–Calma. Lo prometí. Hice un juramento.

–¿Tenéis idea de cómo es Lleyn? – le pregunté-. ¿Conocéis las costumbres de Diwrnach?

–Sé que el viaje es el precio que pago por estar aquí con vos. Además, se lo prometí a Merlín -repitió-. Hice un juramento.

Así que aquella noche dormí solo, pero a la mañana siguiente, después de compartir un frugal desayuno con los lanceros y los siervos, y antes de incrustar el hueso en la empuñadura de Hywelbane, Ceinwyn me acompañó a pasear río arriba. Escuchó mis desesperados argumentos en contra de que nos acompañara en el viaje por el Sendero Tenebroso, pero los desechó todos aduciendo que, mientras Merlín estuviera con nosotros, seríamos invencibles.

–Diwrnach puede vencernos -dije lúgubremente.

–Pero, ¿vos acompañaréis a Merlín? – me preguntó.

–Sí.

–Entonces, no intentéis detenerme -insistió-. Estaré con vos y vos conmigo. – Y ya no quiso escuchar más razones. Era una mujer libre y había tomado una decisión.

Entonces, como es natural, hablamos de lo que había ocurrido en los últimos días y las palabras nos salían atropelladamente. Estábamos enamorados, nos habíamos sorbido el seso el uno al otro del mismo modo que a Arturo se lo sorbiera Ginebra, y no nos saciábamos de escuchar los pensamientos y las historias del otro. Le mostré el hueso de cerdo y se rió cuando le conté que había esperado hasta el último momento para romperlo.

–En verdad, no estaba segura de si osaría darle la espalda a Lancelot -admitió Ceinwyn-. Nada sabía del hueso, por descontado. Todavía creo que tomé la decisión al ver a Ginebra.

–¿A Ginebra? – pregunté sorprendido.

–Verla tan satisfecha me resultó imposible de soportar. Qué sentimiento tan despreciable por mi parte, ¿verdad? Pero me sentía como un gatito de su propiedad y no lo podía soportar. – Siguió caminando en silencio un rato. Caían hojas de los árboles, pero aún se conservaban verdes. Aquella misma mañana, al despertarme con la aurora tras mi primera noche en Cwm Isaf, vi a un vencejo echando a volar desde el tejado. Como no volvía, pensé que era el último que vería hasta la próxima primavera. Ceinwyn andaba descalza por la margen del río, de mi mano-. He pensado mucho en la profecía del lecho de calaveras -prosiguió- y creo que significa que no he de casarme. He estado prometida tres veces, Derfel, ¡tres! Y las tres veces perdí al hombre. ¿Qué ha de ser, sino un mensaje de los dioses?

–Se diría que Nimue habla por vuestra boca -dije.

–Me agrada esa mujer -respondió riendo.

–Me parecía imposible que congeniarais -confesé.

–¿Por qué razón? Es luchadora y eso me gusta. Hay que tomar la vida, no someterse. Me he pasado el tiempo complaciendo a los demás. Siempre he sido buena -dijo poniendo un acento irónico en la palabra «buena»-. Siempre fui una niña obediente, una hija ejemplar. Fue fácil, ya que mi padre me distinguía con su amor, él que tan parco se mostraba con los demás, pero he disfrutado de cuanto se me antojaba a cambio tan sólo de ser bonita y obediente. Y he sido muy obediente.

–Y bonita.

Me dio un codazo reprobatorio en las costillas. Una bandada de aguzanieves alzó el vuelo entre las brumas que cubrían la corriente río arriba.

–Siempre fui obediente -dijo con melancolía-. Sabía que tendría que casarme con quien dispusieran, pero no me preocupaba porque así ha de ser con las hijas de los reyes, y recuerdo haberme sentido muy feliz cuando conocí a Arturo. Pensé que mi buena estrella se prolongaría eternamente. Me habían asignado un hombre excepcional, pero entonces, sin previo aviso, él desapareció.

–Y ni siquiera os fijasteis en mí -dije.

Yo era el lancero más joven de la guardia de Arturo cuando éste fue a Caer Sws a prometerse con Ceinwyn. Fue entonces cuando ella me dio el pequeño broche que yo todavía llevaba prendido. Entregó un obsequio a cada hombre de la guardia de Arturo, pero nunca supo el fuego que aquel día encendió en mi corazón.

–Estoy segura de haber reparado en vos. ¿Quién podría pasar por alto un mocetón tan alto y desgarbado, con ese pelo del color de la paja? – Se rió de mí y después me permitió ayudarla a pasar por encima de un roble caído. Llevaba el mismo vestido de lino con que se había presentado la noche anterior, pero la blanqueada tela se había ensuciado de barro y musgo-. Luego me prometí con Caelgyn de Rheged, y me pareció que mi buena fortuna ya no era tan buena. Era una bestia taciturna, pero prometió a mi padre un centenar de lanceros y el precio de una novia en oro, y me convencí de que sería igualmente feliz aunque tuviera que vivir en Eheged, pero Caelgyn murió de fiebres. Luego fue Gundleus. – Frunció el ceño al recordar-. Fue entonces cuando comprendí que yo no era sino un peón en el juego de la guerra. Mi padre me amaba, pero me entregaría a Gundleus a cambio de lanzas con las que combatir a Arturo. Por primera vez entendí que sólo sería feliz en la medida en que yo fuera la artífice de mi propia felicidad, y en ese momento vinisteis vos y Galahad a visitarnos. ¿Lo recordáis?

–Lo recuerdo. – Había acompañado a Galahad en su fallida misión de paz. En aquella ocasión, Gorfyddyd nos insultó haciéndonos comer en el pabellón de las mujeres, pero allí, a la luz de las velas, acompañados por la música de una arpista, hablé con Ceinwyn y le juré protegerla.

–Y vos os preocupasteis de si era feliz -dijo.

–Estaba enamorado de vos -confesé-. Era como un perro aullando a una estrella -añadí, y ella sonrió.

–Entonces llegó Lancelot, el encantador Lancelot, el bello Lancelot. Todos me dijeron que era la mujer más afortunada de Britania, pero ¿sabéis lo que sentí? Que no sería sino una propiedad más de Lancelot, y parece tener tantas… Pero aun así no estaba segura de qué camino tomar, y entonces vino Merlín y me habló. Dejó a Nimue conmigo y ella también habló y habló, pero yo ya sabía que no deseaba pertenecer a ningún hombre. Toda mi vida he pertenecido a algún hombre. Entonces Nimue y yo hicimos una promesa a Don y juré que si me daba fuerzas para ganar mi propia libertad, nunca me casaría. Os amaré -me prometió mirándome a los ojos-, pero no he de pertenecer a ningún hombre.

Quizá no, pero no por eso dejaba de ser una pieza en el juego de Merlín. ¡Qué ocupado había estado, y Nimue con él! Así pensaba, pero nada dije, ni hablé del Sendero Tenebroso.

–Os habéis granjeado la enemistad de Ginebra -advertí a Ceinwyn cambiando de tema.

–Sí, pero siempre fue así, desde el mismo instante en que decidió arrebatarme a Arturo, pero entonces yo no era más que una niña y no sabía cómo enfrentarme. Anoche le devolví el golpe, pero en adelante me mantendré al margen. Y vos, ¿ibais a casaros con Gwcnhwyvach? – preguntó sonriendo.

–Sí -confesé.

–Pobre Gwenhwyvach -dijo Ceinwyn-. Siempre me trató bien cuando vivió aquí, pero recuerdo que cada vez que su hermana entraba en una estancia, ella huía. Era como un ratón regordete, y su hermana le parecía el gato.

Arturo se presentó en el valle aquella tarde. La cola que sujetaba los huesos incrustados en la empuñadura de Hywelbane estaba todavía húmeda cuando sus guerreros aparecieron entre los árboles de la ladera sur de Cwm Isaf, frente a nuestra pequeña casa. La actitud de los lanceros no era amenazadora, sencillamente se habían desviado en su larga marcha hacia las comodidades de Dumnonia. No vimos rastro de Lancelot ni de Ginebra cuando Arturo cruzó el arroyo en solitario, sin espada ni escudo.

Salimos a la puerta a recibirlo, él se inclinó ante Ceinwyn y le sonrió.

–Mi querida señora -se limitó a decir.

–¿Estáis enojado conmigo, señor? – le preguntó angustiada.

–Así lo cree mi esposa, pero no es cierto. ¿Cómo podría enojarme? Habéis procedido de igual modo que yo un día, pero al menos tuvisteis la gracia de hacerlo antes de comprometeros por juramento -añadió sonriendo de nuevo-. No digo que no me hayáis incomodado, pero me lo merecía. ¿Permitís que me lleve a Derfel a pasear?

Tomamos el mismo camino que habíamos recorrido por la mañana Ceinwyn y yo, y Arturo, cuando estuvimos fuera de la vista de sus lanceros, me pasó un brazo por los hombros.

–Bien hecho, Derfel -dijo en voz baja.

–Lamento haberos perjudicado, señor.

–No seas necio. Yo hice lo mismo en una ocasión, y os envidio por la novedad. Cambia las cosas, nada más, pero, como ya he dicho, es sólo un inconveniente.

–No seré paladín de Mordred -dije.

–No, pero alguien ocupará el puesto. Si dependiera de mí, amigo mío, os llevaría a los dos a casa, te nombraría paladín y os daría cuanto estuviera en mi mano, pero las cosas no siempre son de nuestro gusto.

–Eso significa que la princesa Ginebra no me perdonará -dije sin rodeos.

–No. Y Lancelot tampoco -respondió con tristeza, y suspiró-. ¿Qué voy a hacer con Lancelot?

–Casadlo con Gwenhwyvach -dije- y enterradlos a ambos en Siluria.

–Si pudiera, sin duda lo enviaría a Siluria -dijo riendo-, pero dudo que Siluria sea bastante para él. Sus ambiciones van más allá de ese pequeño reino, Derfel. Yo esperaba que Ceinwyn y una familia lo retuvieran allí, pero ahora… Mejor habría sido daros el reino a vos. – Retiró el brazo de mis hombros y se puso frente a mí-: No te eximo del juramento, lord Derfel Cadarn -dijo en tono solemne-. Todavía estás a mi servicio y cuando te mande llamar, acudirás.

–Sí, señor.

–Será en primavera -dijo-. He jurado mantener la paz con los sajones durante tres meses y respetaré la tregua. Pasados los tres meses, el invierno impedirá que empuñemos las lanzas, pero en primavera marcharemos y necesito a tus hombres en mi barrera de escudos.

–Allí estarán, señor -prometí.

Levantó los brazos y me puso las manos en los hombros.

–¿Has jurado servir a Merlín? – me preguntó mirándome a los ojos.

–Así es, señor -admití.

–¿Vas a la caza de un puchero que no existe?

–En busca de la olla mágica, sí.

–¡Tamaña estupidez! – exclamó cerrando los ojos. Dejó caer los brazos y me miró de nuevo-. Creo en los dioses, Derfel, pero ¿creen los dioses en Britania? Ésta no es la vieja Britania -dijo con vehemencia-. Tal vez en otro tiempo fuéramos un pueblo de sangre pura, pero no ahora. Los romanos trajeron gentes de todos los rincones del mundo; dálmatas, libios, galos, númidas, griegos… Nuestra sangre se ha mezclado con la de todos ellos, del mismo modo que en ella bulle el espíritu romano y se junta ahora con sangre sajona. Somos lo que somos, Derfel, no lo que fuimos. Tenemos cientos de dioses ahora, no sólo los dioses antiguos, y no podemos recorrer los años en sentido contrario, ni siquiera con la olla mágica y todos los tesoros de Britania.

–Merlín es de otra opinión.

–Y Merlín querría que combatiera a los cristianos para dar campo libre a sus dioses, pero no lo haré, Derfel. – Hablaba indignado-. Busca ese puchero imaginario si lo deseas, pero no creas que seguiré el juego a Merlín persiguiendo a los cristianos.

–Merlín dejará el destino de los cristianos en manos de los dioses -respondí a la defensiva.

–¿Y qué somos nosotros sino instrumento de los dioses? Pero no seré yo quien combata a otros britanos por el hecho de que adoren a un dios diferente. Ni tú, Derfel, mientras no te exima de tus votos.

–No, señor.

Arturo dejó escapar un suspiro.

–En verdad siento aversión por tanto rencor religioso, pero Ginebra siempre me dice que soy ciego a los dioses. Dice que ése es mi gran error. – Sonrió-. Si has jurado servir a Merlín, Derfel, debes ir con él. ¿Adonde os dirigiréis?

–A Ynys Mon, señor.

Se quedó mirándome fijamente en silencio unos instantes y luego se estremeció.

–¿A Lleyn? – preguntó con incredulidad-. Nadie regresa vivo de Lleyn.

–Yo volveré -respondí con presunción.

–Asegúrate de que así sea, Derfel -dijo con voz fúnebre-. Necesito que me ayudes a derrotar a los sajones. Después, tal vez puedas regresar a Dumnonia. Ginebra no es rencorosa.

Yo lo dudaba, pero nada dije.

–Te llamaré en primavera -prosiguió Arturo-, y ruego por que vuelvas de Lleyn con vida. – Me cogió del brazo e iniciamos el camino de regreso a la casa. – Y si alguien te pregunta, Derfel, acabo de regañarte con mucha aspereza. Te he maldecido e incluso te he golpeado.

–Os perdono la paliza, señor -dije riendo.

–Date por amonestado -dijo- y considérate además el segundo hombre más afortunado de Britania.

El más afortunado del mundo, pensé, pues el anhelo de mi corazón se había hecho realidad. O se haría, con la ayuda de los dioses, cuando Merlín consiguiera el suyo.

Me quedé mirando la retirada de los lanceros. Vislumbré un momento el oso de la enseña de Arturo entre los árboles, él se despidió con un gesto, montó en su caballo y desapareció.

Estábamos solos.

Así pues, no estuve en Dumnonia para presenciar el regreso de Arturo, como habría sido mi deseo. Volvía como un héroe a un reino que había dudado seriamente de sus posibilidades de sobrevivir y había conspirado para sustituirle por criaturas de peor laya.

La comida escaseó aquel otoño. El repentino estallido de la guerra mermó la cosecha, pero no hubo hambruna y los hombres de Arturo recaudaron con justicia. Puede parecer que no fue una gran mejora, pero conociendo las circunstancias de los años anteriores, es comprensible la revolución que significó en la tierra. Sólo los ricos pagaron impuestos al tesoro real, pero, aunque algunos pagaban en oro, la mayoría entregaba grano, pieles, lino, sal, lana y pescado ahumado, recaudado previamente entre sus aparceros. En los últimos años, los ricos habían pagado muy poco al rey mientras que los pobres habían pagado mucho a los ricos, por lo que Arturo envió lanceros a preguntar a los pobres lo que habían pagado, y utilizó las respuestas para establecer lo diezmos que debían pagar los ricos. De las ganancias, retornó un tercio a las iglesias y a los magistrados, a fin de que éstos distribuyeran la comida en invierno. Con esta sola acción, Dumnonia supo que un nuevo poder había sido instaurado en el reino y, aunque los hacendados rezongaron, nadie osó levantar una barrera de escudos contra Arturo. Era el señor de la guerra de Mordred, el triunfador del valle del Lugg, el ejecutor de reyes, y sus oponentes le temían.

Mordred fue puesto bajo la custodia de Culhwch, un guerrero tosco y honrado, primo de Arturo, al que probablemente no preocupaba demasiado el destino de aquel niño problemático. Culhwch estaba ocupado en la represión de la revuelta que Cadwy de Isca había desencadenado en el oeste de Dumnonia. Según supe, atravesó el gran páramo con sus lanceros en una campaña rápida y luego se dirigió al sur, internándose en las tierras salvajes de la costa. Arrasó el centro de las tierras de Cadwy y luego asaltó la antigua plaza fuerte romana de Isca, donde se refugiaba el príncipe rebelde. Los veteranos del valle del Lugg treparon por las murallas, que el tiempo se había encargado de erosionar, y se lanzaron por las calles a la caza de los rebeldes. Al príncipe Cadwy lo descuartizaron en el mismo templo romano en que fue reducido. Arturo ordenó que las distintas partes de su cuerpo se exhibieran en las ciudades de Dumnonia y que la cabeza, fácilmente reconocible por los tatuajes azules de las mejillas, fuera enviada al rey Mark de Kernow, que había apoyado la revuelta. El rey Mark respondió enviando un tributo consistente en lingotes de estaño, un tonel de pescado ahumado, tres pulidos caparazones de tortuga, tan abundantes en las costas de sus agrestes tierras, y una inocente declaración en la que negaba toda complicidad en la rebelión de Cadwy.

Culhwch envió a Arturo las cartas que encontró tras el asalto a la plaza fuerte de Cadwy. Habían sido redactadas por la facción cristiana de Dumnonia antes de iniciarse la campaña que concluiría en el valle del Lugg y revelaban el alcance de los planes tramados para librar a Qumnonia de Arturo. Los cristianos se oponían a Arturo desde que éste había revocado la norma de Uther, el rey supremo, que eximía a la Iglesia de impuestos y empréstitos forzosos, y estaban convencidos de que su dios conduciría a Arturo a una gran derrota a manos de Corfyddyd. Fue el convencimiento de la inevitabilidad de tal derrota lo que los animó a poner sus pensamientos por escrito, y dichos escritos pasaron entonces a manos de Arturo.

Las misivas hablaban de las preocupaciones de la comunidad cristiana, que deseaba la muerte de Arturo pero también temía la intromisión de los lanceros paganos de Gorfyddyd. Para cubrirse las espaldas y salvar sus pertenencias estaban dispuestos a sacrificar a Mordred, y en sus mensajes animaban a Cadwy a tomar Durnovaria por asalto durante la ausencia de Arturo, asesinar a Mordred y luego rendir el reino a Gorfyddyd. Los cristianos le garantizaban su ayuda con la esperanza de que los lanceros de Cadwy los protegieran cuando gobernara Gorfyddyd.

Sin embargo, tan sólo consiguieron castigos. El rey Melwas de los belgas, un rey vasallo que había apoyado a los cristianos que se oponían a Arturo, fue nombrado gobernador de las tierras de Cadwy. No podía considerarse una recompensa, ya que el nombramiento obligaba a Melwas a separarse de los suyos para acudir a un lugar en el que Arturo podía vigilarlo de cerca. Nabur, el magistrado cristiano que había sido el tutor de Mordred y que había utilizado su posición para organizar el grupo de oposición a Arturo, fue clavado en una cruz y expuesto en el anfiteatro de Durnovaria. En los tiempos que corren, como es natural, se le considera santo y mártir, pero lo único que recuerdo de Nabur es que era un embustero, corrupto y sutil. Dos sacerdotes, otro magistrado y dos terratenientes fueron asimismo ejecutados. El obispo Sansum también había participado en la conspiración, pero no era tan ingenuo como para dejar constancia de su nombre en los escritos, previsión que, unida a la curiosa amistad que mantenía con Morgana, la deforme hermana de Arturo, de fe pagana, le salvó la vida. Prometió lealtad eterna a Arturo y, con la mano sobre un crucifijo, juró no haber conspirado jamás contra el rey y, de esa forma, conservó su puesto de guardián del templo del Santo Espino en Ynys Wydryn. Se podría atar a Sansum con cables de acero y ponerle una espada en la garganta, aun así conseguiría ponerse a salvo.

Morgana, su amiga pagana, había sido la suma sacerdotisa de Merlín hasta que la joven Nimue le arrebató tal posición, pero Merlín y Nimue estaban lejos, lo cual dejaba a Morgana como gobernadora en funciones de las tierras de Merlín en Avalon. Con la máscara de oro tras la que escondía su rostro deformado por el fuego y la túnica negra que cubría su cuerpo retorcido por las llamas, asumió el poder de Merlín, concluyó la reconstrucción de la fortaleza del Tor y organizó la recaudación de impuestos en la zona norte de las tierras de Arturo. Se convirtió en la consejera de mayor confianza de Arturo, y, de hecho, cuando el obispo Bedwin murió de fiebres en otoño, Arturo llegó a proponer, contra todo precedente, que fuera nombrada consejera real con plenos poderes. Ninguna mujer se había sentado nunca en el consejo real de Britania y Morgana bien pudo haber sido la primera, pero Ginebra se opuso. Ginebra nunca habría consentido que una mujer fuera consejera mientras ella no lo fuera; además, odiaba la fealdad y bien saben los dioses que la pobre Morgana era grotesca aun con la máscara de oro. Así pues, Morgana permaneció en Ynys Wydryn y Ginebra siguió ocupándose de la construcción del nuevo palacio en Lindinis.

Tratábase de un magnífico palacio. La antigua villa romana que Gundleus había incendiado fue reconstruida y ampliada, de manera que los claustros laterales rodeaban dos grandes patios en los que el agua corría por canales de mármol. Lindinis, cercana al pico de los reyes de Caer Cadarn, sería la nueva capital de Dumnonia, aunque Ginebra se aseguró de que Mordred, con su deforme pie izquierdo, no pudiera acercarse. Sólo la belleza tenía acceso a Lindinis; en los patios porticados, Ginebra reunió estatuas procedentes de todos los templos y villas de Dumnonia. No había capilla cristiana allí, pero Ginebra mandó construir un salón oscuro para Isis, la diosa de las mujeres, y reservó un ala de suntuosas estancias para cuando Lancelot fuera a visitarlos desde su nuevo reino en Siluria. Allí se alojó Elaine, la madre de Lancelot, que en su día había hecho de Ynys Trebes un lugar muy hermoso y en aquel tiempo ayudaba a Ginebra a convertir el palacio de Lindinis en un templo a la belleza.

Sé que Arturo rara vez estaba en Lindinis. Se dedicó por entero a los preparativos de la gran guerra contra los sajones, que comenzaron reforzando las antiguas ciudadelas de tierra del sur de Dumnonia. Incluso los muros de Caer Cadarn, en pleno corazón del reino, fueron reforzados, y en las murallas se colocaron nuevas plataformas de madera para el combate, pero las obras de mayor envergadura tuvieron lugar en Caer Ambra, a tan sólo media hora de camino al este de Las Piedras, que sería la nueva base de resistencia a los sais. El pueblo antiguo había levantado allí una fortaleza, pero durante todo el otoño y todo el invierno, los esclavos trabajaron sin cesar para hacer más inexpugnables las viejas murallas de tierra y construir nuevas empalizadas y plataformas de combate en lo alto de los muros. Fortificaron otras muchas plazas al sur de Caer Ambra para defender la zona meridional de Britania de las incursiones de los sajones de aquella región que, con Cerdic a la cabeza, nos atacarían sin duda aprovechando la ausencia de Arturo, el cual combatía contra Aelle en el norte. Me atrevería a afirmar que desde la época de los romanos no se había removido tanta tierra ni se habían talado tantos árboles en Britania. Arturo jamás habría logrado sufragar ni la mitad de tamaños esfuerzos con su probo sistema de impuestos, por lo cual tuvo que embargar el dinero necesario a las iglesias cristianas más ricas y poderosas del sur de Britania, las mismas que habían apoyado a Nabur y a Sansum en sus esfuerzos por deshacerse de él. El embargo fue retornado con el tiempo y a los cristianos les sirvió para protegerse de las terribles atenciones de los paganos sajones, pero nunca perdonaron a Arturo ni tuvieron en cuenta que el mismo embargo fue practicado en los escasos templos paganos que aún poseían riquezas.

No todos los cristianos eran enemigos de Arturo. Al menos un tercio de sus lanceros profesaban la nueva fe pero eran tan leales como cualquier pagano. Muchos otros cristianos aprobaban su forma de gobierno, pero la mayoría de los dirigentes de la Iglesia dejaron que la codicia dictara su lealtad, y fueron éstos los que se opusieron a él. Creían que su dios volvería algún día a la tierra y pasearía entre nosotros como un mortal, pero tal cosa no sucedería hasta que todos los paganos abrazaran su credo. Los predicadores maldecían a Arturo en voz baja porque sabían que era pagano, pero él hacía caso omiso y proseguía con sus continuos viajes al sur de Britania. Un día estaba con Sagramor en la frontera con Aelle, al siguiente luchaba contra un destacamento de Cerdic que se había internado en los valles fluviales del sur y, luego, cabalgaba hacia el norte de Dumnonia y recorría las tierras de Britania desde Gwent hasta Isca discutiendo con los jefes del lugar el número de lanceros que podrían reclutar en Gwent, al oeste, o en Siluria, al este. Tras la victoria del valle del Lugg, Arturo era mucho más que señor de la guerra de Dumnonia y protector de Mordred; era el señor de la guerra de Britania, jefe indiscutible de todos los ejércitos, y por entonces no había rey que se atreviera a rechazarlo, ni siquiera a pensar en ello.

Pero yo no viví tales acontecimientos, pues me encontraba en Caer Sws, en compañía de Ceinwyn, y estaba enamorado.

Aguardábamos a Merlín.

Merlín y Nimue llegaron a Cwm Isaf pocos días antes del solsticio de invierno. Las nubes negras se amontonaban por encima de las copas desnudas de los robles en las laderas del valle y la escarcha matutina duró hasta mucho después del mediodía. El río era un mosaico de témpanos de hielo y regueros de agua, las hojas caídas quedaban tiesas y el suelo estaba duro como la piedra. Encendimos una hoguera en la habitación central, de modo que la casa se calentó bastante, aunque el humo nos asfixiaba, pues se acumulaba entre los toscos maderos de la techumbre antes de encontrar el pequeño respiradero del caballete del techo. También humeaban hogueras en los refugios que mis lanceros habían construido por todo el valle, pequeñas cabañas anchas y bajas con paredes de tierra y guijarros, que sostenían techumbres de madera y helechos. Habíamos levantado un establo para las bestias detrás de la casa, donde por la noche se recogían, a salvo del lobo, un buey, dos vacas, tres cerdas, un verraco, una docena de ovejas y unos veinte pollos. Abundaban los lobos en aquellos bosques y oíamos sus aullidos todos los días a última hora del crepúsculo. Algunas noches los oíamos escarbar cerca del establo. Las ovejas balaban en tono lastimero y las gallinas armaban un gran alboroto de cacareos aterrorizados, hasta que Issa o quien estuviera de guardia gritaba y arrojaba una tea encendida al lindero del bosque ahuyentando así a los lobos. Una mañana en que iba a primera hora a coger agua al río, me encontré frente a frente con un perro lobo grande y viejo. Estaba bebiendo, pero cuando salí de entre los arbustos, levantó el hocico gris, me observó y esperó hasta que le hice un gesto de saludo antes de continuar su silencioso camino río arriba. Lo interpreté como un buen augurio, en aquellos días en los que, mientras esperábamos a Merlín, toda señal del destino era vital.

También cazábamos lobos. Cuneglas nos había dado tres parejas de perros lobos de pelo largo, más grandes y lanudos que los famosos perdigueros cazadores de ciervos de Powys como los que Ginebra tenía en Dumnonia. El deporte mantenía activos a mis lanceros e incluso Ceinwyn disfrutaba de aquellos largos y fríos días en el bosque. Se vestía con calzones, botas altas y un jubón de piel, y se colgaba un largo cuchillo de cazador en la cintura. Se recogía el pelo hacia atrás haciéndose un nudo y trepaba por las rocas, descendía por los barrancos y saltaba sobre los árboles caídos, siempre detrás de su pareja de perros, atados con largas correas de crin. La forma más simple de cazar lobos era con arco y flechas, pero como entre nosotros no había muchos que dominaran la técnica, utilizábamos perros, picas de guerra y cuchillos; cuando regresó Merlín, habíamos acumulado un buen montón de pellejos en el barracón de intendencia de Cuneglas. El rey habría querido que regresáramos a Caer Sws, pero Ceinwyn y yo ya éramos tan felices como lo permitía la perspectiva de lo que habríamos de pasar con Merlín, y preferimos quedarnos en nuestro pequeño valle contando los días.

Eramos felices en Cwm Isaf. Ceinwyn se empeñó en hacer todo aquello que hasta el momento los siervos habían hecho por ella, aunque, curiosamente, nunca logró retorcer el pescuezo a un pollo y yo me reía cuando la veía matando a una gallina. No tenía necesidad de hacerlo, pues cualquiera de los siervos los habría matado y mis lanceros se desvivían por servirla, pero ella insistía en participar en el trabajo aunque, tratándose de gallinas, patos o gansos jamás lograra hacerlo bien. El método que inventó para superar su aprensión consistía en dejar al pobre animal en el suelo, ponerle su pequeño pie en el cuello y luego, con los ojos bien cerrados, tirar fuertemente de la cabeza.

Se desenvolvía mejor con la rueca. Todas las mujeres de Britania, excepto las más ricas, tenían siempre entre las manos una rueca y un huso. El hilado de lana era una tarea interminable, tarea que no dejará de hacerse seguramente hasta que el sol complete su última vuelta alrededor de la tierra. Tan pronto como se hilaban los vellones de un año, los del año siguiente llenaban los almacenes y las mujeres acudían a recoger atadillos de lana, que lavaban y cardaban antes de empezar de nuevo el hilado. Hilaban paseando, hilaban hablando e hilaban siempre que no tuvieran las manos ocupadas en cualquier otra labor. Era un trabajo monótono pero que requería cierta habilidad; al principio, Ceinwyn no conseguía sino tristes hilachas de lana, pero en seguida mejoró aunque nunca fuera tan veloz como las mujeres que se habían dedicado a la tarea desde que les cupo la rueca entre las manos. Por la noche se sentaba a contarme las incidencias del día al tiempo que giraba la varilla con la mano izquierda y con la derecha daba golpecitos en el huso cargado que colgaba de la rueca para alargar y retorcer el hilo saliente. Cuando el huso llegaba al suelo, enrollaba el hilo devanado, lo sujetaba en la parte superior del huso con una pieza de hueso y empezaba de nuevo. La lana que hiló aquel invierno tenía nudos o se rompía, pero usé lealmente la camisa que me tejió después hasta que se cayó a trozos.

Cuneglas nos visitaba con frecuencia, pero su esposa Helledd nunca lo acompañó. La reina Helledd era muy convencional y desaprobaba profundamente la conducta de Ceinwyn.

–Cree que traerá desgracias a la familia -comentó con despreocupación.

Junto con Arturo y Galahad, se convirtió en uno de mis amigos más queridos. Creo que se sentía solo en Caer Sws. Aparte de Iorweth y algunos druidas más jóvenes, no tenía más hombres con quien hablar de otra cosa que no fuera la caza o la guerra, de manera que ocupé el lugar de los hermanos que había perdido. Su hermano mayor, el que debería haber sucedido al padre en el trono, había muerto a consecuencia de una caída del caballo, el segundo cayó víctima de fiebres y el más joven pereció luchando contra los sajones. Cuneglas tampoco aprobaba la decisión de Ceinwyn de acompañarnos al Sendero Tenebroso, pero me confió que nada, salvo una espada certera, la detendría.

–Todos la tienen por dulce y amable -me confió-, pero posee una voluntad de hierro. Es terriblemente empecinada.

–No es capaz de matar un pollo.

–¡Ni siquiera la imagino intentándolo! – exclamó riendo-. Pero es feliz, Derfel, y por ello debo daros las gracias.

Fue una época de felicidad, la más feliz de cuantas épocas felices vivimos, aunque siempre empañada por la certidumbre de que Merlín volvería para que cumpliéramos nuestros juramentos.

Llegó una tarde helada. Estaba yo en el exterior de la casa cortando con un hacha de guerra sajona los troncos recién talados que llenarían la casa de humo, y Ceinwyn en el interior poniendo paz en una disputa surgida entre sus siervas y la indomable Scarach, cuando un cuerno sonó en el valle. Era la señal de mis lanceros que avisaba de la llegada de un extraño a Cwm Isaf y bajé el hacha a tiempo de ver la esbelta figura de Merlín avanzando entre los árboles. Nimue le acompañaba. Después de la ceremonia de compromiso de Lancelot, Nimue permaneció una semana con nosotros y luego, sin explicación alguna, una noche desapareció, pero allí estaba de nuevo, vestida de negro y junto a su señor, que llevaba su eterna túnica blanca.

Ceinwyn salió de la casa con el rostro tiznado de hollín y las manos manchadas de sangre, pues estaba descuartizando una liebre.

–Creí que vendría con una tropa de guerreros -comentó con los ojos fijos en Merlín.

Antes de marcharse, Nimue nos había dicho que Merlín estaba reuniendo el ejército que lo protegería en el Sendero Tenebroso.

–Quizá los haya dejado al otro lado del río -dije.

Apartóse de la cara un mechón de pelo, con lo que añadió una mancha de sangre al hollín.

–¿No tenéis frío? – me preguntó, pues me había desnudado el torso para cortar la leña.

–Todavía no -contesté, pero me puse una camisa de lana mientras Merlín cruzaba la corriente a grandes zancadas. Mis lanceros, ansiosos de noticias, salieron de las cabañas tras sus pasos, pero quedaron fuera de la casa cuando su druida desapareció por el bajo dintel de la puerta.

Pasó por nuestro lado sin saludarnos siquiera, Nimue lo siguió y, cuando entramos Ceinwyn y yo, ya estaban acuclillados junto al fuego. Merlín tendió las manos hacia las llamas y dejó escapar un largo suspiro. No pronunció palabra y no le preguntamos por las nuevas. Me senté, como él, junto al hogar mientras Ceinwyn guardaba la liebre a medio descuartizar en un recipiente y se limpiaba las manos de sangre. Hizo un gesto a Scarach y a las siervas para que salieran de la casa y se sentó a mi vera.

Merlín se estremeció y luego pareció relajarse. Su larga espalda se fue encorvando a medida que echaba el cuerpo hacia delante y cerraba los ojos. Así permaneció durante largos instantes, con el rostro cetrino surcado de arrugas profundas y la barba deslumbrantemente blanca. Como todos los druidas, se afeitaba la parte frontal del cráneo, pero aquel día la tonsura estaba cubierta de una fina capa de pelo cano, señal del largo tiempo que llevaba viajando, sin cuchilla ni espejo de bronce. Se le veía viejo, incluso débil, agazapado allí junto al fuego.

Nimue, sentada frente a él, tampoco abría la boca. Se levantó una vez y descolgó a Hywelbane de los clavos de los que pendía en la viga central y vi que sonreía al reconocer los dos huesos incrustados en la empuñadura. La desenvainó y la sostuvo sobre las ascuas humeantes hasta que el acero se cubrió de hollín, y luego, con una astilla, arañó cuidadosamente una inscripción. Las letras no eran como las que ahora utilizo yo, comunes a nuestra escritura y la de los sajones, sino antiguos caracteres mágicos, simples palotes cruzados, patrimonio exclusivo de druidas y brujos. Arrimó la vaina al muro y volvió a colgar la espada, pero no explicó el significado de la inscripción. Merlín no reparó en ella.

Súbitamente abrió los ojos y la aparente debilidad dio paso a una expresión de terrible fiereza.

–Maldigo -dijo pausadamente- a las criaturas de Siluria. – Chasqueó los dedos en dirección al hogar y una lengua de fuego surgió crepitando de la madera-. Que se agosten sus cosechas -gruñó-, que su ganado quede estéril, que sus hijos nazcan tullidos, que sus espadas pierdan el filo y sus enemigos triunfen. – Habida cuenta de su carácter, podía considerarse suave la maldición, pero su voz era un susurro pérfido-. Y que en Gwent -continuó- muera el ganado de epidemia, las heladas de estío arrasen la tierra y queden yermos los senos como pellejos secos. – Escupió a las llamas-. En Elmet -dijo- las lágrimas formarán lagos, las plagas harán rebosar los cementerios y las ratas se apoderarán de las casas. – Escupió de nuevo-. ¿Cuántos hombres traerás, Derfel?

–Cuantos tengo, señor. – Temía confesar el mermado número, pero finalmente me decidí-. Veinte escudos.

–¿Y los que aún están con Galahad? – preguntó mirándome por debajo de las pobladas cejas blancas-. ¿De cuántos dispones?

–Nada sé de ellos, señor.

–Forman la guardia real del palacio de Lancelot -dijo con un gesto sardónico-, por deseo expreso de éste. Ha convertido a su hermano en chambelán del palacio. – Galahad era medio hermano de Lancelot, pero nada más tenían en común-. Bueno es, señora -prosiguió dirigiéndose a Ceinwyn-, que no te hayas casado con Lancelot.

–Soy de la misma opinión -respondió sonriéndome.

–Se aburre en Siluria, y no es de extrañar, pero buscará la vida regalada de Dumnonia y será una serpiente en el vientre de Arturo. Tú, señora -añadió sonriendo-, habrías sido su juguete.

–Prefiero estar aquí -dijo Ceinwyn, refiriéndose a las toscas paredes de piedra y a las vigas ahumadas del techo.

–Pero él intentará perjudicarte -le advirtió Merlín-. Es mayor su orgullo que alto el vuelo del águila de Lleullaw, y Ginebra te maldice. Mató a un perro en su templo de Isis y envolvió en el pellejo a una perra tullida a la que ha puesto tu nombre.

Ceinwyn se puso pálida, hizo la señal contra el mal y escupió al fuego.

–He contrarrestado la maldición -anunció Merlín encogiéndose de hombros, y luego extendió los largos brazos y echó la cabeza atrás, tanto que las trenzas adornadas de cintas casi tocaron el suelo cubierto de juncos-. Isis es una diosa extranjera y su poder es débil en esta tierra…

Adelantó la cabeza hasta su posición normal y se restregó los ojos con las largas manos.

–…He vuelto con las manos vacías -dijo en tono fúnebre-. Nadie ha dado un paso para acompañarme, ni en Elmet ni en parte alguna. Dicen que sus lanzas son para el vientre de los sajones. No les ofrecí oro ni plata, tan sólo luchar en nombre de los dioses, y ellos me respondieron con sus plegarias, luego dejaron que las mujeres les hablaran de hijos y hogares, ganados y tierras, y así escurrieron el bulto. ¡Ochenta hombres! No he pedido nada más. Diwrnach puede reunir doscientos, tal vez algunos más, pero con ochenta habría bastado; mas no hallé dispuestos ni siquiera a ocho. Sus señores han jurado servir a Arturo y dicen que la olla puede esperar hasta la reconquista de Lloegyr. Están ávidos de tierras y oro sajones y todo lo que yo les ofrecía era sangre y frío en el Sendero Tenebroso.

Se hizo el silencio. Un tronco rodó en el hogar y levantó una constelación de pavesas hacia el techo ennegrecido.

–¿Ningún hombre os ofreció su lanza? – pregunté, conmocionado por las noticias.

–Unos pocos -dijo con desprecio-, pero ninguno en el que pudiera confiar. Ninguno digno de la olla mágica. – Hizo una pausa y de nuevo se hizo evidente su cansancio-. Me enfrento a la carnaza del oro sajón y a Morgana, que hoy lucha contra mí.

–¡Morgana! – No pude ocultar la sorpresa. Morgana, la hermana mayor de Arturo, había sido la compañera íntima de Merlín hasta que Nimue le usurpó el puesto, y aunque Morgana la odiaba no creí que su aversión se extendiera a Merlín.

–Morgana -afirmó con rotundidad-. Ha hecho correr por toda Britania la historia de que los dioses se oponen a la misión que he emprendido, que seré derrotado y que mi muerte arrastrará consigo a todos cuantos me acompañen. Dice que lo soñó, y el pueblo cree en sus sueños. Arguye que soy viejo, estoy débil y he perdido el juicio.

–Dice -terció Nimue con un susurro- que no será Diwrnach quien os mate, sino una mujer.

–Morgana sigue su propio juego -dijo Merlín encogiéndose de hombros-, y yo aún no lo entiendo. – Rebuscó en un bolsillo de la túnica y sacó varios manojos de hierbas secas y anudadas. Todos los manojos me parecieron iguales, pero él buscó entre el montón hasta elegir uno, y lo tendió hacia Ceinwyn-. Te eximo de tu juramento, señora.

Ceinwyn me miró y luego volvió los ojos hacia el manojo de hierbas.

–¿Emprenderéis vos de todos modos el Sendero Tenebroso, señor? – preguntó a Merlín.

–Sí.

–¿Cómo daréis con la olla mágica sin mi ayuda?

Merlín se encogió de hombros, pero no respondió.

–¿Cómo la encontraréis con su ayuda? – pregunté yo, pues aún no entendía por qué era preciso que fuera una virgen quien encontrara la olla o por qué esa virgen había de ser Ceinwyn. Merlín se encogió de hombros nuevamente.

–Siempre era una virgen la guardiana de la olla, y una virgen la custodia ahora, si mis sueños no me engañan; sólo a una mujer casta se le revelará el lugar en que se esconde. Tú lo soñarás -le dijo a Ceinwyn- si vienes por voluntad propia.

–Iré, señor -respondió Ceinwyn-, tal como os prometí.

Merlín se guardó las hierbas en el bolsillo y volvió a restregarse el rostro.

–Partiremos en dos días -anunció solemnemente-. Coced pan, empaquetad carne y pescado seco, afilad las armas y recoged pieles suficientes para guardaros del frío. – Miró a Nimue-. Pasaremos la noche en Caer Sws. ¡Vamos!

–Podéis quedaros aquí -les ofrecí.

–Tengo que hablar con Iorweth -replicó poniéndose en pie; rozaba con la cabeza los pares del techo-. Os eximo a ambos de los juramentos -dijo con gran formalismo-, pero no dejaré de rezar para que me acompañéis, aunque será más penoso que cuanto hayáis vivido hasta hoy, peor que vuestros sueños más terribles, pues he dado en prenda mi vida a cambio de la olla. – Se quedó mirándonos con una expresión de profunda tristeza-. El mismo día en que pisemos el Sendero Tenebroso empezaré a morir -nos dijo-. Empezare a morir, pues tal ha sido mi juramento, pero aun así no tengo la certeza de que el éxito nos acompañe y, si la misión fracasa, moriré y os encontraréis solos en Lleyn.

–Tendremos a Nimue -dijo Ceinwyn.

–Y a nadie más que a Nimue -replicó Merlín sombríamente, y salió por la puerta con Nimue a la zaga.

Nos sentamos en silencio y eché otro tronco al fuego. Estaba verde, como toda la leña de la que disponíamos pues habíamos cortado los árboles hacía poco, fuera de temporada; por tal motivo, la humareda era continua. Me quedé mirando el humo, que se elevaba en densas volutas blancas, y tomé a Ceinwyn de la mano.

–¿Acaso queréis morir en Lleyn? – la reprendí.

–No -me respondió-, pero quiero contemplar la olla.

–Que rebosará de sangre -añadí con la mirada fija en el fuego.

–Cuando era niña -dijo Ceinwyn acariciándome la mano- escuché las historias de la antigua Britania, cuando los dioses vivían entre nosotros y todos eran felices. No había hambruna entonces, ni plagas, sólo estábamos nosotros y los dioses, conviviendo en paz. Deseo resucitar esa Britania, Derfel.

–Arturo dice que esa Britania nunca volverá, que somos lo que somos, no lo que fuimos.

–¿A quién creéis, entonces? – preguntó-. ¿A Arturo o a Merlín?

–A Merlín -dije finalmente tras meditar largo rato, tal vez porque deseaba creer en esa Britania en la que todas nuestras penas desaparecerían por arte de magia. También me atraía la Britania de Arturo, pero precisaba de guerras, grandes esfuerzos y confianza en que los hombres respondieran bien al trato justo. El sueño de Merlín exigía menos y prometía más.

–Así pues, acompañaremos a Merlín -dijo Ceinwyn, pero entonces se me quedó mirando y dudó-. ¿Os preocupa la profecía de Morgana?

–Tiene poder, pero no tanto como él, ni siquiera como Nimue.

Merlín y Nimue habían sufrido las tres heridas de la sabiduría, mientras que Morgana sólo había soportado la herida al cuerpo, pero no la de la mente, ni la del orgullo. Sin embargo, la profecía de Morgana era astuta, pues en cierto modo, Merlín desafiaba a los dioses. Pretendía domeñar sus caprichos a cambio de todo un país dedicado a adorarles, pero ¿por qué habrían de prestarse los dioses a ser dominados? Quizás hubieran escogido los sencillos poderes de Morgana como instrumento contra la intromisión de Merlín. ¿Qué otra explicación podía darse a la hostilidad de Morgana? O quizá Morgana, como Arturo, creía que la misión de Merlín era un disparate, que Merlín no era más que un viejo empeñado en la inútil búsqueda de una Britania desaparecida con la llegada de las legiones. Arturo no concebía otro objetivo que la expulsión de los sajones de Britania y bien podía haber apoyado los rumores que extendía su hermana para no derrochar lanzas britanas en la lucha contra los escudos teñidos con sangre de Diwrnach. Acaso Arturo utilizara a su hermana para que ninguna vida dumnonia se perdiera en Lleyn, excepto la mía, las de mis hombres y la de mi amada Ceinwyn, obligados todos por juramento.

No obstante, Merlín nos había eximido de nuestros votos e intenté una vez más persuadir a Ceinwyn de que permaneciera en Powys. Le dije que Arturo no creía en la existencia de la olla, que posiblemente la hubieran robado los romanos y se la hubieran llevado al gran pozo de riquezas, a Roma, para fundirla y fabricar peines, alfileres, monedas o broches. Hablé y hablé y, cuando hube acabado, sonrió y me volvió a preguntar si daba más crédito a Merlín o a Arturo.

–A Merlín -respondí de nuevo.

–Yo también -dijo Ceinwyn-. Por eso os acompaño.

Cocimos pan, empaquetamos comida y afilamos las armas. A la noche siguiente, la víspera de nuestra partida en pos de los sueños de Merlín, cayeron las primeras nieves.

Cuneglas nos dio dos robustas jacas, que cargamos con la comida y las pieles. Luego, nos echamos a la espalda los escudos con la estrella pintada y tomamos el camino del norte. Iorweth nos bendijo y los lanceros de Cuneglas nos escoltaron durante las primeras millas, pero una vez rebasado el vasto desierto de hielo del pantano de Dugh, más allá de las montañas que se elevaban al norte de Caer Sws, los lanceros dieron media vuelta y nos quedamos solos. Había prometido a Cuneglas que protegería la vida de su hermana con la mía y él me abrazó en respuesta.

–Derfel, mátala antes que dejarla en manos de Diwrnach -me susurró al oído, con los ojos arrasados por las lágrimas, que a punto estuvieron de disuadirme.

–Si le prohibís venir, señor, quizás obedezca -le dije.

–Sería inútil -sentenció-. Pero nunca la había visto tan feliz. Además Iorweth me asegura que volveréis. Partid, amigo mío. – Dio un paso atrás. Como regalo de despedida nos entregó un zurrón lleno de lingotes de oro, que cargamos en una de las jacas.

El camino, cubierto de nieve, conducía a Gwynedd, un reino en el que nunca había estado y que encontré inhóspito y desangelado. Los romanos habían llegado hasta allí, pero sólo para extraer plomo y oro; dejaron poco rastro a su paso y ninguna de sus leyes. Las gentes del país vivían en chozas bajas y oscuras, apiñadas en el interior de muros de piedra circulares, sobre los que colocaban calaveras de lobos y osos a fin de ahuyentar a los espíritus. Los perros que guardaban las toscas fortificaciones aullaban a nuestro paso. En las cimas de las montañas encontramos pilas de piedras que hacían las veces de mojones y, cada pocas millas, en el borde del camino, topábamos con postes de los que colgaban huesos humanos y algunos harapos. Escaseaban los árboles, los ríos estaban congelados y algunos pasos estaban bloqueados por la nieve. Por la noche nos refugiábamos en alguna de aquellas pinas de casas y pagábamos tan parco rescoldo con esquirlas de oro de los lingotes de Cuneglas.

Todos vestíamos pieles. Ceinwyn y yo, al igual que mis hombres, nos cubríamos con pieles de lobo y de ciervo infestadas de piojos, mientras que Merlín se abrigaba con la piel de un gran oso negro. Las pieles de nutria gris en las que se envolvía Nimue eran mucho más ligeras que las nuestras, pero aun así, no parecía sentir el frío como los demás. Sólo ella no portaba armas. Merlín llevaba su vara negra, un arma temible en el combate, y mis hombres, lanzas y espadas; hasta Ceinwyn se había hecho con una lanza ligera y de su cintura colgaba, envainado, su largo cuchillo de caza. Había prescindido de sus joyas de oro y las gentes que nos daban cobijo no sospechaban su alto rango. Sí apreciaban, sin embargo, su esplendorosa cabellera, y deducían finalmente que sería, como Nimue, discípula de Merlín, al que todos conocían y adoraban hasta el punto de presentarle a niños tullidos para que les impusiera las manos.

Tardamos seis días en llegar a Caer Gei, la residencia de invierno de Cadwallon, rey de Gwynedd. No era más que una plaza fuerte en la cima de una montaña, pero bajo la explanada en la que se asentaba se abría un valle profundo con grandes árboles en las escarpadas laderas que lo jalonaban. Allí habían levantado una empalizada de madera que rodeaba una fortaleza de troncos, algunos graneros y una veintena de chozas para dormir, todas ellas bajo el blanco manto de la nieve y con grandes carámbanos de hielo colgando de los aleros. Cadwallon era un hombre viejo y amargado cuya fortaleza era un tercio de la de Cuneglas, en cuyo suelo de tierra se apiñaban ya los lechos de los guerreros recién llegados. Nos hicieron un hueco a regañadientes y en una esquina colocaron unas colgaduras de separación para Nimue y Ceinwyn. Aquella noche, Cadwallon nos obsequió con un frugal banquete consistente en cordero salado y zanahorias hervidas, lo mejor de sus despensas, no obstante. Se ofreció generosamente a librarnos de Ceinwyn convirtiéndola en su octava esposa, pero no se ofendió ni le decepcionó que ella lo rechazara. Sus siete esposas eran unas oscuras criaturas tristes que compartían una choza circular y pasaban el día disputando entre sí y persiguiendo a los hijos ajenos.

Caer Gei era un lugar miserable, aunque fuera la residencia de un rey. Se hacía difícil creer que el padre de Cadwallon hubiera sido Cunedda, el rey supremo que había precedido a Uther de Dumnonia. Las lanzas de Gwynedd habían decaído desde aquellos tiempos gloriosos. Tampoco era fácil hacerse a la idea de que allí, tras las altas montañas, refulgentes de nieve y hielo, se hubiera criado Arturo. Fui a visitar la casa en la que su madre hallara refugio cuando Uther la rechazó y descubrí que era una construcción de paredes de tierra no mayor que nuestra casa de Cwm Isaf. Estaba rodeada de abetos, cuyas ramas cedían bajo el peso de la nieve, y orientada al septentrión, hacia el Sendero Tenebroso. En aquel entonces vivían tres lanceros, cada uno con su familia y su ganado. La madre de Arturo era medio hermana del rey Cadwallon, el cual, por tanto, era su tío, pero siendo Arturo un hijo ilegítimo, era muy improbable que el parentesco le proporcionara más lanceros para la campaña de primavera contra los sajones. Cadwallon incluso había enviado algunos hombres a luchar contra Arturo en el valle del Lugg, pero la cesión de guerreros debía interpretarse más como un gesto de precaución a fin de conservar la amistad de Powys que como hostilidad del rey de Gwynedd hacia Dumnonia. En general, las lanzas de Cadwallon apuntaban hacia la frontera norte con Lleyn.

El rey invitó al banquete a Byrthig, el Edling, para que nos hablara de Lleyn. El príncipe Byrthig era fornido y de baja estatura, con una cicatriz que le atravesaba el rostro desde la sien izquierda hasta la barba, pasando por la nariz. Sólo le quedaban tres dientes y masticaba la carne lenta y trabajosamente. Con las manos, se llevaba la carne a su único diente delantero y la desgarraba hasta deshacerla en jirones, que hacia pasar garganta abajo con grandes tragos de hidromiel. El laborioso proceso le dejó la negra barba impregnada de jugo y restos de carne a medio masticar. Cadwallon, con sus lúgubres maneras, se lo ofreció a Ceinwyn como marido, pero de nuevo no parecieron afectarle las amables palabras con que ella rechazó la oferta.

El príncipe Byrthig nos informó de que Diwrnach vivía en Boduan, una fortaleza situada al oeste de la península de Lleyn. El rey era uno de los lores irlandeses de allende el mar, pero sus tropas no se nutrían de hombres de una sola tribu irlandesa como las de Oengus de Demetia, sino que eran una amalgama de fugitivos de todas las tribus.

–Acoge a todo el que llegue de la otra orilla, y cuanto más asesinos sean, mejor -nos contó Byrthig-. Los irlandeses se libran así de sus proscritos, que en los últimos tiempos son muy numerosos.

–Los cristianos -gruñó Cadwallon a modo de explicación, y escupió.

–¿Lleyn es cristiana? – pregunté sorprendido.

–No -contestó Cadwallon, como reprochándome la ignorancia-. Pero Irlanda adora al dios cristiano, se convierten por manadas, y los que no pueden soportar a ese dios huyen a Lleyn. – Se sacó una astilla de hueso de la boca y la miró sombríamente-. Pronto tendremos que enfrentarnos con ellos -añadió.

–¿Aumentan las tropas de Diwrnach? – preguntó Merlín.

–Pocas son las noticias que nos llegan, pero eso dicen -replicó Cadwallon, y dirigió su mirada al techo, donde una placa de nieve derretida por el calor descendía por la vertiente. Se oyó un crujido y luego el golpe sordo de la masa helada desprendida del techo al topar con el suelo.

–Lo único que desea Diwrnach es que lo dejen en paz -explicó Byrthig con una voz sibilante, producto de sus dientes podridos-. Si no lo molestamos, raramente nos molesta él. Sus hombres cruzan la frontera buscando esclavos, aunque en estos tiempos ya queda poca gente en el norte y no se internan demasiado, pero si sus tropas aumentan hasta agotar las cosechas de Lleyn, buscarán más tierras donde sea.

–Ynys Mon es famosa por la abundancia de sus cosechas -dijo Merlín.

Ynys Mon era la gran isla situada junto a la costa norte de Lleyn.

–Ynys Mon podría alimentar mil bocas -admitió Cadwallon-, pero a condición de que los hombres se tomen la molestia de arar y cosechar, y nadie lo hace. Cualquier britano con dos dedos de frente abandonó Lleyn hace años y los pocos que quedan viven aterrorizados, como viviríais vosotros si Diwrnach os visitara para tomar lo que desea.

–¿Qué es lo que desea? – pregunté.

Cadwallon me miró, hizo una pausa y se encogió de hombros.

–Esclavos -dijo.

–¿Con los que tú le pagas tributo? – preguntó Merlín con voz meliflua.

–Un pequeño tributo a cambio de la paz -respondió Cadwallon haciendo caso omiso del reproche.

–¿Cuántos?

–Cuarenta al año -admitió Cadwallon finalmente-. La mayoría niños huérfanos y en algunos casos prisioneros. De todos modos, prefiere a las niñas -añadió, mirando a Ceinwyn con expresión pensativa-. Le gustan las niñas.

–Como a muchos hombres, señor -respondió ella con sequedad.

–Pero no tanto como a Diwrnach -le advirtió-. Sus hechiceros le han dicho que el hombre que se protege tras un escudo cubierto con la piel curtida de una niña virgen es invencible en la batalla. No digo que no lo haya probado yo también.

–Así pues, ¿le enviáis niñas? – preguntó Ceinwyn en tono acusador.

–¿Conocéis alguna otra clase de virgen? – replicó Cadwallon.

–Creemos que es un elegido de los dioses -dijo Byrthig, como si eso explicara el gusto de Diwrnach por las esclavas vírgenes-, pues parece loco y tiene un ojo rojo. – Hizo una pausa para rasgar un trozo de cordero con el diente-. Forra los escudos de piel -continuó cuando hubo reducido la carne a delgadas fibras- y luego los pinta con sangre; por eso sus hombres se llaman a sí mismos los Escudos Sangrientos.

–Cadwallon hizo la señal contra el mal-. Y dicen que se come la carne de las niñas -prosiguió Byrthig-, pero no lo sabemos. ¿Quién sabe lo que hacen los locos?

–Los locos están cerca de los dioses -gruñó Cadwallon, que vivía absolutamente aterrorizado por el rey vecino, lo que, por otra parte, no era de extrañar.

–Algunos locos están cerca de los dioses -dijo Merlín-, pero no todos.

–Diwrnach sí -le advirtió Cadwallon-. Hace cuanto quiere, a quien quiere y como quiere, y aun así los dioses lo protegen.

Hice la señal contra el mal y de pronto deseé estar de vuelta en la lejana Dumnonia, con sus tribunales, sus palacios y sus largas calzadas romanas.

–Con doscientas lanzas -dijo Merlín-, podrías barrer a Diwrnach de Lleyn. Podrías expulsarlo al mar.

–Lo intentamos en una ocasión -dijo Cadwallon-; cincuenta de mis hombres murieron de gripe en una semana y otros cincuenta temblaban sentados sobre sus propios excrementos, mientras los guerreros de Diwrnach cabalgaban en círculo a nuestro alrededor aullando y enarbolando sus largas lanzas en la noche. Cuando llegamos a Boduan, nos encontramos frente a un gran muro del que pendían seres moribundos que gritaban y se retorcían colgados de ganchos. Ninguno de mis hombres tuvo el coraje de escalar aquel muro de los horrores y no se lo reprocho. Pero ¿qué más da? Si hubiéramos entrado, habría huido a Ynys Mon y habríamos necesitado semanas para encontrar barcos con los que perseguirle por mar. No tengo tiempo, ni lanceros ni oro suficiente para expulsar a Diwrnach al mar, así que es mejor entregarle niñas. Es más barato.

Ordenó a gritos que un esclavo le llevara más hidromiel y miró a Ceinwyn con amargura.

–Dásela -dijo a Merlín- y quizá te entregue la olla.

–No le daré nada a cambio de la olla -replicó Merlín en tono airado-. Además, ni siquiera sabe que existe.

–Ahora sí -intervino Byrthig-. Toda Britania sabe por qué os dirigís hacia el norte. ¿Creéis que sus hechiceros no desean encontrarla?

–Déjame a tus lanceros, lord rey, y recuperaremos Lleyn y la olla -dijo Merlín sonriendo.

Cadwallon resopló al oír la propuesta.

–Merlín, Diwrnach enseña a un hombre a ser buen vecino. Te permito pasar por mis tierras, pues temo que de otro modo me maldecirías, pero no te llevarás ni un solo hombre de Gwynedd, y cuando vuestros huesos queden enterrado: bajo las arenas de Lleyn, diré a Diwrnach que pasasteis sin mi consentimiento.

–¿Le dirás también por dónde entramos? – preguntó Merlín, pues se abrían ante nosotros dos rutas, la que solía utilizarse en invierno, una vía que bordeaba la costa, y el Sendero Tenebroso, que la mayoría consideraba intransitable en invierno. Merlín esperaba burlar a Diwrnach optando por el Sendero Tenebroso y abandonar Ynys Mon sin que advirtiera siquiera que habíamos estado allí.

–Ya lo sabe -dijo Cadwallon sonriendo por primera y última vez aquella noche, y miró a Ceinwyn, la figura más radiante en aquella estancia negra de humo-. Y sin duda espera con ansiedad vuestra llegada.

¿Sabía Diwrnach realmente que proyectábamos tomar el Sendero Tenebroso, o sólo era la opinión de Cadwallon? Fuera como fuese, escupí para protegernos del mal. Se acercaba el solsticio de invierno, la noche más larga del año, cuando la vida decae, reina la desolación y los demonios se apoderan del aire; y nosotros nos encontraríamos en el Sendero Tenebroso.

Cadwallon nos tomaba por insensatos, Diwrnach nos esperaba y nosotros nos arrebujamos en las pieles para dormir.

El día siguiente amaneció con un sol espléndido que reverberaba en las montañas circundantes arrancándoles destellos como lenguas de luz cegadora. El cielo estaba despejado y un fuerte viento levantaba la nieve y la arremolinaba en cúmulos de partículas relucientes que pululaban en ráfagas a ras de suelo. Cargamos las jacas, aceptamos los pellejos de oveja que Cadwallon nos regaló a regañadientes y emprendimos la marcha hacia el Sendero Tenebroso, que empezaba justo al norte de Caer Gei. Tratábase de un camino sin asentamientos, sin caseríos, sin un alma que nos ofreciera refugio; nada sino un sendero accidentado que se internaba en la escarpada barrera montañosa que protegía las tierras de Cadwallon de los Escudos Sangrientos de Diwrnach. Dos postes marcaban el comienzo del camino, coronados por calaveras humanas envueltas en harapos cuyos largos carámbanos chocaban por efecto del viento. Las calaveras, talismanes destinados a impedir que el mal atravesara las montañas, estaban orientadas hacia las tierras septentrionales del país de Diwrnach. Merlín tocó un amuleto de hierro que llevaba al cuello cuando pasamos entre ellas y recordé su terrible promesa de empezar a morir en el momento en que pisáramos el Sendero Tenebroso. Cuando nuestras botas hollaron la inmaculada capa de nieve crujiente que cubría el camino, supe que la promesa de muerte había empezado a cumplirse. Subimos montañas todo el día, resbalando en la nieve y arrastrándonos envueltos en la nube de nuestro propio aliento helado, pero no percibí en él señales de agonía. Aquella noche dormimos en una choza de pastor abandonada, en la que afortunadamente todavía encontramos los troncos viejos y la paja podrida del antiguo techo, con los que hicimos un fuego que iluminó débilmente la nevada oscuridad.

A la mañana siguiente, no habíamos recorrido aún un cuarto de milla cuando sonó un cuerno a nuestra espalda, por el cielo. Nos detuvimos y, al mirar atrás protegiéndonos los ojos con la mano en la frente, vimos una línea negra de hombres encaramados en la cresta por donde nos habíamos deslizado la noche anterior. Eran quince, todos armados con escudos, lanzas y espadas, y viendo que habían logrado llamarnos la atención, se precipitaron entre carreras y resbalones por la traicionera pendiente levantando grandes nubes de nieve que el viento barría hacia el oeste.

Sin mediar orden alguna, mis hombres se dispusieron en línea, desataron los escudos y apuntaron las lanzas formando una barrera de escudos en el sendero. Issa, que había heredado el cargo de Cavan, dio la orden de firmes, pero tan pronto como la hubo dado, reconocí la extraña enseña pintada en uno de los escudos que se aproximaban. Era una cruz y yo sólo conocía a un hombre que llevara el símbolo cristiano, Galahad.

–¡Amigos! – grité en dirección a Issa y salí a la carrera. En seguida los distinguí claramente, pertenecían todos al destacamento que había quedado en Siluria obligado a servir a Lancelot como guardia palaciega. La enseña que ostentaban en el escudo todavía era el oso de Arturo, pero los guiaba la cruz de Galahad, que avanzaba hacia mí gesticulando y gritando, aunque, como yo hacía lo propio, no nos entendimos ni palabra hasta que nos encontramos y nos abrazamos.

–Lord príncipe -le saludé, y volví a abrazarlo. De entre todos los amigos que he tenido en este mundo, él siempre fue el mejor.

Era rubio, de rostro ancho y fuerte, al contrario que el de su medio hermano Lancelot, alargado y sutil. Como Arturo, inspiraba confianza a primera vista. Si todos los cristianos hubieran sido como Galahad, creo que habría adoptado la cruz ya en aquellos primeros tiempos.

–De modo que hemos dormido medio helados en la cresta -dijo señalando hacia atrás- ¿mientras vosotros descansabais aquí?

–Secos y calientes -respondí, señalando los restos todavía humeantes de la hoguera.

Cuando los recién llegados hubieron saludado a sus antiguos compañeros, los abracé uno a uno al tiempo que se los presentaba a Ceinwyn. Se arrodillaron ante ella y le juraron fidelidad. Ya sabían que Ceinwyn había abandonado la ceremonia de compromiso para estar junto a mí, y la amaron desde el primer momento. En seguida desnudaron las espadas y se las presentaron para que las tocara.

–¿Qué ha sido de los demás? – pregunté a Galahad.

–Se pusieron al servicio de Arturo -respondió con una mueca-. Desgraciadamente, todos los cristianos se quedaron, menos yo.

–¿Creéis que una olla pagana lo merece? – pregunté señalando el camino helado.

–Diwrnach nos espera al final del camino, amigo mío -contestó Galahad-, y ha llegado a mis oídos que su perversidad es mayor que la de cualquier ser surgido de los abismos del maligno. El deber del cristiano es luchar contra el mal, y aquí me tenéis. – Saludó a Merlín y a Nimue y, luego, puesto que era príncipe e igualaba en rango a Ceinwyn, la abrazó-. Sois una mujer afortunada -le oí susurrarle al oído.

–Y más ahora, porque estáis aquí, señor -replicó ella sonriendo tras besarle en la mejilla.

–Naturalmente -dijo Galahad riendo, y retrocediendo un poco, paseó la mirada entre ella y yo-. Toda Britania habla de vosotros.

–Porque en Britania sobran las lenguas ociosas -dijo Merlín en un sorprendente estallido de mal humor- y tenemos un largo viaje por delante cuando acabéis de cotillear. – Estaba agarrotado e irascible, pero lo atribuí a la edad y al frío e intenté olvidar su voto de muerte.

La marcha entre las montañas duró dos días más. El Sendero Tenebroso, aunque no era largo, discurría entre escarpados cerros y profundos valles donde el más ligero ruido resonaba entre las paredes de hielo aumentando la sensación de oquedad y frío. La segunda noche nos refugiamos en un poblado abandonado, un puñado de chozas circulares construidas en piedra, agrupadas al abrigo de un muro de la altura de un hombre, donde apostamos tres centinelas que se encargarían de vigilar las refulgentes lomas iluminadas por la luna. Puesto que no disponíamos de combustible para encender hogueras, nos sentamos muy juntos y pasamos el tiempo cantando canciones y contando relatos, procurando no acordarnos de los Escudos Sangrientos. Aquella noche, Galahad nos dio noticias de Siluria. Su hermano se negó a instalarse en Nidum, la antigua capital de Gundleus, pues distaba mucho de Dumnonia y no ofrecía mayor acomodo que una escuálida edificación romana en ruinas, de modo que trasladó el gobierno a Isca, la enorme fortaleza romana situada junto al Usk, en la misma frontera siluria y a un tiro de piedra de Gwent. Era el lugar más cercano a Dumnonia donde podía establecerse sin salir de Siluria.

–Le agradan los suelos de mosaico y las paredes de mármol -dijo Galahad-, y en Isca habrá encontrado suficientes para satisfacer sus gustos. Allí ha reunido a cuantos druidas viven en Siluria.

–No hay en Siluria druida alguno -gruñó Merlín-, no que merezca tal nombre, al menos.

–Aquellos que se llaman a sí mismos druidas, pues -respondió Galahad con tono resignado-. Hay dos a los que aprecia particularmente y a los que paga por lanzar maldiciones.

–¿Contra mí? – pregunté al tiempo que rozaba el hierro de la empuñadura de Hywelbane.

–Entre otros -respondió Galahad, y miró a Ceinwyn santiguándose-. Ya olvidará, con el tiempo -añadió con intención de tranquilizarnos.

–Olvidará cuando muera, y aun entonces cruzará el puente de espadas con el rencor a cuestas -dijo Merlín estremeciéndose, no por temor a la enemistad de Lancelot, sino por el frío-. ¿Quiénes son esos supuestos druidas a los que tanto aprecia?

–Los nietos de Tanaburs -le informó Galahad.

Una mano helada me aprisionó el corazón. Yo había matado a Tanaburs y, aunque tenía derecho a arrebatarle el espíritu, cualquiera que matara a un druida era un necio temerario, y la maldición que Tanaburs pronunció al morir todavía planeaba sobre mi cabeza.

Al día siguiente proseguimos el camino a paso lento a causa de Merlín. Él insistió en que se encontraba bien y no necesitaba ayuda, pero su paso era vacilante, tenía el rostro macilento y ojeroso y respiraba entrecortadamente. Teníamos idea de superar el último puerto antes del anochecer, pero nos hallábamos aún en la subida cuando empezó a desvanecerse la luz, aquel breve día. El Sendero Tenebroso había serpenteado cuesta arriba toda la tarde, aunque llamarlo sendero era casi una ironía, pues apenas era una vereda escarpada y pedregosa que cruzaba una y otra vez un arroyo helado jalonado por saltos de agua en los que proliferaban gruesos carámbanos de hielo. Las jacas resbalaban de continuo y en ocasiones se negaban a avanzar; más que conducirlas, habríase dicho que las arrastrábamos, pero cuando los últimos destellos de luz desaparecían por el oeste, coronamos el puerto, y vi, punto por punto, lo que había visto en el escalofriante sueño de la cima de Dolforwyn, el mismo frío y la misma desolación, pero sin el espectro negro que en la pesadilla me cerraba el paso. A partir de allí, el Sendero Tenebroso descendía abruptamente hasta el estrecho llano costero de Lleyn y luego se dirigía por el norte hasta la playa.

Más allá, surgía del mar Ynys Mon.

Era la primera vez que contemplaba la isla sagrada. Toda mi vida había oído hablar de ella, conocía su poder y lamentaba el saqueo a que la sometieron los romanos en el Año Negro, pero tan sólo la había visto en aquel sueño. Lo que vi aquel anochecer de invierno no se asemejaba en nada a la maravillosa visión. La gran isla, lejos de estar bañada por el sol, apareció ensombrecida por las nubes, oscura y siniestra, impresión que subrayaba el tétrico destello de las negras oquedades que horadaban las lomas más bajas. La nieve apenas la cubría, pero un mar gris y miserable batía los rocosos acantilados ribeteándolos de blanco. Caí de hinojos a la vista de la isla, al igual que todos mis compañeros excepto Galahad, que por último también hincó una rodilla respetuosamente. Como cristiano que era, a veces soñaba con ir a Roma e incluso a la lejana Jerusalén, si es que tal lugar existía. Ynys Mon, cuyo sagrado suelo teníamos delante, era nuestra Roma y nuestra Jerusalén.

Habíamos traspasado la línea imaginaria de la frontera y estábamos en Lleyn; las escasas construcciones del llano costero eran propiedad de Diwrnach. Los campos estaban salpicados de nieve y salía humo de las cabañas, pero nada humano parecía habitar aquel sombrío espacio, y creo que todos pensábamos en el modo de llegar desde tierra firme hasta la isla.

–Hay barqueros en el estrecho -dijo Merlín, como si hubiera leído nuestros pensamientos. Sólo él, de entre todos, había estado en Ynys Mon, pero de eso hacía muchos años, mucho antes de saber que la olla mágica aún existía, en los días en que Leodegan, el padre de Ginebra, gobernaba el país, antes de que los terribles barcos de Diwrnach llegaran desde Irlanda y expulsaran del reino a Leodegan y a sus hijas, cuya madre ya había muerto por entonces-. Por la mañana -dijo Merlín- bajaremos a la costa y pagaremos a los barqueros. Cuando Diwrnach sepa que hemos llegado a sus tierras, ya nos habremos ido.

–Nos seguirá a Ynys Mon -dijo Galahad en tono nervioso.

–Y una vez más ya habremos marchado -aseguró Merlín, y estornudó.

Parecía haber contraído un lamentable enfriamiento. Moqueaba, tenía las mejillas pálidas y, de tanto en tanto, se estremecía incontrolablemente, pero sacó unas polvorientas hierbas de una pequeña bolsa de cuero y las tragó con un puñado de nieve derretida, tras lo cual anunció que estaba en perfectas condiciones.

A la mañana siguiente había empeorado. Tuvimos que pasar la noche en una hendidura entre las rocas, no osamos prender lumbre a pesar del encantamiento de invisibilidad que Nimue había obrado con un cráneo de hurón que había encontrado por la mañana en el camino. Los centinelas vigilaron el llano costero, en el que tres pequeñas fogatas denunciaban la presencia de vida, mientras el resto, apretujados en la profunda grieta rocosa, temblábamos, maldecíamos el frío y suspirábamos por que llegara el amanecer. Cuando por fin llegó, con una luz macilenta y vacilante, la lejana isla parecía más oscura y amenazadora si cabe. Pero el encantamiento de Nimue debió de surtir efecto pues no avistamos lancero alguno apostado al final del camino.

Merlín temblaba constantemente y estaba muy débil para caminar, de modo que lo cargaron entre cuatro lanceros en una litera amañada con lanzas y capas, e iniciamos el lento y trabajoso descenso hasta los primeros árboles, escuálidos y doblegados por el viento, de las tierras de Lleyn. El camino se hundía y los surcos de tierra discurrían, duros y helados, entre robles jorobados, acebos raquíticos y minúsculos campos descuidados. Merlín gemía entre temblores, e Issa propuso volver atrás.

–Cruzar de nuevo las montañas sería su muerte -sentenció Nimue-. Sigamos.

Llegamos a una bifurcación donde encontramos la primera señal de Diwrnach, un esqueleto atado con cuerdas de crin de caballo y colgado de un poste, de manera que los huesos secos chocaban entre sí y repiqueteaban al viento de poniente. Bajo los huesos humanos, habían clavado tres cuervos en el poste y Nimue olió los cadáveres ya rígidos para averiguar la clase de magia que había sido imbuida en sus muertes.

–¡Orina! ¡Orina! – consiguió decir Merlín desde la litera-. ¡Aprisa, muchacha! ¡Orina! – Tosió con horribles espasmos y luego volvió la cabeza a un lado para arrojar un esputo en la zanja-. ¡No moriré! ¡No moriré! – dijo para sí y se recostó mientras Nimue se acuclillaba junto al poste-. Sabe que estamos aquí -me advirtió luego.

–¿Está aquí? – le pregunté agachándome junto a él.

–Hay alguien. Ten cuidado, Derfel. – Cerró los ojos y suspiró-. ¡Qué viejo soy! – exclamó débilmente-. ¡Qué viejo! Estamos rodeados de maldad. – Sacudió la cabeza-. Llévame a la isla, nada más. Si alcanzamos la isla, la olla todo lo sanará.

Nimue se levantó y esperó a ver de qué lado se decantaba el vapor de la orina; el viento lo llevó al ramal derecho de la bifurcación y decidió así nuestro camino. Antes de ponernos en marcha, Nimue se acercó a una de las jacas y buscó una bolsa de cuero, de la que sacó un puñado de dardos de elfo y piedras de águila y las distribuyó entre los lanceros.

–¡Os protegerán! – explicó al tiempo que ponía una piedra de serpiente en la litera de Merlín-. ¡Adelante! – nos ordenó.

Caminamos durante toda la mañana, lentamente, pues acarreábamos a Merlín. A nadie vimos, y tal ausencia de vida llenó de aprensivo temor a mis hombres, pues parecía que hubiéramos llegado al país de los muertos. En las márgenes del camino crecían acebos y serbales y en las ramas se posaban zorzales y petirrojos, pero no había rastro de vacas, ovejas u hombres. Columbramos un poblado, del que salía un hilillo de humo, pero quedaba lejos y no parecía que vigilaran desde el muro que lo rodeaba.

Sin embargo, en aquella tierra muerta había hombres. Lo supimos cuando nos detuvimos a descansar en un pequeño valle por el que discurría perezosamente un arroyo, entre márgenes heladas y a la sombra de un bosquecillo de robles negros, raquíticos y doblegados por el viento. Descansamos bajo las espesas ramas, cubiertas por un delicado dibujo de hielo, hasta que Gwilym, el lancero que vigilaba la retaguardia, me llamó.

Me acerqué al lindero del bosquecillo y vi una hoguera encendida al pie de las montañas. Aunque no se percibían las llamas, un denso humo gris se arremolinaba furiosamente antes de que lo arrastrara el viento de poniente. Gwilym señaló hacia el humo con la hoja de la lanza y escupió para alejar el mal que contuviera.

–¿Una señal? – preguntó Galahad, que en aquel momento ya estaba junto a mí.

–Probablemente.

–¿Quiere decir que saben dónde estamos? – dijo, y se santiguó.

–Lo saben -dijo Nimue, que acababa de acercarse. Llevaba el pesado báculo negro de Merlín y era la única que parecía bullir de energía en aquel paraje frío y tétrico. Merlín estaba enfermo, al resto nos paralizaba el miedo, pero cuanto más nos adentrábamos en las negras tierras de Diwrnach, más ardiente se tornaba Nimue. Nos aproximábamos a la codiciada olla y la cercanía prendía fuego en sus entrañas.

–Nos vigilan -dijo.

–¿Podrías escondernos? – le pregunté, deseoso de que nos hiciera pasar desapercibidos una vez más.

–Estamos en tierra ajena y otros dioses ostentan el poder aquí -dijo negando con la cabeza, y frunció el ceño al ver que Galahad hacía la señal de la cruz por segunda vez-. Tu dios crucificado no derrotará a Crom Dubh.

–¿Está aquí? – pregunté sin poder ocultar mi miedo.

–Sino él, otro como él -dijo.

Crom Dubh era el dios negro, un ser deforme y malévolo que provocaba terribles pesadillas. Se decía que los otros dioses evitaban a Crom Dubh, lo que significaba que estábamos a su merced.

–Estamos condenados -afirmó categóricamente Gwilym.

Nimue le espetó:

–¡Necio! Sólo nos condenaremos si no damos con la olla, en cuyo caso, todo estaría perdido de todos modos. ¿Vas a quedarte mirando el humo todo el día? – me preguntó.

Continuamos la marcha. Merlín ya tío podía hablar y, aunque lo abrigamos con varias capas de pieles, los dientes le castañeteaban sin parar.

–Está agonizando -me dijo Nimue sin aspavientos.

–Entonces, debemos buscar un refugio y encender fuego -dije.

–¿Para estar calentitos mientras nos asesinan los lanceros de Diwrnach? – se mofó de la propuesta-. Agoniza porque se aproxima a su sueño y porque hizo un trato con los dioses.

–¿Ofreció su vida por la olla? – preguntó Ceinwyn, que caminaba a mi lado.

–No exactamente. Pero mientras os instalabais en vuestra casita -añadió en tono sarcástico-, fuimos a Cadair Idris. Allí ofrecimos un sacrificio, el sacrificio antiguo, y Merlín ofreció su vida, no por la olla sino por la búsqueda. Si encontramos la olla, vivirá, pero si fracasamos, morirá y el cuerpo de sombra del sacrificado tendrá poder sobre el espíritu de Merlín eternamente.

Sabía en qué consistía el sacrificio antiguo, pero no había oído que aún se hiciera en nuestro tiempo.

–¿Quién fue el sacrificado? – pregunté.

–No lo conoces. Ninguno de nosotros lo conocía. Un hombre cualquiera -respondió Nimue sin darle importancia-. Pero su espectro está aquí vigilándonos y desea que fracasemos. Codicia la vida de Merlín.

–¿Qué ocurriría si Merlín muriera de todos modos? – pregunté.

–¡No morirá, estúpido! No, si encontramos la olla.

–Si la encuentro yo -dijo Ceinwyn nerviosamente.

–Lo harás -la tranquilizó Nimue.

–¿Cómo?

–Soñarás -dijo Nimue- y tu sueño nos conducirá a la olla.

Cuando llegamos al estrecho que separaba la isla de tierra firme, comprendí que Diwrnach también deseaba que la encontráramos. Las señales de humo nos confirmaron que sus hombres nos vigilaban, pero no se habían dejado ver ni habían intentado impedirnos el avance, lo cual indicaba que Diwrnach conocía nuestra misión y quería que lo consiguiéramos para quedarse luego él con la olla mágica. No podía haber otra razón por la que nos facilitara el camino hasta Ynys Mon.

El brazo de mar que nos separaba de la isla no era ancho, pero las turbulentas aguas grises barrían el canal de lado a lado formando espumosos remolinos que lo arrastraban todo mar adentro. Las corrientes se hacían rápidas en los pasos más angostos, se agolpaban en sombríos remolinos y estallaban de forma tumultuosa al chocar con las rocas sumergidas, pero el mar no era tan pavoroso como la orilla opuesta, tan descarnadamente vacía, oscura y lóbrega que se diría que nos esperase dispuesta a sorbernos el espíritu. Me estremecí a la vista de la lejana ladera herbosa y me vino a la memoria el día negro, cuando los romanos se plantaron en la misma costa rocosa que nosotros frente a la playa isleña, rebosante de druidas que gritaban maldiciones terribles contra los soldados extranjeros. Pero los maleficios no surtieron efecto, los romanos cruzaron el brazo de mar e Ynys Mon murió. Pero en aquel momento, éramos nosotros los que estábamos allí, en un último y desesperado intento de volver al pasado deshaciendo el ovillo de los siglos de tristeza y penurias, para restaurar en Britania el estado de bendición anterior a la llegada de los romanos. Sería la Britania de Merlín, una Britania de los dioses, libre de sajones, abundante en oro, salones de festejos y milagros.

Caminamos en dirección este, hacia la zona más estrecha del canal y, tras rebasar una roca saliente y bajo la silueta de una fortaleza de adobe abandonada, encontramos dos barcas varadas entre los guijarros de una pequeña ensenada. Una docena de hombres esperaba entre las barcas, casi como si hubieran previsto nuestra llegada.

–¿Son los barqueros? – me preguntó Ceinwyn.

–Los remeros de Diwrnach -dije, y rocé el hierro de la empuñadura de Hywelbane-. Quieren que crucemos.

Me asustaba el hecho de que el rey nos facilitara tanto las cosas. Aquellos hombres de cuerpo robusto y mirada dura, con las barbas y las gruesas ropas de lana salpicadas de escamas, no parecían temernos. No llevaban más armas que los cuchillos de limpiar pescado y los arpones. Cuando Galahad les preguntó si habían visto a los lanceros de Diwrnach, se encogieron de hombros como si sus palabras carecieran de sentido para ellos, pero luego Nimue se dirigió a ellos en su irlandés nativo y respondieron amablemente. Dijeron no haber visto ningún Escudo Sangriento y le advirtieron que habíamos de aguardar a la pleamar para cruzar, pues sólo entonces sería prudente la travesía.

Improvisamos un lecho para Merlín en una de las barcas y luego Issa y yo trepamos hasta la fortaleza desierta a observar lo que ocurría tierra adentro. Una segunda columna de humo se elevaba al cielo desde el valle de robles retorcidos, pero fue la única novedad y no había enemigo a la vista. Sin embargo, allí estaban; no era preciso ver sus escudos empapados en sangre para saber que rondaban en las cercanías.

–Me parece, señor -dijo Issa tocando hierro-, que Ynys Mon es un buen lugar para morir.

–Mejor sería para vivir -respondí sonriendo.

–Pero seguramente nuestros espíritus estarán a salvo si morimos en la isla sagrada -dijo en tono angustiado.

–Estarán a salvo, y tú y yo cruzaremos juntos el puente de espadas -le prometí. Y Ceinwyn, me prometí a mí mismo, caminaría dos pasos por delante, porque la mataría yo mismo antes de que ningún hombre de Diwrnach le pusiera la mano encima. Desenvainé a Hywelbane, cuya larga hoja conservaba aún el hollín donde Nimue había escrito su encantamiento, y dirigí la punta hacia el rostro de Issa-. Júrame una cosa -le ordené.

–Decidme qué es -respondió arrodillándose.

–Issa, si muero y Ceinwyn sigue viva, mátala de un mandoble certero antes de que caiga en manos de los hombres de Diwrnach.

–Lo juro, señor -dijo, y besó la punta de mi espada.

Cuando subió la marea, las turbulentas corrientes se aquietaron y el mar quedó en calma, a excepción del suave oleaje que el viento levantaba y que puso a flote las dos barcas varadas en la playa de guijarros. Subimos las jacas a bordo y luego cada cual tomó su posición. Se trataba de unas embarcaciones largas y estrechas y, tan pronto como nos acomodamos entre redes pegajosas, los barqueros nos indicaron con gestos que debíamos achicar el agua que entraba por las ranuras abiertas entre las tablas embreadas. Recurrimos a los yelmos para devolver el mar a su lugar y, cuando los barqueros encajaron los largos remos en los toletes, rogué a Manawydan, el dios de los mares, que nos protegiera. Merlín se estremecía y tenía el rostro más pálido que nunca, de un nauseabundo color amarillento y manchado por la espuma que le caía de las comisuras de los labios. Estaba inconsciente y murmuraba misteriosas palabras en su delirio.

Los barqueros remaban cantando una extraña tonada, pero al llegar a la mitad del canal se quedaron en silencio. Se detuvieron y un hombre de cada barca señaló hacia la orilla que habíamos dejado atrás.

Miramos hacia allí. Al principio, sólo distinguí la franja oscura de la playa al pie de la blancura de la nieve y la negra pizarra de las montañas del fondo, pero después percibí algo negro y ondulante que se movía más allá de la playa de guijarros. Era una enseña, meros harapos que ondeaban atados a un palo; un instante después, asomó una línea de guerreros en lo alto de la playa. Se mofaban de nosotros, el frío viento nos hizo llegar sus risas, que oímos con claridad por encima del rumor de las olas. Todos iban montados en jacas desgarbadas y vestían jirones de tela negra que se agitaban al viento como gallardetes. Portaban escudos y las larguísimas lanzas tan del gusto de los irlandeses; ni los unos ni las otras me intimidaban, pero había algo salvaje en sus largas melenas y sus ropas andrajosas que me provocó un súbito escalofrío, aunque quizá se debió a la aguanieve que empezó a escupir el viento del oeste formando burbujas en la superficie gris del mar.

Los desharrapados jinetes negros observaron la llegada de las barcas a Ynys Mon. Los barqueros nos ayudaron a llevar hasta la orilla a Merlín y a las bestias, y luego empujaron las barcas de nuevo al mar.

–¿No deberíamos haber retenido aquí las barcas? – me preguntó Galahad.

–¿Cómo? – pregunté-. Tendríamos que habernos dividido, unos para vigilar las barcas y otros para acompañar a Ceinwyn y Nimue.

–¿Y cómo saldremos de la isla?

–Con la olla mágica todo será posible -afirmé, imbuido de la seguridad de Nimue. No tenía otra respuesta que ofrecerle y no osaba decirle la verdad. La verdad era que me creía condenado. Me sentía como si las maldiciones de los antiguos druidas hubieran empezado a cuajar en nuestros espíritus.

Desde la orilla, nos dirigimos al norte. Las gaviotas nos graznaban y daban vueltas alrededor de nosotros entre la aguanieve del aire mientras trepábamos por las rocas hasta alcanzar un desolado páramo interrumpido sólo por peladas peñas sobresalientes. En los viejos tiempos, antes de que los romanos arrastraran Ynys Mon, la tierra estaba densamente poblada de robles sagrados entre los que se celebraban los grandes misterios de Britania. Aquellos rituales gobernaban las estaciones en Britania, Irlanda e incluso la Galia, ya que allí moraban los dioses y sus vínculos con los hombres habían sido fortísimos antes de que fueran cercenados por las cortas espadas romanas de cruel filo. Pisábamos suelo sagrado, pero no por ello menos difícil, y apenas habíamos caminado una hora cuando llegamos a una vasta ciénaga que parecía impedir el acceso al interior de la isla. La bordeamos buscando un camino pero no lo había, de modo que, cuando la luz empezaba a declinar, tuvimos que usar el asta de las lanzas para rastrear un paso firme entre las espinosas matas bajas y los traicioneros lodazales que amenazaban con tragarnos. Las piernas se nos empaparon de barro helado y la aguanieve se nos colaba entre las pieles. Una de las jacas quedó embarrancada y la otra empezó a asustarse, de modo que las descargamos, distribuimos los bultos y las abandonamos.

Continuamos el penoso avance descansando de vez en cuando sobre los escudos circulares, que hacían las veces de barquichuelas y soportaban nuestro peso hasta que, inevitablemente, el agua salobre rebasaba los bordes y nos obligaba a erguirnos de nuevo. La aguanieve caía cada vez más densa y compacta, arrastrada por el viento que abatía la hierba de la ciénaga, y el frío nos calaba hasta los huesos. Merlín gritaba palabras extrañas y sacudía la cabeza de un lado a otro, mientras que mis hombres perdían fuerzas por momentos, minados por el frío y por la malevolencia de cualesquiera que fueran los dioses de aquella tierra devastada.

Nimue fue la primera en llegar al otro lado. Saltó de mata en mata mostrándonos el camino hasta terreno firme, donde se puso a hacer cabriolas para demostrarnos que el final estaba cerca. De pronto, se quedó inmóvil durante unos segundos y luego señaló con el báculo de Merlín hacia el lugar de donde veníamos.

Nos volvimos a mirar y descubrimos la presencia de los jinetes negros, pero en mayor número que antes; toda una horda de andrajosos Escudos Sangrientos nos observaba desde el otro extremo de la ciénaga. Enarbolaban tres harapientas enseñas y levantaron una a modo de irónico saludo antes de azuzar a sus jacas hacia levante.

–Nunca debí traeros aquí -le dije a Ceinwyn.

–Vos no me trajisteis, vine por mi propia voluntad -me dijo, y me rozó la cara con un dedo enguantado-. Y del mismo modo regresaremos, amor mío.

Dejamos atrás la ciénaga y seguimos cuesta arriba hasta que, tras un cerro bajo, divisamos un paisaje de pequeños campos diseminados entre espesos brezales e inesperados afloramientos rocosos. Necesitábamos un refugio donde pasar la noche y lo hallamos en un poblado de ocho chozas de piedra rodeadas de un muro de la altura de una lanza. No había un alma, pero era evidente que el lugar estaba habitado, ya que las pequeñas chozas de piedra estaban bien barridas y las cenizas del hogar todavía se mantenían tibias al tacto. Arrancamos la techumbre de turba de una de las chozas y cortamos las vigas de madera en leños, con los que prendimos una hoguera para Merlín, que no dejaba de tiritar y delirar. Establecimos la guardia, nos despojamos de las pieles e intentamos secar los empapados calzones y las botas.

Luego, cuando ya los últimos resplandores se apagaban en el cielo plomizo, trepé al muro y desde allí escruté los alrededores, pero nada vi.

La primera parte de la noche montamos guardia cuatro hombres, luego, Galahad y tres lanceros más vigilaron durante las horas restantes de oscuridad y lluvia, pero ninguno de nosotros oyó nada, fuera del viento y el crepitar del fuego en la cabaña. Nada oímos y nada vimos, pero con las primeras claridades descubrimos en un lado del muro una cabeza de oveja recién cortada que chorreaba sangre.

Nimue golpeó con furia la cabeza de oveja haciéndola caer de la albardilla del muro y luego gritó clamando al cielo. Cogió un puñado de polvo gris, que esparció sobre la sangre fresca, y recorrió el muro dándole golpes con la vara de Merlín, tras lo cual anunció que el maleficio había sido contrarrestado. La creímos porque deseábamos que fuera verdad, del mismo modo que deseábamos creer que Merlín no se moría, aunque estaba mortalmente pálido y respiraba superficialmente y en silencio. Intentamos que tomase los últimos restos de pan, pero escupió con desgana las migas que le dábamos.

–Es preciso encontrar la olla hoy mismo -dijo Nimue con calma-, antes de que muera.

Recogimos los bultos, cargamos los escudos a la espalda, empuñamos las lanzas y la seguimos en dirección norte.

Ella nos guiaba. Merlín le había contado cuanto sabía de la isla sagrada y tales conocimientos nos tuvieron caminando toda la mañana hacia el septentrión. Los Escudos Sangrientos aparecieron poco después de que abandonáramos el refugio y, a medida que nos acercábamos al objetivo, se mostraban más audaces; en todo momento teníamos a la vista veinte, al menos, y a veces el número llegaba a triplicarse. Formaban un anillo disperso a nuestro alrededor, pero se guardaban mucho de acercarse a nuestras lanzas. La aguanieve había cesado al amanecer dejando un viento frío y húmedo que abatía la hierba del páramo y levantaba los jirones negros de las capas de aquellos oscuros jinetes. Poco después de mediodía llegamos a un lugar que Nimue llamó Llyn Cerrig Bach, que significa «lago de piedras pequeñas», una oscura lámina de aguas poco profundas rodeada de cenagales. Nimue dijo que allí habían celebrado las ceremonias más sagradas los antiguos britanos, por lo que allí también empezaba nuestra búsqueda, aunque un lugar tan desolado no pareciera apto para encontrar el mayor tesoro de Britania. Hacia el oeste había un brazo de mar estrecho y poco profundo tras el cual se erguía otra isla, hacia el sur y el norte sólo se veían caseríos y rocas y hacia el este se levantaba una pequeña colina escarpada coronada por un grupo de peñas grises semejantes a las que habíamos pasado aquella misma mañana. Merlín yacía como muerto. Tuve que arrodillarme a su lado y acercar el oído a su pecho para percibir el débil silbido de cada trabajosa inspiración. Le puse la mano en la frente, noté que estaba frío y le besé en la mejilla.

–Vivid, señor, vivid -le susurré.

Nimue ordenó a uno de mis hombres que clavara una lanza en el suelo, y así lo hizo, agrietando la dura tierra con la punta. Luego, Nimue cogió media docena de mantos, los colgó del extremo de la lanza, puso piedras sobre los bajos y de tal guisa preparó una especie de tienda. Los jinetes negros nos rodearon, pero se mantuvieron a una distancia prudencial desde la que no podían atacarnos ni ser atacados por nosotros.

Nimue rebuscó a tientas entre las pieles de nutria hasta encontrar la copa de plata en la que me había dado a beber en Dolforwyn y un frasco de loza sellado con cera. Hizo una señal a Ceinwyn para que la siguiera y se metió en la tienda.

Esperé observando el levísimo oleaje que el viento levantaba en la negra superficie del lago hasta que, de pronto, Ceinwyn lanzó un alarido. Cuando volvió a gritar de aquella manera terrible, fui hacia la tienda, pero la lanza de Issa me cerró el paso. Galahad, que siendo cristiano no tenía que creer en nada de todo aquello, se alineó con mi lugarteniente con un encogimiento de hombros.

–Puesto que hemos llegado hasta aquí -me dijo-, continuemos hasta el final.

Ceinwyn gritó por tercera vez y Merlín le hizo eco con un débil y penoso suspiro. Me arrodillé junto a él y le acaricié la frente intentando no pensar en los horrores con los que Ceinwyn soñaba en la negra tienda.

–¡Señor! – me llamó Issa.

Me volví y advertí que miraba hacia el sur, donde un nuevo grupo de jinetes se había unido al anillo de Escudos Sangrientos. Los recién llegados montaban jacas en su mayoría, pero uno cabalgaba a lomos de un sombrío caballo negro y supe que tenía que ser Diwrnach. Su enseña, un poste con un travesaño del que colgaban dos calaveras y un puñado de cintas negras, ondeaba tras él. Vestía una capa negra, su caballo negro iba cubierto con una gualdrapa del mismo color y en la mano esgrimía una gran lanza negra, que alzó en vertical antes de reanudar lentamente la marcha. Avanzó solo y, a unos cincuenta pasos de nosotros, descolgóse el escudo e invirtiólo ostentosamente para demostrar que no iba en son de guerra.

Salí a su encuentro. Atrás quedaba Ceinwyn, jadeando y suspirando dentro de la tienda, en torno a la cual mis hombres habían formado un anillo protector.

El rey se protegía con una armadura de cuero negro bajo la capa, pero no llevaba yelmo. El escudo parecía de escamas oxidadas, aunque supuse que serían las capas de sangre seca, y el recubrimiento, la piel desollada de una niña esclava. Desmontó con el siniestro escudo colgando junto a la vaina de la larga espada negra y plantó el extremo de su enorme lanza en el suelo.

–Soy Diwrnach -dijo.

–Soy Derfel, lord rey -respondí con una inclinación de cabeza.

–Bienvenido a Ynys Mon, lord Derfel Cadarn -replicó sonriendo. Sin duda pretendía sorprenderme demostrando que conocía mi título y nombre completo, pero más me desconcertó el hecho de que su fisonomía fuera agradable. Me esperaba un espectro de nariz ganchuda, un ser de pesadilla, pero Diwrnach era un hombre en la primera etapa de la madurez, tenía la frente ancha, la boca grande y una barba negra bien recortada que acentuaba la severa línea de la quijada. Su apariencia en nada inspiraba locura, pero tenía un ojo rojo que era suficiente para infundir terror. Apoyó la lanza en el flanco de la montura y sacó una torta de avena de una alforja.

–Parecéis hambriento, lord Derfel -dijo.

–El invierno es época de hambre, lord rey.

–Sin embargo, no rechazaréis un pequeño regalo. – Partió en dos la torta de avena y me ofreció la mitad-. Comed.

Acepté la torta, pero luego dudé.

–Lord rey, he jurado no comer hasta cumplir mi propósito.

–¡Vuestro propósito! – se burló de mí; se metió lentamente en la boca su porción de torta y, cuando la hubo tragado, añadió-: No estaba envenenada, lord Derfel.

–¿Por qué habría de estarlo, lord rey?

–Porque soy Diwrnach, el rey que mata a sus enemigos de mil maneras -respondió con una sonrisa-. Decidme, ¿cuál es vuestro propósito?

–He venido a orar, lord rey.

–¡Ah!-exclamó modulando la voz como si le hubiera aclarado el misterio-. ¿Tan ineficaces son las plegarias recitadas en Dumnonia?

–Esta tierra es sagrada, lord rey -dije.

–Esta tierra también es mía, lord Derfel Cadarn -replicó-, y creo que los extranjeros deben pedirme permiso antes de defecar en su suelo y orinar en sus muros.

–Lord rey, os pido disculpas si os hemos ofendido.

–Ya es tarde -respondió con suavidad-. Estáis aquí y huelo vuestros excrementos. Ya es tarde; no sé qué tengo que hacer con vos. – Hablaba en tono grave, casi compasivo, como si se tratara de un hombre con el que fuera fácil entenderse-. ¿Qué tengo que hacer con vos? – se preguntó de nuevo, pero yo no respondí. El círculo de jinetes negros seguía inmóvil bajo el cielo plomizo; los lamentos de Ceinwyn se redujeron a un débil gimoteo. El rey levantó el escudo, no en señal de amenaza, sino porque le incomodaba el peso que llevaba sobre la cadera, y vi con horror que del borde inferior colgaba la piel de un brazo y una mano humanos, cuyos gordos dedos se movían al viento. Diwrnach percibió la sensación que me causaba y sonrió-. Era mi sobrina -dijo; luego dirigió la mirada a algún punto tras de mí y de nuevo esbozó una lenta sonrisa-. La zorra ha salido del cubil, lord Derfel.

Me giré y vi que Ceinwyn ya estaba fuera de la tienda. Se había despojado de las pieles de lobo, bajo las que apareció el mismo vestido color crema que llevaba en el banquete de compromiso, con los bordes todavía sucios de lodo, del día en que huyó de Caer Sws. Iba descalza, con la dorada cabellera suelta, y me pareció que estaba en trance.

–La princesa Ceinwyn, presumo -dijo Diwrnach.

–Así es, lord rey.

–¿Todavía es doncella según he oído? – preguntó. No quise responder y Diwrnach se inclinó hacia delante para despeinar cariñosamente las crines de su caballo-. ¿No creéis que podría haber tenido la amabilidad de venir a saludarme a su llegada a mi reino?

–También ella ha venido a orar, lord rey.

–Entonces, esperemos que tanto rezo surta efecto -dijo riendo-. Entregádmela, lord Derfel, si no, os reservaré la más lenta de las muertes. Cuento con hombres capaces de desollar a cualquiera pulgada a pulgada hasta convertirlo en un amasijo de carne viva y sangre, que sin embargo aún puede tenerse en pie. ¡E incluso andar!

Dio unas palmaditas con su mano enguantada de negro en el cuello de su caballo y volvió a sonreír.

–He matado a hombres asfixiándolos con sus propios excrementos, lord Derfel, lapidándolos, quemándolos, enterrándolos vivos, encerrándolos en un nido de víboras, ahogándolos en el mar, e incluso los he matado de hambre o de miedo. Hay tantas maneras interesantes de matar, pero no tenéis más que entregarme a la princesa Ceinwyn, lord Derfel, y vuestra muerte será rápida como la caída de una estrella fugaz.

Ceinwyn había empezado a caminar hacia poniente y mis hombres recogieron a toda prisa sus capas, armas y fardos, izaron la litera de Merlín y fueron tras ella.

–Un día, señor, meteré vuestra cabeza en un pozo y la enterraré en heces de esclavos -dije mirándole a los ojos, y me fui.

–¡Sangre, lord Derfel! – gritó entre carcajadas-. ¡Los dioses se alimentan de sangre! Con la vuestra prepararemos un magnífico brebaje, que daré de beber a vuestra mujer en mi lecho. – Dicho lo cual, giró sobre sus botas con espuelas y se llevó al caballo hasta donde le esperaban sus hombres.

–Son setenta y cuatro -me informó Galahad cuando llegué a su lado-. Setenta y cuatro hombres y otras tantas lanzas contra treinta y seis, un moribundo y dos mujeres.

–Todavía no atacarán -le tranquilicé-. Esperarán a que descubramos la olla mágica.

Ceinwyn debía de estar helada con el fino vestido y sin botas; sin embargo caminaba sudorosa, a trompicones entre los hierbajos, como en un día de verano. Le costaba mantenerse en pie y aún más andar, pues sufría los mismos espasmos que yo en la cima de Dolforwyn tras apurar el contenido de la copa de plata, pero Nimue iba a su lado, hablándole y sujetándola, aunque, extrañamente, la desviaba al mismo tiempo de la dirección que ella quería tomar. Los jinetes negros de Diwrnach se mantenían a nuestro paso; se desplazaban por la isla en formación circular, dibujando un amplio y desmañado corro cuyo centro era nuestro pequeño grupo.

Ceinwyn, a pesar del mareo, casi corría. Parecía traspuesta todavía y murmuraba extrañas palabras que yo no alcanzaba a entender. Tenía la mirada perdida y Nimue constantemente la desviaba a un lado, obligándola a seguir un camino de cabras que serpenteaba en dirección norte y pasaba junto al montículo coronado de piedras grises, pero cuanto más nos acercábamos al elevado afloramiento de rocas cubiertas de líquenes, más se resistía Ceinwyn, hasta que Nimue tuvo que emplear toda la fuerza de sus nervudos músculos para que no se saliera de la estrecha senda. Los primeros jinetes negros del anillo ya habían rebasado la escarpada colina, que en aquel momento quedaba dentro de su radio, al igual que nosotros. Ceinwyn protestaba y gimoteaba, e incluso llegó a golpear a Nimue en las manos, pero ésta se mantuvo firme y siguió marcando el camino, mientras los hombres de Diwrnach seguían avanzando con nosotros.

Nimue esperó a llegar al punto del sendero más cercano a la abrupta cresta de rocas y entonces dejó que Ceinwyn corriera libremente.

–¡Hacia las peñas! – exclamó-. ¡Todos hacia las peñas! ¡Corred!

Corrimos y entonces entendí la estrategia de Nimue. Diwrnach no se habría arriesgado a atacarnos en tanto no supiera hacia dónde nos dirigíamos y, si hubiera visto que nos encaminábamos a la colina rocosa, probablemente habría enviado a una docena de lanceros a guarnecer la cima y al resto de sus hombres a capturarnos. Pero gracias a la astucia de Nimue, tendríamos la protección de las enormes peñas escabrosas, las mismas que, si Ceinwyn estaba en lo cierto, habían protegido la olla de Clyddno Eiddyn durante cuatro siglos y medio de impenetrable oscuridad.

–¡Corred! – gritó Nimue.

Los jinetes negros azuzaban sus jacas a fin de estrechar el anillo y barrarnos el paso.

–¡Corred! – seguía gritando Nimue.

Yo era uno de los que en aquel momento acarreaban a Merlín, Ceinwyn ya trepaba por las rocas y Galahad gritaba ordenando a los hombres que se apostaran entre las piedras debidamente para defendernos con las lanzas. Issa permaneció a mi lado, dispuesto a atravesar con la pica al primer jinete negro que se acercara. Cuando los dos jinetes más veloces iban a darnos alcance, Gwilym y otros tres nos arrancaron la litera de las manos y se la llevaron al pie de las rocas. Los dos guerreros negros gritaron desafiantes y azuzaron a sus jacas cuesta arriba, pero con un golpe de escudo aparté la larga lanza del primero y hundí la punta de acero de la mía en el cráneo de la jaca, que cayó de lado relinchando de dolor. Issa clavó la lanza en el vientre del guerrero al tiempo que yo acometía al segundo, el cual paró el golpe con el asta y pasó de largo, pero tuve tiempo de asirlo por las largas tiras de harapos y logré derribarlo de la pequeña montura. Me golpeó al caer, pero lo inmovilicé pisándole la garganta, alcé la lanza y se la hinqué con fuerza en el corazón. Llevaba una coraza de cuero bajo la túnica andrajosa, pero la pica atravesó una y otro, y pronto su negra barba se tiñó de espuma sangrienta.

–¡Atrás! – nos gritó Galahad.

Issa y yo arrojamos los escudos y lanzas a los hombres que ya estaban a cubierto en las peñas más altas e iniciamos la ascensión a gatas. Una lanza de asta negra chocó contra las piedras a poca distancia de mí, pero ya me tendían una mano fuerte que me asió por la muñeca y me izó. Del mismo modo habían arrastrado a Merlín pendiente arriba hasta dejarlo caer sin ceremonias en el centro de la cima, donde se abría una profunda hondonada rocosa semejante a una copa bordeada por un anillo de enormes piedras. Ceinwyn también estaba en la hondonada, escarbando como un perro rabioso entre los guijarros que llenaban la copa. Había vomitado y revolvía con las manos el amasijo de vómitos y cantos.

La colina era una plaza fuerte idónea. El enemigo sólo podía trepar por las rocas utilizando pies y manos, mientras que nosotros nos resguardábamos entre las hendiduras de la corona de piedras y los atacábamos a medida que asomaban. Algunos intentaron alcanzarnos, pero cayeron entre alaridos cuando les hundimos en la cara las puntas de nuestras picas. Nos arrojaron una lluvia de lanzas, pero sostuvimos los escudos en alto y los proyectiles rebotaron sin hacernos el menor daño. Ordené a seis hombres que se colocaran en la hondonada central y protegieran con los escudos a Merlín, Nimue y Ceinwyn, mientras el resto de lanceros guarnecía la corona exterior. Los Escudos Sangrientos abandonaron las jacas para arremeter por segunda vez, y durante algunos minutos tuvimos que cortar y acuchillar a diestro y siniestro. Uno de mis hombres recibió un corte en el brazo en el breve enfrentamiento pero, aparte de ese percance, salimos ilesos, mientras que los jinetes negros se ocupaban ya de retirar a cuatro muertos y seis heridos hasta el pie de la loma.

–Ya veis de qué sirven los escudos forrados con piel de vírgenes -dije a mis hombres.

Quedamos a la espera de otro ataque, pero no se produjo. En cambio, Diwrnach se acercó solo cabalgando cuesta arriba.

–¡Lord Derfel! – me llamó con su engañosa voz amable y, cuando asomé entre dos rocas, sonrió plácidamente-. El precio ha subido. Ahora, a cambio de una muerte rápida, exijo a la princesa Ceinwyn y la olla mágica. ¿O acaso no es eso lo que habéis venido a buscar?

–La olla es patrimonio de toda Britania, señor -respondí.

–¡Ah! ¿Y consideráis que no soy digno de guardarla? – inquirió con un gesto de desengaño-. Lord Derfel, insultáis con excesiva ligereza. ¿Cómo dijisteis? ¿Mi cabeza en un pozo en el que defecarían los esclavos? ¡Qué imaginación tan pobre! La mía, en cambio, me parece incluso desmesurada, en ocasiones. – Hizo una pausa y miró al cielo como para calcular las horas de luz que quedaban-. No tengo muchos guerreros, lord Derfel -continuó con su convincente voz-, y no deseo perder ni uno más a causa de vuestras lanzas, pero antes o después os veréis obligados a abandonar esas peñas y estaré esperándoos; en tanto, haré volar mi imaginación hasta las más altas cotas. Saludad de mi parte a la princesa Ceinwyn y decidle que ardo en deseos de conocerla más íntimamente. – Alzó la pica en un saludo burlón y regresó al corro de jinetes negros, que habían rodeado totalmente la loma.

Me dejé caer hasta la depresión del centro del promontorio y supe que halláramos lo que hallásemos, para Merlín era tarde ya; tenía la muerte escrita en la cara. La quijada le colgaba inerte y los ojos parecían tan vacíos como el espacio que separa los mundos. Los dientes le castañetearon unos segundos, demostrando que seguía vivo, pero no era sino un tenue hálito de vida que se diluía por momentos. Nimue se había hecho con el cuchillo de Ceinwyn y se afanaba en levantar y separar las piedras que llenaban la hondonada, mientras Ceinwyn, tiritando y con el agotamiento reflejado en el rostro, se había desplomado en una roca y miraba cómo cavaba Nimue. El trance que la había poseído ya había pasado y la ayudé a limpiarse las manos, busqué sus pieles de lobo y la abrigué. Ella se puso los guantes.

–He tenido un sueño -me dijo en susurros-, he visto el final.

–¿Nuestro final? – pregunté alarmado.

–El final de Ynys Mon. Las líneas de soldados con faldas romanas, corazas y cascos de bronce se sucedían, líneas interminables de soldados, Derfel, con los brazos manchados de sangre hasta los hombros, pues no cesaban de matar y matar. Atravesaban los bosques sin romper la formación, matando sin tregua. Los brazos subían y bajaban, las mujeres y los niños huían, pero no había dónde refugiarse y finalmente los acorralaban y los cortaban en pedazos. ¡Niños pequeños, Derfel!

–¿Y los druidas?

–Todos muertos. Todos menos tres, que trajeron la olla hasta aquí. Habían abierto un pozo antes de que los romanos atravesaran el mar y ahí la enterraron; la cubrieron con cantos del lago y luego echaron cenizas sobre las piedras y levantaron fuego con sus solas manos a fin de que los romanos pensaran que allí nada podía enterrarse. Cumplido lo cual, bajaron cantando a los bosques al encuentro de la muerte.

Nimue susurraba nerviosamente y, al volverme, vi que había desenterrado un esqueleto pequeño. Hurgó entre las pieles de nutria hasta dar con una bolsa de cuero; la abrió de un tirón, extrajo dos plantas secas de hojas espinosas y flores de un desvaído tono dorado, y supe que iba a aplacar la furia de los huesos muertos con una ofrenda de asfódelo.

–Enterraron a una niña -dijo Ceinwyn, explicándose el tamaño de los huesos-; era la guardiana de la olla mágica, hija de uno de los tres druidas. Tenía el pelo corto y llevaba una pulsera de piel de zorro en la muñeca. La sepultaron viva para que guardara la olla hasta que la encontrásemos.

Una vez aplacado el espíritu de la guardiana de la olla gracias al asfódelo, Nimue retiró el esqueleto de entre los guijarros y atacó el agujero con el cuchillo al tiempo que me instaba a ayudarla.

–¡Cava con la espada, Derfel! – me ordenó, y yo, obedientemente, hinqué la punta de Hywelbane en el pozo.

Y hallamos la olla mágica.

Al principio sólo percibimos un destello de oro sucio, pero Nimue pasó la mano por encima y apareció un grueso borde de oro. La olla era mucho más grande que el agujero que habíamos abierto, así que ordené a Issa y a otro hombre que nos ayudaran a ensancharlo. Sacábamos las piedras con los cascos a un ritmo frenético, pues el espíritu de Merlín apuraba débilmente los últimos instantes de su larga vida. Nimue forcejeaba, entre lágrimas y jadeos, con las piedras incrustadas que antaño habían sido acarreadas hasta la cima desde el lago sagrado de Llyn Cerrig Bach.

–Ha muerto -gimió Ceinwyn, arrodillada junto a Merlín.

–¡No ha muerto! – replicó Nimue apretando los dientes, y entonces agarró el borde dorado con las dos manos y empezó a tirar de la olla con todas sus fuerzas. Parecía imposible mover la enorme vasija, con todo el peso de las piedras que aún quedaban en su profundo vientre, pero me uní a ella y de algún modo, con la ayuda de los dioses, sacamos del negro pozo el impresionante objeto de oro y plata.

Y así salió a la luz la olla perdida de Clyddno Eiddyn.

Era un gran caldero, de la anchura de un hombre con los brazos extendidos y profundo como la hoja de un machete de caza. Las gruesas paredes eran de plata rugosa, se apoyaba sobre tres cortas patas de oro y estaba decorada con profusas tracerías del mismo metal. En el borde le habían soldado tres argollas de oro para colgarlo sobre una chimenea. Habíamos arrancado de su tumba de piedras el mayor tesoro de Britania. Vi que las filigranas de oro representaban guerreros, dioses y ciervos, pero no tuvimos tiempo de admirarla más pues Nimue procedió a vaciar frenéticamente las últimas piedras; después la colocó de nuevo en el agujero, se acercó a Merlín y lo despojó de las pieles negras.

–¡Ayudadme! – gritó, y juntos arrastramos al anciano hasta el pozo y lo introdujimos en la panza del gran caldero de plata. Nimue le dobló las piernas hasta metérselas dentro, lo cubrió con una capa y sólo entonces reposó contra las grandes piedras.

–Está muerto -dijo Ceinwyn con voz débil y temerosa.

–No -insistió Nimue ya sin fuerzas-, no, no lo está.

–¡Estaba frío! – replicó Ceinwyn-. Estaba frío y no respiraba. – Se abrazó a mí y empezó a llorar suavemente-. Ha muerto.

–Vive -insistió Nimue con tono áspero.

Empezó a llover de nuevo, una llovizna punzante que el viento traía, que hacía brillar las piedras y formaba figuras de abalorios en las ensangrentadas cuchillas de las lanzas. Merlín seguía cubierto e inmóvil en el fondo de la olla, mis hombres vigilaban al enemigo por encima de las piedras grises, los jinetes negros nos rodeaban y yo me preguntaba qué clase de locura nos había arrastrado hasta aquel paraje desolado del negro y frío confín de Britania.

–¿Qué hacemos ahora? – preguntó Galahad.

–Esperar -le espetó Nimue-, sólo esperar.

Nunca olvidaré el frío de aquella noche. La helada escarchaba las rocas y el acero de las lanzas estaba tan frío que quemaba la piel con sólo tocarlo. Era un frío glacial. La llovizna se convirtió en nieve al anochecer, luego paró; el viento amainó llevándose las nubes hacia el este y el cielo quedó despejado, con una enorme luna llena en medio del mar. Era una luna portentosa, una gran esfera de plata empañada por la gasa de una nube distante que flotaba sobre un océano poblado de olas negras y plateadas. Jamás había visto estrellas tan brillantes. El magnífico carro de Bel destellaba sobre nuestras cabezas, eternamente a la caza de la constelación que llamábamos la Trucha. Los dioses moraban entre los astros y les envié una plegaria volando por el aire helado con la esperanza de que alcanzara los brillantes y remotos puntos de fuego.

Algunos dormitaban, pero era el sueño inquieto de unos hombres agotados, ateridos y llenos de miedo. Nuestros enemigos, que nos rodeaban a punta de lanza, encendieron hogueras. Sus jacas acarreaban leña; grandes lenguas de fuego ardieron en la noche lanzando al cielo claro chisporroteantes pavesas.

Nada se movía en el pozo de la olla donde Merlín reposaba envuelto en un manto, a la sombra del saliente rocoso que ocultaba la luna y desde el que, por turnos, vigilábamos las siluetas de los jinetes recortadas contra el resplandor de las hogueras. De tanto en tanto, volaba una larga lanza en la noche y la punta brillaba a la luz de la luna, pero todas se estrellaron inútilmente contra las rocas.

–¿Qué hay que hacer ahora con la olla? – pregunté a Nimue.

–Nada, hasta Samain -respondió en tono sombrío. Yacía acurrucada entre la pila de bultos arrojados al descuido en la hondonada, con los pies apoyados en los cantos que con tanta desesperación habíamos escarbado para abrir el pozo-. Todo debe hacerse correctamente, Derfel. La luna ha de estar llena, el tiempo propicio y los trece tesoros deben estar reunidos.

–Habladme de los tesoros -dijo Galahad desde el otro extremo de la hondonada.

–¿Para que te burles de nosotros, cristiano? – le contestó Nimue con rabia tras escupir a un lado.

–Son millares las personas que se burlan de vosotros, Nimue -replicó Galahad sonriendo-. Dicen que los dioses están muertos y que deberíais creer en los hombres. Dicen que deberíamos seguir a Arturo y creen que las ollas, mantos, cuchillos y cuernos que buscáis no son sino disparates que murieron con la caída de Ynys Mon. ¿Cuántos reyes de Britania os han enviado hombres para apoyar esta búsqueda? – Cambió de posición buscando mejor acomodo en aquella fría velada-. Ninguno, Nimue, ninguno -prosiguió-, porque se burlan de vosotros. Dicen que ya es tarde. Los romanos lo cambiaron todo y los prudentes opinan que vuestra olla está más acabada que Ynys Trebes. Los cristianos os consideran sicarios del maligno, pero este cristiano, querida Nimue, ha venido hasta aquí con su espada y, aunque sólo sea por eso, me debéis, cuando menos, cortesía.

Nimue no estaba acostumbrada a las reprimendas, excepto acaso a las de Merlín, y se puso rígida ante el suave reproche de Galahad, pero finalmente, cedió.

–Los tesoros -comenzó- nos fueron entregados por los dioses hace mucho tiempo, cuando Britania era casi lo único del mundo. No había más tierras que Britania, y un ancho mar siempre cubierto de espesa niebla. Por entonces eran doce las tribus britanas, doce reyes, doce salones de festejos y sólo doce dioses. Aquellos dioses vivían en la tierra, como nosotros, y uno de ellos, Bel, llegó incluso a desposar a una humana. Esta dama -dijo señalando a Ceinwyn, que escuchaba tan ávidamente como cualquier lancero- desciende de aquel matrimonio.

Se oyó un grito procedente del anillo de hogueras y Nimue se detuvo, pero no parecía haber amenaza alguna, la noche volvió a quedar en silencio y Nimue retomó el hilo del relato.

–Pero otros dioses sintieron celos de los doce que gobernaban Britania y bajaron de las estrellas con el propósito de arrebatársela, y las encarnizadas batallas hicieron sufrir a las doce tribus. Una lanza arrojada por un dios mataba a un centenar de personas y no había en la tierra escudo que detuviera las espadas divinas. Entonces, los doce dioses, puesto que amaban a Britania, entregaron doce tesoros a las doce tribus. Cada tesoro debía guardarse en una fortaleza real y su presencia impedía que las lanzas de los dioses cayeran allí o hirieran a sus ocupantes. No eran tesoros de valor, pues si los dioses nos hubieran entregado regalos suntuosos, las otras divinidades los habrían visto, habrían adivinado su propósito y los habrían robado para su propia protección. Así pues, los doce regalos eran objetos comunes: una espada, una cesta, un cuerno, un carro, un cabestro, un cuchillo, una piedra de amolar, una cota con mangas, un manto, un plato, un tablero de dados y un aro de guerrero. Doce enseres ordinarios, y lo único que los dioses nos pidieron fue que los reverenciáramos, que los conserváramos y los honráramos; a cambio, además de disfrutar de la protección de los tesoros, cada tribu podía utilizar su regalo para invocar a su dios. Se les permitía una invocación al año, sólo una, pero era suficiente para que las tribus adquirieran cierto poder en la terrible guerra de los dioses.

Hizo una pequeña pausa y se arropó mejor los delgados hombros entre las pieles.

–Cada tribu poseía un tesoro -continuó-, pero Bel amaba tanto a su esposa humana que le dio otro regalo, el trigesimoprimero. Le ofreció la olla mágica y le dijo que siempre que empezara a envejecer, sólo tenía que llenarla de agua y sumergirse para recobrar la juventud, y así podría caminar junto a Bel en toda su belleza eternamente. La olla, como habéis visto, es magnífica, de plata y oro, más hermosa que cuanto puedan forjar manos humanas. Pero tal tesoro despertó la envidia de las otras tribus y así estallaron las guerras de Britania. Los dioses contendían en el cielo y las tribus, en la tierra, y uno tras otro los tesoros fueron capturados o trocados por lanceros, y los dioses, iracundos, retiraron la protección. La olla mágica fue robada, la amada de Bel envejeció y murió, y Bel nos maldijo. La maldición es la existencia de otras tierras y otras gentes, pero Bel prometió que si un Samain reuníamos de nuevo los doce tesoros de las doce tribus, cumplíamos los ritos adecuados y llenábamos la olla con el agua que ningún hombre bebe pero sin la cual no puede vivir, los dioses vendrían de nuevo en nuestro auxilio. – Así concluyó el relato, se encogió de hombros y miró a Galahad-. Y ahora ya sabes, cristiano, por qué habéis traído vuestra espada hasta aquí.

Se produjo un largo silencio. La luz de la luna se colaba entre las rocas y se acercaba reptando hacia el pozo en el que yacía Merlín al abrigo de una delgada capa.

–¿Habéis reunido los doce tesoros? – pregunto Ceinwyn.

–Casi todos -respondió Nimue en tono evasivo-. Pero aun sin los doce, la olla tiene un poder inmenso, poderes muy superiores a los de los otros tesoros juntos. – Miró con expresión desafiante a Galahad, que estaba sentado al otro lado del pozo-. ¿Qué harás, cristiano, cuando seas testigo de tamaño poder?

–Os recordaré que puse mi espada a vuestro servicio -contestó serenamente.

–Como todos los demás. Somos los guerreros de la olla mágica -dijo tímidamente Issa en un arranque de lirismo que desconocía en él; los otros lanceros sonrieron. El hielo les blanqueaba las barbas, se habían envuelto las manos en tiras de tela y piel y tenían la mirada perdida, pero habían encontrado la olla mágica y el orgullo de la hazaña les calentaba el corazón, aun cuando sabían que con las primeras luces deberían hacer frente a los Escudos Sangrientos y presentían su fin.

Ceinwyn, arrebujada a mi lado en la capa de piel de lobo que compartíamos, aguardó a que Nimue se durmiera y me acercó la cara.

–Merlín está muerto, Derfel -me susurró con tristeza.

–Lo sé -respondí, pues en el pozo de la olla nada se había movido ni se había oído ruido alguno.

–Le he tocado la cara y las manos y estaban frías como el hielo -me susurró-. Le he arrimado la hoja del cuchillo a la boca y no se ha empañado. Está muerto.

Me quedé en silencio. Amaba a Merlín, que había sido un padre para mí, y no podía acabar de creer que hubiera muerto en el momento de su triunfo, pero tampoco podía reunir esperanzas de verle vivo de nuevo.

–Deberíamos enterrarlo aquí -dijo suavemente-, dentro de su olla mágica. – Yo seguía callado y me cogió la mano-. ¿Qué vamos a hacer? – preguntó.

«Morir», pensé, pero permanecí en silencio.

–¿No dejaréis que yo caiga en sus manos, verdad? – murmuró.

–Jamás.

–El día que os conocí, lord Derfel Cadarn -dijo-, fue el más afortunado de mi vida. – Sus palabras me hicieron llorar, aunque ignoro si fueron lágrimas de gozo o un lamento por cuanto perdería al amanecer.

Me quedé amodorrado y soñé que estaba atrapado en una ciénaga, rodeado de jinetes negros que por arte de magia caminaban sobre el lodo sin hundirse. De pronto noté que no podía levantar el brazo del escudo y vi una espada cernida sobre mi hombro derecho. Desperté sobresaltado buscando la lanza y me di cuenta de que Gwilym me había rozado el hombro sin querer al trepar por la peña para tomar el relevo de la guardia.

–Lo siento, señor -susurró.

Ceinwyn dormía acurrucada sobre mi brazo y Nimue se arrebujaba al otro lado. Galahad, con la barba blanca de hielo, roncaba suavemente, y los demás lanceros dormitaban o yacían tiesos de frío. La luna casi había llegado al punto más alto y su luz caía sesgada sobre las estrellas de los escudos amontonados de mis hombres y en la pared rocosa del pozo que habíamos abierto en la hondonada. La bruma que velaba el rostro hinchado de la luna cuando apenas se levantaba en el horizonte había desaparecido y, en aquel momento, el astro era un redondel puro, frío, claro y compacto, con los bordes tan nítidos como los de una moneda recién acuñada. Recordaba vagamente que mi madre me había dicho el nombre del hombre de la luna, pero no conseguí traerlo a la memoria. Mi madre era sajona y me llevaba en el vientre cuando fue capturada en una incursión dumnonia. Me habían dicho que aún vivía y que habitaba en Siluria, pero no la había vuelto a ver desde el día en que el druida Tanaburs me arrancara de sus brazos e intentara sacrificarme en el pozo de la muerte. Merlín se encargó de mí y llegué a ser britano, amigo de Arturo y el hombre que se llevó a la estrella de Powys de la fortaleza de su hermano. «¡Qué vueltas da la vida! – pensé-, y qué triste dar la última tan temprano, en la isla sagrada de Britania.»

–Supongo que se habrá terminado el queso -dijo Merlín.

Me quedé mirándolo convencido de que todavía soñaba.

–Del blanco, Derfel -dijo en tono ansioso-, del que se desmigaja. No de ese amarillo y duro. No puedo soportar el queso duro de color amarillo.

Se había puesto en pie dentro del pozo y me miraba con expresión seria, con la capa colgándole de un hombro a modo de mantón.

–¿Señor? – dije con un hilo de voz.

–Queso, Derfel. ¿No me has oído? Me muero por un poco de queso. Trajimos un poco, envuelto en lino. ¿Y dónde está mi vara? ¡Se echa uno una siestecilla y al punto le roban la vara! ¿Es que no hay honradez en este perro mundo? Ni queso, ni honradez, ni vara.

–¡Señor!

–Deja de gritarme, Derfel. Sólo tengo hambre, no estoy sordo.

–¡Ay, señor!

–¡Ahora lloras! No soporto los lloriqueos. Lo único que pido es un bocado de queso y tú empiezas a berrear como un mocoso. Ah, aquí está mi báculo. Bien. – De un tirón, lo cogió del lado de Nimue y lo usó a modo de bastón para salir del pozo. Los otros lanceros se habían despertado y lo miraban boquiabiertos. Nimue se levantó y oí que Ceinwyn daba un respingo-. Veo, Derfel -dijo mientras revolvía entre los bultos en busca del queso-, que nos has metido en una ratonera. Estamos rodeados, ¿no?

–Sí, señor.

–¿Y nos superan en número?

–Así es, señor.

–¡Clama al cielo, Derfel! ¿Y te atreves a llamarte señor de guerreros? ¡Queso! Aquí está. Sabía que teníamos un poco. Magnífico.

–La olla, señor -dije señalando al pozo trémulamente. Quería saber si la olla había obrado un milagro, pero estaba tan confuso entre la perplejidad y el alivio que no atinaba a hilar las palabras.

–Una hermosa olla, Derfel. Ancha y profunda, con todas las cualidades deseables en una olla. – Mordió un buen pedazo de queso-. ¡Qué hambre tengo! – Dio otro mordisco, se acomodó entre las rocas y nos sonrió espléndidamente-. ¡Rodeados por un ejército más numeroso! ¡Bien, bien! ¿Y ahora qué? – Engulló el queso que quedaba de un bocado y se sacudió las migajas de las manos. Dedicó una cálida sonrisa a Ceinwyn y tendió su largo brazo hacia Nimue-. ¿Todo va bien? – le preguntó.

–Todo va bien -respondió ella con tranquilidad, y se acurrucó entre sus brazos. Era la única que no parecía sorprendida por su magnífico aspecto y su evidente buena salud.

–¡Sólo que estamos rodeados por un ejército más numeroso! – añadió en son de burla-. ¿Qué le vamos a hacer? Lo mejor en un caso de apuro suele ser sacrificar a alguien. – Recorrió con una mirada expectante los rostros pasmados que lo rodeaban. Había recobrado el color y la energía maliciosa de costumbre-. ¿Derfel, quizás?

–¡Señor! – protestó Ceinwyn.

–¡Tú no, señora! No, no, no, no, no. Ya has hecho bastante.

–Nada de sacrificios, señor -dijo Ceinwyn.

Merlín sonrió. Nimue parecía dormida en sus brazos, pero para el resto no habría más descanso. Una lanza se estrelló contra las rocas más bajas y el estrépito hizo que Merlín me tendiera su báculo.

–Trepa hasta lo más alto, Derfel, y sostén la vara apuntando a poniente. Recuerda, hacia poniente, no hacia oriente. Intenta hacer algo bien en tu vida, ¿quieres? Ya sé que cuando se quiere algo bien hecho tiene que hacerlo uno mismo, pero no pienso despertar a Nimue. ¡Arrea!

Tomé el báculo y subí peña arriba hasta el punto más alto y una vez allí, siguiendo las instrucciones de Merlín, lo dirigí hacia el horizonte marino.

–¡No embistas con él! – me gritó Merlín-. ¡Señala! ¡Siente su poder! ¡No es un cayado de pastor, rapaz, es un báculo de druida!

Sostuve la vara hacia el oeste y los jinetes negros de Diwrnach debieron de oler la magia, porque sus hechiceros empezaron a aullar y un grupo de lanceros se precipitó pendiente arriba amenazándome con las armas.

–Ahora -dijo Merlín al tiempo que las lanzas caían a mis pies-, transmítele poder, Derfel. ¡Transmítele poder! – Me concentré en el báculo pero no sentí nada, aunque Merlín pareció satisfecho de mis esfuerzos-. Ya puedes bajarlo y descansar un poco -dijo-. Por la mañana nos espera una buena caminata. ¿Queda algo más de queso? Me zamparía un saco entero.

Permanecimos tumbados al relente. Merlín no estaba dispuesto a hablar de la olla ni de su enfermedad, pero nuestro estado de ánimo era muy distinto. Renació la esperanza. Viviríamos. Fue Ceinwyn la que primero vio el camino de salvación. Me tocó en el costado y luego señaló hacia la luna; vi entonces que lo que había sido una nítida forma brillante estaba empañada por una especie de torques de trémula neblina semejante a un anillo de gemas pulverizadas, tales eran la intensidad y el brillo de la luz lunar que se reflejaba en las minúsculas gotas.

Merlín seguía hablando de queso, indiferente a la luna.

–Había una mujer en Dun Seilo que hacía el mejor queso blanco del mundo. Creo recordar que lo envolvía en hojas de ortiga y luego lo dejaba reposar seis meses en un cuenco de madera empapado de orines de carnero. ¡Orines de carnero! Algunos se fían de las supersticiones más absurdas, pero de todos modos aquel queso era insuperable. – Chasqueó la lengua risueñamente-. Obligaba a su pobre marido a recoger los orines. ¿Cómo lo hacía? Nunca le pregunté. Tal vez cogía al animal por los cuernos y le hacía cosquillas ¿no?, o a lo mejor engañaba a su mujer y le daba sus propios orines. Eso es lo que yo habría hecho. Parece que ya no hace tanto frío, ¿verdad?

El resplandeciente velo helado que envolvía la luna se habían disipado, pero no por ello su contorno aparecía menos bello, sino que reverberaba en la sutil bruma traída por un cálido aliento de poniente. El brillo de las estrellas se empañó, se disolvió la escarcha de las piedras en un espejeo de humedad y cesó el crudo frío. Podíamos tocar la punta de las lanzas sin quemarnos. Se empezó a levantar un banco de niebla.

–Los dumnonios, ya se sabe, se empeñan en que su queso es el mejor de Britania -siguió diciendo Merlín con toda seriedad, como si no tuviéramos nada mejor que hacer que escuchar una lección sobre el queso-, y debe admitirse que bueno lo es, pero suele pecar de duro. Recuerdo que en una ocasión Uther se rompió un diente comiendo queso de una granja cercana a Lindinis. ¡Se le partió en dos! Al pobre le duró semanas el dolor. No podía soportar que le arrancaran los dientes e insistía en que utilizara la magia, pero, por extraño que parezca, la magia nunca surte efecto con los dientes. Con los ojos, sí; con el vientre, siempre; e incluso a veces con los sesos, aunque en estos tiempos escaseen tanto en Britania, pero con los dientes, jamás. Tengo que ocuparme de ese asunto cuando tenga tiempo. ¡Andad con cuidado, porque me encanta arrancar dientes! – Nos dedicó una sonrisa forzada para enseñarnos su perfecta dentadura, bendición poco común de la que también Arturo disfrutaba, porque los demás sufríamos constantes dolores de muelas.

Levanté la vista y observé que las rocas más altas estaban casi ocultas por la niebla, que cada vez era más densa. Era niebla de druida, que se cuajaba, blanca y espesa, bajo la luna para envolver toda la isla de Ynys Mon en un denso manto de vapor.

–En Siluria -prosiguió Merlín-, sirven unos cuencos de bazofia blancuzca a la que se empeñan en llamar queso. Es tan repelente que ni los ratones la comen, pero ¿qué puede esperarse de Siluria? ¿Querías decirme algo, Derfel? Pareces inquieto.

–Niebla, señor -dije.

–Eres muy observador -dijo en tono de admiración-. ¿Por qué no sacas la olla del pozo? Es hora de irse, Derfel, es hora de irse.

Y nos fuimos.