé en todas las cosas que yo había hecho y que necesitaban ser perdonadas. Pensé en los cadáveres de los páramos. Yo era un joven lancero entonces, pero la juventud no excusa la matanza. Pensé que no estaba en mis manos perdonar a Arturo por lo que había hecho, sino en las suyas propias.
–Seremos amigos -dije- hasta la muerte. – Y me volví.
Nos abrazamos. El juramento a Uther se había cumplido y Mordred era rey.