–¿No? – pregunté amablemente.
–¡No podéis dejar la historia en ese punto! – dijo-. ¿Qué ocurrió?
–Que nos fuimos, naturalmente.
–¡Oh, Derfel! – exclamó arrojando el pergamino a la mesa-. ¡Conozco marmitones que contarían la historia mejor que vos! ¿Qué ocurrió después? ¡Insisto!
Y se lo conté.
Ya alboreaba y la niebla tenía consistencia de lana, tan espesa era que cuando descendimos de las rocas y nos reunimos entre los matojos de la parte alta de la colina, dar un paso habría significado perderse. Merlín nos hizo formar en cadena, cada uno asido al manto del precedente y, con la olla atada a mi espalda, bajamos como pudimos en fila. Merlín, sosteniendo la vara con el brazo extendido, nos condujo por entre los Escudos Sangrientos que nos rodeaban y ninguno nos vio. Oímos a Diwrnach gritando que se dispersaran, pero los jinetes negros sabían que la niebla era mágica y prefirieron quedarse junto a las fogatas. Aun así, aquellos primeros pasos fueron la parte más peligrosa de nuestro viaje.
–Pero cuentan que desaparecisteis -insistió la reina-. Los hombres de Diwrnach dijeron que abandonasteis la isla volando. ¡Todo el mundo conoce la historia! Mi madre me la contó. ¡No podéis decir que simplemente salisteis andando!
–Pero así fue.
–¡Derfel! – me regañó.
–Ni desaparecimos -repliqué con paciencia-, ni salimos volando, pese a lo que vuestra madre os haya contado.
–Entonces, ¿qué ocurrió? – preguntó, desencantada todavía con la vulgar versión de la historia.
Caminamos durante horas siguiendo a Ninme, que poseía una extraordinaria habilidad para orientarse en la niebla y en la noche. También Nimue condujo a mi banda guerrera la víspera de la batalla del valle del Lugg. En aquellos momentos, entre la espesa niebla invernal que cubría Ynys Mon, nos llevó hasta un gran túmulo cubierto de hierba que el pueblo antiguo había hecho. Merlín conocía el lugar, donde, según contó, había dormido años atrás, y ordenó a tres de mis hombres que apartaran las piedras que bloqueaban la entrada, situada entre dos taludes curvos de tierra cubierta de hierba que sobresalían en forma de cuernos. Luego, uno tras otro, nos arrastramos hasta el negro interior del túmulo.
El pueblo antiguo había construido aquella sepultura amontonando rocas enormes para formar un pasillo central del que partían seis estancias menores; posteriormente cubrieron el corredor y las estancias con losas de piedra, sobre las que apilaron tierra. No incineraban a sus muertos como nosotros, ni los sepultaban en la fría tierra como los cristianos, sino que los depositaban en las cámaras de piedra en las que todavía descansan, cada cual con sus tesoros: copas de cuerno, astas de ciervo, puntas de lanza de piedra, cuchillos de pedernal, un plato de bronce y un collar de preciosas cuentas de azabache ensartadas en un raído tendón. Merlín insistió en que no debíamos molestar a los muertos, pues nos daban hospedaje, así que nos hacinamos en el pasillo central y respetamos los osarios. Allí pasamos las horas cantando y relatando historias. Merlín nos dijo que los antiguos eran los guardianes de Britania antes de la llegada de los britanos, y que aún existían en algunos lugares. Él los conoció en los profundos valles perdidos de las tierras salvajes y aprendió su magia. Nos contó que cogían el primer cordero que nacía cada año, lo envolvían en mimbre y lo sepultaban en un terreno de pastoreo para que los siguientes corderos nacieran sanos y fuertes.
–Nosotros todavía lo hacemos -dijo Issa.
–Porque vuestros antepasados lo aprendieron de los antiguos -aseveró Merlín.
–En Benoic -dijo Galahad-, cogíamos la piel del primer cordero y la clavábamos en un árbol.
–También surte efecto. – La voz de Merlín, retumbó en el oscuro y frío corredor.
–Pobres corderos -dijo Ceinwyn, y todos reímos.
La niebla se disipó, pero en el interior del túmulo no teníamos conciencia de si era noche o día, excepto cuando desbloqueábamos la entrada para que alguno saliera a gatas. Teníamos que hacerlo de tanto en tanto para no vivir en medio de nuestros propios excrementos. Si cuando apartábamos las piedras era de día, nos escondíamos en los cuernos de tierra del túmulo y observábamos a los jinetes negros, que registraban afanosamente campos, cuevas, prados, peñas, cabañas y arboledas doblegadas por el viento. Cinco largos días duró la búsqueda, durante los cuales comimos los últimos restos de comida y bebimos el agua que se filtraba en el túmulo, hasta que finalmente Diwrnach entendió que nuestra magia era superior a la suya y abandonó. Aguardamos dos días más, en caso de que se tratara de un ardid para hacernos salir de nuestro escondrijo, y luego nos fuimos. Añadimos oro a los tesoros de los muertos en pago por su hospitalidad, bloqueamos de nuevo la entrada y nos encaminamos hacia el este bajo el sol de invierno. Alcanzamos la playa y, con las espadas, impulsamos dos barcas de pesca y dejamos atrás la isla sagrada. Pusimos rumbo a levante; jamás olvidaré el brillo del sol en los ornamentos de oro y la gran panza de plata de la olla, mientras las destrozadas velas nos impulsaban hacia tierras de levante, más seguras. Compusimos una canción durante el viaje por mar, la canción de la olla mágica, que aún en estos días se oye cantar alguna vez, aunque resulta pobre comparada con las composiciones de los bardos. Desembarcamos en Cornovia y desde allí caminamos en dirección sur, cruzamos Elmet y llegamos a las tierras amigas de Powys.
–He ahí la razón, mi señora -concluí-, de que todas las leyendas digan que Merlín desapareció.
–¿Los jinetes negros no registraron el túmulo? – preguntó Igraine con el ceño fruncido.
–En dos ocasiones -respondí-, pero no sabían que la entrada podía abrirse, o quizá sintieran temor de los espíritus de los muertos que lo habitaban. Además, Merlín había obrado un encantamiento de invisibilidad.
–Más me placería que hubierais salido volando -murmuró, y soltó un suspiro de desilusión-. Habría sido un relato mucho más interesante, pero, la historia de la olla no acaba aquí, ¿verdad?
–¡Ay de mí! No.
–Entonces…
–Entonces, la contaré a su debido tiempo -la interrumpí.
Hizo una mueca de disgusto. Aquel día llevaba la capa de lana gris ribeteada con pieles de nutria que tanto la favorece. Todavía no está encinta, lo que me hace pensar que o bien no está destinada a tener hijos, o bien su esposo, el rey Brochvael, pasa demasiado tiempo con su amante Nwylle. Hace frío, las ráfagas de viento azotan la ventana y avivan las tímidas llamas del fuego encendido en un hogar que podría albergar una fogata diez veces mayor que la que me permite el obispo Sansum. Oigo la reprimenda del santo varón al hermano Arun, el cocinero del monasterio. Las gachas de esta mañana quemaban y san Tudwal se escaldó la lengua. Tudwal es un niño de nuestro monasterio, el compañero en Jesucristo que más quiere el obispo; lo declaró santo el año pasado. El maligno siembra de trampas la senda de la verdadera fe.
–Así que vos y Ceinwyn… -dijo Igraine acusadoramente.
–¿Qué?
–Fuisteis su amante -dijo Igraine.
–De por vida, señora -confesé.
–¿Nunca os casasteis?
–Nunca. Ella hizo un juramento, ¿recordáis?
–Y tampoco se desgarró al parir -dijo Igraine.
–En el tercer parto estuvo a punto de morir, pero los otros fueron más fáciles.
Igraine se acurrucó junto al fuego con las manos tendidas hacia las míseras llamas.
–Sois un hombre afortunado, Derfel.
–¿Lo creéis?
–Por haber vivido un amor tan grande.
La reina tenía una expresión soñadora. No era mayor que Ceinwyn cuando yo la conocí, y era igualmente hermosa. Merecería un amor digno de las trovas de un bardo.
–Fui afortunado -admití.
Por la ventana, veo al hermano Maelgwyn afanado en preparar la provisión de leña del monasterio. Corta los troncos en dos con una cuña y un mazo, y tararea mientras labora. La canción cuenta los amores de Rhydderch y Morag, es decir, que tendrá que soportar una buena regañina tan pronto como el santo varón terminé de humillar a Arun. Somos hermanos en Cristo, nos dice el obispo, unidos por el amor.
–¿No se disgustó Cuneglas con su hermana por huir con vos? – me preguntó Igraine-. ¿Ni siquiera un poco?
–En absoluto -le dije-. Quería que fuéramos a vivir a Caer Sws, pero a nosotros nos gustaba Cwm Isaf, y a Ceinwyn nunca le agradó su cuñada. Helledd era refunfuñona y sus dos tías eran muy desabridas. Ninguna de las tres aprobó la conducta de Ceinwyn y se encargaron de propagar rumores escandalosos que nosotros jamás provocamos. – Hice una pausa al recordar los primeros días-. En verdad, mucha gente se mostró bondadosa -proseguí-. En Powys todavía quedaba cierto resentimiento por la traición del valle del Lugg, pues muchos habían perdido padres, hermanos o maridos, y el desaire de Ceinwyn en cierto modo los desagraviaba. Los complacía ver a Arturo y a Lancelot en tan incómoda situación, de modo que, aparte de Helledd y las dos desabridas tías de Ceinwyn, nadie fue desagradable con nosotros.
–¿Y Lancelot no os retó por ella? – preguntó Igraine desconcertada.
–Ojalá lo hubiera hecho -respondí con dureza-. Me habría gustado sobremanera.
–¡Y Ceinwyn se decidió sin más! – exclamó, admirada por la mera osadía de aquella mujer. Se puso en pie y se acercó a la ventana, donde permaneció un momento escuchando la canción de Maelgwyn-. ¡Pobre Ciwenhwyvach! – dijo de pronto-. La hacéis parecer fea, gorda y sin gracia.
–Así era en verdad, desgraciadamente.
–No todo el mundo puede ser hermoso -dijo con la seguridad del que sabe que lo es.
–No -admití-, pero vos no queréis oír historias de gente común. Queréis la Britania de Arturo vibrante de pasión, pero yo no podía sentir pasión alguna por Gwenhwyvach. El amor no obedece más ley que la de la belleza y la lujuria. ¿Ansiáis un mundo justo? Pues imaginadlo sin reyes, reinas, lores, pasión ni magia. ¿Os placería tan insípido mundo?
–Eso no tiene nada que ver con la belleza -protestó Igraine.
–Al contrario. ¿A qué se debe vuestro rango más que a la circunstancia accidental de vuestro nacimiento? ¿Qué es vuestra belleza sino un mero accidente? Si los dioses -dije, pero tuve que detenerme a corregir mis palabras-, si Dios nos quisiera iguales, nos habría hecho iguales, y si todos fuéramos iguales ¿de qué se alimentarían vuestros romances?
–¿Creéis en la magia, hermano Derfel? – me preguntó en tono desafiante, decidida a cambiar de tema.
–Sí -respondí tras pensarlo un poco-. Aun siendo cristianos, podemos creer en ella, pues ¿qué son los milagros, sino magia?
–¿Es cierto que Merlín podía hacer que la tierra se cubriera de niebla?
–Todo lo que Merlín hacía, señora -respondí con el ceño fruncido-, tenía otra explicación. La niebla viene del mar y todos los días se encuentran cosas que se han perdido.
–¿Y los muertos vuelven a la vida?
–Como Lázaro -respondí- y también Nuestro Señor. – Me santigüé e Igraine, respetuosa, me imitó.
–¿Pero Merlín regresó de entre los muertos?
–No sé si estaba muerto -repuse con prudencia.
–¿Pero Ceinwyn estaba segura?
–Lo mantuvo hasta el día de su muerte, señora.
Igraine retorcía entre los dedos el cordón trenzado de su vestido.
–¿Pero acaso la magia de la olla no consistía en devolver la vida?
–Eso dicen.
–Y que Ceinwyn descubriera la olla mágica no pudo ser sino cosa de magia -afirmó.
–Quizá, pero también pudo ser sentido común. Merlín pasó muchos meses reuniendo fragmentos de recuerdos sobre Ynys Mon. Sabía dónde estaba el centro sagrado de los druidas, junto a Llyn Cerrig Bach, y Ceinwyn se limitó a llevarnos hacia el lugar más cercano donde la olla podía haber sido puesta a buen recaudo. Aunque es cierto que lo vio en sueños.
–Del mismo modo que vos en Dolforwyn -dijo Igraine-. ¿Qué fue lo que Merlín os dio de beber?
–Lo mismo que Nimue dio a Ceinwyn en Llyn Cerrig Bach -dije-, probablemente una infusión de sombrerillo rojo.
–¡La seta! – exclamó horrorizada, y yo asentí con la cabeza.
–Ésa es la razón de que me estremeciera y no fuera capaz de tenerme en pie -dije.
–¡Podríais haber muerto! – se escandalizó.
–Pocos son los que mueren a causa del sombrerillo rojo y, además, Nimue sabía lo que se traía entre manos. – Prefería omitir que la mejor manera de prevenir un accidente con el sombrerillo rojo era que el hechicero comiera la seta y luego diera a beber una copa de su orina al que tenía que soñar-. O quizás utilizara cornezuelo de centeno -dije en cambio-. Aunque creo que fue sombrerillo rojo.
Igraine frunció el ceño al oír que Sansum ordenaba al hermano Maelgwyn que dejara de cantar la canción pagana. El santo está de un humor más irritable que de costumbre. Siente dolor al orinar; tal vez tenga una piedra. Todos rogamos por él.
–¿Y luego qué ocurrió? – preguntó Igraine olvidándose del ampuloso discurso de Sansum.
–Regresamos a Powys. Volvimos a casa.
–¿Con Arturo? – preguntó animada.
–Con Arturo -respondí orgulloso, pues ésta es su historia, la historia de nuestro amado señor de la guerra, de nuestro legislador, de nuestro Arturo.
Aquella primavera en Cwm Isaf fue maravillosa. Quizás era el amor lo que me hacía ver plenitud y brillo por doquier, pero creo que el mundo nunca había estado tan poblado de prímulas y mercuriales, campanillas y violetas, azucenas, lirios y grandes macizos de perifollo. Las mariposas azules campaban por la pradera, de donde arrancamos las enmarañadas matas de grama que crecían bajo los manzanos rebosantes de flores rosadas. Los torcecuellos cantaban entre las ramas floridas, cerca del río había lavanderas y un aguzanieves anidó bajo el techo de paja. Teníamos cinco becerros, todos sanos, glotones y de mirada mansa, y Ceinwyn quedó encinta.
Al regresar de Ynys Mon, forjé dos anillos en los que grabé la cruz de los amantes, distinta de la cristiana. Aquellos anillos los solían lucir las muchachas cuando dejaban de ser doncellas. Muchas llevaban un torzal de paja de sus amantes a modo de insignia y las mujeres de los lanceros se ponían un aro de guerrero con la cruz grabada; las damas de más alto rango raramente usaban anillos, pues los tenían por símbolos vulgares. Algunos hombres también los utilizaban, como Valerin, el comandante de Powys, que llevaba uno con la cruz de los amantes cuando murió en el valle del Lugg. Valerin era el prometido de Ginebra antes de que ella conociera a Arturo.
Nuestros anillos eran aros de guerrero hechos con el metal de un hacha sajona, pero antes de separarme de Merlín, que seguía su camino en dirección sur hacia Ynys Wydryn, arranqué secretamente un fragmento de los adornos de la olla, una diminuta espada de oro que esgrimía uno de los guerreros. Se desprendió con facilidad y la guardé en la bolsa. Una vez en Cwm Isaf, llevé el trocito de oro y los dos aros a un artesano del metal y vi cómo fundía el oro y hacía con él dos cruces que luego incrustó en el hierro. No aparté la vista ni un momento para asegurarme de que no sustituía el oro que le había entregado y, cuando el trabajo estuvo hecho, me puse uno de los anillos y le llevé el otro a Ceinwyn, que al verlo se echó a reír.
–Un torzal de paja habría hecho el mismo servicio, Derfel -dijo.
–El oro de la olla siempre será mejor -respondí, y desde entonces no nos los quitamos, para disgusto de la reina Helledd.
Arturo fue a vernos un día de aquella deliciosa primavera. Me encontró desbrozando el campo de grama con el torso desnudo, una tarea tan interminable como hilar. Me dio una voz desde el río y luego subió a grandes pasos y me saludó. Iba vestido con una camisa de lino gris y largos calzones oscuros, y no llevaba espada.
–¡Así trabajan los hombres! – se burló de mí.
–Arrancar grama es más pesado que luchar -gruñí, y me llevé las manos a los riñones-. ¿Habéis venido a ayudar?
–He venido a ver a Cuneglas -dijo, y se sentó en una piedra junto a uno de los manzanos diseminados por la hierba.
–¿La guerra? – pregunté, como si Arturo tuviera algún otro interés en Powys, y él asintió.
–Ha llegado el momento de reclutar lanzas, Derfel. Sobre todo -añadió con una sonrisa- las de los guerreros de la olla mágica. – Después insistió en que le contara la historia con todo detalle, aunque ya la debía de haber oído una docena de veces, y cuando hube terminado, tuvo el donaire de disculparse por haber dudado de la existencia de la olla. Estoy seguro de que todavía pensaba que era un disparate, y peligroso además, pues el éxito de nuestra empresa había provocado las iras de los cristianos dumnonios, que, tal como había dicho Galahad, creían que éramos instrumentos del maligno. Merlín se había llevado la preciosa olla de vuelta a Ynys Wydryn y la había puesto a buen recaudo en la torre. A su debido tiempo, invocaría sus vastos poderes, pero ya entonces, por el mero hecho de estar en Dumnonia y a pesar de la hostilidad de los cristianos, la olla había renovado las esperanzas del país.
–Aunque confieso -me dijo Arturo- que mayor confianza me inspira ver reunirse los ejércitos de lanceros. Cuneglas me ha dicho que se pondrá en marcha la semana que viene, los silurios de Lancelot se han concentrado en Isca y los hombres de Tewdric ya están dispuestos para la partida. Será un año seco, Derfel, un buen año para la lucha.
Me mostré de acuerdo. Los fresnos habían reverdecido antes que los robles, indicio de un verano seco, lo que significaba que las barreras de escudos se asentarían en terreno firme.
–¿Dónde queréis colocar a mis hombres? – pregunté.
–Conmigo, naturalmente -respondió, e hizo una pequeña pausa para sonreír maliciosamente-. Pensé que me felicitarías, Derfel.
–¿A vos, señor? – pregunté fingiendo que nada sabía para darle la oportunidad de que me anunciara las nuevas.
–Ginebra dio a luz hace un mes -dijo con una sonrisa amplísima-. ¡Un niño, un hermoso niño!
–¡Señor! – exclamé como si me sorprendiera la novedad, aunque ya nos lo habían contado hacía una semana.
–¡Un niño sano y tragón! Buena señal. – No cabía en sí de gozo, pero es que siempre se había complacido enormemente con las cosas más ordinarias de la vida, soñaba con una familia numerosa en una casa sólida y rodeada de campos bien cuidados-. Le hemos puesto de nombre Gwydre -dijo, y repitió el nombre con cariño-, Gwydre.
–Bonito nombre, señor -dije, y a mi vez le anuncié el embarazo de Ceinwyn. Arturo de inmediato decretó que nuestro hijo debería ser una niña, que como era natural se casaría con Gwydre llegado el momento. Me pasó un brazo por los hombros y juntos llegamos andando hasta la casa, donde encontramos a Ceinwyn desnatando un plato de leche. Arturo la abrazó cálidamente y la convenció de que dejara la tarea para los sirvientes y saliera a charlar al sol.
Nos sentamos en el banco que Issa había construido bajo el manzano que crecía junto a la puerta y Ceinwyn le preguntó por Ginebra. –
–¿Fue fácil el parto? – preguntó.
–Sí. – Tocó un amuleto de hierro que llevaba colgado al cuello-. ¡Fue realmente fácil y ella está bien! – exclamó haciendo una mueca-. Le preocupa un poco que tener un hijo la haga envejecer, pero eso es una tontería. Mi madre nunca pareció una vieja y tener un niño le sentará bien. – Sonrió imaginando que Ginebra amaría a su hijo tanto como él. Gwydre no era su primer hijo, ya que Ailleann, su amante irlandesa, le había dado dos mellizos, Amhar y Loholt, que ya eran suficientemente mayores para ocupar un puesto en la barrera de escudos, pero Arturo no deseaba su compañía-. No me aprecian -confesó cuando le pregunté por los gemelos-, pero les agrada nuestro viejo amigo Lancelot. – Nos miró como disculpándose por haber pronunciado tal nombre-. Lucharán con sus hombres.
–¿Luchar? – preguntó Ceinwyn con cautela.
–He venido para llevarme a Derfel lejos de vos, señora mía -respondió Arturo con una sonrisa amable.
–Traedlo de vuelta, señor -fue todo lo que dijo ella.
–Cubierto de riquezas que bastarían para un reino -prometió Arturo y se volvió a mirar los muros bajos de Cwm Isaf, la abultada techumbre de paja que mantenía el calor del hogar y el enorme montón de estiércol que humeaba bajo el hastial.
No era tan grande como la mayoría de las casas de campo dumnonias, pero cualquier hombre libre y próspero de Powys se habría sentido orgulloso de una propiedad semejante, y nosotros nos encontrábamos a gusto. Pensé que Arturo haría algún comentario comparando mi presente humildad con las futuras riquezas y me dispuse a defender Cwm Isaf, pero en cambio adoptó una expresión de pesadumbre.
–Te envidio, Derfel.
–Todo lo que tengo es vuestro, señor -respondí al percibir ansiedad en su voz.
–Estoy condenado a vivir entre pilares de mármol y altísimos frontones -dijo, y se rió quitándole importancia-. Parto mañana. Cuneglas nos seguirá dentro de diez días. ¿Vendrás con él? Antes, si es posible. Trae cuantos víveres podáis cargar.
–¿Adonde? – pregunté.
–A Corinium -respondió, y luego se puso en pie, miró hacia el valle y me sonrió-. Sólo unas palabras más.
–Tengo que dejaros, no quiero que Scarach escalde la leche -dijo Ceinwyn, que captó la clara insinuación-. Que volváis victorioso, señor.
Se puso en pie y se despidió de Arturo con un abrazo. Mi señor y yo fuimos a pasear por el valle, donde admiró las cercas recién entretejidas, los manzanos bien podados y la presa donde habíamos construido un pequeño vivero de peces en el río.
–No te acostumbres demasiado a esta tierra, Derfel -me dijo-. Quiero que vuelvas a Dumnonia.
–Nada me gustaría más, señor -respondí, sabiendo que no era Arturo el que me retenía lejos de mi tierra, sino Ginebra y su aliado Lancelot.
–Ceinwyn parece muy feliz -dijo sonriendo, para cambiar de tema.
–Ciertamente; ambos lo somos.
–Acaso descubras -dijo, tras un instante de duda, con la autoridad del que acaba de ser padre- que el embarazo la vuelve turbulenta.
–Hasta ahora no, señor -respondí-, aunque ha cumplido pocas semanas.
–Eres afortunado de tener una mujer como ella -dijo suavemente y, al recordarlo, creo que fue la primera vez que oí la más ligera queja de Ginebra-. Tener un hijo comporta una gran tensión -añadió apresuradamente-, y los preparativos de guerra no ayudan. No puedo estar en casa cuanto quisiera. – Se detuvo junto a un roble añoso y hendido por un rayo y, aunque su tronco chamuscado había quedado partido en dos, el viejo árbol se esforzaba en echar nuevos brotes verdes-. Debo pedirte un favor -me dijo con cautela.
–Lo que sea, señor.
–No te precipites, Derfel; no sabes de qué se trata. – Se quedó en silencio y, viendo los apuros que pasaba para hacer la petición, supe que sería espinosa. Durante unos momentos no pudo decir palabra al respecto, miró hacia los bosques del extremo sur del valle y murmuró algo acerca de ciervos y campanillas.
–¿Campanillas? – pregunté, seguro de haberlo entendido mal.
–Me preguntaba por qué los ciervos no comen campanillas -dijo evasivamente-. Es lo único que no prueban.
–Lo ignoro, señor.
Volvió a dudar un instante y luego me miró a los ojos.
–He convocado un encuentro de adeptos de Mitra en Corinium -dijo por fin.
Supe lo que se avecinaba e hice de tripas corazón para afrontarlo. La guerra me había proporcionado muchas satisfacciones, pero ninguna tan preciada como los compañeros del culto a Mitra, el dios romano de la guerra que había permanecido en Britania cuando los romanos la abandonaron. Únicamente los elegidos por los iniciados eran admitidos a su culto, y éstos procedían de todos los reinos, de modo que tan pronto luchaban juntos como en bando diferentes, pero cuando se reunían en el pabellón de Mitra, reinaba la paz entre ellos y sólo admitían en sus huestes a los más valientes entre los valientes. Ser iniciado equivalía a recibir el beneplácito de los mejores guerreros de Britania, un honor que no concedería yo con ligereza a ningún hombre. Naturalmente, a las mujeres no se les permitía adorar a Mitra y, de hecho, si alguna llegara a presenciar los misterios, sería castigada con la muerte.
–He convocado el encuentro -dijo Arturo- porque deseo que admitamos a Lancelot en los misterios. – Yo ya había adivinado el motivo, pues Ginebra me había hecho la misma petición el año anterior. En los meses siguientes, quise pensar que se olvidaría del proyecto, pero entonces, en los días previos al inicio de la guerra, volvía a la carga. Traté de desviar la cuestión.
–¿No sería mejor -propuse- que el rey Lancelot aguardara hasta que obtengamos la victoria sobre los sajones? Para entonces ya le habremos visto en la batalla.
Nadie había visto aún a Lancelot en una barrera de escudos y, en honor a la verdad, me habría sorprendido verlo luchar aquel verano, pero lo dije con la esperanza de retrasar la terrible decisión algunos meses.
Arturo hizo un gesto vago, como si mi propuesta fuera de algún modo irrelevante.
–Existen motivos -dijo sin precisar más- que aconsejan elegirlo ahora.
–¿Qué clase de motivos? – pregunté.
–La salud de su madre es precaria.
–No es razón para iniciar a un hombre en los misterios de Mitra -repliqué con una carcajada.
Arturo frunció el ceño, consciente de la fragilidad de sus argumentos.
–Es un rey, Derfel, y encabeza un ejército real en nuestra guerra. Siluria no es de su agrado y no puedo culparle. Añora a los poetas, a los arpistas y las suntuosas estancias de Ynys Trebes, pero perdió su reino porque no fui capaz de cumplir el juramento de acudir con mi ejército en ayuda de su padre. Se lo debemos, Derfel.
–Yo no, señor.
–Se lo debemos -insistió.
–Debería esperar antes de presentarse a Mitra -dije con firmeza-. Si proponéis su nombre ahora, señor, me atrevo a decir que sería rechazado.
Temía tal respuesta por mi parte, pero ni aún así cejó en su empeño.
–Eres amigo mío -dijo, sin darme lugar a replicar- y quisiera, Derfel, que mi amigo fuera tan honrado en Dumnonia como lo es en Powys -argüyó con la mirada baja, fija en el roble hendido, pero entonces alzó los ojos hacia mí-. Te necesito en Lindinis, amigo mío, y si tú sobre todos los demás apoyas el nombre de Lancelot en el templo de Mitra, su elección estará asegurada.
Sus palabras implicaban mucho más de lo que decían. De un modo sutil, confirmaban que la impulsora de la elección de Lancelot era Ginebra, y que ésta olvidaría mis ofensas si la ayudaba a satisfacer su deseo. Es decir, que si elegía a Lancelot, volvería a Dumnonia con Ceinwyn y asumiría el honor de ser el paladín de Mordred, con todas las riquezas, tierras y posición que tan elevado cargo conllevaba.
Me quedé mirando a un grupo de lanceros que descendía la empinada vertiente de la colina norte. Uno llevaba un cordero en brazos y pensé que sería otro huérfano que necesitaría ser criado por Ceinwyn. Habría que alimentarlo con una tetilla de tela empapada en leche, tarea laboriosa que en la mayor parte de los casos no surtía efecto, con la consiguiente muerte del cordero, pero Ceinwyn se empeñaba en intentarlo. Se había negado rotundamente a enterrar en mimbre a ninguno de los corderos y a permitir que fueran desollados para clavar el pellejo en un árbol y, sin embargo, el rebaño no había sufrido perjuicio alguno por la negligencia. Dejé escapar un suspiro.
–Así pues, ¿propondréis a Lancelot en Corinium? – pregunté.
–No, yo no. Lo propondrá Bors, que lo ha visto luchar.
–Entonces, esperemos que los dioses concedan a Bors un pico de oro.
Arturo sonrió.
–¿No me das respuesta ahora? – inquirió.
–No os gustaría oírla, señor.
Se encogió de hombros, me tomó del brazo y regresamos paseando.
–En verdad detesto las sociedades secretas -dijo con voz suave, y no me costó creerle, pues nunca le vi en los misterios de Mitra, aunque había sido iniciado muchos años antes-. Los cultos como el de Mitra habrían de servir para hermanar a los hombres, pero sólo traen rencillas provocadas por la envidia. No obstante, Derfel, un clavo saca otro clavo, de modo que estoy pensando en crear una nueva sociedad de guerreros. La formaré con todos los que participan en la lucha contra el sajón y será la más prestigiosa de Britania.
–Y la más numerosa, espero -añadí.
–Los de la leva quedarán excluidos -añadió, de manera que la prestigiosa sociedad quedaría restringida a los guerreros por juramento, no a los reclutados por el vínculo feudal-. Todos preferirán pertenecer a mi asociación antes que a cualquier secta secreta.
–¿Por qué nombre se la conocerá? – pregunté.
–No sé. ¿Guerreros de Britania? ¿Los camaradas? ¿Las lanzas de Cadarn? – Decía nombres a la ligera, pero la seriedad de su propósito era evidente.
–¿Creéis que si Lancelot perteneciera a los Guerreros de Britania -dije, eligiendo al azar uno de los nombres propuestos-, no le importaría ser excluido del culto a Mitra?
–Sería un consuelo -admitió-, pero no es eso lo que me mueve. Pienso imponer una condición a los candidatos. Para ser admitidos tendrán que renunciar para siempre a luchar entre sí y sellar tal compromiso con un juramento de sangre. – Sonrió brevemente-. Aunque los reyes de Britania se enzarcen en rencillas, los guerreros no podrán nunca combatir entre sí.
–No es exacto -dije con ánimo de provocarle-. El voto de obediencia a un rey está por encima de todos los demás, incluso de vuestro juramento de sangre.
–Al menos lo dificultaré -insistió-, porque estoy decidido a lograr la paz, Derfel. Habrá paz y tú, amigo mío, la disfrutarás a mi lado en Dumnonia.
–Así lo espero, señor.
–Nos encontraremos en Corinium -dijo, y me abrazó. Saludó a mis lanceros con la mano alzada y luego se volvió a mirarme-. Piensa en Lancelot, Derfel, y considera que, ciertamente, en ocasiones tenemos que ceder un poco en el orgullo en favor de la bendición de la paz.
Con esas palabras se alejó a grandes zancadas y fui a avisar a mis hombres de que la vida de campesinos había concluido. Teníamos lanzas y espadas que afilar y escudos que pintar, barnizar y amarrar. Volvíamos a la guerra.
Partimos dos días antes que Cuneglas, pues el rey esperaba la llegada de los jefes y los curtidos guerreros de las plazas fuertes de la montaña, al oeste de Powys. Me pidió que transmitiera a Arturo la promesa de que los hombres de Powys estarían en Corinium antes de una semana, me abrazó y juró por su vida que Ceinwyn estaría a salvo. La enviaría de nuevo a Caer Sws, donde una reducida guarnición de soldados protegería a su familia mientras él iba a la guerra. Al principio, Ceinwyn se mostró reacia a abandonar Cwm Isaf e instalarse en el pabellón de las mujeres, gobernado por Helledd y sus dos tías, pero yo tenía presente lo que Merlín nos había contado acerca del perro sacrificado con cuyo pellejo habían cubierto a una perra tullida en el templo que Ginebra había dedicado a Isis, y le rogué con insistencia que se refugiara aunque sólo fuera por mi tranquilidad, hasta que finalmente accedió.
Añadí seis hombres a la guardia de palacio de Cuneglas y marché hacia el sur con el resto, todos ellos guerreros de la olla mágica. Llevábamos la estrella de cinco puntas de Ceinwyn en los escudos, cada uno portaba dos lanzas, una espada y, cargados a la espalda, voluminosos fardos llenos de pan doblemente cocido, carne ahumada, queso curado y pescado en salazón. Era un placer volver a estar en camino, mal que nos viéramos obligados a pasar por el valle del Lugg, donde los muertos habían sido desenterrados por los cerdos salvajes y el valle semejaba un gran osario. Preocupado por que, a la vista de los huesos, los hombres de Cuneglas recordaran la derrota, decidí dedicar media jornada a sepultar de nuevo los cadáveres. A todos les faltaba un pie, pues, tras la batalla, no pudimos incinerarlos a todos como habríamos deseado, de forma que tuvimos que enterrar a la mayoría tomando la precaución de cercenarles un pie para evitar que las almas vagaran. Trabajamos de firme aquella media jornada, pero no conseguimos disimular la carnicería que se había producido. Abandoné el trabajo para visitar el templo romano en el que mi espada había terminado con la vida del druida Tanaburs y Nimue había extinguido el espíritu de Gundleus y allí, en el suelo aún manchado de sangre de ambos, me tumbé entre las pilas de calaveras cubiertas de telarañas y pedí regresar ileso junto a Ceinwyn.
Al día siguiente dormimos en Magnis, ciudad ajena donde las hubiera a las ollas protegidas por la niebla y a los cuentos nocturnos sobre tesoros de Britania. Estábamos en Gwent, territorio cristiano, donde todo era pura actividad bélica. Los herreros forjaban puntas de lanza, los curtidores preparaban cubiertas para escudos, vainas, cintos y botas, mientras las mujeres se afanaban en cocer panes duros y finos que tenían que durar tantas semanas de campaña. Los hombres del rey Tewdric llevaban uniformes romanos, con coraza de bronce, faldas de cuero y largas capas. Un centenar de ellos ya había partido hacia Corinium y doscientos más los seguirían, pero no a las órdenes del rey, pues Tewdric estaba enfermo, sino a las de su hijo Meurig, el Edling de Gwent. Al menos oficialmente, pues en verdad los dirigía Agrícola. El general era viejo, pero mantenía el porte erguido y su brazo, lleno de cicatrices, todavía podía blandir la espada. Tenía fama de ser más romano que los romanos y su severo semblante siempre me había inspirado cierto temor, pero aquel día de primavera, a las puertas de Magnis, me saludó de igual a igual. Asomó la cabeza de cortos cabellos grises bajo el dintel de su tienda y, entonces, en uniforme romano, se acercó a grandes zancadas y, para mi sorpresa, me saludó con un abrazo.
Pasó revista a mis treinta y cuatro lanceros, que parecían peludos y desaliñados al lado de sus bien rasurados soldados, pero dio el visto bueno a sus armas y aún más a la cantidad de comida que llevábamos.
–He pasado años predicando que de nada sirve enviar lanceros a la guerra sin un buen fardo de comida -gruñó-, y ¿qué hace Lancelot de Siluria? Mandarme un centenar con una mano delante y otra detrás. – Me invitó a su tienda y me sirvió un vino clarete de rancio sabor-. Os debo una disculpa, lord Derfel -dijo.
–No lo creo así, señor -dije. Me sentía cohibido por la intimidad que me dispensaba tan famoso guerrero, que contaba con edad suficiente como para ser mi abuelo, pero él desechó mi humildad con un gesto de la mano.
–Deberíamos haber acudido al valle del Lugg.
–Parecía un batalla perdida de antemano, señor -dije-. Nosotros no teníamos nada que perder, al contrario que vosotros.
–Pero vencisteis, ¿no es así? – replicó con un gruñido. Se volvió a recoger una laminilla de madera que una ráfaga de viento amenazaba con hacer volar de la mesa. Ésta estaba cubierta de decenas de laminillas similares con listas de hombres y raciones. La sujetó con un cuerno de tinta y volvió a mirarme-. He oído que nos reuniremos con el toro.
–En Corinium -confirmé.
Agrícola, contrariamente a su señor Tewdric, era pagano, pero no tenía tiempo para los dioses britanos, sólo para Mitra.
–Para elegir a Lancelot -dijo Agrícola con aspereza. Se detuvo a escuchar las órdenes que un hombre gritaba a las formaciones del campo, no oyó nada que le impeliera a salir de la tienda y volvió a mirarme-. ¿Qué sabéis de Lancelot?
–Suficiente -dije- como para oponerme.
–¿Ofenderíais a Arturo? – inquirió, sorprendido.
–Debo elegir entre ofender a Arturo o a Mitra -dije con amargura, e hice el gesto contra el mal-. Y Mitra es un dios.
–Arturo habló conmigo cuando pasó por aquí camino de Powys -me confió- y dijo que la elección de Lancelot fortalecería la unión de Britania. – Hizo una pausa y puso cara de desagrado-. Me insinuó que le debía mi voto en compensación por nuestra ausencia en el valle del Lugg.
Al parecer, Arturo estaba comprando votos por todos los medios posibles.
–En tal caso, dádselo, señor. Sólo es necesario uno para rechazarlo y con el mío bastará.
–Yo no miento a Mitra -se rebeló Agrícola-, y no me agrada el rey Lancelot. Estuvo aquí hace dos meses, comprando espejos.
–¡Espejos! – tuve que reírme por fuerza. Lancelot siempre había coleccionado espejos, y en el alto y espacioso palacio del mar que su padre tenía en Ynys Trebes había cubierto de espejos romanos los muros de toda una estancia. Debieron de fundirse en el fuego cuando las hordas de francos invadieron el palacio y, al parecer, Lancelot estaba reconstruyendo su colección.
–Tewdric le vendió un extraordinario espejo de electro -me contó Agrícola-, grande como un escudo, con la superficie nítida como un lago de aguas oscuras en un día de sol. Y lo pagó a buen precio. – Así debió de ser, pensé, pues los espejos de electro, una amalgama de oro y plata, no abundaban-. ¡Espejos! – exclamó en tono mordaz-. Más le valdría atender a sus obligaciones en Siluria, en vez de dedicarse a comprar espejos. – Cogió la espada y el casco rápidamente al oír un cuerno en la ciudad. Sonó dos veces y el general reconoció la señal.
–El Edling -gruñó. Fuimos afuera, bajo el sol y, efectivamente, Meurig salía cabalgando por la muralla romana de Magnis-. Acampo extramuros -me confió, mirando a la guardia de honor que formaba en dos filas- para evitar a sus sacerdotes.
El príncipe Meurig llegó acompañado por cuatro sacerdotes cristianos que se veían obligados a correr para mantenerse al paso del caballo. El príncipe era joven; ciertamente, la primera vez que lo vi todavía era un niño y no hacía mucho de eso, pero disimulaba su juventud con un talante irritable y quejumbroso. En aquel momento, era ya un joven pálido, delgado y de escasa estatura, con una rala barba morena, y notorio por su afición a los detalles más insignificantes en los pleitos de los tribunales y las reyertas eclesiásticas. Tenía fama de erudito; aseguraban que era un experto en la refutación de la herejía pelagiana, que tanto perjudicaba a la Iglesia cristiana en Britania, sabía de memoria los dieciocho capítulos de la ley tribal britana y era capaz de recitar las genealogías de diez reinos britanos remontándose veinte generaciones, así como los linajes de todos sus clanes y tribus, y eso era sólo era el principio de los vastos conocimientos de Meurig, según sus admiradores, los cuales lo tenían por joven ejemplar en cuestiones del saber y por el mejor retórico de Britania. Por contra, en mi opinión, el príncipe había heredado la gran inteligencia de su padre, pero no su sabiduría. Fue Meurig, más que ningún otro, el que persuadió al consejo de Gwent de que abandonara a Arturo ante la batalla del valle del Lugg, motivo que, por sí mismo, ya me parecía suficiente para no apreciar a Meurig, pero cuando el príncipe desmontó hinqué una rodilla en tierra como es de rigor.
–Derfel, me acuerdo de vos -dijo con su extraña voz aflautada, y pasó por mi lado hacia la tienda sin darme licencia para levantarme.
Agrícola me hizo seña de que entrara y me librara de la compañía de los cuatro jadeantes sacerdotes, que estaban allí con la única misión de mantenerse cerca del príncipe. Meurig, que vestía toga y llevaba una pesada cruz de madera colgada de una gruesa cadena de plata en torno al cuello, pareció molesto por mi presencia, pero se limitó a fruncir el ceño y prosiguió exponiendo sus quejas a Agrícola en el acostumbrado tono lastimero, pero como hablaban en latín, no entendí nada. Para respaldar sus argumentos, Meurig agitaba un pergamino en las narices de Agrícola, que soportaba la arenga pacientemente.
Por fin, el príncipe dejó la discusión, enrolló el pergamino y lo guardó en la toga. Luego, se dirigió a mí.
–¿No esperaréis que demos de comer a vuestros hombres? – dijo hablando de nuevo en britano.
–Hemos traído nuestros propios avíos, lord príncipe -dije, y a continuación me interesé por la salud de su padre.
–El rey está aquejado de una fístula en la ingle -me informó con, su aguda voz-. Le hemos aplicado cataplasmas y los médicos le sangran con regularidad, pero desgraciadamente. Dios no ha creído oportuno devolverle la salud.
–Mandad llamar a Merlín, lord príncipe -propuse.
Meurig me miró con asombro. Era muy corto de vista y quizá fueran sus débiles ojos los que conferían a su rostro la expresión de permanente malhumor. Soltó una breve risita de burla.
–Claro, todos os conocen, si me permitís el comentario -dijo con sarcasmo-, por ser uno de los insensatos que se enfrentaron a Diwrnach para recuperar un caldero y llevarlo de vuelta a Dumnonia. Una marmita para hacer el cocido ¿no?
–Una olla mágica, lord príncipe.
Los delgados labios de Meurig se abrieron en una breve sonrisa.
–¿No se os alcanza, lord Derfel, que nuestros herreros habrían podido forjar una docena de ollas en el mismo tiempo?
–La próxima vez sabré dónde buscar cacharros de cocina, lord príncipe -dije; Meurig dio un respingo ante el insulto y el general sonrió.
–¿Habéis entendido algo? – me preguntó Agrícola cuando Meurig se hubo marchado.
–No entiendo de latines, señor.
–Se quejaba de un comandante que no ha pagado sus impuestos. El pobre hombre debía pagar treinta salmones ahumados y veinte carretadas de leña cortada, pero no hemos recibido de él más que cinco carretas de leña y ningún salmón. Pero lo que Meurig no entiende es que las pobres gentes de Cyllig sufrieron el flagelo de la peste el invierno pasado, los pescadores furtivos han dejado el río Wye vacío y, a pesar de todo, Cyllig me envía dos docenas de lanceros. – Agrícola escupió asqueado-. ¡Diez veces al día! – exclamó-. Diez veces al día, el príncipe viene a verme con un problema que cualquier escribano del tesoro de mediana inteligencia resolvería en un abrir y cerrar de ojos. Sólo desearía que su padre se atara bien fuerte la ingle y volviera al trono.
–¿Es grave el estado de Tewdric?
Agrícola se encogió de hombros.
–Está cansado, no enfermo. Quiere abdicar. Dice que se hará la tonsura y se convertirá en sacerdote. – Volvió a escupir en el suelo de la tienda-. Pero mantendré a raya a nuestro Edling. Haré que sus damas vayan a la guerra.
–¿Damas? – pregunté, pues el tono irónico con que Agrícola había pronunciado la palabra me despertó la curiosidad.
–Aunque esté más ciego que un gusano, lord Derfel, es capaz de divisar a una muchacha mejor que un halcón a su presa. Le gustan las mujeres, sí, y cuantas más, mejor. ¿Por qué no? Es la conducta propia de los príncipes. – Se desató el cinturón de la espada y lo colgó de un clavo que sobresalía en uno de los postes de la tienda.
–¿Partís mañana?
–Sí, señor.
–Cenad conmigo esta noche -dijo; me acompañó al exterior y observó el cielo-. Será un verano seco, lord Derfel. Un buen verano para matar sajones.
–Un verano que ha de inspirar grandes canciones -contesté entusiasmado.
–A veces creo que el problema de los britanos -reflexionó Agrícola con pesimismo- es que pasamos mucho tiempo cantando y poco matando sajones.
–Este año no será así -repliqué-, este año no. – Aquél era el año de Arturo, el año de la matanza de los sais. El año, rogaba yo, de la victoria total.
Al salir de Magnis, tomamos las rectas calzadas romanas que enlazaban las principales ciudades del centro de Britania. Marchábamos a paso ligero y llegamos a Corinium en dos días, contentos de estar de nuevo en Dumnonia. La estrella de cinco puntas de mi escudo todavía era una enseña desconocida, pero en cuanto los campesinos oían mi nombre, se arrodillaban para que los bendijera, pues yo era Derfel Cadarn, el defensor del valle del Lugg y guerrero de la olla mágica, y mi reputación parecía haber alcanzado cotas muy altas en mi tierra, al menos entre los paganos. En las ciudades y en los pueblos grandes, donde los cristianos eran más numerosos, solían recibirnos con sermones. Nos decían que asistiendo a la campaña contra los sajones cumplíamos la voluntad de Dios, pero que en caso de morir en la batalla, nuestras almas irían al infierno si todavía adorábamos a los antiguos dioses.
Yo temía a los sajones más que al infierno de los cristianos. Los sais eran un enemigo temible de gentes pobres, desesperadas y numerosas. A nuestra llegada a Corinium, oímos noticias inquietantes de barcos que atracaban diariamente en las costas orientales de Britania, cada cual con su ominosa carga de guerreros y familias hambrientas. Los invasores querían nuestras tierras y para conseguirlas reunían cientos de lanzas, espadas y hachas de doble filo, pero no por eso perdimos la confianza. Con despreocupación propia de locos, marchamos a la guerra casi con alegría. Supongo que, tras los horrores del valle del Lugg, nos creíamos invencibles. Éramos jóvenes y fuertes, los dioses nos amaban y teníamos a Arturo.
En Corinium encontré a Galahad. Desde el día en que nos separamos en Powys, él había ayudado a Merlín a volver a Ynys Wydryn con la olla mágica, y luego había pasado la primavera en la fortaleza reconstruida de Caer Ambra, desde la cual hizo incursiones adentrándose en Lloegyr con las tropas de Sagramor. Los sajones, me advirtió, estaban preparados para recibirnos y habían puesto almenaras en todos los cerros para avisar de nuestra llegada. Galahad había acudido a Corinium para asistir al gran consejo de guerra convocado por Arturo y le acompañaban Cavan y el grueso de mis lanceros, que se había negado a ir a las tierras septentrionales de Lleyn. Cavan hincó la rodilla en tierra y me rogó que les permitiera renovar su juramento de lealtad.
–No hemos prestado ningún otro juramento -me prometió-, excepto el de servir a Arturo, y él dice que podemos serviros a vos si nos admitís.
–Creí que ya serías rico -dije a Cavan- y te habrías ido a tu casa de Irlanda.
–Todavía conservo el tablero de dados, señor -dijo sonriendo.
Lo acogí de buen grado y besó la hoja de Hywelbane. Luego pidió licencia para pintar la estrella blanca en el escudo, y también sus hombres.
–Podéis pintarla -le dije-, pero sólo con cuatro puntas.
–¿Cuatro, señor? – se extrañó Cavan y me miró el escudo de reojo-. La vuestra tiene cinco.
–La quinta punta -le expliqué- es para los guerreros de la olla mágica.
Pareció desilusionado, pero se conformó. Arturo tampoco lo habría aprobado, pues habría comprendido que, en justicia, la quinta punta era una distinción que marcaba la superioridad de un grupo de hombres sobre el otro, pero a los guerreros les gustan tales distinciones y los hombres que habían osado recorrer el Sendero Tenebroso se la merecían.
Fui a saludar a los lanceros de Cavan y los encontré acampados junto al río Churn, que discurría al este de Corinium. Casi un centenar de hombres se había instalado al raso en la margen del pequeño río, pues no había espacio intramuros para acoger a todos los guerreros reunidos en torno a las murallas romanas. El grueso del ejército se concentraba en las inmediaciones de Caer Ambra, pero todos los jefes convocados al consejo de guerra habían acudido con algunos siervos, que por sí solos parecían ya un reducido ejército acampado en las verdes orillas del Churn. El éxito de la estrategia de Arturo se hacía evidente con una mera ojeada a los escudos amontonados, pues distinguí el toro negro de Cwent, el dragón rojo de Dumnonia, el lobo de Siluria, el oso de Arturo y las enseñas de los hombres que, como yo, habían merecido el honor de tener una propia: estrellas, halcones, águilas, jabalíes, la terrible calavera de Sagramor y la solitaria cruz cristiana de Calahad.
Culhwch, el primo de Arturo, acampaba con sus lanceros, y, tan pronto como se enteró de mi llegada, corrió a saludarme. Me complació volver a verle. Luchando a su lado en Benoic había llegado a apreciarle como a un hermano. Era un hombre vulgar, descarado, alegre, fanático, ignorante y grosero, pero no había mejor compañero de armas.
–Dicen que has metido un pan en el horno de la princesa -exclamó en cuanto me hubo abrazado-. Eres un perro con suerte. ¿Lograste que Merlín te hiciera un hechizo?
–Mil.
–No puedo quejarme -dijo riendo-. Ya tengo tres mujeres, que se sacarían los ojos entre ellas si pudieran, y las tres están preñadas. – Me miró fijamente con una amplia sonrisa y luego se rascó la ingle-. Piojos -me informó-. No me libro de ellos, pero tengo el consuelo de que también han infestado al enano malnacido de Mordred.
–¿A nuestro rey? – dije en son de broma.
–Es un enano malnacido -dijo con tono feroz-. Te lo aseguro, Derfel. Le he zurrado hasta hacerlo sangrar y ni así aprende. Es un sapejo rastrero. – Escupió-. ¿Así que mañana te opondrás a Lancelot?
–¿Cómo lo sabes? – Solamente a Agrícola había confirmado la firme decisión, pero de algún modo la noticia había llegado a Corinium antes que yo, o tal vez mi antipatía hacia el rey silurio fuera tan conocida que nadie podía imaginar otro proceder por mi parte.
–Lo sabe todo el mundo, y todos están contigo. – Miró hacia algún punto tras de mí y, de pronto, escupió-. Cuervos.
Me volví y vi una procesión de sacerdotes cristianos avanzando por la orilla opuesta del Churn. Eran unos doce, todos vestidos de negro, todos con barba y entonando al unísono uno de esos cantos fúnebres de su religión. Una veintena de lanceros seguía a los sacerdotes y advertí con sorpresa que en sus escudos figuraba el lobo de Siluria o el águila pescadora de Lancelot.
–Creí que el ceremonial sería dentro de dos días -dije a Galahad, que había permanecido a mi lado.
–Así es -contestó. Las ceremonias eran el preámbulo de la guerra y servían para rogar por la protección de los guerreros, tanto al dios cristiano como a las divinidades paganas-. Más parece un bautizo -añadió Galahad.
–En el nombre de Bel, ¿qué es un bautizo? – preguntó Culhwch.
–Es un signo externo, mi querido Culhwch -dijo Galahad con un suspiro-, que simboliza quedar limpio de pecado por la gracia de Dios.
Culhwch se dobló de risa al oír la explicación, lo que provocó el enfado inmediato de uno de los sacerdotes, que se había arremangado las faldas hasta la cintura y se adentraba en el vado. Iba tentando el lecho del río con una vara en busca de un tramo suficientemente profundo para la ceremonia del bautismo, y su torpeza atrajo a un nutrido grupo de lanceros ociosos al juncal de la margen opuesta a la de los cristianos.
Durante unos momentos no ocurrió nada destacable. Los lanceros silurios hacían la guardia visiblemente avergonzados, mientras los tonsurados sacerdotes salmodiaban su cántico y el solitario vadeador seguía sondeando el río con el extremo romo de su larga vara acabada en una cruz de plata.
–¡Con eso no cogerás truchas jamás! – gritó Culhwch-. ¿Por qué no pruebas con un arpón de pesca? – Los lanceros congregados rieron y los sacerdotes fruncieron el ceño y cantaron con fuerzas redobladas. De la ciudad habían acudido algunas mujeres, que se unieron a los cánticos de los sacerdotes-. Es una religión de mujeres -sentenció Culhwch, y escupió.
–Es mi religión, estimado Culhwch -murmuró Galahad. Culhwch y él sostenían la misma discusión desde la larga guerra de Benoic, y sus disputas, al igual que su amistad, no tenían visos de acabar.
El sacerdote encontró un lugar bastante profundo, tanto, que el agua le llegaba a la cintura, e intentó clavar la vara en el fondo del río, pero la fuerza de la corriente la tumbaba y cada nuevo intento fallido arrancaba las carcajadas de los lanceros. Algunos de los mirones eran cristianos, pero nadie intentó poner fin a las mofas.
Finalmente, el sacerdote consiguió plantar la cruz, aunque de forma precaria, y salió de nuevo a la orilla. Los lanceros se mofaron con silbidos y abucheos de sus escuálidas piernecillas blancas y él se bajó precipitadamente las empapadas faldas para esconderlas.
Entonces apareció una segunda procesión cuya visión impuso el silencio en nuestra margen del río. Era un silencio respetuoso, pues se aproximaba una carreta de bueyes con colgaduras de lino blanco en la que viajaban dos mujeres y un sacerdote escoltados por doce lanceros. Una de las mujeres era Ginebra y la otra, la reina Elaine, la madre de Lancelot, pero lo más sorprendente fue la identidad del sacerdote. Tratábase del obispo Sansum, investido con todos los atributos de obispo, sepultado bajo llamativas capas pluviales y mucetas bordadas, y de su cuello colgaba una gruesa cruz de oro rojizo. La tonsura afeitada en la parte delantera de la cabeza se le había enrojecido por el sol y los mechones de pelo negro que le crecían alrededor se encrespaban como orejas de ratón. Nimue lo llamaba Lughtigern, el señor de los ratones.
–Creía que Ginebra no podía soportarlo -dije, pues siempre habían sido enemigos acérrimos, pero ahí estaba el señor de los ratones, acercándose al río en la carreta de Ginebra-. ¿Acaso no había caído en desgracia?
–La mierda flota algunas veces -gruñó Culhwch.
–Pero Ginebra ni siquiera es cristiana -me indigné.
–Y ahí llega la otra mierda que la acompaña -dijo Culhwch, y señaló hacia un grupo de seis jinetes que seguía a la pesada carreta.
Lancelot iba a la cabeza, montado en un caballo negro y vestido con un simple par de calzones de lana y una camisa blanca. A los lados iban los hijos gemelos de Arturo, Amhar y Loholt, ataviados con toda la parafernalia de guerra, yelmo empenachado, cota de malla y botas altas. Tras ellos, cabalgaban otros tres jinetes; uno llevaba armadura y los otros dos, las largas túnicas blancas propias de los druidas.
–¿Druidas? – me extrañé-. ¿En un bautizo?
Galahad se encogió de hombros, incapaz como yo de encontrar una explicación.
Los druidas eran jóvenes fornidos, de hermoso rostro moreno, barba poblada y larga cabellera negra cuidadosamente peinada, que les crecía a partir de una mínima tonsura. Portaban báculo negro con muérdago en la punta y, lo que era más extraño en un druida, espada envainada al costado. Observé que el guerrero que cabalgaba a su lado no era hombre, sino mujer, una mujer alta, de espalda recta y con una extravagante melena de rizos rojos que caía en cascada desde el yelmo de plata hasta tocar el lomo del caballo.
–La llaman Ade -me dijo Culhwch.
–¿Quién es? – pregunté.
–¿Quién crees tú que ha de ser? ¿La cocinera? Es la que le calienta la cama -me contó con una sonrisa-. ¿No te recuerda a alguien?
Me acordé de Ladwys, la amante de Gundleus. Me pregunté si no sería el destino de los reyes silurios tener una amante que montara a caballo y blandiera la espada como un hombre. Ade llevaba una espada larga colgada de la cadera, una lanza en la mano y el escudo del águila pescadora en el brazo.
–A la amante de Gundleus -le dije.
–¿Con esa melena roja? – respondió Culhwch despectivamente.
–A Ginebra -dije, y era cierto que había un claro parecido entre Ade y la arrogante Ginebra, que acompañaba a la reina Elaine en la carreta. Elaine estaba pálida, pero por lo demás, nada hacía sospechar que la enfermedad la estuviera matando, tal como se rumoreaba. Ginebra estaba tan hermosa como siempre, sin señal alguna de los recientes sufrimientos del parto. No llevaba al niño consigo, aunque tampoco me lo esperaba. Gwydre estaría con toda seguridad en Lindinis, al cuidado de un ama de cría y suficientemente alejado de Ginebra como para no alterarle el sueño con sus llantos.
Los hijos gemelos de Arturo desmontaron tras Lancelot. Aquel año ya se les permitiría acudir a la guerra lanza en mano, pero en verdad eran aún muy jóvenes. Me había cruzado con ellos en multitud de ocasiones y ya sabía que no eran de mi agrado. Carecían totalmente del sentido práctico de Arturo. Malcriados desde su más tierna infancia, se habían convertido en dos jóvenes tempestuosos, egoístas y codiciosos, que guardaban rencor a su padre, despreciaban a su madre Ailleann y se vengaban de su bastardía abusando de las gentes que no osaban enfrentarse a ellos por ser vástagos de Arturo. Eran despreciables. Los dos druidas desmontaron y se situaron junto a la carreta de bueyes.
Culhwch fue el primero que entendió la maniobra de Lancelot.
–Si se bautiza -gruñó a mi oído-, no podrá ser iniciado de Mitra.
–Bedwin se inició -le hice notar- y era obispo.
–Nuestro estimado Bedwin jugaba a dos bandos -me contó-. Cuando murió, encontramos una imagen de Bel en su casa y su mujer nos dijo que le ofrecía sacrificios. Verás que tengo razón y esto no es sino una estratagema para evitar ser rechazado en el culto a Mitra.
–Acaso haya sentido la llamada de Dios -terció Galahad, levemente indignado.
–En tal caso, y perdona pues se trata de tu hermano, ese dios debe de tener las manos sucias -replicó Culhwch.
–Sólo es medio hermano -dijo Galahad, que no deseaba que le relacionaran íntimamente con Lancelot.
La carreta se detuvo muy cerca de la orilla. Sansum abandonó su mullido asiento y, sin molestarse en arremangarse las espléndidas vestiduras, se metió en el río. Lancelot desmontó y esperó en la orilla a que el obispo llegara a la cruz y la asiera. Sansum era un hombre de escasa talla y el agua le llegaba hasta la pesada cruz que adornaba su pecho estrecho. Miró hacia nosotros, su congregación involuntaria, y levantó su voz potente.
–Esta semana -atronó- marcharéis a combatir al enemigo con vuestras lanzas y Dios estará con vosotros. ¡Dios os bendice y os ayuda! En el día de hoy, en este mismo río, recibiréis una señal del poder de nuestro Dios. – Los cristianos allí reunidos se santiguaron, mientras que algunos paganos, como Culhwch y yo, escupimos para ahuyentar el mal.
–¡He aquí al rey Lancelot! – bramó Sansum señalándole con la mano como si no lo hubiéramos reconocido-. ¡He aquí al héroe de Benoic, el rey de Siluria y el señor de las águilas!
–¿El señor de qué? – preguntó Culhwch.
–Esta semana -continuó Sansum-, esta misma semana iba a ser recibido en la pútrida compañía de Mitra, ese falso dios cruento e iracundo.
–Eso pretendía -gruñó Culhwch entre los murmullos de protesta de algunos presentes que también eran iniciados.
–Pero ayer -vociferó Sansum acallando las protestas-, este noble monarca tuvo una visión. ¡Una visión! No una pesadilla engendrada en el vientre por un hechicero ebrio, sino un sueño puro, un sueño agradable que descendió del cielo volando con alas de oro. ¡Una visión sagrada!
–Ade se levantó las faldas -murmuró Culhwch.
–La santísima y bendita madre de Dios visitó al rey Lancelot -gritó Sansum-. La Virgen María en persona, la Señora de los afligidos, de cuyo seno inmaculado y perfecto nació el niño Jesús, el Salvador de toda la humanidad. Ayer, en un estallido de luz, en una nube de estrellas doradas, se presentó ante el rey Lancelot y tocó con su mano adorable a Tanlladwyr.
Señaló de nuevo hacia atrás y Ade desenvainó con toda solemnidad la espada de Lancelot, de nombre Tanlladwyr, que significa «Asesina Fulgurante», y la sostuvo en alto. El reflejo del sol sobre el acero me deslumhró un instante.
–Nuestra Señora -gritó Sansum- prometió a Lancelot que con esta espada daría la victoria a Britania. Dijo Nuestra Señora que esta espada había sido tocada por la mano del Hijo, traspasada por los clavos, y bendecida por la caricia de Su Madre. Desde el día de hoy, Nuestra Señora decretó que había de llamarse la Espada de Cristo, pues es sagrada.
Para su descargo, habría que decir que Lancelot, mostraba una intensa turbación ante tales palabras. La ceremonia en sí debía de resultarle muy violenta, ya que era un hombre de orgullo desmesurado y dignidad frágil, pero debió de estimar preferible ser sumergido en un río que afrontar la vergüenza de no ser admitido en los misterios de Mitra. La certeza del rechazo le habría llevado a abjurar en público de todos los dioses paganos. Observé que Ginebra miraba deliberadamente hacia otro lado, aparentemente interesada en los estandartes guerreros izados en las murallas de madera y tierra de Corinium. Ella era pagana, adoradora de Isis, y su odio a los cristianos era de todos conocido, pero la necesidad de apoyar la ceremonia pública que evitaba a Lancelot la humillación de Mitra había sido claramente superior al odio que sentía. Los dos druidas hablaban con ella entre murmullos y de vez en cuando conseguían hacerla reír.
Sansum se dio la vuelta y miró a Lancelot.
–Lord rey -le llamó en voz bastante alta como para que oyéramos desde la otra orilla-, ¡acercaos! Entrad en las aguas de la vida, venid a recibir como un niño el bautismo en la Sagrada Iglesia del único Dios verdadero.
Ginebra se volvió lentamente para ver entrar a Lancelot en el río. Galahad se santiguó, los sacerdotes cristianos de la orilla opuesta oraban con los brazos extendidos y las mujeres de la ciudad cayeron de hinojos con la vista puesta en el alto y apuesto rey que vadeaba el río ai encuentro del obispo. El sol se reflejaba en el agua y arrancaba destellos dorados de la cruz que sostenía Sansum. Lancelot mantenía los ojos bajos, como si no deseara ver quién presenciaba la humillante ceremonia.
Sansum alzó la mano y tocó a Lancelot en la coronilla.
–¿Abrazáis la única fe verdadera -bramó para que todos le oyéramos-, la fe de Cristo, que murió por nuestros pecados?
Lancelot debió de decir que sí, pero ninguno de nosotros oyó la respuesta.
–¿Renunciáis, pues -gritó Sansum aún más fuerte-, a todos los demás dioses, a cualquier otra religión y a todos los demás espíritus abyectos, demonios, ídolos y engendros del diablo, cuyos actos infames engañan al mundo?
Lancelot murmuró algo y asintió con la cabeza.
–¿Denunciáis y rechazáis -prosiguió Sansum con fruición- las prácticas de Mitra y declaráis que son, en honor a la verdad, el excremento de Satán y el horror de nuestro Señor Jesucristo?
–Sí.
En esta ocasión oímos la respuesta de Lancelot alta y clara.
–Así pues, en el nombre del Padre -proclamó Sansum-, del Hijo y del Espíritu Santo, os declaro cristiano. – Y con esto, puso la mano sobre la aceitada cabellera de Lancelot y lo empujó con fuerza hasta sumergirlo en las frías aguas del Churn. Lo mantuvo durante tanto rato que llegué a pensar que el mal nacido se ahogaría, pero finalmente lo soltó-. Ahora -anunció Sansum al tiempo que Lancelot tosía y escupía agua-, estáis limpio de vuestros pecados, sois cristiano y guerrero del sagrado ejército cristiano. – Ginebra, insegura del proceder más adecuado a la ocasión, aplaudió cortésmente, mientras que las mujeres y los sacerdotes entonaron una nueva canción curiosamente animada, para ser cristiana.
–Por el sagrado nombre de una santa ramera -preguntó Culhwch a Galahad-, ¿qué es un espíritu santo?
Pero Galahad ya no estaba allí para responder. En un arranque de alegría por el bautismo de su hermano se había lanzado al río y lo había cruzado a nado, de manera que emergió del agua al mismo tiempo que el sofocado Lancelot. Éste no esperaba verlo y por un momento se alarmó, sin duda pensando en la amistad que Galahad me profesaba, pero debió de recordar a tiempo el deber de amor cristiano que le acababan de imponer y se sometió al entusiasta abrazo de su medio hermano.
–¿Besamos a ese mal nacido nosotros también? – inquirió Culhwch con una sonrisa maliciosa.
–Dejémoslo en paz -dije. Lancelot no me había visto y yo no sentía necesidad alguna de hacerme notar, pero en aquel mismo instante, Sansum, que había salido del río y se escurría el agua de las pesadas vestiduras, me vio. El señor de los ratones nunca supo dejar pasar la oportunidad de provocar a un enemigo, y aquel día no fue la excepción.
–Lord Derfel -me interpeló.
Hice caso omiso. Ginebra, al oír mi nombre, alzó la cabeza bruscamente. Estaba hablando con Lancelot y Galahad, pero dio una orden súbita al carretero y éste descargó el látigo sobre el lomo de las bestias y la carreta se puso en marcha. Lancelot montó apresuradamente en el vehículo y dejó a sus seguidores a la orilla del río; Ade los siguió a pie, llevando al caballo por la brida.
–¡Lord Derfel! – insistió Sansum.
Muy a mi pesar, me giré hacia él.
–¿Obispo? – contesté.
–¿Permitís que os invite a seguir los pasos de Lancelot? ¿Queréis entrar en el río de la salvación?
–Ya me bañé en la última luna llena, obispo -le respondí, provocando carcajadas entre los guerreros de nuestra orilla.
Sansum hizo la señal de la cruz.
–¡Deberíais bañaros en la sagrada sangre del cordero de Cristo -gritó- para lavar la mancha de Mitra! Sois un ser maligno, Derfel, un pecador, un idólatra, un esclavo del diablo, vástago de sajones, protector de rameras.
Este último insulto encendió mi ira. Las otras invectivas no eran más que palabras, pero Sansum, aunque inteligente, nunca fue hábil en las confrontaciones públicas y no supo ahorrarse el insulto final a Ceinwyn. Semejante provocación me impulsó a cargar hacia delante entre la ovación de los guerreros de la orilla oriental del Churn, ovación que se inflamó más al ver que Sansum salía huyendo espoleado por el pánico. Me llevaba bastante ventaja y era un corredor ágil y veloz, pero las múltiples capas de pesados ropajes empapados le hicieron trastabillar y le di alcance a pocos pasos de la orilla opuesta. Le golpeé los pies con la lanza y cayó cuan largo era entre los macizos de margaritas y prímulas.
Desenvainé a Hywelbane y le acerqué la hoja a la garganta.
–Obispo, no he oído bien el último título que me habéis dirigido -le dije.
Nada dijo, sólo miró hacia los cuatro acompañantes de Lancelot, que se acercaron. Amhar y Loholt ya habían desenvainado, pero los dos druidas se limitaron a mirarme con una expresión indescifrable. Culhwch había cruzado el río y ya estaba a mi lado, igual que Galahad, mientras que los preocupados lanceros de Lancelot nos observaban desde la distancia.
–¿Qué palabra utilizasteis, obispo? – pregunté al tiempo que acariciaba su garganta con Hywelbane.
–¡La ramera de Babilonia! – farfulló desesperado-, todos los paganos la adoráis. La mujer escarlata, lord Derfel, ¡la bestia! ¡El Anticristo!
–Y yo que pensé que insultabais a Ceinwyn -dije sonriendo.
–¡No, señor, no! – dijo juntando las manos-. ¡Jamás!
–¿Me lo prometéis? – le pregunté.
–¡Lo juro, señor! Lo juro por el Espíritu Santo.
–No sé quién es el Espíritu Santo, obispo -dije y le di un golpecito en la nuez con la punta de Hywelbane-. Haced la promesa sobre mi espada, besadla y os creeré.
En aquel instante me aborreció. Nunca le había agradado, pero entonces empezó a odiarme. Sin embargo, acercó los labios a la hoja de Hywelbane y besó el acero.
–Juro que no era mi intención insultar a la princesa.
Dejé la espada pegada a sus labios durante un instante y luego la retiré y le permití ponerse en pie.
–Creí que teníais encomendada la custodia del Santo Espino en Ynys Wydryn.
–El señor me llama a cumplir misiones más altas -contestó mientras se sacudía las hierbas pegadas a las ropas húmedas.
–Habladme de ellas.
Me miró con odio en los ojos, pero el miedo era más fuerte que cualquier otro sentimiento.
–El Señor me llamó junto al rey Lancelot, lord Derfel -dijo-, y con Su gracia ablandó el corazón de la reina Ginebra. Tengo esperanzas de que también ella alcance a ver Su luz eterna.
–Ella ya tiene la luz de Isis -contesté riendo- y vos lo sabéis. Además, odia al ser abyecto que sois, así que decidme, ¿qué le ofrecisteis para hacerle cambiar de parecer?
–¿Ofrecerle? – preguntó hipócritamente-. ¿Qué podría ofrecer yo a una princesa? Nada tengo, soy pobre para mayor gloria de Dios, un humilde sacerdote nada más.
–Un sapo es lo que sois, Sansum -dije, y guardé la espada-, el barro que se me pega a las botas.
Escupí para protegerme de su maldad. Por sus palabras, entendí que él mismo había propuesto el bautismo a Lancelot, idea que permitiría a Lancelot soslayar la comprometida situación de la elección de Mitra, pero no lo juzgué suficiente para reconciliar a Ginebra con Sansum y su religión. Debía de haberle dado o prometido algo, pero estaba seguro de que nunca lo confesaría. Volví a escupir y Sansum, interpretando el escupitajo como señal de que podía marcharse, huyó hacia la ciudad.
–Lindo espectáculo -dijo uno de los druidas en tono mordaz.
–Y eso que lord Derfel Cadarn -añadió el otro- no destaca por sus lindezas. – Hizo una leve inclinación de cabeza cuando le miré con rabia-. Dinas -se presentó.
–Yo soy Lavaine -dijo su compañero.
Ambos eran jóvenes y altos, con cuerpo de guerrero y rostro duro y soberbio. Sus ropas eran de un blanco deslumbrante y se peinaban cuidadosamente la larga cabellera, indicios de un talante quisquilloso que resultaba espeluznante, combinado con su impavidez, la misma impavidez que poseían hombres como Sagramor. Arturo no era así, le sobraba impaciencia, pero Sagramor, al igual que otros grandes guerreros, hacía gala de una serenidad pavorosa en la batalla. No temo a los que alborotan en la batalla, pero me pongo en guardia cuando el enemigo se muestra tranquilo, pues así son los hombres peligrosos, y aquellos dos druidas poseían ese mismo frío aplomo. Se parecían mucho entre sí y supuse que eran hermanos.
–Somos gemelos -dijo Dinas adivinándome el pensamiento.
–Como Amhar y Loholt -añadió Lavaine, y señaló hacia los hijos de Arturo, que aún no habían envainado las espadas-. Pero nos podéis distinguir por esta cicatriz. – Señaló una marca blanca en la mejilla que se perdía en la hirsuta barba.
–Una herida recibida en el valle del Lugg -añadió Dinas. Como su hermano, tenía una voz profunda y áspera que no se correspondía con su edad.
–Vi a Tanaburs en el valle del Lugg -dije- y también recuerdo a Iorweth, pero no tengo memoria de ningún otro druida en las filas de Gorfyddyd.
–En el valle del Lugg -explicó Dinas sonriendo- estuvimos como guerreros.
–Y matamos a una buena porción de dumnonios -añadió Lavaine.
–No nos rapamos las tonsuras sino después de la batalla -dijo Dinas. Tenía una mirada fija e inquietante-. Y ahora -añadió en un susurro-, servimos al rey Lancelot.
–Hemos hecho nuestros sus juramentos -anunció Lavaine con visos de amenaza, una amenaza remota, no un reto inmediato.
–¿Cómo pueden dos druidas servir a un cristiano? – inquirí con ánimo de provocar.
–Sumando la magia antigua con la nueva, claro es -respondió Lavaine.
–Nosotros obramos magia, lord Derfel -puntualizó Dinas. Extendió la mano con la palma vacía, la cerró, giró el puño y, al abrir los dedos, vi un huevo de zorzal, que arrojó al suelo con indolencia-. Servimos al rey Lancelot por propia elección -dijo- y sus amigos son nuestros amigos.
–Y sus enemigos, nuestros enemigos -completó Lavaine.
–Y vos -dijo Loholt, el hijo de Arturo, incapaz de resistirse a intervenir en la provocación- sois enemigo de nuestro rey.
Miré a la pareja de gemelos más jóvenes, dos muchachos torpes e inmaduros que adolecían de exceso de soberbia combinado con una palpable falta de prudencia. Ambos tenían el alargado rostro huesudo de su padre, pero un velo de irritabilidad y resentimiento empañaba tan nobles rasgos.
–¿Cómo osáis decir que soy un enemigo de vuestro rey, Loholt? – le pregunté.
No supo qué contestarme y nadie acudió en su auxilio. Dinas y Lavaine no cometerían la imprudencia de empezar una pelea, por mucho que los guerreros de Lancelot todavía no se hubieran alejado, pues Culhwch y Galahad estaban conmigo y, a poca distancia de allí, al otro lado de las lentas aguas del Churn, decenas de seguidores míos. Loholt se sonrojó y permaneció en silencio.
Aparté su arma con Hywelbane y me acerqué a él.
–Déjame darte un consejo, Loholt -dije suavemente-. Harás bien en escoger a tus enemigos con más prudencia que a tus amigos. Nada tengo contra ti, ni quiero tenerlo, pero si buscas pendencia, te prometo que ni el amor que siento por tu padre ni la amistad que me une a tu madre me impedirán hundirte a Hywelbane en las tripas y enterrar tu espíritu en una montaña de estiércol. – Envainé la espada-. Y ahora, vete.
Loholt parpadeó pero le faltó coraje para retarme y se fue en busca de su caballo, seguido por su hermano Amhar. Dinas y Lavaine rieron y el primero incluso me dedicó una inclinación de cabeza.
–¡Victoria! – dijo en tono elogioso.
–Hemos sido derrotados, pero qué otra cosa podríamos esperar siendo vos un guerrero de la olla -dijo Lavaine pronunciando el título con sorna.
–Y un asesino de druidas -añadió Dinas sin rastro de ironía.
–De nuestro abuelo Tanaburs -dijo Lavaine, y entonces recordé que Galahad me había advertido en el Sendero Tenebroso de la enemistad de aquellos dos druidas.
–Todo el mundo sabe que es imprudente matar a un druida -sentenció Lavaine con su áspera voz.
–Sobre todo a nuestro abuelo -añadió Dinas-, que fue como un padre para nosotros.
–Puesto que el nuestro murió -prosiguió Lavaine.
–Cuando éramos niños.
–De una enfermedad terrible -puntualizó Lavaine.
–También era druida -dijo Dinas- y nos enseñó encantamientos. Podemos agostar cosechas.
–Hacer que las mujeres giman -dijo Lavaine.
–Agriar la leche.
–Mientras todavía está en el pecho -finalizó Lavaine, luego se dio la vuelta y de un salto montó en el caballo con agilidad sorprendente.
Su hermano se encaramó en su montura y cogió las riendas.
–Pero no sólo podemos agriar la leche -anunció Dinas mirándome con ojos siniestros desde lo alto del caballo y luego, tal como había hecho antes, me mostró la palma vacía, la cerró, le dio la vuelta y volvió a extenderla. Tenía en la mano una estrella de pergamino con cinco puntas. Sonriendo, rompió el pergamino en varios trozos y los diseminó entre la hierba-. También podemos hacer que las estrellas desaparezcan -añadió a modo de despedida, y espoleó a su caballo.
Se alejaron galopando y yo escupí. Culhwch recogió mi lanza del suelo y me la dio.
–¿Quién diablos son esos dos? – preguntó.
–Los nietos de Tanaburs. – Escupí por segunda vez para ahuyentar el mal-. Cachorros de un mal druida.
–¿Y pueden hacer desaparecer las estrellas? – preguntó con aire escéptico.
–Una estrella.
Me quedé mirando a los dos jinetes que se alejaban. Sabía que Ceinwyn estaba a salvo en la fortaleza de su hermano, pero también que tendría que matar a los gemelos silurios para librarla del peligro. La maldición de Tanaburs planeaba sobre mí con nombre propio: Dinas y Lavaine. Escupí por tercera vez y rocé la empuñadura de Hywelbane para que me diera buena suerte.
–Teníamos que haber acabado con tu hermano en Benoic -dijo Culhwch a Galahad con un gruñido.
–Que Dios me perdone -respondió Galahad-, pero tienes razón.
Dos días más tarde llegó Cuneglas y aquella misma noche se celebró el consejo de guerra. Tras el consejo, bajo la luna menguante y a la luz de las antorchas, comprometimos nuestras espadas en la guerra contra los sajones. Los guerreros de Mitra bañamos los aceros en sangre de toro pero no votamos para admitir nuevos iniciados. No hubo necesidad, pues Lancelot, con el bautismo, había evitado a tiempo la humillación del rechazo, aunque nadie supo explicarme el misterio de que un cristiano contara con dos druidas a su servicio.
Merlín apareció aquel mismo día y presidió los ritos paganos. Iorweth de Powys le ayudó, pero no vimos ni rastro de Dinas o Lavaine. Entonamos el canto de guerra de Beli Mawr, untamos las espadas en sangre, hicimos votos de no dejar un sajón con vida y, al día siguiente, nos pusimos en camino.
Había en Lloegyr dos importantes cabecillas sajones. Los sais tenían, igual que nosotros, caudillos, reyezuelos y, por descontado, tribus; algunos no se consideraban sajones siquiera sino que decían ser anglos o jutos, aunque nosotros a todos llamábamos sajones y sabíamos que entre ellos sólo destacaban dos reyes, los cabecillas Aelle y Cerdic, que se profesaban un odio recíproco.
En aquel entonces, Aelle era sin duda el más famoso. Hacíase llamar Bretwalda, que en su lengua significaba «jefe de Britania», y su territorio ocupaba desde el sur del Támesis hasta la frontera de la lejana Elmet. Cerdic, su rival, dominaba la costa sur de Britania, cuyas únicas fronteras lindaban con las tierras de Aelle y con Dumnonia. De los dos reyes, Aelle era el de más edad, el que mayor territorio poseía y el que contaba con guerreros más poderosos, por lo cual era también nuestro principal enemigo; creíamos que si vencíamos a Aelle, Cerdic caería tras él forzosamente.
El príncipe Meurig de Gwent, envuelto en su toga y con una ridícula corona de laurel forjada en bronce colocada sobre el ralo pelo castaño claro, expuso una estrategia diferente durante el consejo de guerra. Con su habitual retraimiento y su falsa humildad, propuso que nos aliáramos con Cerdic.
–Que luche por nosotros -dijo Meurig-. Que ataque a Aelle por el sur al tiempo que nosotros caemos sobre ellos por el norte. Aún sabiendo que no soy estratega -hizo una pausa y sonrió bobaliconamente como dando tiempo para que contradijéramos sus palabras, pero todos nos mordimos la lengua-, considero evidente, hasta para las más estrechas inteligencias, sin duda, que más vale luchar contra un enemigo que contra dos.
–Pero tenemos dos enemigos -replicó Arturo en tono tajante.
–Cierto; yo mismo me he erigido en portavoz de tal opinión, lord Arturo. Sin embargo, mi propuesta, si alcanzáis a comprenderla, consiste en convertir a uno de esos enemigos en amigo. – Juntó las manos y parpadeó mirando a Arturo-. En aliado -añadió, por si Arturo no hubiera comprendido aún.
–Cerdic no tiene honor -gruñó Sagramor con su espantoso acento-. Romperá su juramento tan fácilmente como una urraca rompe un huevo de gorrión. No quiero la paz con él.
–No lo comprendéis -dijo Meurig.
–No quiero la paz con él -interrumpió Sagramor al príncipe pronunciando las palabras muy despacio, como si se dirigiera a un niño. Meurig se sonrojó y calló. El alto guerrero númida infundía un pánico de muerte al Edling de Gwent, y no era de extrañar puesto que la fama de Sagramor inspiraba tanto pavor como su aspecto. El señor de Las Piedras era alto, muy delgado y rápido como el látigo. Tenía el cabello y el rostro negros como la pez y en su cara alargada, marcada por toda una vida en la guerra, una perpetua expresión hosca ocultaba un carácter no exento de sentido del humor e incluso de generosidad. Sagramor, a pesar de su imperfecto dominio de nuestra lengua, sabía mantener embelesado a todo un campamento durante horas con sus relatos de tierras remotas, pero la mayoría de los hombres sólo lo conocían como el más feroz de los guerreros de Arturo; el implacable Sagramor, el azote de los campos de batalla, huraño por lo demás, mientras que los sajones lo tenían por demonio negro enviado del otro mundo. Yo lo conocía bien, pues no sólo había sido el responsable de mi iniciación en el servicio de Mitra sino que había luchado a mi lado en la larga jornada del valle del Lugg.
–Se ha echado una sajona de buen tamaño -me cuchicheó Culhwch al oído durante el consejo-, alta como un árbol y con más pelo que una bala de paja. No me extraña que esté tan delgado.
–Tus tres mujeres te mantienen en forma -le contesté pinchándole la rellenas costillas.
–Las escojo por su arte en la cocina, Derfel, no por su belleza.
–¿Algo que añadir, lord Culhwch? – preguntó Arturo.
–¡Nada, primo mío! – respondió éste risueñamente.
–Entonces, prosigamos -resumió Arturo. Preguntó a Sagramor qué posibilidades había de que los hombres de Cerdic defendieran la causa de Aelle, y el numidio, que había defendido la frontera sajona todo el invierno, se encogió de hombros y manifestó que cualquier cosa podía esperarse de Cerdic. Añadió que, al parecer, ambos jefes se habían reunido y habían intercambiado presentes, pero nadie había informado de una alianza efectiva entre ellos. Lo más probable, según Sagramor, era que Cerdic se contentara con dejar que Aelle debilitara sus fuerzas luchando contra el ejército de Dumnonia, en tanto él atacaba las costas para apoderarse de Durnovaria.
–Si estuviéramos en paz con Cerdic… -insistió Meurig de nuevo.
–No lo estaremos -lo cortó secamente el rey Cuneglas, y Meurig, superado en rango por el único rey presente, hubo de guardar silencio otra vez.
–Queda un detalle aún -dijo Sagramor en tono de advertencia-. Ahora los sais cuentan con perros. Perros grandes.
Abrió las manos para ilustrar la gran talla de los canes sajones de guerra. Todos habíamos oído hablar de tales fieras y las temíamos. Decían que los sajones los soltaban segundos antes de que las barreras de escudos entrechocaran, y que eran capaces de abrir enormes brechas en la defensa de los contrarios por las que los lanceros enemigos se colaban en tropel.
–Yo me encargaré de los perros -dijo Merlín. Fue su única contribución al consejo, pero el firme aplomo de tal declaración alivió los temores de algunos hombres. La inesperada presencia de Merlín en el ejército era ya contribución suficiente, pues poseía la olla mágica, hecho que lo hacía mucho más poderoso y temible que nunca, incluso a ojos de los cristianos. La mayoría no comprendía la trascendencia de la olla pero a todos satisfizo que el druida manifestara su intención de acompañar al ejército. Con Arturo a la cabeza y Merlín a nuestro lado, ¿cómo podríamos perder?
Arturo dio las órdenes. Dijo que el rey Lancelot, con los lanceros de Siluria y un destacamento de dumnonios, guardaría la frontera sur con Cerdic. Los demás nos reuniríamos en Caer Ambra y marcharíamos hacia el este por el valle del Támesis. Lancelot se mostró exageradamente reacio a ser apartado del ejército principal que habría de enfrentarse con Aelle, pero Culhwch, tras oír las disposiciones, hizo un gesto de admiración.
–Una vez más se libra de la batalla, Derfel -me susurró.
–No, si Cerdic lo ataca -repliqué.
Culhwch miró de reojo a Lancelot, que estaba entre los gemelos Dinas y Lavaine.
–Y continúa cerca de su protectora, ¿verdad? – añadió Culwhch-. No le conviene alejarse de Ginebra, no fuera a ser que tuviera que defenderse solo ante el mundo.
No me importó, al contrario, me alivió que Lancelot y sus hombres no formaran parte del ejército principal; bastante tenía con enfrentarme con los sajones como para tener que preocuparme además por los nietos de Tanaburs o por posibles cuchilladas silurias por la espalda.
Así pues, emprendimos la marcha. Formábamos un ejercito desigual con contingentes de tres reinos britanos, y nuestros más lejanos aliados aún no habían llegado. Nos habían prometido hombres de Elmet e incluso de Kernow, pero nos seguirían por la calzada romana que discurría hacia el sureste desde Corinium y luego a levante hacia Londres.
Londres. Los romanos la llamaban Londinium, y antes de ellos, Londo simplemente, que significaba, según me dijo Merlín en una ocasión, «un lugar salvaje»; era nuestro próximo objetivo, la que fuera gran ciudad durante la dominación romana y que entonces decaía entre las tierras robadas por Aelle. Sagramor había dirigido un renombrado asalto a la antigua ciudad y halló a los habitantes britanos sometidos a sus nuevos amos, pero nosotros acudíamos con la esperanza de liberarlos. Tal esperanza prendió como las llamas en el corazón de los soldados, aunque Arturo la desmintiera repetidamente. Dijo que nuestra misión era atraer al sajón a la batalla, no dejarnos tentar por las ruinas de la ciudad destruida, mas en tal punto, Merlín se opuso a Arturo.
–No voy para ver a un puñado de sajones muertos -me comentó con sorna-. ¿Qué pinto yo matando sajones?
–Todo, señor -contesté-. Vuestra magia asusta al enemigo.
–No seas necio, Derfel. Cualquiera puede ponerse a saltar a la pata coja delante de un ejército haciendo ridículas muecas y maldiciendo. No hacen falta habilidades especiales para espantar sajones. ¡Hasta esos fantoches de druidas que tiene Lancelot sabrían hacerlo! Aunque en verdad no son auténticos druidas.
–¿No lo son?
–¡Claro que no! Para ser un druida de verdad es necesario estudiar, es necesario examinarse. Hay que demostrar a otros druidas que dominas la ciencia, y no me consta que ningún druida haya examinado a Dinas ni a Lavaine. A menos que lo haya hecho Tanaburs, pero ¿qué clase de druida es ése? Ha demostrado su baja categoría dejándote con vida. ¡Cuan deplorable es la ineptitud!
–Pero hacen magia, señor -repliqué.
–¡Hacen magia! – exclamó despectivamente-. ¿Lo dices porque uno de ellos puso un huevo de zorzal? Los zorzales los ponen sin tasa. Ahora bien, si hubiera puesto un huevo de oveja, sería harina de otro costal.
–También hizo una estrella, señor.
–¡Derfel! ¡Qué neciamente crédulo eres! – exclamó-. ¿Una estrella hecha con tijeras y pergamino? No te preocupes, he oído lo de la estrella esa, pero tu preciosa Ceinwyn no corre peligro. Nimue y yo nos ocupamos de ello… enterramos tres calaveras. No hace falta que te cuente los detalles pero ten por seguro que si ese par de impostores se acerca a Ceinwyn más de lo debido, se convertirán en culebras. Así podrán pasarse la vida poniendo huevos. – Se lo agradecí y luego le pregunté por qué acompañaba al ejército si no era para ayudarnos contra Aelle.
–Por el pergamino, naturalmente -me dijo, y se tocó un bolsillo de la sucia túnica negra señalándome dónde lo guardaba a buen recaudo.
–¿El pergamino de Caleddin? – pregunté.
–¿Existe algún otro? – replicó.
Merlín había rescatado el pergamino de Caleddin en Ynys Trebes y, a sus ojos, era tan valioso como todos los tesoros de Britania, pues el antiguo documento contenía el secreto de dichos tesoros. Los druidas tenían prohibido escribir; creían que fijar una fórmula mágica en pergamino destruía el poder del escritor impidiéndole seguir practicando, motivo por el cual toda su ciencia, sus ritos y sus conocimiento se traspasaban exclusivamente por vía oral. Sin embargo, antes de atacar Ynys Mon, los romanos temían tanto la religión britana que sobornaron a un druida llamado Caleddin y lo convencieron de que dictara cuanto sabía a un escribano romano; de ese modo, todo el saber britano de la antigüedad quedó preservado en el pergamino traidor de Caleddin. Merlín me había contado que gran parte de dichos conocimientos se había ido perdiendo con los siglos, pues los romanos persiguieron a los druidas cruelmente y su ciencia se diluyó en el tiempo, pero ahora, gracias al pergamino, estaba en condiciones de recrear el poder antiguo.
–¿Y el pergamino habla de Londres? – me aventuré a preguntar.
–¡Vaya, vaya! ¡Qué curioso eres! – se burló, pero, tal vez porque hacía buen día y el druida estaba de un humor radiante, transigió-. El último tesoro de Britania se halla en Londres -dijo-. O se hallaba -añadió apresuradamente-. Está enterrado allí. Había pensado darte una pala para que lo desenterraras, pero seguro que lo embarullarías todo. Pero, ¡sólo de pensar en los apuros que nos hiciste pasar en Ynys Mon…! Superados en número y completamente rodeados. Inolvidable. Por eso prefiero hacerlo yo. Primero tengo que averiguar dónde está enterrado, claro, y podría ser difícil.
–¿Y por ese motivo, señor, habéis traído perros? – Merlín y Nimue habían reunido una sarnosa jauría de chuchos mordedores que acompañaba al ejército. Merlín suspiró.
–Derfel -dijo-, permíteme un consejo. Sería estúpido comprar perros y seguir ladrando uno mismo. Sé para qué son, Nimue sabe para qué son, pero tú lo ignoras. Así es como lo quieren los dioses. ¿Alguna otra pregunta? ¿O puedo disfrutar ya de este paseo matutino? – Empezó a caminar a zancadas golpeando el sucio con su gran vara negra a cada paso.
El humo de grandes almenaras nos dio la bienvenida nada más pasar Calleva. Eran la señal del enemigo de que nos había avistado, y los sajones tenían orden de arrasar la tierra siempre que divisaran tal humareda. Entonces vaciaban los silos de grano, quemaban las casas y se llevaban los ganados. Aelle siempre se retiraba de esa forma, manteniéndose a un día de distancia de nosotros, tentándonos a adentrarnos en los terrenos desolados. Si el camino atravesaba un bosque, lo bloqueaban con troncos y, algunas veces, mientras nuestros hombres se esforzaban para apartarlos de en medio, una flecha o una lanza caía de entre los árboles y se cobraba una vida, o bien un gran perro sajón con la boca llena de espuma saltaba de pronto desde la maleza, pero eran los únicos ataques y nunca llegamos a ver su barrera de escudos. Él retrocedía y nosotros avanzábamos; todos los días, una flecha o un perro se llevaban la vida de uno o dos hombres.
Era la enfermedad, sin embargo, la que causaba verdaderos estragos. Ya nos había sucedido antes del valle del Lugg; los dioses nos hostigaban con enfermedades siempre que se reunía un ejército numeroso. Los enfermos nos impedían avanzar rápido, pues si no podían caminar, era necesario dejarlos en algún lugar resguardado con un puñado de lanceros que los protegieran de las bandas sajonas que merodeaban a lo largo de nuestros flancos. Durante el día, las bandas de enemigos se dejaban ver en la distancia en grupos dispersos, y durante la noche, sus fogatas iluminaban nuestro horizonte. No obstante, no eran los enfermos los principales responsables de la lenta marcha, sino el fárrago mismo de mover a tantos hombres. Me parecía un misterio que treinta lanceros pudieran cubrir sin prisa veinte millas en una jornada y, sin embargo, un ejército veinte veces más numeroso tenía que darse por satisfecho si, con gran esfuerzo, llegaba a las ocho o nueve. Las piedras romanas colocadas a la vera del camino, que especificaban la distancia que faltaba para llegar a Londres, jalonaban nuestra marcha; al cabo de un rato, me negué a seguir mirándolas, prefería desconocer su deprimente mensaje.
Las carretas de bueyes también contribuían a hacer premiosa la marcha. Cuarenta carros espaciosos con víveres y armas de repuesto se arrastraban a paso de caracol a la retaguardia del ejército. El príncipe Meurig comandaba la retaguardia afanándose entre las carretas, contándolas obsesivamente y quejándose sin cesar del paso ligero de los lanceros de vanguardia.
Los famosos jinetes de Arturo iban a la cabeza. Eran cincuenta ya, a esas alturas, a lomos de hermosos alazanes de largas crines criados en el corazón de Dumnonia. Otros jinetes, que no lucían la armadura de la banda de Arturo, avanzaban delante reconociendo el terreno y, a veces, no regresaban, aunque, un poco más adelante, siempre hallábamos sus cabezas segadas aguardándonos en el camino.
Componían el grueso del ejército quinientos lanceros. Arturo había optado por prescindir de los contingentes de la leva pues tales campesinos raramente contaban con armamento adecuado, de modo que éramos todos soldados comprometidos por juramento, armados de lanzas y escudos; la mayoría tenía también espadas. No todos podían permitirse una espada, pero Arturo había enviado órdenes a lo largo y ancho de Dumnonia de que toda hacienda que estuviera en posesión de una espada no comprometida previamente al servicio del ejército la entregara, y los ochenta aceros así reclutados fueron distribuidos entre los soldados. Algunos hombres, unos pocos, portaban hachas sajonas cobradas en anteriores batallas, aunque otros, entre los cuales me contaba, no éramos partidarios de un arma que tanta agilidad restaba.
¿Y para pagar los pertrechos? ¿Para pagar las espadas y las lanzas nuevas, los nuevos escudos, las carretas y los bueyes, la harina, las botas, los pendones y las correas, las cazuelas, los yelmos, los mantos, las dagas, las herraduras y la carne salada? Arturo se echó a reír cuando se lo pregunté.
–Agradéceselo a los cristianos, Derfel -me dijo.
–¿Han entregado más? – pregunté-. Daba esa ubre por seca.
–Seca ha quedado ahora -replicó con una sonrisa maliciosa-, pero es asombrosa la generosidad de sus templos si a cambio se ofrece el martirio a sus guardianes, y más asombroso es aún lo mucho que hemos prometido devolver.
–¿Llegamos a devolver algo al obispo Sansum? – pregunté. La fortuna empleada en comprar la paz con Aelle durante la campaña de otoño, que terminó en el valle del Lugg, había salido del monasterio de Ynys Wydryn, que el obispo Sansum tenía a su cargo.
Arturo contestó con un gesto negativo de la cabeza.
–Y no deja de recordármelo -añadió.
–El obispo -dije con precaución- ha hecho nuevas amistades, al parecer.
–Es capellán de Lancelot -respondió, riéndose de mi intento de diplomacia-. Nuestro querido obispo no puede permanecer abajo. Sale flotando siempre como una manzana en una barrica de agua.
–Y ha firmado la paz con vuestra esposa -señalé.
–Me gusta que las personas resuelvan sus diferencias -respondió sin gran entusiasmo-, pero es cierto, el obispo Sansum tiene aliados extraños últimamente. Ginebra lo tolera, Lancelot lo distingue y Morgana lo defiende. ¿Qué te parece? ¡Morgana! – Arturo quería a su hermana, y le entristecía que Merlín la hubiera relegado. Gobernaba Ynys Wydryn con eficacia feroz, casi como si quisiera demostrar al druida que tenía mejores aptitudes que Nimue para ser su compañera, pero hacía tiempo que Morgana había perdido la batalla para ser la sacerdotisa principal del druida. Merlín la valoraba, según Arturo, pero ella quería que la amaran, y quién amaría jamás a una mujer tan marcada, consumida y desfigurada por el fuego, me preguntó Arturo con pesar-. Merlín nunca la consideró su amada aunque ella afirmara lo contrario, y nunca le importó que lo dijera puesto que, cuanta más gente le considere extravagante, más le agrada. En realidad, no soporta la presencia de Morgana sin la máscara. Está sola, Derfel.
Así pues, no era de extrañar que Arturo se alegrara de la amistad de su maltrecha hermana con el obispo Sansum, aunque a mí me desconcertaba que el más feroz propagador del cristianismo en Dumnonia tuviera amistad con una sacerdotisa pagana famosa por sus poderes. Me imaginé al señor de los ratones como una araña tejiendo una tela sospechosa. Había intentado hacer caer a Arturo en la anterior, ¿para quién tejía entonces con tanto afán?
Dejamos de tener nuevas de Dumnonia tan pronto como nuestro último aliado se hubo reunido con nosotros. Quedamos aislados, rodeados de sajones, aunque las últimas noticias de casa eran favorables. Cerdic no había hecho movimiento alguno contra las tropas de Lancelot ni se creía que hubiera acudido al este en ayuda de Aelle. Los últimos aliados que se unieron a nosotros eran una banda de guerreros de Kernow al mando de un viejo amigo, que avanzó al galope por la columna hasta dar conmigo, bajó del caballo, tropezó y cayó al suelo a mis pies. Era Tristán, príncipe y Edling de Kernow; se levantó, se sacudió el polvo del manto y me abrazó.
–Respirad a gusto, Derfel -me dijo-, los guerreros de Kernow acaban de llegar. Nada malo os sucederá. – Me reí.
–Tenéis buen aspecto, lord príncipe -y era cierto.
–Me he librado de mi padre -replicó a modo de explicación-. Me ha soltado de la jaula, seguramente con la esperanza de que un sajón me parta la cabeza de un hachazo. – Puso una cara grotesca imitando a un moribundo y yo escupí para ahuyentar el mal.
Tristán era un hombre atractivo y apuesto, de cabello negro, barba bifurcada y largos bigotes. Tenía la piel cetrina y solía parecer triste, pero aquel día irradiaba alegría. Había acudido al valle del Lugg con un puñado de hombres en contra de las órdenes de su padre, acto por "el cual fue confinado a una remota fortaleza en la costa septentrional de Kernow durante todo el invierno, según supimos; pero el rey Mark había transigido y liberado a su hijo para aquella campaña.
–Ahora somos familia -añadió Tristán.
–¿Familia?
–Mi estimado padre -dijo con ironía- ha tomado nueva esposa. Ialle de Broceliande. – Broceliande era el único reino britano que quedaba en Armórica, gobernado por Budic ap Camran, casado con Anna la hermana de Arturo; es decir, que Ialle era sobrina de Arturo.
–¿Es vuestra sexta madrastra, ya?
–No, la séptima -me corrigió Tristán-; sólo tienen quince veranos, y mi padre debe de tener cincuenta al menos. ¡Yo ya tengo treinta! – añadió sombríamente.
–¿Y no habéis tomado esposa?
–Aún no. Pero mi padre las toma por los dos. Pobre Ialle. Dentro de cuatro años, Derfel, estará muerta como las anteriores. Pero de momento, él está satisfecho. La está desgastando, como a todas las demás. – Me rodeó los hombros con el brazo-. Me han dicho que vos sí habéis tomado esposa, ¿es cierto?
–No, pero estoy bien atado.
–¡A la legendaria Ceinwyn! – Soltó una carcajada-. ¡Bien por vos, amigo mío, bien por vos! Un día encontraré a mi propia Ceinwyn.
–Pronto, tal vez, lord príncipe.
–¡No queda otro remedio! ¡Me estoy haciendo viejo! El otro día me descubrí una cana, aquí en la barba. – Se tocó el mentón-. ¿La veis? – preguntó con ansiedad.
–¿Ver qué? – pregunté en son de burla-. ¡Pero si parecéis un tejón! – Debían de haber tres o cuatro mechones grises entre la negra barba, nada más.
Tristán se rió y miró hacia el esclavo que corría por un lado del camino con una docena de perros atados.
–¿Raciones de emergencia? – me preguntó.
–Magia de Merlín, pero no quiere contarme el propósito de traerlos. – Los perros del druida eran un estorbo; necesitaban comida de la que no podíamos prescindir, no nos dejaban dormir por la noche con sus aullidos y peleaban como demonios con los otros perros que acompañaban a nuestros hombres.
Al día siguiente de la incorporación de Tristán llegamos a Pontes, donde el camino cruza el Támesis por un extraordinario puente romano de piedra. Esperábamos encontrarlo derruido, pero nuestras avanzadillas informaron de que se mantenía en pie y, para asombro nuestro, seguía en pie cuando llegaron los primeros lanceros.
Fue el día más caluroso de la marcha. Arturo prohibió cruzar el puente hasta que las carretas se unieran al grueso del ejército, de modo que los hombres se desparramaron entre tanto por la ribera. El puente tenía once ojos, dos en cada orilla por donde el camino empezaba a elevarse sobre los siete que cruzaban el río propiamente. Del lado del puente por donde llegaba la corriente había troncos de árbol y otros desechos flotantes, de modo que el río era más ancho y profundo en la parte occidental que en la oriental, y el agua se precipitaba sobre el improvisado dique de detritos haciendo espuma entre los pilares de piedra. En la orilla opuesta se divisaba un asentamiento romano; un puñado de edificaciones de piedra en torno a las ruinas de un embarcadero de tierra; en nuestro lado del puente, una gran torre guardaba la calzada, que discurría bajo su ruinoso arco, y conservaba todavía una inscripción romana. Arturo me la tradujo: el puente había sido construido por orden del emperador Adriano.
–Imperator -dije, mirando hacia la placa de piedra-. ¿Eso significa «emperador»?
–En efecto.
–¿Y el emperador está por encima del rey? – pregunté.
–El emperador es el rey de reyes -contestó Arturo. El puente lo entristeció. Pasó bajo los ojos de tierra, luego se dirigió a la torre, la tocó y miró la inscripción.
–Supongamos que tú y yo quisiéramos construir un puente como éste -me dijo-. ¿Cómo lo haríamos?
–Con troncos, señor -dije con un encogimiento de hombros-. Unos buenos pilares de olmo y lo demás, de roble.
–¿Crees tú -replicó con una mueca de desaprobación- que todavía seguiría en pie cuando nacieran los hijos de nuestros nietos?
–Que levanten otros puentes -dije, a modo de solución.
–No tenemos a nadie capaz de trabajar la piedra de esta forma -comentó acariciando la torre-. Nadie que sepa cómo anclar un pilar de piedra en el lecho del río. Nadie que recuerde siquiera cómo se hace. Derfel, es como si tuviéramos un tesoro escondido que día a día se hundiera más porque no supiéramos detenerlo ni aumentarlo. – Miró hacia atrás y vio aparecer en la distancia los primeros carros de Meurig. Nuestros exploradores se habían adentrado en los bosques de ambos lados del camino y habían informado de que no había rastro de sajones, pero Arturo todavía recelaba.
–Si yo fuera el enemigo, dejaría que el ejército cruzara y luego caería sobre las carretas -dijo.
De modo que decidió enviar una avanzadilla al otro lado del puente, hacer pasar luego los carros hasta las ruinosas murallas de tierra del asentamiento y, sólo entonces, cruzar el río con el grueso del ejército.
Mis hombres formaron la avanzadilla. La otra orilla era un terreno menos boscoso y, aunque quedaban algunos grupos de árboles suficientemente tupidos como para esconder un pequeño ejército, nadie salió a recibirnos. La única señal de los sajones fue una cabeza de caballo que nos aguardaba en mitad del puente. Mis hombres se negaron a pasar hasta que Nimue se acercó a deshacer el sortilegio. Se limitó a escupir a la cabeza de equino. Dijo que la magia sajona tenía poco poder y, tan pronto como hubo contrarrestado el encantamiento, Issa y yo arrojamos la testa pretil abajo.
Mis hombres montaron guardia en la muralla de tierra mientras cruzaban los carros y su escolta. Galahad había cruzado con nosotros y me acompañó a registrar las construcciones de intramuros. Por alguna razón, los sajones se mostraban reacios a ocupar los asentamientos romanos y preferían sus casas de troncos y paja, aunque aquellos edificios de piedra habían estado habitados hasta hacía poco, pues hallamos cenizas en los hogares y algunos suelos recién barridos.
–Podrían ser de los nuestros -dijo Galahad, pues muchos britanos vivían entre los sajones, la mayoría como esclavos, pero algunos como hombres libres sometidos al gobierno de los invasores.
Habríase dicho que los edificios hubieran servido de cuartel en algún tiempo, pero también había dos viviendas y otra edificación que tomé por granero pero cuya puerta rota, al abrirse, nos mostró un establo donde alojar el ganado durante la noche para protegerlo de los lobos. El suelo era un lodazal hondo de paja y boñiga tan apestoso que habría salido de allí en aquel mismo momento, pero Galahad descubrió algo al fondo, entre las sombras, y lo seguí hasta allí pisando el suelo viscoso y mojado.
El extremo opuesto no era una pared recta bajo el tejado sino que se rompía en un ábside curvo. Arriba, entre la sucia escayola del ábside y visible apenas bajo la suciedad y el polvo de los años, había un símbolo pintado que parecía una gran «equis» con una «pe» encima. Galahad se quedó mirando el símbolo e hizo la señal de la cruz.
–Esto era una iglesia, Derfel -dijo asombrado.
–Apesta -contesté.
–Aquí había cristianos -comentó Galahad, mirando el símbolo con reverencia.
–Pues ya no. – La espantosa fetidez me hizo estremecer, no podía parar de dar manotazos inútilmente a las moscas que revoloteaban alrededor de mi cabeza.
A Galahad no le importó la fetidez. Removió con la punta de la lanza la compacta masa de boñiga y paja podrida y terminó por descubrir un pequeño trozo de suelo. Lo que encontró le hizo perseverar hasta dejar al descubierto la parte superior de un hombre representado en las pequeñas baldosas. El hombre llevaba túnica de obispo, tenía un halo como un sol alrededor de la cabeza y levantaba una mano con una pequeña bestia de cuerpo delgado y gran cabeza peluda.
–San Marcos y el león -me dijo Galahad.
–Creía que los leones eran fieras enormes -comenté, decepcionado-. Sagramor dice que son más grandes que caballos y más feroces que osos. – Me quedé mirando la bestia manchada de mierda-. Esto no es mayor que un gatito.
–Es un león simbólico -me recriminó. Intentó limpiar otro poco, pero fue en vano, pues la suciedad era muy vieja y estaba muy pegada y amazacotada-. Algún día -dijo- levantaré una gran iglesia como ésta. Un iglesia enorme donde la gente se reúna ante Dios.
–Y cuando te mueras -contesté, empujándolo hacia la salida-, algún desgraciado cobijará aquí a diez rebaños en invierno y te estará muy agradecido.
Insistió en quedarse un minuto más y, mientras le sujetaba la lanza y el escudo, abrió los brazos a los lados y pronunció una nueva oración en un viejo recinto.
–Es una señal divina -dijo exaltado cuando por fin salió otra vez al sol-. Devolveremos el cristianismo a Lloegyr, Derfel. ¡Es una señal de victoria!