Hoy he pensado en los muertos.

Es el último día del año viejo. Los helechos del cerro se han tornado marrones, los olmos del otro extremo del valle han perdido las hojas y la matanza invernal de ganado ha comenzado. Esta noche es la vigilia de Samain.

Esta noche, la cortina que separa a los muertos de los vivos tiembla, se deshilacha y finalmente desaparece. Esta noche los muertos cruzan el puente de espadas. Esta noche los muertos llegan desde el otro mundo al nuestro, pero no los vemos. No son más que sombras en la oscuridad, meros susurros del viento en una noche serena, pero aquí están.

El obispo Sansum, el santo varón que gobierna nuestra reducida comunidad de monjes, se burla de tal creencia. Dice que los muertos no tienen cuerpos de sombra ni pueden cruzar el puente de espadas, sino que yacen en sus frías tumbas aguardando el advenimiento triunfal de nuestro Señor Jesucristo. Dice que está bien recordar a los muertos y rezar por su alma inmortal, pero que los cuerpos ya no existen. Se corrompen, los ojos se descomponen, sólo quedan unas cuencas oscuras, los gusanos reducen las entrañas a un líquido infecto y el moho recubre los huesos. El santo insiste en que los muertos no vienen a molestar a los vivos en la noche de Samain, pero esta noche también él se cuidará de dejar una hogaza de pan y un cuenco de agua en el fogón del monasterio. Finge que es un descuido pero, de todos modos, esta noche habrá una hogaza de pan y un cuenco de agua junto al rescoldo de la cocina.

Yo dejaré algo más; una copa de hidromiel y un salmón. Son presentes modestos, pero es todo lo que tengo y esta noche lo dejaré en las sombras, junto al hogar, antes de retirarme a mi celda, donde daré la bienvenida a los muertos que acudan a esta casa fría y perdida en un cerro pelado.

Nombraré a los muertos. Ceinwyn, Ginebra, Nimue, Merlín, Lancelot, Galahad, Dian, Sagramor; ¡tantos son que llenaría de nombres dos pergaminos! Sus pasos no arrancarán un crujido a la madera ni espantarán a los ratones que habitan en el techo de paja del monasterio, pero hasta el obispo Sansum sabe que los gatos arquearán el lomo y bufarán desde los rincones de la cocina cuando las sombras que no son sombras se acerquen al lar a recoger los presentes que las disuadan de hacer el mal.

Así pues, hoy he pensado en los muertos.

Ya soy viejo, quizá tan viejo como llegó a ser Merlín, aunque ni de lejos tan sabio. Creo que el obispo Sansum y yo somos los únicos hombres que quedamos de aquellos días de gloria, y sólo yo los recuerdo con nostalgia. Quizá todavía vivan otros, en Irlanda o en los yermos que hay al norte de Lothian, pero nada sé de ellos; lo que sí sé es que si algún otro vive, esta noche se encogerá como yo ante la oscuridad invasora, igual que los espectros de esta noche intimidan a los gatos. Todo lo que un día amamos ha sido destruido; todo lo que construimos ha sido derruido y todo lo que sembramos lo han cosechado los sajones. Los britanos nos refugiamos en las tierras altas del oeste y hablamos de venganza, pero no existe espada capaz de desafiar a las tinieblas. Son muchos los momentos en que todo cuanto deseo es reunirme con los muertos. El obispo Sansum aplaude este deseo y dice que es loable mi anhelo de estar en el Cielo a la derecha del Señor, pero yo no creo que alcance el paraíso de los justos. He pecado mucho y temo merecer el infierno, pero aún espero, en contra de mi fe, que mi destino sea el otro mundo. Allí, bajo los manzanos de Annwn, la fortaleza de las cuatro torres, me aguarda una mesa rebosante de viandas a la que se sientan todos mis viejos amigos. Merlín engatusará a todos con sentencias, protestas y burlas, Galahad reventará de ganas de interrumpirle y Culhwch, aburrido de tanta cháchara, se hará con un gran pedazo de carne creyendo que nadie lo ha visto. También Ceinwyn estará allí, mi amada y adorable Ceinwyn, poniendo paz en el tumulto provocado por Nimue.

Mas aún debo soportar la maldición de seguir respirando. Vivo mientras mis amigos celebran un festín permanente, y en tanto, escribo la historia de Arturo. La escribo por mandato de la reina Igraine, la joven esposa del rey Brochvael de Powys, protector de nuestro humilde monasterio. Igraine deseaba conocer cuanto yo recordara de Arturo y así fue como emprendí la escritura de este relato que el obispo Sansum desaprueba. Dice que Arturo era el enemigo de Dios, un engendro del diablo, y por eso las escribo en sajón, mi lengua materna, que el santo no comprende. Igraine y yo le hemos dicho que estoy copiando el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en la lengua del enemigo, y a lo mejor nos cree, pero también puede ser que espere la oportunidad de probar el engaño para castigarme después.

No pasa un día sin que escriba. Igraine visita el monasterio con frecuencia para rogar a Dios que bendiga su vientre con un hijo y, una vez hechas sus plegarias, recoge los pergaminos escritos y los manda traducir al britano al escribano del tribunal de justicia de Brochvael. Tengo para mí que cambia la historia para adecuarla más al Arturo de sus deseos, sin respetar el que realmente fue, pero ¿qué importa, si nadie ha de leer esta historia? Soy como aquel que levanta un muro de barro y zarzo para protegerse de una inundación inminente. La oscuridad será completa cuando nadie lea. Sólo quedarán sajones.

Escribo acerca de los muertos y así pasa el tiempo, hasta que me reúna con ellos; llegará el día en que el hermano Derfel, el humilde monje de Dinnewrac, vuelva a ser lord Derfel Cadarn, Derfel el poderoso, paladín de Dumnonia y estimado amigo de Arturo. Pero hoy por hoy no soy más que un viejo monje aterido de frío que garabatea sus memorias con la única mano que le queda. Esta noche es Samain y mañana comienza un nuevo año. El invierno ya está aquí. La hojarasca forma remolinos de vivo color al pie de los setos, se ven malvises entre los rastrojos, las gaviotas han volado tierra adentro desde el mar y las chochas se reúnen bajo la luna llena. Igraine dice que la estación es propicia para escribir sobre cosas pasadas, y me ha traído nuevos pergaminos, un frasco de tinta recién mezclada y un manojo de plumas. Me pide que le hable de Arturo, del Arturo glorioso, nuestra mayor y última esperanza, nuestro rey que nunca lo fue, el enemigo de Dios, el azote de los sajones. «Háblame de Arturo.»

El campo después de la batalla es una visión terrorífica.

Habíamos ganado pero no había júbilo en nuestro espíritu, tan sólo agotamiento y alivio. Ateridos, nos reunimos en torno a la lumbre intentando no pensar en los espectros y fantasmas que poblaban la oscuridad en que yacían los muertos del valle del Lugg. Algunos durmieron, pero las pesadillas de la batalla nos impedían descansar. Me desperté en plena noche, sobresaltado por el recuerdo de la lanzada que tan cerca había estado de destrozarme el vientre. Issa me salvó desviando la pica enemiga con el canto del escudo, pero me perseguía el recuerdo de lo que había estado a punto de ocurrir. Intenté conciliar el sueño, pero la imagen de aquella embestida me mantenía despierto y finalmente me levanté, agotado y tiritando, y me eché el manto por los hombros. El valle estaba iluminado por hogueras mortecinas y en la oscuridad que reinaba entre las llamas flotaba una mezcolanza de humo y niebla del río. Algo se movía entre la bruma, pero no habría podido decir si eran fantasmas o seres vivos.

–¿No concilias el sueño, Derfel? – me habló una voz susurrante que provenía del pórtico del edificio romano en el que yacía el cuerpo del rey Gorfyddyd. Me giré y vi que Arturo me miraba.

–No concilio el sueño, señor -admití.

Se abrió camino entre los guerreros dormidos. Llevaba un manto blanco, tan de su gusto, que parecía brillar a la luz de las fogatas. No se apreciaba rastro de barro ni de sangre y pensé que debía de haberlo guardado aparte para tener algo limpio que ponerse después de la batalla. A los demás no nos habría importado acabar desnudos con tal de conservar la vida, pero Arturo siempre fue meticuloso. Llevaba la cabeza descubierta y su cabellera todavía mostraba las marcas del casco allí donde éste se ceñía al cráneo.

–Nunca duermo bien tras la batalla, por lo menos durante una semana. Pero al fin me es concedida la bendición de una noche de descanso -dijo y, sonriendo, añadió-: Estoy en deuda contigo.

–No, señor -repliqué, aunque en verdad lo estaba. Sagramor y yo habíamos resistido en el valle del Lugg durante todo el día, luchando en la barrera de escudos contra una vasta horda de enemigos, y Arturo no había acudido en nuestra ayuda. Finalmente, llegaron refuerzos, y con ellos la victoria, pero de todas las contiendas de Arturo, la del valle del Lugg era la que más cerca había estado de acabar en derrota. Hasta aquel día.

–Tendré presente mi deuda -prosiguió con voz entrañable-, aun si tú la olvidas. Ha llegado el momento de enriquecerte, Derfel, a ti y a tus hombres.

Sonrió, me puso la mano en el hombro y me condujo hacia un claro donde nuestras voces no perturbaran el inquieto sueño de los guerreros que yacían al amor de las humeantes fogatas. La tierra estaba húmeda y la lluvia se encharcaba en las profundas cicatrices hechas en la tierra por los cascos de los imponentes caballos de Arturo. Me preguntaba si los caballos tendrían pesadillas de guerra y si los muertos, recién llegados al otro mundo, todavía se estremecerían con el recuerdo del mandoble o la lanzada que había enviado su espíritu a cruzar el puente de espadas.

–Supongo que Gundleus está muerto -dijo Arturo interrumpiendo mis pensamientos.

–Muerto, señor -confirmé. El rey de Siluria había perecido poco después del anochecer, pero yo no había visto a Arturo desde el momento en que Nimue arrancara la vida a su enemigo.

–Oí sus alaridos -dijo Arturo con voz neutra.

–Se habrán oído por toda Britania -respondí con pareja indiferencia.

Nimue le había arrancado su negro espíritu recreándose en la venganza contra el hombre que la había violado y la había privado de un ojo.

–Así pues, Siluria necesita un rey -dijo Arturo, y miró al fondo del largo valle, donde unas figuras negras se movían entre la niebla y el humo. Las sombras que proyectaban las llamas en su rostro rasurado le hacían aparecer demacrado. No era un hombre de bellas facciones, ni tampoco feo. Su rostro era en cierto modo singular: alargado, huesudo y fuerte. En reposo tenía un aire triste que expresaba compasión y sabiduría, pero en cuanto entraba en conversación se animaba, se entusiasmaba y se mostraba pronto a la sonrisa. Todavía era joven por aquel entonces, había cumplido treinta años y el gris aún no plateaba su corta cabellera.

–Vamos -dijo tocándome el brazo y señalando al fondo del valle.

–¿Deseáis pasear entre los muertos? – Retrocedí atemorizado. Nunca me habría aventurado lejos de la protección del fuego sin esperar a que la aurora se llevara a los espectros.

–Fuimos nosotros quienes los matamos, Derfel, tú y yo, así que deberían ser ellos quienes nos temieran. – Nunca fue supersticioso, al contrario que todos nosotros, que buscábamos bendiciones, atesorábamos amuletos y andábamos siempre al acecho de presagios que nos avisaran de los peligros. Arturo se movía por el mundo de los espíritus como lo haría un ciego-. Vamos -me apremió, tocándome de nuevo el brazo.

Nos adentramos en la oscuridad. No todos los seres que yacían entre la bruma estaban muertos; algunos pedían ayuda con voz lastimera, pero Arturo, que siempre hacía honor a la piedad, desoyó los débiles lamentos. Pensaba en Britania.

–Mañana parto hacia el sur, a visitar a Tewdric -me confió.

El rey Tewdric de Gwent era aliado nuestro, pero se había negado a enviar hombres al valle del Lugg, convencido de que la victoria era punto menos que imposible. El rey estaba en deuda con nosotros, pues habíamos librado la batalla en su nombre, pero Arturo no era rencoroso.

–Voy a pedirle que envíe hombres al este para contener a los sajones, pero también mandaré a Sagramor. Tiene que bastar con eso para defender la frontera durante el invierno. Tus hombres -añadió con una breve sonrisa- bien merecen un descanso.

–Están a vuestras órdenes -respondí prestamente, aunque la sonrisa me hizo comprender que no habría tal descanso. Yo caminaba muy rígido, temeroso de las sombras circundantes, haciendo gestos sin cesar con la mano derecha para ahuyentar el mal. Algunos espíritus recién separados del cuerpo no encuentran la entrada al otro mundo y vagan por la tierra en busca de sus antiguos cuerpos, deseosos de vengarse de sus verdugos. Aquella noche en el valle del Lugg abundaban los espíritus perdidos y yo estaba aterrorizado, pero Arturo, indiferente al peligro, paseaba despreocupado por el campo sembrado de muertos, con el manto arremangado en una mano para evitar que se ensuciara de barro y hierba húmeda.

–Quiero a tus hombres en Siluria -dijo en tono concluyente-. Oengus Mac Airem se dispondrá a saquearla pero es preciso ponerle freno.

Oengus, rey irlandés de Demetia, había cambiado de bando en la batalla y había hecho posible la victoria de Arturo, pero el precio exigido por el irlandés era participar en el botín de esclavos y oro del reino del desaparecido Gundleus.

–Le corresponden cien esclavos y un tercio del tesoro de Gundleus, tal como hemos acordado, pero aun así, intentará engañarnos.

–Me aseguraré de que no sea así, señor.

–No, tú no. ¿Dejarías que Galahad condujera a tus hombres?

Asentí ocultando la sorpresa.

–¿Qué esperáis de mí en tal caso? – pregunté.

–Siluria es un problema -murmuró sin responderme. Se detuvo y frunció el ceño pensando en el reino de Gundleus-. Ha estado mal gobernada, Derfel, muy mal gobernada. – Hablaba con profundo desagrado. Para el común de los mortales, la corrupción del gobierno era tan natural como la nieve en invierno o las flores en primavera, pero a Arturo le indignaba realmente. Ahora evocamos el recuerdo de Arturo como el señor de la guerra, el prohombre cubierto con su brillante armadura que convirtió a su espada en leyenda, pero a él le habría gustado ser recordado simplemente como un buen caudillo honrado y justo. La espada le confería poder, pero él prefería ceder su poder a la justicia-. No es un reino importante, pero será origen de conflictos sin fin si no ponemos orden. – Pensaba en voz alta, intentando prever cualquier obstáculo que pudiera interponerse entre aquella noche victoriosa y su sueño de una Britania unida y pacificada-. La solución idónea sería dividirlo entre Gwent y Powys.

–¿Por qué no hacerlo así, entonces? – pregunté.

–Porque he prometido Siluria a Lancelot -respondió en un tono que no admitía discusión. En silencio, rocé el pomo de Hywelbane para que el hierro me protegiera de los peligros de la noche y miré hacia el mediodía, hacia la barricada de troncos tras la que mis hombres habían luchado durante toda la jornada y en la que yacían los muertos como un riachuelo de la marea.

Habían participado muchos valientes en aquella batalla, pero Lancelot no se contaba entre ellos. A lo largo de tantos años como llevaba luchando por Arturo y a lo largo de los años que hacía que conocía a Lancelot, aún no lo había visto en una barrera de escudos. Lo había visto perseguir a fugitivos derrotados y conducir una columna de prisioneros desfilando ante la turba excitada, pero nunca en la fragorosa, dura y sudorosa embestida de la barrera de escudos. Era el rey exiliado de Benoic, destronado por la horda de francos que, procedentes de la Galia, habían sumido el reino de su padre en el olvido y ni una sola vez de que pudiera yo dar fe había esgrimido una lanza contra una banda de guerreros francos; aun así, los bardos cantaban su valentía a lo largo y ancho de Britania. Era Lancelot, el rey sin tierra, el héroe de batallas sin número, la espada de los britanos, el bello señor de las desgracias, el ejemplar, y tan alta reputación se había forjado a golpe de canciones, pero nunca, que yo supiera, con la espada. Yo era su enemigo, y él, el mío, pero compartíamos ambos la amistad de Arturo y por tal amistad manteníamos nuestro encono a raya en una incómoda posición.

Arturo estaba enterado de mi aversión. Me tocó el hombro y avanzamos juntos hacia el montón de muertos de la barrera.

–Lancelot es amigo de Dumnonia -insistió-; si reina en Siluria, no tendremos nada que temer, y si desposa a Ceinwyn, tendrá asimismo el apoyo de Powys.

Quedaba dicho, pero mi aversión bullía de ira, y ni aun entonces me opuse a los planes de Arturo. ¿Qué podía alegar? Yo era hijo de una esclava sajona, un joven guerrero con hombres a su cargo pero sin tierras, y Ceinwyn era princesa de Powys. Había merecido el apelativo de seren, la estrella, y brillaba en una tierra apagada como un fragmento de sol en el barro. Había sido prometida a Arturo, pero éste la abandonó por Ginebra; tal fue el origen de la guerra que había concluido aquel mismo día con la matanza del valle del Lugg. Entonces, en aras de la paz, Ceinwyn tenía que casarse con Lancelot, mi enemigo, aunque yo, un ser insignificante, me hubiera enamorado de ella. Llevaba prendido su broche, y su imagen grabada en el pensamiento. Un día juré protegerla, ella no despreció el juramento y, al aceptarlo, me hizo concebir la necia esperanza de que mis deseos no fueran imposibles, pero lo eran. Ceinwyn, una princesa, tenía que casarse con un rey, y yo no era sino un simple guerrero nacido de una esclava y me casaría con quien pudiera.

Así pues, nada dije de mi amor por Ceinwyn, y Arturo, que en la noche de su gran victoria pensaba en el destino de Britania, nada sospechó. Ni había razón para que lo hiciera. Si le hubiera confesado mi amor por Ceinwyn habría considerado mis aspiraciones tan insultantes como si un gallo de corral intentara aparearse con un águila.

–Conoces a Ceinwyn, ¿no es cierto?

–Así es, señor.

–Y ella os aprecia -afirmó para que se lo corroborara.

–Me atrevo a pensar que sí -respondí con sinceridad, dividido entre el recuerdo del bello rostro de Ceinwyn, blanco como la plata, y la aversión que me inspiraba la idea de que fuera entregado a la custodia de Lancelot el hermoso-. Me aprecia lo suficiente -continué- como para confiarme el poco entusiasmo que siente por ese matrimonio.

–¿Por qué debería sentirlo? No conoce a Lancelot. No espero entusiasmo de su parte, Derfel, tan sólo obediencia.

Dudé. Antes de la batalla, cuando Tewdric deseaba desesperadamente poner punto final a la guerra que amenazaba con arruinar su reino, hube de visitar a Gorfyddyd en misión de paz. Fue un fracaso, pero también fue la ocasión de hablar con Ceinwyn y comunicarle las esperanzas de Arturo en sus esponsales con Lancelot. No rechazó la idea pero tampoco se alegró. En aquellos momentos, de todos modos, nadie creía capaz a Arturo de derrotar al padre de Ceinwyn, pero ella tuvo en cuenta tal posibilidad remota y me pidió que transmitiera a Arturo su deseo de ponerse bajo su protección en caso de que ganara. Perdidamente enamorado, lo interpreté como un ruego de que no la obligaran a contraer un matrimonio no deseado.

Entonces, le dije a Arturo que Ceiwnyn solicitaba su protección.

–Señor, son ya muchas las veces que ha estado prometida -añadí- y ha sufrido otras tantas decepciones; creo que desea permanecer sola por un tiempo.

–¡Tiempo! – rió-. No le queda tiempo, Derfel. ¡Pronto cumplirá los veinte! No puede permanecer soltera como gato que no caza ratones. ¿Con qué otro se casaría? – Dio unos pasos en silencio-. Cuenta con mi protección, pero ¿qué mejor protección que casarse con Lancelot y ascender al trono? – prosiguió en un tono menos jocoso, y de pronto me espetó-: ¿Y qué hay de ti?

–¿De mí, señor? – respondí sobresaltado, creyendo por un momento que me proponía que me casara con Ceinwyn.

–Tienes casi treinta años -dijo-. Es tiempo de que te cases, y lo arreglaremos tan pronto como regresemos a Dumnonia, pero por el momento quiero que vayas a Powys.

–¿Yo, señor? ¿A Powys? – Acabábamos de combatir y vencer al ejército de Powys y no cabía duda de que nadie allí daría la bienvenida a un guerrero enemigo.

–Derfel, lo más importante en las próximas semanas -me explicó cogiéndome del brazo- es que Cuneglas sea proclamado rey de Powys. Está convencido de que nadie le ha de disputar el trono, pero deseo asegurarme. Quiero que uno de mis hombres esté presente en Caer Sws como testimonio de nuestra amistad. Nada más. Sólo pretendo que cualquier aspirante a su trono sepa que tendría que enfrentarse no sólo con Cuneglas, sino también conmigo. Tu presencia como amigo de Cuneglas no dejará lugar a dudas.

–En tal caso, ¿por qué no enviar cien hombres? – pregunté.

–Porque parecería que tratamos de imponer a Cuneglas en el trono de Powys y no nos conviene. Necesito conservar su amistad y no quisiera que volviera a Powys como vencido. Además -sonrió-, Derfel, vales por un centenar de hombres, y así lo demostraste ayer.

Fruncí el ceño, incómodo como siempre ante las alabanzas excesivas, pero si tal misión significaba que era el hombre adecuado para representar a Arturo en Powys, me alegraba, pues tendría ocasión de acercarme a Ceinwyn otra vez. Guardaba celosamente el recuerdo del roce de su mano en la mía, como el broche que me había regalado tantos años atrás. Me dije que Lancelot no la había desposado todavía. Todo cuanto deseaba era una oportunidad para recrearme en mis quimeras.

–Y una vez que Cuneglas sea proclamado rey -pregunté-, ¿qué debo hacer?

–Esperarme -respondió-. Me dirigiré a Powys en cuanto me sea posible y, cuando hayamos resuelto los acuerdos de paz y Lancelot se haya prometido formalmente, volveremos a casa. El año próximo, amigo mío, llevaremos a los ejércitos britanos a la guerra contra los sajones -dijo con un regocijo desacostumbrado en lo tocante a asuntos de guerra. Era un buen guerrero, e incluso disfrutaba de las emociones desatadas que la batalla proporcionaba a su espíritu, tan prudente de ordinario, pero nunca favorecía la guerra si la paz era posible, pues desconfiaba de las incertidumbres de la batalla. Los caprichos de la victoria y la derrota eran impredecibles y a Arturo le disgustaba que el buen orden y la prudencia diplomática quedaran a merced de los avatares de la guerra. Pero la diplomacia y el tacto nunca derrotarían a los invasores sajones, que se adentraban sin cesar hacia el oeste por toda Britania como una plaga de gusanos. Arturo soñaba con una Britania en paz, gobernada por la ley y el orden, y los sajones no formaban parte de su sueño.

–¿Partiremos en primavera, señor? – le pregunté.

–Cuando broten las primeras hojas.

–En tal caso, antes quisiera pediros una gracia.

–Habla -respondió, satisfecho de que pidiera algo por haberle ayudado a conseguir la victoria.

–Deseo acompañar a Merlín, señor -dije.

Tardó en responder. Se quedó mirando la hoja completamente doblada de una espada caída en la tierra húmeda. En algún punto indeterminado en la oscuridad, un hombre gemía, luego lloraba y después enmudeció.

–La olla -dijo finalmente Arturo con pesadumbre.

–Sí, señor -respondí. Merlín había acudido a nosotros durante la batalla con la intención de que ambos bandos pusiéramos fin al enfrentamiento y le siguiéramos a una expedición en busca de la olla de Clyddno Eiddyn. La olla era el más preciado tesoro de Britania, el regalo mágico de los dioses antiguos, y hacía siglos que se había perdido. Merlín había dedicado su vida a recuperar los tesoros de Britania y la olla era su principal objetivo. Si conseguía encontrarla, nos dijo, devolvería Britania a sus verdaderos dioses.

–¿De verdad crees que la olla de Clyddno Eiddyn ha estado escondida todos estos años? ¿Durante todos los años de dominación romana? Se la llevaron a Roma, Derfel, y la fundieron para fabricar alfileres, broches o monedas. ¡No existe tal olla!

–Merlín afirma lo contrario, señor -insistí.

–Merlín da crédito a habladurías de viejas -respondió Arturo con rabia-. ¿Sabes a cuántos hombres pretende llevarse?

–No, señor.

–Ochenta, me dijo. O un centenar. O, mejor aún, ¡doscientos! Ni siquiera consiente en decir dónde está la olla, sólo quiere que le confíe un ejército para llevárselo a tierras salvajes. A Irlanda, o al desierto quizá. ¡No! – Le dio una patada a la espada torcida y me hundió con fuerza el dedo en el hombro-. Presta atención, Derfel. Preciso hasta la última lanza que logre reunir para el año próximo. Vamos a acabar con los sajones de una vez por todas y no puedo prescindir de ochenta o cien hombres para que busquen un caldero que desapareció hace cerca de quinientos años. Cuando los sajones de Aelle sean derrotados, ve tras ese sinsentido si no te queda más remedio. Pero te aseguro que es una necedad. No existe tal olla.

Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia las hogueras. Le seguí deseoso de discutir con él aunque sabía que nunca lo persuadiría, pues era cierto que no podía prescindir de ninguna espada si se proponía derrotar a los sajones y no daría ningún paso que fuera en detrimento de sus posibilidades de éxito en primavera. Me sonrió como si deseara compensar la dureza con que había rechazado mi petición.

–Si tal marmita existe, no importa que permanezca oculta uno o dos años más. Pero entretanto, Derfel, quiero enriquecerte. Te casaremos con una rica heredera -dijo dándome una palmada en la espalda-. Será la última campaña, mi estimado Derfel, la última gran matanza, y entonces tendremos paz. Verdadera paz, y no harán falta pucheros mágicos -concluyó en tono exaltado. Aquella noche, entre los muertos, en verdad veía la paz aproximarse.

Caminamos hacia las hogueras que rodeaban la casa romana en la que el padre de Ceinwyn, Gorfyddyd, yacía muerto. Arturo estaba exultante, se sentía realmente feliz viendo que su sueño se convertía en realidad. Una guerra más y, luego, la paz por los siglos de los siglos. Arturo era nuestro señor de la guerra, el más grande guerrero de Britania y, sin embargo, en la noche siguiente a la batalla, entre los lamentos de los espíritus de los muertos envueltos en humo, lo único que deseaba era la paz. El heredero de Gorfyddyd, Cuneglas de Powys, compartía el sueño de Arturo. Tewdric de Gwent era nuestro aliado, Lancelot recibiría el reino de Siluria y los reyes de Britania unidos, junto con el ejército dumnonio de Arturo, derrotarían a los invasores sajones. Mordred, bajo la protección de Arturo, alcanzaría la mayoría de edad, sería proclamado rey de Dumnonia y Arturo se retiraría a disfrutar de la paz y la prosperidad que su espada había de proporcionar a Britania.

Así se figuraba Arturo que sería el prometedor futuro.

Pero no contaba con Merlín, más viejo, sabio y sutil que Arturo, y Merlín había olfateado la olla. Cuando la encontrara, su poder se desplegaría por toda Britania como un veneno, pues se trataba de la olla de Clyddno Eiddyn, la destructora de los sueños de los hombres, y Arturo, con todo su sentido práctico, era un soñador.

En Caer Sws el follaje se doblaba bajo el peso de la madurez estival.

Acompañé al norte al rey Cuneglas y a su ejército de guerreros derrotados y fui el único dumnonio que asistió a la incineración del cuerpo del rey Gorfyddyd en la cima de Dolforwyn. Vi las llamas de la pira elevarse muy alto en la noche cuando su espíritu cruzó el puente de espadas para encontrarse con su espectro en el otro mundo. Dos círculos de lanceros rodeaban la pira, balanceando antorchas encendidas al tiempo que entonaban la endecha por la muerte de Beli Mawr. Cantaron largamente y el sonido de sus voces reverberaba en las colinas cercanas como si un coro de espectros respondiera. El dolor reinaba en Caer Sws. Era grande el número de viudas y huérfanos recientes y, en la mañana siguiente a los funerales del viejo rey, cuando todavía el humo de la pira se elevaba hacia las montañas del septentrión, la noticia de la caída de Ratae vino a aumentar la congoja. Ratae era la gran fortaleza situada en la frontera este de Powys, pero Arturo la había entregado a los sajones a cambio de una tregua mientras luchaba contra Gorfyddyd. Nadie en Powys conocía aún la traición de Arturo y nada dije.

Durante tres días no vi a Ceinwyn, pues se guardó duelo por Gorfyddyd y las mujeres no asistían a las ceremonias funerarias. Sin embargo, las damas de la corte de Powys vistieron ropas negras de lana y se encerraron en el pabellón de las mujeres. No sonó una nota en las habitaciones que les estaban reservadas, sólo agua tuvieron para beber y, por toda comida, pan duro y ralas gachas de avena. En el exterior, los guerreros de Powys se reunían para la proclamación del nuevo rey y yo, obediente a las órdenes de Arturo, me mantuve alerta a cualquier intento de disputar a Cuneglas su derecho al trono, pero no percibí el menor indicio de oposición.

Al cumplirse los tres días, la puerta del pabellón de las mujeres se abrió para dar paso a una doncella que se detuvo en el portal y desparramó hojas de ruda por el umbral y la escalinata. Al poco, una vaharada de humo salió por la puerta y supimos que las mujeres quemaban el lecho nupcial del antiguo rey. Las volutas de humo cegaban las ventanas y la puerta y, sólo cuando la humareda se hubo disipado, Helledd, ya reina de Powys, descendió la escalinata para postrarse de hinojos ante su marido, el rey Cuneglas de Powys. Vestía una túnica de lino blanco y, cuando Cuneglas la hizo levantar, tenía manchas de barro allí donde las rodillas habían rozado el suelo. El nuevo rey la besó y la acompañó de regreso al pabellón. Iorweth, el druida mayor de Powys, iba envuelto en un manto negro y siguió al rey hasta el interior, mientras que en el exterior, formados en hileras de hierro y cuero en torno a las paredes de madera, los guerreros supervivientes observaban y esperaban.

Esperaron mientras un coro infantil cantaba el dueto amoroso de Gwydion y Aranrhod, la balada de Rhiannon, y todos y cada uno de los largos versos de la Marcha de Gofannon a Caer Idion. Sólo cuando la última recitación hubo concluido, Iorweth, vestido ya de blanco y sosteniendo un báculo con una rama de muérdago en el extremo, se acercó a la puerta y proclamó que los días de duelo habían concluido. Los guerreros lanzaron vivas, rompieron la formación y se precipitaron al encuentro de sus mujeres. Al día siguiente, Cuneglas ascendería al trono en la cima de Dolforwyn y, si algún hombre pretendía disputarle el derecho a gobernar Powys, la ceremonia de proclamación sería su oportunidad. Para mí, sería la primera ocasión, desde la gran batalla, de ver a la princesa.

Al día siguiente no dejé de mirar a Ceinwyn mientras Iorweth ejecutaba el ritual de proclamación. Ella miraba a su hermano y yo la miraba a ella extasiado en la contemplación de tanta hermosura. Ya soy viejo y quizá mi memoria decrépita exagere la belleza de la princesa Ceinwyn, aunque lo dudo. No en vano mereció el nombre de seren, la estrella. Era de estatura media, pero de constitución delgada, y esa esbeltez le daba una apariencia de fragilidad que con el tiempo supe que era engañosa, pues Ceinwyn tenía ante todo una voluntad de acero. Sus cabellos, como los míos, eran rubios, sólo que los suyos se asemejaban al oro cuando brilla al sol, mientras que los míos eran más parecidos a la paja sucia. Sus ojos eran azules, su porte, recatado y su rostro dulce como la miel de las abejas silvestres. Aquel día llevaba un vestido de lino. azul ribeteado con piel de armiño de invierno, de color plata y manchas negras, el mismo que lucía el día que me rozó la mano para aceptar mi juramento. En un momento en que nuestras miradas se cruzaron, me dedicó una sonrisa solemne y juro que se me detuvo el corazón un instante.

Los ritos de la monarquía de Powys no eran muy diferentes de los nuestras. Cuneglas desfiló alrededor del círculo de piedra de Dolforwyn, recibió los símbolos de la realeza y un guerrero le declaró rey al tiempo que retaba a los presentes a desafiar a su señor en el día de la proclamación; el silencio fue la única respuesta. Las cenizas de la enorme pira todavía humeaban tras el círculo para señalar que había muerto un rey, pero el silencio en torno al círculo era en honor del nuevo monarca reinante. Cuneglas fue agasajado con presentes. Yo sabía que Arturo se presentaría en persona con un magnífico regalo, pero me había encomendado la espada de Gorfyddyd, hallada en el campo de batalla, que yo entregué entonces al hijo como gesto de paz entre Dumnonia y Powys.

Tras la aclamación se celebró un banquete en el solitario pabellón que se erguía en la cima de Dolforwyn. Fue un banquete pobre, en el que abundaron más la cerveza y el hidromiel que las viandas, pero sirvió para que Cuneglas transmitiera a los guerreros las esperanzas que albergaba para su reino.

Habló primero de la guerra que acababa de concluir. Nombró a los muertos del valle del Lugg y prometió a sus hombres que tales muertes no habían sido en vano.

–No han sido en vano -dijo-, porque han traído la paz entre los britanos. La paz entre Powys y Dumnonia. – Tales declaraciones provocaron protestas entre los guerreros, pero Cuneglas los apaciguó levantando la mano-. Nuestro enemigo -prosiguió con voz amenazadora- no es Dumnonia. ¡Nuestros enemigos son los sajones! – Hizo una pausa pero nadie se mostró en desacuerdo con sus palabras. Esperaban en silencio observando a su nuevo rey, que aunque en verdad no era un gran guerrero, sí era un hombre bueno y honesto. Sus cualidades se reflejaban claramente en su rostro redondo, joven y franco, al que en vano había intentado infundir dignidad dejándose crecer unos largos bigotes que le colgaban trenzados hasta el pecho. Podía no tener espíritu guerrero, pero era suficientemente sagaz para saber que debía ofrecer a sus guerreros la oportunidad de ir a la guerra, pues sólo en la guerra podía un hombre adquirir gloria y riqueza. Les prometió que Ratae sería recuperada y los sajones serían castigados por los horrores que habían infligido a sus habitantes. Lloegyr, la tierra perdida, sería reclamada a los sajones, y Powys, otrora el más poderoso de los reinos britanos, volvería a extenderse desde las montañas hasta el mar Germano. Se reconstruirían las ciudades romanas, sus muros se levantarían gloriosamente de nuevo y se restaurarían los caminos. Habría tierras de labor, botín y esclavos sajones para los guerreros de Powys. Todos aplaudieron sus promesas, pues Cuneglas ofrecía a sus decepcionados jefes la recompensa que tales hombres siempre esperan de sus reyes. Asimismo, tras levantar la mano para acallar los vítores, les advirtió que la riqueza de Lloegyr no sería reclamada por Powys en solitario-. Ahora marcharemos junto con los hombres de Gwent y los lanceros de Dumnonia. Fueron enemigos de mi padre, pero son amigos míos, motivo por el cual lord Derfel se encuentra hoy entre nosotros. – Me sonrió antes de proseguir-. Por el mismo motivo, con la próxima luna llena, mi amada hermana celebrará su compromiso de boda con Lancelot. Será reina de Siluria y los hombres de su país marcharán con nosotros, con Arturo y con Tewdric, para librar nuestras tierras de la plaga de los sajones. Destruiremos a nuestro verdadero enemigo. ¡Destruiremos a los sais!

Los vítores se sucedieron sin medida; Cuneglas se había ganado la voluntad de sus guerreros. Les ofrecía la riqueza y el poder de la antigua Britania y ellos batían palmas y pateaban el suelo como muestra de conformidad. Cuneglas permaneció de pie unos momentos, dejando que el clamor continuara, y luego se sentó y me sonrió como si quisiera decirme que sabía hasta qué punto Arturo habría aprobado sus palabras.

No me quedé en Dolforwyn a compartir el hidromiel que correría durante toda la noche, pues preferí regresar a Caer Sws caminando tras el carro de bueyes en que viajaban la reina Helledd, sus dos tías y Ceinwyn. Las regias damas deseaban estar de vuelta en Caer Sws antes del anochecer y me fui con ellas, no porque no hallara un lugar entre los hombres de Cuneglas sino porque no había tenido ocasión de hablar con Ceinwyn. Así pues, como un becerro tocado por la luna, me uní a la pequeña guardia de lanceros que escoltaba el carro de vuelta a la fortaleza. Aquel día, con el deseo de impresionar a Ceinwyn, me había vestido con esmero; bruñí la cota de malla, cepillé el barro de las botas y el manto, y me recogí la larga cabellera rubia en una trenza suelta que me colgaba a la espalda. Llevaba prendido su broche en el manto, en señal de devoción por ella.

Temía que no me prestara la menor atención, pues durante el largo camino de regreso a Caer Sws permaneció sentada en el carro mirando en otra dirección, pero finalmente, cuando al doblar un recodo se hizo visible la fortaleza, miró hacia atrás, se apeó del carro y me aguardó en la margen del camino. La escolta de lanceros se hizo a un lado a fin de que pudiera caminar a su lado. Sonrió al reconocer el broche, aunque se guardó de hacer alusión alguna.

–Nos preguntábamos, lord Derfel -dijo en cambio-, qué os ha traído aquí.

–Arturo quería que un dumnonio asistiera a la proclamación de vuestro hermano, señora -respondí.

–¿O se asegurara de que sería coronado? – preguntó astutamente.

–También -admití.

–No hay ningún otro que pudiera proclamarse rey. Mi padre se aseguró de eso. Había un jefe llamado Valerin que habría podido disputar el trono a Cuneglas, pero tuvimos noticia de que murió en la batalla.

–Así fue, señora -dije, pero no añadí que había sido yo quien diera muerte a Valerin en combate singular, junto al vado del valle del Lugg-. Fue un hombre aguerrido, al igual que vuestro padre. Deseo expresaros mi condolencia por su muerte.

Siguió caminando en silencio bajo la mirada desconfiada de Helledd, la reina de Powys, que nos observaba a distancia desde el carro de bueyes.

–Mi padre -continuó Ceinwyn un momento después- era un hombre amargado, pero siempre fue bueno conmigo. – Había desolación en su voz, pero no lloraba. Ya había derramado suficientes lágrimas, su hermano era rey y ella tenía que encarar un nuevo futuro. Se arremangó un poco la falda al pasar por un charco. Había llovido la noche anterior y las nubes que asomaban por el oeste amenazaban con más lluvias sin tardanza.

–Así pues, ¿Arturo viene hacia aquí? – preguntó.

–Llegará cualquier día, señora.

–¿Acompañado de Lancelot?

–Así lo creo.

–La última vez que nos vimos, lord Derfel -dijo haciendo una mueca de disgusto-, iba a casarme con Gundleus. Ahora es Lancelot. Un rey tras otro.

–Sí, señora -dije.

Era una respuesta inadecuada e incluso necia, pero me había invadido el exquisito aturdimiento que enmudece la lengua de los amantes. Mi único deseo era estar con Ceinwyn, pero a su vera era incapaz de expresar lo que sentía.

–Seré reina de Siluria -dijo Ceinwyn, sin asomo de entusiasmo. Se detuvo y señaló hacia atrás, hacia el ancho valle del Severn-. Pasado Dolforwyn se abre un pequeño valle recóndito en el que hay una casa y un puñado de manzanos. De niña pensaba que el otro mundo sería como ese valle; un lugar pequeño y seguro en donde podría vivir feliz y tener hijos. – Se rió de sí misma y siguió andando-. Por toda Britania abundan las muchachas que sueñan casarse con Lancelot, ser reinas y vivir en un palacio; sin embargo, mis deseos se reducen a un pequeño valle donde crecen manzanos.

–Señora -dije al tiempo que reunía fuerzas para decir lo que realmente deseaba expresar, pero ella inmediatamente me leyó el pensamiento y me tocó el brazo para hacerme callar.

–He de cumplir con mi deber, lord Derfel -me dijo, advirtiéndome de que era preferible el silencio.

–Tenéis mi juramento -dejé escapar. Era lo más cercano a una confesión de amor que fui capaz de pronunciar en aquel momento.

–Lo sé -respondió con gravedad-, y también que en vos tengo un amigo, ¿estoy en lo cierto?

–Vuestro más rendido amigo, señora -dije, aunque deseaba ser algo más.

–Entonces os contaré lo que hablé con mi hermano -dijo mirándome con una seria expresión en sus ojos azules-. No sé si deseo casarme con Lancelot, pero he prometido a Cuneglas que le conoceré antes de decidirme, y así debo hacerlo. Pero aún no sé si me casaré o no. – Siguió caminando en silencio y supe que deliberaba consigo misma sobre la oportunidad de confiarme algo más-. Después de la última vez que os vi -prosiguió finalmente-, visité a la sacerdotisa de Maesmwyr; me llevó a la gruta de los sueños y me hizo dormir en el lecho de calaveras. Deseaba descubrir mi destino, pero no recuerdo haber tenido ningún sueño. Sin embargo, al despertar la sacerdotisa me dijo que el próximo hombre que quisiera casarse conmigo terminaría casado con los muertos. ¿Qué sentido tiene?

–Ninguno, señora -dije al tiempo que tocaba la empuñadura de mi espada. ¿Quería advertirme de algo? Nunca habíamos hablado de amor, pero ella debía de haber percibido mi anhelo.

–Tampoco yo consigo comprenderlo -confesó-. Acudí a Iorweth para que interpretara la profecía, pero me respondió que dejara de preocuparme. Dijo que la sacerdotisa se expresaba con enigmas porque era incapaz de hablar con sentido común. Creo entender que no debo casarme, pero no lo sé. Sólo sé una cosa, lord Derfel, que no me casaré a la ligera.

–Sabéis dos cosas, señora -respondí-. Sabéis que mantendré mi juramento.

–También eso lo sé -dijo sonriéndome-. Me alegro de que estéis aquí, lord Derfel. – Dicho lo cual, salió corriendo y se encaramó al carro de bueyes dejándome desconcertado por el enigma; y no podía encontrar una respuesta que devolviera la paz a mi alma.

Arturo llegó a Caer Sws tres días más tarde. Se presentó con veinte caballeros y un centenar de lanceros. Bardos y arpistas completaban la comitiva. Trajo consigo a Merlín y a Nimue y una porción de oro del botín recogido entre los muertos del valle del Lugg; también lo acompañaban Ginebra y Lancelot.

Torcí el gesto al ver a Ginebra. Habíamos salido victoriosos y habíamos conseguido la paz, pero aun así me pareció cruel que Arturo trajera a la mujer por la que había despreciado a Ceinwyn. Al parecer, Ginebra insistió en acompañar a su marido y entró en Caer Sws en un carro de bueyes forrado de pieles y engalanado con colgaduras de lino de colores y ramas verdes en señal de paz. La reina Elaine, la madre de Lancelot, viajaba en el carro junto a Ginebra, pero el blanco de las miradas era Ginebra, y no la reina. Se puso en pie cuando el carro empezó a atravesar lentamente las puertas de Caer Sws y así permaneció mientras los bueyes la conducían hasta la puerta del gran salón de Cuneglas. Llegó como conquistadora adonde en otro tiempo vivió como exiliada indeseable. Llevaba un vestido de lino dorado, joyas de oro en el cuello y las muñecas, y sus rizos pelirrojos estaban recogidos en un aro también de oro. Estaba encinta pero su estado no se traslucía bajo el hermoso lino dorado. Parecía una diosa.

Y si Ginebra parecía una diosa, Lancelot entró en Caer Sws a lomos de su caballo como un dios. Mucha gente lo confundió con Arturo al ver el magnífico porte con que cabalgaba en un blanco corcel con gualdrapas de lino claro tachonadas de pequeñas estrellas doradas. Portaba su blanca cota esmaltada, la vaina de su espada era asimismo blanca, y de sus hombros colgaba un largo manto blanco forrado de rojo. Su hermoso rostro de tez oscura quedaba enmarcado por los bordes dorados del casco, que en aquella ocasión había adornado con dos alas de cisne extendidas, en lugar de las alas de águila pescadora con que se tocaba en Ynys Trebes. Los presentes quedaron boquiabiertos al verlo y oí los susurros que recorrían la multitud llevando la noticia de que, a pesar de todo, aquel personaje no era Arturo, sino el rey Lancelot, el trágico héroe del reino perdido de Benoic, el hombre con el que se casaría la princesa Ceinwyn. Arturo, con su jubón de piel y su manto blanco, parecía cohibido en Caer Sws y pasó prácticamente desapercibido.

Por la noche se celebró un banquete. Dudo que Cuneglas se sintiera halagado por la presencia de Ginebra, pero era paciente y sensato y no se consideraba ofendido como su padre ante cualquier desaire imaginado y trató a Ginebra como a una reina. Le escanció el vino, le sirvió la comida e inclinó la cabeza para hablar con ella. Arturo, sentado al otro lado de Ginebra, estaba radiante de gozo. Siempre se mostraba alegre en compañía de Ginebra y aquella noche debía de sentir un profundo bienestar viendo el ceremonioso trato que se le dispensaba en el mismo lugar en que la había visto por primera vez, de pie en las últimas filas, con los más humildes.

Arturo dedicaba sus atenciones a Ceinwyn. Todos los presentes sabían que había roto su compromiso con ella, despreciándola para casarse con la desposeída Ginebra, y muchos hombres de Powys habían jurado no olvidar jamás tal ofensa, pero Ceinwyn lo había perdonado y hacía pública su indulgencia. Le sonreía, puso una mano en su brazo y se inclinó hacia él. Más tarde, cuando el hidromiel hubo disuelto todas las viejas rencillas, el rey Cuneglas tomó la mano de Arturo y la de su hermana y las unió entre las suyas, provocando los vítores de la muchedumbre que presenciaba el gesto de paz. El antiguo insulto había sido enterrado.

Al poco, en otro gesto simbólico, Arturo tomó la mano de Ceinwyn y la condujo hasta el asiento que había quedado libre al lado de Lancelot. Se renovaron los vítores. Observé con expresión glacial a Lancelot mientras se ponía en pie para recibir a Ceinwyn, se sentaba a su lado y le servía una copa de vino. Se quitó una gruesa pulsera de oro de la muñeca y se la ofreció, y aunque Ceinwyn hizo ostentación de rechazar el generoso regalo, finalmente lo deslizó en su brazo y la joya brilló a la luz de las velas de junco. Los guerreros sentados en el suelo pidieron ver la pulsera y Ceinwyn levantó el brazo tímidamente para mostrar la pesada alhaja de oro. Fui el único que no mostró entusiasmo. Me senté entre el estruendo circundante, al tiempo que una violenta lluvia empezaba a golpear la techumbre. Pensé que la había deslumhrado definitivamente. La estrella de Powys había sucumbido ante la elegante belleza morena de Lancelot.

Habría abandonado el salón en aquel mismo momento para quedarme a solas con mi pena en la negra noche de tormenta, pero Merlín estaba al acecho. Al empezar el banquete se había sentado a la mesa, pero luego la había abandonado y se había mezclado con los guerreros, deteniéndose aquí y allá a escuchar una conversación o a susurrar algo al oído de cualquier hombre. Se había peinado las canas hacia atrás, dejando la tonsura despejada, y se las había recogido en una larga trenza atada con una cinta negra, al igual que la barba, trenzada y sujeta de la misma forma. En su rostro alargado y surcado de arrugas, del color oscuro de las castañas romanas tan apreciadas en Dumnonia, se veía lo mucho que se divertía. Ya estaba haciendo de las suyas, pensé, y me encogí en un rincón a fin de que no me hiciera blanco de sus burlas. Amaba a Merlín como a un padre, pero no estaba de humor para acertijos. Sólo quería alejarme de Ceinwyn y Lancelot tanto como los dioses me lo permitieran.

Esperé hasta que me pareció que Merlín estaba en el otro extremo del salón y podía escabullirme sin que me viera, pero en aquel preciso momento me habló al oído.

–¿Te escondías de mí, Derfel? – preguntó y me dedicó un afectado gruñido mientras se acomodaba en el suelo junto a mí. Le gustaba fingir que sus muchos años lo habían debilitado y se dedicó a frotarse las rodillas ostensiblemente, quejándose de dolor en las articulaciones. Me arrebató el cuerno de hidromiel y lo apuró.

–He aquí la casta princesa -dijo señalando con el cuerno vacío hacia Ceinwyn- de camino a su espantoso destino. Veamos. – Se rascó entre las trenzas de la barba pensando en lo que diría a continuación-. ¿Quince días hasta que se prometa? La boda más o menos una semana después, y luego un puñado de meses hasta que el niño acabe con ella. Imposible que un niño salga de esas estrechas caderas sin partirla en dos. – Soltó una carcajada-. Será como si una minina pariera un buey. Horroroso de verdad, Derfel. – Se me quedó mirando, refocilándose con mi desasosiego.

–Creía -respondí con amargura- que habíais obrado en ella un conjuro de felicidad.

–Cierto -replicó suavemente-, ¿y qué? A las mujeres les gusta tener hijos y si la felicidad de Ceinwyn consiste en desgarrarse y desangrarse por su primogénito, mi conjuro habrá surtido efecto, ¿no es así?

–No ocupará el más alto lugar -dije citando fielmente la profecía que él había pronunciado en aquel mismo lugar hacía un mes escaso- ni sufrirá degradación, pero será feliz.

–Vaya memoria tienes para las naderías. Al cordero no hay quien le hinque el diente, ¿no crees? Poco hecho. ¡Y ni siquiera está caliente! No soporto la comida fría. – Y sin más me robó una porción del plato-. ¿Crees que ser reina de Siluria es ocupar un alto lugar?

–¿Acaso no lo es? – respondí amargamente.

–Oh no, hijo, no. ¡Qué idea tan absurda! Siluria es el lugar más desolado de la tierra, Derfel. No hay más que valles arrasados, playas pedregosas y gente fea. – Se estremeció-. Queman carbón en vez de leña y se quedan más negros que Sagramor. No creo que sepan lo que es lavarse. – Se sacó un trozo de cartílago de entre los dientes y lo arrojó a uno de los podencos que husmeaban entre los invitados-. ¡Lancelot se cansará enseguida de Siluria! No me imagino a nuestro galante Lancelot soportando durante mucho tiempo a esos desagradables holgazanes de rostro tiznado. Así que, si sobrevive al parto, cosa que dudo, la pobrecita Ceinwyn se quedará sola con un montón de carbón y un niño berreón. ¡Así terminará! – añadió con complacencia-. ¿No has observado, Derfel, que un día conoces a una joven en todo el esplendor de su belleza, con un rostro capaz de hacer saltar a las estrellas del firmamento y un año más tarde descubres que apesta a leche y mierda de niño y te preguntas cómo es posible que la encontraras hermosa? Los niños juegan malas pasadas a las mujeres, así que mírala ahora, Derfel; admírala cuanto puedas porque no volverá a ser tan encantadora.

Estaba encantadora en verdad, y lo que era peor, parecía feliz. Vestía de blanco y de su cuello colgaba una estrella de plata engarzada en una cadena del mismo metal. Había recogido su cabellera dorada con una cinta plateada y adornaba sus orejas con lágrimas del plata. Lancelot aquella noche tenía un aspecto tan impresionante como ella. Se decía que era el hombre más guapo de Britania y así debía de ser, si se considera hermoso un rostro delgado y alargado, de tez oscura, semejante al de un reptil. Llevaba un manto negro con rayas blancas, una torques de oro le adornaba la garganta y su larga cabellera negra, bien aceitada y ceñida al cráneo, se recogía en una diadema dorada antes de caerle en cascada por la espalda. También se había aceitado la barba, que llevaba recortada en punta.

–Ella me confesó -empecé, y nada más hacerlo supe que no debería abrir así mi corazón a aquel viejo perverso- que no estaba segura de querer casarse con Lancelot.

–Bien, muy propio de ella, ¿no? – replicó despreocupadamente al tiempo que hacía una señal a un esclavo que llevaba una fuente de cerdo a la mesa principal. Puso un puñado de costillas en el faldón de la sucia túnica blanca, empezó a chupetear una y sólo cuando hubo dejado mondo el hueso siguió hablando-. Ceinwyn es una tonta romántica. No sé por qué, cree que puede casarse cuando y con quien le plazca. ¡Los dioses sabrán qué lleva a las muchachas a soñar tal cosa! Ahora, sin embargo -dijo con la boca llena-, todo cambia. ¡Ha conocido a Lancelot! A estas horas debe de tenerla embobada. Puede que ni siquiera espere a casarse. ¿Quién sabe? Quizás esta misma noche, en la intimidad de su cámara, copule con el bastardo hasta dejarlo seco. Pero no creo que lo haga; es una muchacha muy convencional. – Pronunció las últimas palabras despectivamente-. Coge una costilla -dijo-. ¡Tendrías que haberte casado ya!

–No hay nadie con quien desee casarme -respondí malhumorado. A excepción de Ceinwyn, naturalmente, pero ¿qué esperanzas podía abrigar frente a un oponente como Lancelot?

–El matrimonio nada tiene que ver con el deseo -replicó Merlín con desdén-. Arturo no lo creyó así y ¡ya ves qué ojo tiene para las mujeres! Lo que necesitas, Derfel, es una chica bonita en la cama; sólo los necios creen que la chica y la esposa han de ser la misma criatura. Arturo piensa que deberías casarte con Gwenhwyvach -añadió sin darle importancia.

–¡Gwenhwyvach! – repetí en voz alta. Era la hermana menor de Ginebra. Una muchacha gorda, pálida y sin gracia a la que su hermana no podía soportar. Gwenhwyvach no me desagradaba en particular, pero no podía imaginarme casado con una muchacha tan insulsa, inexpresiva y triste.

–¿Y por qué no, si puede saberse? – preguntó Merlín afectando un tono ofendido-. Haríais una buena pareja, Derfel. ¿Quién eres, a fin de cuentas, sino el hijo de una esclava sajona? Gwenhwyvach es una verdadera princesa, sin dinero, naturalmente, y más fea que la cerda salvaje de Llyffan, pero ¡piensa en lo agradecida que se mostraría! ¡Piensa en sus caderas, Derfel! – añadió en tono malicioso-. No temas que ningún niño se quede ahí atascado. Expelería pequeños monstruos como quien escupe pipas.

Me pregunté si realmente era Arturo quien había propuesto el matrimonio o si era idea de Ginebra. Era más probable que fuera cosa de Ginebra. La vi sentada junto a Cuneglas, toda engalanada de oro, y la expresión de triunfo en su rostro era inconfundible. Estaba extraordinariamente hermosa aquella noche. Siempre fue la mujer más llamativa de Britania, pero aquella noche en Caer Sws parecía resplandecer con luz propia. Quizá se debiera a su estado de buena esperanza, pero lo más fácil es que la deleitara el poderío que había alcanzado sobre los que en otro tiempo la despreciaran por su condición de exiliada sin posibles. En aquellos momentos, merced a la espada de Arturo, los tenía a todos a su disposición de la misma manera que su esposo disponía de sus reinos. Yo sabía que Ginebra era la principal aliada de Lancelot en Dumnonia, que había conseguido de Arturo la promesa del trono de Siluria para Lancelot y que había decidido desposar a éste con Ceinwyn. Además, quería castigarme por mi hostilidad hacia su protegido convirtiendo a su molesta hermana en mi degradada novia.

–No pareces contento, Derfel -comentó Merlín a la ligera.

–¿Y vos señor? – pregunté, cuidándome de no responder a la provocación-. ¿Sois feliz?

–¿Acaso te importa? – preguntó alegremente.

–Señor, os amo como a un padre -dije.

Se echó a reír y se atragantó con una astilla de hueso, pero cuando se recuperó todavía seguía riendo.

–¡Como a un padre! Oh, Derfel, estás hecho una bestia absurdamente emotiva. La única razón que me llevó a criarte fue que pensé que eras un elegido de los dioses, y quizá lo seas. Los dioses a veces escogen a las criaturas más extrañas. Pero dime, dilecto hijastro, ¿llega tu amor filial hasta el punto de hacerme un servicio?

–¿De qué se trata, señor? – pregunté, sabiendo a ciencia cierta que necesitaba lanceros para la búsqueda de la olla.

–Britania -susurró inclinándose hacia mí, aunque dudo que nadie nos oyera en el bullicioso salón lleno de borrachos- adolece de dos males, pero Arturo y Cuneglas sólo ven uno.

–Los sajones.

–Pero Britania -continuó tras asentir con la cabeza-, aun sin los sajones, seguirá enferma, Derfel, porque está en peligro de perder a sus dioses. El cristianismo se extiende más rápido que los sajones, y los cristianos son una ofensa a nuestros dioses mayor que los sajones. Si no detenemos a los cristianos, nuestros dioses nos abandonarán completamente y ¿qué es Britania sin sus dioses? Pero si conseguimos poner arreos a los dioses y traerlos de vuelta a Britania, tanto los sajones como los cristianos desaparecerán de una vez por todas. Hemos tomado el rábano por las hojas, Derfel.

Miré a Arturo, que escuchaba atentamente a Cuneglas. Arturo no era irreligioso, pero no dejaba que sus creencias le preocuparan y no sentía animadversión hacia los hombres y mujeres que creían en otros dioses, sin embargo, le preocuparía oír hablar a Merlín de combatir a los cristianos.

–¿Nadie os escucha, señor? – pregunté a Merlín.

–Algunos -respondió entre dientes-, unos pocos, uno o dos. Arturo no. Me tiene por un viejo chocho al borde de la senilidad. Pero, ¿qué piensas tú, Derfel? ¿Crees que soy un viejo chocho?

–No, señor.

–¿Y crees en la magia, Derfel?

–Sí, señor -dije. Había visto que la magia surtía efecto y también había presenciado algún fracaso. La magia era un asunto difícil, pero yo creía en ella.

–Entonces ve a la cima de Dolforwyn esta noche, Derfel -me susurró acercándose todavía más a mi oído-, y te concederé lo que tu corazón anhela.

Un arpista tañó la cuerda que reuniría a los bardos para el canto. Las voces de los guerreros se apagaron cuando una ráfaga de viento helado hizo entrar la lluvia por la puerta abierta y las pequeñas llamas de las velas de sebo y juncos engrasados titilaron.

–Lo que tu corazón anhela -repitió en un susurro Merlín, pero cuando miré a mi izquierda había desaparecido.

Los truenos retumbaban en la noche. Los dioses no estaban con nosotros y yo tenía que ir a Dolforwyn.

Dejé el banquete antes de la entrega de presentes, antes de que los bardos cantaran y antes de que las voces de los guerreros borrachos se elevaran en la canción de caza de Nwyfre. Eché a andar, solo en la noche, y cuando llegaba al valle del río en el que Ceinwyn me había contado su visita al lecho de calaveras y la extraña profecía sin sentido, oí la conocida tonada a mis espaldas, ya amortiguada por la distancia.

Llevaba la armadura pero no el escudo, a Hywelbane en el costado y el manto verde sobre los hombros. Ningún hombre se internaba en la noche despreocupadamente, pues la noche pertenecía a los espíritus y a los fantasmas, pero Merlín me había llamado y eso me infundía seguridad.

El trayecto no era difícil pues había un camino desde las murallas hasta la vertiente sur de la cadena de montañas donde se hallaba Dolforwyn. Me esperaba una larga caminata de cuatro horas en la húmeda noche y el sendero era negro como la pez, pero los dioses debieron de velar por que llegara, ya que no perdí el rumbo ni topé con peligro alguno.

Merlín no podía llevarme demasiada ventaja y, aunque me triplicaba la edad, no lo alcancé ni llegué siquiera a oírlo. Tan sólo se oía la lejana melodía y, cuando se perdió en la oscuridad, el gorgoteo de las aguas al pasar entre las piedras, el repiqueteo de la lluvia sobre la vegetación y, más tarde, el grito de una liebre cazada por una comadreja y el chillido de un tejón que llamaba a su pareja. Pasé junto a dos míseros poblados; el brillo mortecino de los rescoldos se filtraba entre los resquicios de las techumbres de helechos. Desde una de las cabañas, la voz de un hombre me dio el alto, pero le contesté que viajaba con intenciones pacíficas y él tranquilizó a su perro, que ladraba alarmado.

Dejé el camino y tomé el sendero que serpenteaba por la falda de Dolforwyn hasta la cima con miedo de perderme en la oscuridad del denso robledal que poblaba aquella cara de la colina, pero las nubes de tormenta se dispersaron y la macilenta luz de la luna que se filtraba entre la húmeda y espesa vegetación iluminó la senda de piedra que subía de poniente a oriente hasta la cima del cerro de los reyes. Nadie habitaba en aquel lugar de robles, piedras y misterio.

El sendero llegaba desde la arboleda hasta el amplio espacio abierto de la cima; allí se erguía el solitario pabellón de festejos y el círculo de piedras erectas donde Cuneglas había sido proclamado rey. La cima era el lugar más sagrado de Powys, pero permanecía desierta la mayor parte del año, pues sólo se utilizaba para los grandes festejos y en ocasiones de gran solemnidad. En aquel instante, a la pálida luz de la luna, el salón era una mancha oscura y la explanada parecía desierta.

Me detuve en el lindero del bosque. Un búho blanco voló por encima de mí, rozando casi la cola de zorro que remataba el casco con el batir apresurado de sus cortas alas, que apenas sostenían el cuerpo rechoncho. El búho era un presagio, pero no habría sabido decir si bueno o malo y, de pronto, sentí miedo. Había acudido a la cita por curiosidad, pero en aquel momento percibí el peligro. Merlín no haría realidad el anhelo de mi corazón a cambio de nada, lo cual significaba que estaba allí para hacer una elección y empezaba a sospechar que era una elección que no quería hacer. En verdad, era tanto mi temor que estuve a punto de regresar a la oscuridad del robledal, pero entonces la cicatriz de la mano izquierda palpitó y me quedé allí clavado.

La cicatriz era obra de Nimue y cuando palpitaba indicaba que mi destino no dependía de mi voluntad. Había jurado fidelidad a Nimue y no podía echarme atrás.

La lluvia cesó y de las nubes sólo quedaban jirones. Un viento helado sacudía las copas de los árboles, pero ya no llovía. Todavía era negra la noche y, aunque el alba no podía tardar, no se columbraba ni una brizna de luz entre las colinas de levante. No había más luz que el tenue claro de luna que convertía las rocas del real círculo de Dolforwyn en formas plateadas que resaltaban en la oscuridad.

Me dirigí al círculo de piedras; el corazón me palpitaba con tanta fuerza que se oía más que las pisadas de las pesadas botas. Aún no había visto a nadie y empecé a pensar si no sería una elaborada triquiñuela de Merlín, pero entonces, en el centro del redondel, donde se erguía la piedra solitaria de la monarquía de Powys, percibí un destello más brillante que cuantos reflejos pudiera arrancar la luz brumosa de la luna a las rocas relucientes de agua de lluvia.

Me acerqué con el corazón en un puño, me introduje en el círculo y vi que la luna se reflejaba en una copa. Una copa de plata. Una pequeña copa de plata. Cuando me aproximé a la piedra de los reyes, vi que contenía un líquido oscuro que refulgía a la luz de la luna.

–Bebe, Derfel -dijo la voz de Nimue en un susurro que apenas se oía más que el viento que agitaba las ramas de los robles-. Bebe.

Me giré buscándola con la mirada pero nada vi. El viento me levantaba el manto y sacudía algún fragmento suelto de la techumbre del salón.

–Bebe, Derfel -repitió la voz de Nimue-, bebe.

Alcé la mirada al cielo e imploré a Lleullaw que me protegiera. La mano izquierda, dolorida por las incesantes palpitaciones, sujetaba con fuerza la empuñadura de Hywelbane. Quería ponerme a salvo y eso, hasta donde yo sabía, significaba regresar al calor de la amistad de Arturo, pero la pesadumbre que me embargaba me había llevado hasta aquella colina desnuda y fría, y la imagen de la mano de Lancelot en la delicada muñeca de Ceinwyn me hizo bajar la mirada hacia la copa.

La levanté, dudé y la apuré.

Tenía un sabor amargo que me hizo estremecer al acabar de tragarlo. El gusto acre permanecía aún en mi boca cuando deposité la copa con todo cuidado sobre la piedra del rey.

–¿Nimue? – la llamé casi suplicando, pero no obtuve más respuesta que el viento entre los árboles.

–¡Nimue! – llamé de nuevo, pues se me iba la cabeza. Las nubes negras y grises giraban y la luna se fragmentaba en esquirlas de luz plateada que hendían el lejano arroyo y estallaban en las agitadas sombras que azotaban los árboles.

–¡Nimue! – la llamé cuando me fallaron las rodillas y noté que la cabeza me daba vueltas entre lúbricas imágenes. Me arrodillé junto a la piedra real, que de pronto creció hasta convertirse en una gran montaña que se alzaba ante mí. Caí al suelo con tal fuerza que el golpe del brazo hizo saltar por los aires la copa vacía. Aunque sentía náuseas, el vómito tardaría en producirse y, por el momento, el efecto se traducía en visiones, sueños terribles con espíritus de pesadilla que lanzaban alaridos en el interior de mi cabeza. Lloraba, sudaba y los músculos me temblaban con espasmos incontrolables.

Unas manos me sujetaron la cabeza y me retiraron el yelmo. Luego, alguien presionó su frente contra la mía. Era una frente blanca y fría, y las pesadillas dieron paso a la imagen de un cuerpo blanco, alto y desnudo, de piernas esbeltas y senos pequeños.

–Derfel, Derfel -me tranquilizó Nimue al tiempo que me acariciaba el pelo-, sueña, amor mío, sueña.

Lloré desconsolado. Yo, guerrero y lord de Dumnonia, amigo estimado de Arturo, el cual estaba en deuda conmigo tras la última gran batalla, y me había prometido tierras y riquezas que superaban todos mis sueños, lloraba como un niño abandonado. El anhelo de mi corazón era Ceinwyn, pero Lancelot la había deslumhrado y creí que jamás volvería a conocer la felicidad.

–Sueña, amor mío -me arrullaba Nimue, y debió de echar un manto negro sobre nuestras cabezas, porque de pronto la grisura de la noche se esfumó y me encontré en una oscuridad silenciosa, con sus brazos en torno a mi cuello y la cara apretada contra la mía. Nos arrodillamos sin separar las mejillas; las manos me temblaban de forma espasmódica y desamparada, apoyadas sobre sus fríos muslos desnudos. Me apoyé con todo el peso de mi cuerpo crispado en sus delgados hombros y allí, entre sus brazos, las lágrimas y los espasmos cesaron; al instante recobré la calma. Ya no sentía náuseas, el dolor de las piernas había desaparecido y noté un agradable calor, incluso llegué a sudar. No me moví, no quería moverme, sino dejar que los sueños vinieran.

Primero fue un sueño maravilloso, pues me habían otorgado unas grandes alas de águila y volaba alto sobre un lugar desconocido. Era una tierra muy accidentada, desgarrada por vertiginosos precipicios y escarpadas montañas de roca por las que caían en cascada pequeños arroyos espumosos que desembocaban en tenebrosos lagos. Las montañas parecían no acabar nunca ni ofrecen refugio alguno, pues al sobrevolarlas no percibí señal de vida; ni casas, ni chozas, ni campos, ni rebaños ni nada más que un lobo que corría entre los despeñaderos y los huesos de un corzo muerto en un bosquecillo. Por encima de mí, el cielo gris como el metal, por debajo, las montañas negras como la sangre seca, y alrededor de las alas el aire frío como un cuchillo en las costillas.

–Sueña, amor mío -murmuraba Nimue, y en el sueño descendí con mis amplias alas hasta ver un camino que serpenteaba entre las negras montañas. Era un camino de tierra apisonada sembrado de rocas que se retorcía cruelmente uniendo valles y subiendo, en ocasiones, hasta desfiladeros desolados antes de volver a descender a las rocas desnudas de otro valle. Bordeaba lagunas negras, precipicios tenebrosos, montañas heladas, pero siempre se dirigía hacia el norte. No sé por qué sabía que era el norte, pero en los sueños el saber no necesita razones.

Las alas del sueño me posaron en la superficie del camino y de pronto ya no volaba, sino que subía por el sendero hacia un paso entre las cumbres. Las escarpadas pendientes que se elevaban a los lados del paso estaban formadas por negras losas de pizarra sobre las que corría el agua, pero algo me dijo que el camino terminaba justo tras aquel lóbrego puerto y que, si lograba andar un poco más a pesar de la fatiga, hallaría lo que mi corazón anhelaba al otro lado de la cresta.

Jadeaba, respiraba a bocanadas, penosamente mientras soñaba que cubría el último tramo de aquel camino y, de pronto, en la cima, vi luz, color y calidez.

Rebasado el desfiladero, el camino descendía hasta un litoral poblado de arboledas y campos, y allí estaba el mar rutilante en el que destacaba una isla y, en ella, un lago al que el súbito sol arrancaba destellos.

–¡Allí! – exclamé en voz alta, pues supe que la isla era mi objetivo, pero en el momento en que mis fuerzas parecían renovarse para correr las últimas millas y lanzarme al soleado mar, un espectro se interpuso en mi camino. Era un engendro negro con armadura negra, escupía por la boca un limo del color de la pez y entre las negras garras de la mano esgrimía una espada de hoja negra que doblaba el largo de Hywelbane. Por sus aullidos entendí que me desafiaba.

También yo aullé y me acurruqué entre los brazos de Nimue, que me rodeó los hombros.

–Has visto el Sendero Tenebroso, Derfel, el Sendero Tenebroso -susurró y de pronto se apartó de mí, el manto me azotó en la espalda y caí en la hierba húmeda de Dolforwyn con el viento frío silbando a mi alrededor.

Allí quedé tendido largos minutos. El sueño se había desvanecido y me pregunté qué tendría que ver el Sendero Tenebroso con el anhelo de mi corazón. Me puse de costado súbitamente y vomité; la mente se me aclaró y vi la copa de plata caída a mi lado. La recogí, giré hasta ponerme en cuclillas y vi a Merlín que me observaba desde el extremo opuesto de la piedra de los reyes. Nimue, su amante y sacerdotisa, estaba junto a él arropada en una enorme capa negra, con la cabellera de azabache recogida con una cinta y el ojo de oro brillando a la luz de la luna. Gundleus le había sacado el ojo, y tuvo que pagar tamaña maldad multiplicada por mil.

Ninguno de los dos hablaba, se limitaban a mirarme mientras yo escupía los últimos vómitos, me pasaba la manga por los labios, sacudía la cabeza e intentaba ponerme en pie. Debía de estar débil todavía o la cabeza no había dejado de darme vueltas, porque no pude levantarme y, así, me arrodillé junto a la piedra y me apoyé en los codos. Todavía me sacudían ligeros espasmos.

–¿Qué me habéis dado a beber? – pregunté mientras dejaba la copa sobre la roca.

–No te he dado a beber nada -respondió Merlín-. Bebiste por tu propia voluntad, Derfel, del mismo modo que viniste por voluntad propia. – Ya no se percibía en su voz el tono burlón de que había hecho gala en el salón de Cuneglas, sino que hablaba con aire frío y distante.

–¿Qué has visto?

–El Sendero Tenebroso -contesté en tono sumiso.

–Que discurre por allí -dijo señalando hacia el norte en la oscuridad de la noche.

–¿Y el espectro? – pregunté.

–Diwrnach -afirmó.

Cerré los ojos, pues acababa de comprender sus propósitos

–¿Y la isla es Ynys Mon? – pregunté abriéndolos de nuevo.

–Sí -respondió Merlín. La isla sagrada.

Antes de la llegada de los romanos y antes de tener siquiera noticia de los sajones, Britania era gobernada por los dioses, que tenían su oráculo en Ynys Mon. Pero la isla había sido saqueada por los romanos, que talaron los robles, arrasaron los bosques sagrados y asesinaron a los druidas que la guardaban. Habían transcurrido más de cuatrocientos años desde aquel Año Negro, pero Ynys Mon aún era sagrada para los contados druidas que, como Merlín, se habían empeñado en devolver los dioses a Britania. Sin embargo, en esos tiempos la isla sagrada formaba parte del reino de Lleyn, gobernado por Diwrnach, el más sanguinario de los reyes irlandeses que antaño cruzaron el mar para invadir las tierras britanas. Se decía de Diwrnach que pintaba sus escudos con sangre humana. No había en toda Britania rey más cruel ni más temido, y sólo lo exiguo de su ejército y las montañas que lo cercaban impedían que llevara el terror a Gwynedd. Diwrnach era una bestia a la que no se podía dar muerte, una criatura emboscada en los confines de Britania y a quien todos, de común acuerdo, procuraban no provocar.

–¿Deseáis que vaya a Ynys Mon? – inquirí.

–Deseo que vengas con nosotros a Ynys Mon -dijo señalando a Nimue-, con nosotros y con una persona casta.

–¿Casta? – me extrañé.

–Sólo una persona casta, Derfel, puede encontrar la olla de Clyddno Hiddyn. Y creo que ninguno de nosotros cumple el requisito -añadió recalcando con sarcasmo las últimas palabras.

–Y la olla -dije con recelo- está en Ynys Mon.

Merlín asintió y me estremecí al pensar en semejante misión. La olla de Clyddno Eiddyn era uno de los trece tesoros de Britania, que habían sido dispersados cuando los romanos arrasaron Ynys Mon, y la gran ambición de Merlín en su dilatada vida era reunir los trece, la marmita por encima de todos, pues afirmaba que con ella sería capaz de controlar a los dioses y destruir a los cristianos. Por eso me hallaba postrado de hinojos en una colina húmeda de Powys, con la boca amarga y el vientre conmocionado.

–Mi trabajo es combatir a los sajones -dije.

–¡Necio! – me espetó Merlín-. La guerra contra los sajones está perdida de antemano si no recuperamos los tesoros.

–Arturo no es de la misma opinión.

–En tal caso, Arturo es tan necio como tú. ¿Qué importan los sajones, insensato, si los dioses nos abandonan?

–He jurado servir a Arturo -protesté.

–También a mí me has jurado lealtad -dijo Nimue alzando la mano izquierda para mostrarme la cicatriz gemela de la mía.

–Pero en el Sendero Tenebroso no quiero a nadie -intervino Merlín- que no venga de buen grado. Debes escoger a quién guardar fidelidad, Derfel, y no puedo ayudarte en la decisión.

Dio un manotazo a la copa y en su lugar puso un montón de huesos de las costillas que había comido en el salón de Cuneglas. Se arrodilló, cogió un hueso y lo colocó en el centro de la piedra real.

–Éste es Arturo -dijo-, y éste -colocó otro hueso- es Cuneglas, y de éste otro -colocó el tercero en triángulo con los anteriores- hablaremos más tarde. Éste -situó el cuarto encima de un vértice del triángulo- es Tewdric de Gwent, y éste, la alianza de Arturo con Tewdric, y éste, la alianza con Cuneglas. – Así formó otro triángulo sobre el primero y resultó una tosca estrella de seis puntas-. Éste es Elmet -comenzó el tercer nivel paralelamente al primero-, y éste Siluria, y éste otro hueso -levantó el último en la mano- representa la alianza de todos los reinos. Helo aquí. – Se echó hacia atrás y señaló con ademán exagerado la precaria torre de huesos erigida en el centro de la piedra-. Ya lo ves, Derfel, la meditada estrategia de Arturo, pero te aseguro, te prometo, que sin los tesoros, tal estrategia tiene que derrumbarse.

Quedó en silencio mientras yo observaba los nueve huesos, todos a excepción del misterioso tercero, todavía con restos de carne, tendones y cartílagos. Sólo el tercer hueso había sido rebañado hasta dejarlo limpio y blanco. Lo toqué muy suavemente con el dedo, con cuidado de no descomponer el frágil equilibrio de la torre.

–¿Qué representa el tercer hueso? – pregunté.

–El tercer hueso, Derfel, es el matrimonio de Lancelot con Ceinwyn -dijo Merlín sonriendo-. Cógelo.

No me atreví a moverme. Coger el tercer hueso significaría provocar el derrumbamiento de la delicada red de alianzas de Arturo, el mejor camino, el único en verdad, para derrotar a los sajones.

Merlín observaba mi indecisión con gesto sarcástico; entonces, tomó entre los dedos el tercer hueso pero no tiró de él.

–Los dioses odian el orden -me dijo burlonamente-. El orden, Derfel, destruye a los dioses, y por eso lo destruyen. – Tiró del hueso y al punto la torre se vino abajo-. Arturo tiene que hacer regresar a los dioses si quiere traer la paz a Britania. – Me tendió el hueso mondo-: Cógelo -me dijo, pero no me moví.

–No es más que un montón de huesos -prosiguió-, pero éste es el anhelo de tu corazón, el matrimonio de Lancelot con Ceinwyn. Pártelo en dos, Derfel, y nunca se celebrará. Déjalo intacto y tu enemigo se llevará a tu mujer al lecho y la manoseará como un animal. – Me tendió el hueso otra vez pero tampoco quise cogerlo-. ¿Acaso crees que no llevas escrito en la cara tu amor por Ceinwyn? – me preguntó con sorna-. ¡Cógelo! Yo, Merlín de Avalon, te concedo, Derfel, poder sobre este hueso.

Lo cogí, que los dioses me perdonen, pero lo cogí. ¿Qué otra cosa podía hacer? La amaba; tomé el hueso mondo y me lo guardé en la bolsa.

–De nada servirá si no lo rompes -se mofó Merlín.

–Quizás no me sirva de nada de todos modos -respondí, y me di cuenta de que por fin podía tenerme en pie.

–Eres un necio, Derfel -me sermoneó-, pero eres un necio muy hábil con la espada y te necesito para recorrer el Sendero Tenebroso. – Se incorporó-. Depende de ti. Si rompes el hueso, Ceinwyn vendrá a ti, te lo prometo, pero entonces deberás tu lealtad al rescate de la olla. O bien, desposa a Gwenhwyvach y desperdicia tu vida abollando escudos de sajones mientras los cristianos se confabulan para tomar Dumnonia. Dejo la elección en tus manos, Derfel. Y ahora, cierra los ojos.

Obedecí y me quedé con los ojos cerrados largo rato, pero viendo que nada ocurría, acabé por abrirlos.

La explanada estaba vacía. Nada había oído, pero Merlín, Nimue, los ocho huesos y la copa de plata habían desaparecido. El alba despuntaba en el este, los pájaros alborotaban en los árboles y yo tenía un hueso pelado en la bolsa.

Bajé hasta el sendero que seguía la margen del río, pero en mi mente se me figuraba el otro camino, el Sendero Tenebroso que conducía a la guarida de Dirwrnach, y tuve miedo.

Pasamos la mañana en una partida de caza de jabalíes. Arturo buscó deliberadamente mi compañía cuando salíamos de Caer Sws.

–Te retiraste temprano anoche, Derfel -dijo a modo de saludo.

–El estómago, señor -repuse; no quería revelarle que había estado con Merlín porque habría sospechado que no había renunciado la a búsqueda de la olla, y preferí mentir-; tuve acedía.

–Nunca he entendido por qué los llamamos banquetes -dijo riendo-, son una mera excusa para embriagarse. – Se detuvo a esperar a Ginebra, que gustaba de la caza y aquella mañana se había calzado unas botas y embutido en unos calzones de cuero que se ceñían a sus largas piernas. Disimulaba su estado bajo un justillo de piel sobre el que se había echado un manto verde. Me tendió las correas de la pareja de perros de caza que tanto estimaba para que Arturo la tomara en brazos al atravesar el vado situado al pie de la vieja fortaleza. Lancelot ofreció la misma cortesía a Ceinwyn y ella lanzó una exclamación de evidente placer cuando éste la levantó del suelo. Ceinwyn también vestía ropas de hombre, pero las suyas no tenían el corte sutilmente entallado de las de Ginebra. Habría tomado prestada cualquier prenda desechada por su hermano, y las prendas anchas y demasiado largas le daban un aire masculino y juvenil que contrastaba con la refinada elegancia de Ginebra. Ninguna de las mujeres llevaba lanza, pero Bors, primo y paladín de Lancelot, portaba una de más en caso de que Ceinwyn deseara unirse a la caza. Arturo había insistido en que Ginebra no hiciera uso alguno del arma.

–Debes tener precaución hoy -le dijo al tiempo que la dejaba en la margen sur del Severn.

–Te preocupas en exceso, – respondió cogiendo las correas de los perros y pasándose una mano por la espesa y rizada cabellera roja; luego se dirigió a Ceinwyn-: En cuanto estás encinta, los hombres piensa que eres de cristal.

Se adelantó hasta ponerse a la altura de Lancelot, Ceinwyn y Cuneglas y dejó atrás a Arturo, que caminaba a mi lado hacia el frondoso valle en el que los monteros de Cuneglas habían encontrado caza abundante. Debíamos de ser unos cincuenta cazadores, la mayoría guerreros, aunque se nos unió un puñado de mujeres, más un par de docenas de siervos que cerraban la marcha. Uno de ellos sopló el cuerno para avisar a los monteros del otro lado del valle que había llegado el momento de ojear la caza hacia el río; entonces, los cazadores levantamos las largas y pesadas lanzas de caza al tiempo que formábamos en línea. Era un día frío de finales de verano, tanto que el aliento se condensaba, pero no llovía y el sol brillaba sobre los campos en barbecho formando una puntilla de encaje con la niebla matutina. Arturo estaba animado y disfrutaba de la belleza de la mañana, de su juventud y de la montería misma.

–Un banquete más -me dijo-, y podrás volver a casa a descansar.

–¿Un banquete más? – pregunté distraído, con la mente embotada por el cansancio y la resaca del bebedizo que Merlín y Nimue me habían dado en la cima de Dolforwyn.

–El compromiso de Lancelot, Derfel -respondió dándome una palmada en la espalda-. Y luego, de vuelta a Dumnonia y ¡manos a la obra! – dijo, feliz con tal perspectiva, y me contó entusiasmado sus planes para el invierno siguiente. Quería reconstruir cuatro puentes romanos y enviar luego a los maestros albañiles del reino a culminar las obras del palacio real de Lindinis, la ciudad romana situada en los aledaños de Caer Cadarn, donde tenían lugar las ceremonias de proclamación de los monarcas de Dumnonia y a la que Arturo deseaba convertir en nueva capital-. En Durnovaria hay demasiados cristianos -dijo, aunque, como era típico en él, se apresuró a añadir que no tenía nada personal en contra de ellos.

–Es justo, señor -dije en tono seco-, que tengan algo contra vos.

–Es el caso de algunos -admitió.

Antes de la batalla, cuando la causa de Arturo parecía condenada al fracaso, en Dumnonia se había formado una fuerte facción en su contra, encabezada por los cristianos protectores de Mordred. La causa inmediata de su hostilidad fue el préstamo que Arturo obligó a pagar a la Iglesia para sufragar la campaña que concluyó en el valle del Lugg, préstamo que desencadenó una amarga enemistad. Me pareció curioso que predicaran tanto los méritos de la pobreza y no perdonaran al hombre que había tomado prestado su dinero.

–Quería hablar contigo de Mordred -dijo Arturo, y al fin supe por qué había buscado mi compañía aquella hermosa mañana-. Dentro de diez años alcanzará la edad de ascender al trono. Es poco tiempo, Derfel, poco tiempo, y necesita aprovecharlo para educarse adecuadamente. Se le deben enseñar letras, el manejo de la espada y lo que es la responsabilidad. – Asentí con la cabeza, aunque sin gran entusiasmo. Sin duda, el niño de cinco años que era Mordred aprendería todo lo que Arturo creía imprescindible; yo no entendía qué tenía que ver conmigo, pero Arturo tenía ideas propias-. Es mi deseo que seas su tutor -dijo sorprendiéndome.

–¡Yo! – exclamé.

–Nabur está más preocupado por su propia posición que por los avances de Mordred -dijo Arturo. Nabur era el magistrado cristiano que en aquellos momentos tenía la tutoría del rey; el mismo que se había destacado en la intriga para destruir el poder de Arturo, naturalmente, junto con el obispo Sansum-. Y Nabur no es soldado -prosiguió-. Rezo por que Mordred gobierne en paz, Derfel, pero necesita conocer las artes de la guerra, como cualquier rey, y no se me ocurre nadie más apto que tú para enseñárselas.

–Yo no -protesté-. ¡Soy muy joven!

–Los jóvenes deben ser educados por jóvenes -respondió riéndose de mi objeción.

En la lejanía sonó un cuerno anunciando que habían levantado la caza en el otro extremo del valle. Los cazadores nos adentramos en el bosque, entre la maraña de zarzas y troncos caídos recubiertos de musgo. Avanzábamos despacio, atentos al terrible ruido que hacía el jabalí, que se abría paso entre los matorrales.

–Además -continué-, mi lugar está entre vuestros guerreros, no entre amas de cría.

–Seguirás entre mis guerreros. ¿Crees que prescindiría de ti, Derfel? – respondió Arturo con una sonrisa-. No pretendo que lleves a Mordred pegado a las faldas, sino que sea educado en el seno de tu familia, en la familia de un hombre honrado.

Hice caso omiso del cumplido, pero pensé con remordimientos en el hueso limpio y todavía entero que guardaba en la bolsa. ¿Era honrado hacer uso de la magia para influir en la mente de Ceinwyn? La miré, y ella se giró y me dedicó una sonrisa tímida.

–No tengo familia -dije a Arturo.

–Pero la tendrás, y pronto -respondió. Entonces levantó la mano y me detuve. Ambos escuchamos los ruidos que se oían justo delante de nosotros. Algo avanzaba pesadamente entre los árboles e instintivamente nos agazapamos, sosteniendo las lanzas a pocas pulgadas del suelo, entonces vimos que era un hermoso ciervo que lucía una vistosa cornamenta y nos relajamos al ver que pasaba de largo.

–Quizá lo atrapemos mañana -dijo Arturo observando su paso, tras lo cual se dirigió a Ginebra dando voces-. ¡Suelta a los perros, que corran un poco por la mañana!

Ella rió y descendió por la ladera hacia nosotros, con los galgos tirando de las correas.

–Me gustaría -dijo con los ojos brillantes y el rostro encendido por el relente-. La caza es mejor aquí que en Dumnonia.

–Pero no así la tierra -me dijo Arturo-. Hay una propiedad al norte de Durnovaria que pertenece a Mordred por derecho y deseo que vos la ocupéis. Os concederé otras tierras de vuestra absoluta propiedad, pero podéis construir una fortaleza en las tierras de Mordred y educarlo allí.

–Ya conoces ese terreno -intervino Ginebra-. Es el que se extiende al norte de las propiedades de Gyllad.

–Lo conozco -dije. Eran unas fértiles tierras de labor junto al río y un rico altiplano para las ovejas-, pero dudo que sepa criar a un chiquillo. – Los cuernos sonaban con fuerza frente a nosotros y los perros de los monteros ladraban. Lejos, a nuestra derecha, se oyeron vítores, señal de que alguien había cobrado una presa, pero nuestra parte del bosque seguía vacía. Un arroyo discurría por nuestra izquierda; por la derecha, el terreno se elevaba abruptamente. Las retorcidas raíces de los árboles y las piedras del camino estaban cubiertas de una gruesa capa de musgo.

–No tienes que educar a Mordred personalmente -dijo Arturo quitando importancia a mis temores-, pero deseo que se críe en tu casa, con tus siervos, a tu manera, según tu moral y tu juicio.

–Y con tu esposa -añadió Ginebra.

Oí el chasquido de una rama y levanté la mirada. Lancelot y su primo Bors estaban allí, en pie frente a Ceinwyn. Lancelot llevaba una lanza con el asta pintada de blanco, botas altas de cuero y un manto de piel finamente curtida.

–Lo de la esposa -dije girándome hacia Arturo- es nuevo para mí.

–Pienso nombrarte paladín de Dumnonia, Derfel -respondió dándome una palmada en el hombro, olvidada la caza del jabalí.

–No merezco tal honor, señor -dije con cautela-, y, por otra parte, vos sois el paladín de Mordred.

–El príncipe Arturo -dijo Ginebra, a la que le gustaba llamarlo así aunque hubiera nacido bastardo- encabeza el consejo. No puede ser también el paladín, a menos que se espere de él que haga todo el trabajo de Dumnonia.

–Estáis en lo cierto, señora -respondí. No me sentía reacio a aceptar tal honor, pues era elevado, pero todo tiene un precio; en la guerra, debería enfrentarme con cualquier paladín que requiriese combate singular, pero en la paz significaba disfrutar de riquezas y de una posición superior a la que tenía en aquellos momentos. Me habían distinguido ya con el título de lord, con hombres que respaldaban mi rango y con el derecho a pintar mi enseña en sus escudos, pero compartía tales privilegios con otros cuarenta comandantes dumnonios. Ser paladín del rey me convertiría en el principal guerrero de Dumnonia, pero no se me había ocurrido que nadie fuera a ostentar tal título mientras viviera Arturo. Ni tampoco, por cierto, mientras viviera Sagramor.

–Sagramor -dije en tono cauteloso- es mejor guerrero que yo, lord príncipe.

En presencia de Ginebra, debía acordarme de llamarle príncipe alguna que otra vez, aunque el tratamiento no fuera de su agrado.

–Nombraré a Sagramor señor de Las Piedras -respondió ventilando mis objeciones-, es lo único que desea.

El señorío de las Piedras comportaba que Sagramor fuera el encargado de guardar la frontera con los sajones y no me cabía duda de que al negro Sagramor de ojos oscuros le satisfaría un destino tan beligerante.

–Tú, Derfel, serás el paladín -dijo dándome golpecitos con el dedo en el pecho.

–¿Y quién será la esposa del paladín? – pregunté en tono desabrido.

–Mi hermana Gwenhwyvach -respondió Ginebra mirándome fijamente.

–Me hacéis demasiado honor, señora -dije afablemente, agradeciendo que Merlín me hubiera puesto sobre aviso.

–Derfel, ¿te habías imaginado alguna vez que te casarías con una princesa? – preguntó Ginebra sonriendo complacida por mis palabras, que parecían implicar aceptación.

–No, señora -respondí. Gwenhwyvach, al igual que Ginebra, era realmente una princesa, una princesa de Henis Wyren, aunque aquel lugar ya no existiera. Aquel triste reino era entonces Lleyn y lo gobernaba el más terrible invasor irlandés, el rey Diwrnach.

–Podéis prometeros cuando regresemos a Dumnonia -añadió Ginebra al tiempo que tiraba de las correas para dominar a los excitados perdigueros-. Gwenhwyvach acepta el acuerdo.

–Existe un obstáculo, señor -dije a Arturo.

Ginebra tensó de nuevo las correas sin motivo, peta no le gustaba que se le llevara la contraria y descargó la irritación con los perros en vez de hacerlo conmigo. Yo no le desagradaba en aquel tiempo, pero tampoco me apreciaba especialmente. Conocía mi aversión hacia Lancelot y tal cosa sin duda la predisponía en mi contra, pero no debía de dar mucha importancia a mi oposición ya que me despreciaba como a cualquiera de los leales comandantes de su esposo; yo era un hombre alto, rubio y lerdo, sin los encantos cortesanos que ella tenía en tan alta estima.

–¿Un obstáculo? – me preguntó Ginebra alarmada.

–Lord príncipe, he jurado servir a una dama -dije, firme en mi voluntad de dirigirme a Arturo y no a su esposa, al tiempo que pensaba en el hueso que guardaba en la bolsa-. No tengo derecho alguno sobre ella ni puedo esperar nada de su parte, pero si me reclama, me debo a ella.

–¿Quién es ella? – inquirió Ginebra al punto.

–Mis labios están sellados, señora.

–¿Quién es ella? – insistió.

–No tiene por qué decirlo. – Arturo me defendió sonriendo-. ¿Hasta cuándo podrá esa dama reclamar vuestra lealtad?

–No por mucho tiempo, señor -respondí, pues Ceinwyn, una vez prometida a Lancelot, dejaría mi juramento sin vigencia-. Sólo unos días más.

–Bien -dijo enérgicamente y sonrió a Ginebra invitándola a compartir su alegría, pero ella siguió ceñuda. Detestaba a Gwenhwyvach por aburrida y falta de donosura, y tenía un ardiente deseo de casarla para que saliera de su vida-. Si todo va bien, os casaréis en Glevum a la vez que Lancelot y Ceinwyn.

–¿Pedís esos días para maquinar razones que os impidan casaros con mi hermana? – preguntó Ginebra con saña.

–Señora -respondí con sinceridad-, sería un honor casarme con Gwenhwyvach. – Creo que era verdad, pues Gwenhwyvach sin duda sería una buena esposa, aunque la cuestión de si yo sería un buen marido era harina de otro costal, pues la única razón por la que me casaría con ella sería el alto rango y las grandes riquezas que aportaría como dote, aunque tales solían ser las razones del matrimonio en la mayoría de los casos. Si no podía tener a Ceinwyn, ¿qué importaba con quién me casara? Merlín siempre nos prevenía de confundir el amor con el matrimonio, y a pesar de que ese consejo era cínico, encerraba gran parte de verdad. No se esperaba de mí que amara a Gwenhwyvach, sino sólo que me casara con ella, y su dote y alto rango eran el pago por la larga y cruenta batalla del valle del Lugg. Aun cuando tal compensación estuviera empañada por el desdén de Ginebra, no dejaba de ser un premio suntuoso-. Me casaré con vuestra hermana de buen grado siempre y cuando la depositaría de mi juramento no me reclame -prometí a Ginebra.

–Ojalá no lo haga -dijo Arturo con una sonrisa y giró en redondo al escuchar un grito colina arriba.

Bors estaba agazapado con la lanza en ristre. Lancelot, a su lado, miraba hacia la parte baja de la ladera en que estábamos, quizá temiendo que el animal escapara por el hueco que quedaba entre nosotros. Arturo empujó suavemente a Ginebra y me hizo un gesto para que subiera con ellos a tapar el hueco.

–¡Son dos! – nos gritó Lancelot.

–Uno debe de ser hembra -dijo Arturo, y dio unos cuantos saltos arroyo arriba antes de iniciar el ascenso-. ¿Dónde están?

–Allí -respondió Lancelot irritado, al tiempo que señalaba con el asta blanca de su lanza hacia un zarzal, pero yo todavía no conseguía ver nada entre la maleza.

Arturo y yo trepamos unos cuantos metros más y por fin avistamos al jabalí entre el follaje. Era una bestia grande y vieja, de colmillos amarillentos, ojos pequeños y, bajo el oscuro pellejo lleno de cicatrices, grandes músculos que le permitían moverse a la velocidad del rayo y clavar con mortal pericia sus colmillos afilados como espadas. Todos habíamos visto morir a algún hombre por heridas de colmillo y nada hacía más peligroso a un jabalí que ir acompañado de una hembra. Todos los cazadores rezaban para que el jabalí arremetiera en campo abierto para aprovechar así el peso y la velocidad de la propia bestia para hundirle la lanza en el cuerpo. Tal enfrentamiento requería habilidad y temple, pero no tanto como cuando era el hombre el que arremetía contra el animal.

–¿Quién lo vio primero? – preguntó Arturo.

–Mi señor rey -respondió Bors señalando a Lancelot.

–Consideradlo un presente, señor -replicó Lancelot.

Ceinwyn estaba en pie junto a él, con los ojos muy abiertos y mordiéndose el labio inferior. Había cogido la lanza sobrante que llevaba Bors, pero no porque pensara utilizarla, sino para librarle del peso, y la sostenía nerviosamente.

–¡Echadle los perros! – gritó Ginebra uniéndose al grupo. Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido. Creo que se aburría en los grandes palacios de Dumnonia y la caza le proporcionaba las emociones que ansiaba.

–Perderás los dos perros -le advirtió Arturo-. Esta vieja bestia sabe pelear.

Avanzó con cautela buscando la mejor manera de provocar al animal, y de pronto dio un paso hacia delante y asestó un fuerte lanzazo entre los arbustos como abriendo camino al jabalí para que saliera de su refugio. El animal gruñó pero no hizo movimiento alguno, ni siquiera cuando el filo de la lanza brilló a unos dedos del hocico. La hembra permanecía detrás del macho, observándonos.

–No es la primera vez que se defiende así -comentó Arturo alegremente.

–Dejadme cobrarlo a mí, señor -dije, temiendo por él súbitamente.

–¿Piensas que he perdido facultades? – preguntó Arturo con una sonrisa-. Golpeó de nuevo los arbustos sin conseguir aplastarlos ni hacer salir al animal-. Que los dioses te bendigan -dijo Arturo a la bestia, tras lo cual lanzó un grito de guerra y saltó a la maraña de espinos. Saltó a un lado del paso que había abierto a golpes y, al tiempo que caía cargó con la lanza dirigiendo la brillante hoja hacia el flanco izquierdo del animal, justo detrás de la paletilla.

El jabalí movió la cabeza muy levemente, lo suficiente como para desviar la hoja con el colmillo y que ésta le abriera una herida sangrante pero superficial en el lomo; y entonces embistió. Un buen jabalí es capaz de pasar en un instante de la inmovilidad total al torbellino de una embestida, con la cabeza baja y los colmillos dispuestos para ensartar lo que encuentren. La bestia embistió habiendo dejado atrás la punta de la lanza de Arturo, mientras éste se encontraba aún atrapado entre las zarzas.

Grité para distraer al jabalí y le hundí la lanza en el vientre. Arturo había perdido la suya y yacía de espaldas bajo el peso del jabalí. Los perros aullaban y Ginebra nos gritaba que le ayudáramos. Mi lanza se había hundido profundamente en el vientre del animal y, al hacer palanca para apartar a la bestia de encima de mi señor, la sangre me llegó a las manos. La fiera pesaba más que dos sacos llenos de grano y sus músculos, fuertes como cables de acero, me doblaban la lanza. La apreté con rabia y tiré hacia arriba, pero entonces embistió la hembra y me hizo perder pie. Al caer, arrastré conmigo el asta de la lanza y el jabalí cayó de nuevo sobre el vientre de Arturo.

Arturo se las arregló para coger a la bestia por los colmillos y, con todas sus fuerzas, trató de apartarse del pecho la cabeza del animal. Mientras, la hembra desaparecía colina abajo hacia el arroyo.

–Mátalo -gritó entre risas. Estaba en peligro de muerte, pero eso no le impedía disfrutar del momento-. ¡Mátalo! – aulló de nuevo, mientras el jabalí coceaba con las patas de atrás, le llenaba la cara de babas y le empapaba la ropa de sangre.

Yo había caído de espaldas y tenía la cara llena de pinchos. Me puse en pie tambaleando y fui a por la lanza, que seguía clavada en el vientre del animal agitándose con sus convulsiones. Entonces Bors le hundió un cuchillo en el pescuezo, la fuerza inmensa de la fiera empezó a disminuir y Arturo consiguió apartarse de las costillas la maloliente y sangrienta cabezota. Agarré la lanza y retorcí la punta buscándole las tripas para que se desangrara del todo, al tiempo que Bors le asestaba una segunda cuchillada. El jabalí de pronto orinó encima de Arturo, embistió a la desesperada con su enorme y potente cuello y se derrumbó. Arturo quedó empapado de sangre y orina, y medio enterrado bajo el enorme cuerpo del animal.

Soltó los colmillos con cautela y estalló en una risa incontenible. Bors y yo cogimos un colmillo cada uno y tiramos al unísono para librar a Arturo del cadáver. En el jubón tenía enganchado un colmillo que le desgarró la tela al tirar nosotros hacia arriba. Dejamos caer al animal entre las zarzas y ayudamos a Arturo a ponerse en pie. Los tres sonreíamos, con las ropas desgarradas y manchadas de barro, hojas, palos y sangre del jabalí.

–Me saldrá un buen moratón -dijo Arturo dándose golpecitos en el pecho. Se giró hacia Lancelot, que ni siquiera se había movido para participar en la escaramuza. Hubo un brevísimo silencio, tras el cual Arturo inclinó la cabeza-. Un noble presente, lord rey, que yo he tomado del modo más innoble -dijo frotándose los ojos-. Pero he disfrutado lo mismo y espero que todos lo saboreemos en el banquete de vuestro compromiso. – Miró a Ginebra, vio que estaba pálida y temblorosa y se acercó a ella inmediatamente-. ¿Te sientes mal?

–No, no -respondió ella echándole los brazos al cuello y recostando la cabeza contra su pecho ensangrentado. Lloraba. Era la primera vez que veía lágrimas en sus ojos.

–No había peligro, amor mío -la consoló dándole palmaditas en la espalda-. Ningún peligro. Lo único que ha ocurrido es que he provocado demasiado revuelo.

–¿Estás herido? – preguntó Ginebra separándose de él y enjugándose las lágrimas.

–Un par de rasguños, nada más. – Tenía el rostro y las manos arañados de los espinos, pero no había sufrido más heridas que el golpe del colmillo en el pecho. Se alejó de ella, recogió la lanza y lanzó un grito-. ¡Hacía doce años que no me tumbaban de espaldas de esa manera!

El rey Cuneglas llegó corriendo, preocupado por sus invitados, y los monteros procedieron a atar y arrastrar la pieza cobrada. Todos debieron de advertir el contraste entre las ropas impolutas de Lancelot y nuestro aspecto, desordenado y sucio, pero nadie lo comentó. Todos nos sentíamos exultantes, dábamos gracias por haber sobrevivido y comentábamos atropelladamente el episodio de Arturo agarrando a la bestia por los colmillos para apartarla. No tardó en correr de boca en boca y las carcajadas de los hombres resonaron entre los árboles. Lancelot era el único que no reía.

–Ahora tenemos que levantar un jabalí para vos, lord rey -le dije. Estábamos a unos pasos del exaltado grupo que se había reunido en torno a los monteros, que destripaban al jabalí y daban los despojos a los galgos de Ginebra.

Lancelot me miró de soslayo, sopesando. La aversión entre nosotros era recíproca, pero de pronto me sonrió.

–Creo que un jabalí es preferible a una cerda -dijo.

–¿Una cerda? – inquirí presumiendo un insulto.

–¿Acaso no fue la cerda la que os embistió? – preguntó, y de pronto abrió los ojos con expresión inocente-. ¿No habréis pensado ni por un momento que me refería a vuestro matrimonio? – Inclinó la cabeza irónicamente-. Debo felicitaros, lord Derfel. ¡Casarse con Gwenhwyvach!

Conseguí reprimir la ira y me obligué a mirar su delgado rostro burlón, con su delicada barba, sus ojos oscuros y su larga cabellera aceitada, negra y brillante como el plumaje de un cuervo.

–Y yo debo felicitaros por vuestro compromiso, lord rey.

–Con Seren, la estrella de Powys -dijo mirando a Ceinwyn, que se tapaba el rostro con las manos para no ver los cuchillos de los monteros, que sacaban la interminable ristra de intestinos de las entrañas del jabalí. Parecía jovencísima con el pelo recogido en la nuca-. ¿No es encantadora? – preguntó Lancelot con una voz que recordaba el ronroneo de un gato-. Tan frágil. Nunca di crédito a los cuentos acerca de su belleza, pues ¿quién habría esperado encontrar tal joya entre los cachorros de Gorfyddyd? Y sin embargo es muy bella. Me siento muy afortunado.

–Así es, señor.

Me dio la espalda riendo. Mi enemigo era un hombre en la plenitud de su gloria, un rey que había llegado a recoger a su futura esposa, sin embargo, yo tenía el hueso en la bolsa. Lo palpé, temiendo que se hubiera quebrado en la escaramuza con el jabalí, pero todavía estaba entero, bien escondido y esperando a satisfacer mis deseos.

Cavan, mi segundo en el mando, llegó a Caer Sws la víspera de la ceremonia de compromiso de Ceinwyn acompañado por cuarenta de mis lanceros. Galahad los había enviado de vuelta una vez que estuvo seguro de poder cumplir su misión en Siluria con los veinte hombres que le quedaron. Según parecía, los silurios habían aceptado la sombría derrota de su país y la muerte de su rey no había provocado revueltas, sino una dócil sumisión a las exigencias de los vencedores. Cavan me contó qué Oengus de Demetia, el rey irlandés que hizo posible la victoria de Arturo en el valle del Lugg, había tomado los esclavos y las riquezas que le correspondían por derecho y había robado otro tanto antes de partir de nuevo a sus tierras, y que los silurios se alegraban con la perspectiva de que el renombrado Lancelot fuera su futuro rey.

–Creo que darán la bienvenida a ese bellaco -me comentó Cavan cuando nos reunimos en la fortaleza de Cuneglas donde yo dormía y comía, y, buscándose un piojo entre las barbas, añadió-: Siluria es un lugar infecto.

–Un criadero de buenos guerreros -dije.

–Que luchan por abandonar su país, no me cabe duda -dijo con desprecio-. ¿Quién os ha arañado el rostro, señor?

–Las zarzas, mientras peleaba con un jabalí.

–Pensé que os habíais casado aprovechando mi ausencia -dijo- y que los arañazos eran el regalo de boda de la novia.

–Me voy a casar -le conté cuando salimos de la fortaleza a la luz del día, y le hice saber el ofrecimiento de Arturo de nombrarme paladín de Mordred y convertirme en su cuñado. Se alegró con las noticias de mi inminente fortuna, pues era un exiliado irlandés que había pasado la vida procurándose una posición en la Dumnonia de Uther mediante su habilidad con la espada y la lanza pero, por alguna extraña razón, la fortuna siempre se le había escapado de entre las manos. Era un hombre achaparrado que me doblaba en edad, ancho de espaldas, de barba gris y con los dedos llenos de los anillos guerreros que entonces forjábamos con las armas de los enemigos derrotados. Se entusiasmó con la idea de que mi matrimonio me proporcionara una buena cantidad de oro y habló con tacto de la novia que aportaría el codiciado metal.

–No es una belleza como su hermana -dijo.

–Cierto -admití.

–En verdad -continuó abandonando toda diplomacia- es más fea que un saco de sapos.

–No es agraciada -concedí.

–Pero las feas son las mejores esposas -declaró, aunque no era casado, lo que no significaba que estuviera solo, y añadió alegremente-: Y nos hará ricos. Ésa era, sin duda, la razón por la que me casaría con la pobre Gwenhwyvach. El sentido común me decía que no confiara en la costilla de cerdo que guardaba en la bolsa; además, era mi deber para con mis hombres recompensar su fidelidad. Habían menudeado las recompensas aquel año, pues perdimos todas las posesiones con la caída de Ynys Trebes y tuvimos que esforzarnos en el combate contra las tropas de Gorfyddyd en el valle del Lugg, de modo que mis hombres estaban cansados y empobrecidos y ningún hombre ha merecido más de su señor.

Saludé a mis cuarenta soldados, que esperaban a que se les asignara alojamiento. Me alegré de ver a Issa entre ellos, pues era el mejor de mis lanceros: un muchacho campesino con una fuerza brutal y un optimismo incombustible que me protegía el costado derecho en la batalla. Lo abracé y me disculpé por no tener nada que ofrecerles.

–La recompensa no tardará en llegar -les aseguré, y miré a las muchachas que los acompañaban y que, a buen seguro, habían encontrado en Siluria-, y me alegro de que la mayoría os hayáis dado un premio por cuenta propia.

Rieron. La muchacha que acompañaba a Issa era una preciosa niña de cabello oscuro que no debía de tener más de catorce años. Me la presentó.

–Scarach, señor -dijo, orgulloso de pronunciar su nombre.

–¿Irlandesa? – pregunté a la muchacha.

–Era esclava de Ladwys, señor -respondió ella.

Scarach hablaba la lengua de Irlanda, muy similar a la nuestra, pero suficientemente distinta, al igual que el sonido de su nombre, como para demostrar su origen. Pensé que habría sido capturada por Gundleus en alguna incursión en tierras del rey Oengus, en Demetia. La mayoría de los esclavos irlandeses procedían de los asentamientos de la costa occidental de Britania, pero yo sospechaba que ninguno había sido capturado en Lleyn. Sólo un necio se aventuraría a entrar en el territorio de Diwrnach sin ser invitado.

–¡Ladwys! – exclamé-. ¿Cómo se encuentra?

Ladwys, una mujer alta y morena, había sido la amante de Gundleus, el cual se había casado con ella en secreto, aunque se apresuró a renegar de tal matrimonio cuando Gorfyddyd le ofreció la mano de Ceinwyn.

–Está muerta, señor -contestó Scarach alegremente-. La matamos en la cocina. Yo misma le escupí en el vientre.

–Es una buena chica -afirmó Issa entusiasmado.

–Es evidente -dije-, así que cuida de ella.

Su última compañera lo había abandonado por un misionero cristiano que vagaba por los caminos de Dumnonia, y no me pareció que la temible Scarach fuera a resultar igual de insensata.

Al atardecer, mis hombres pintaron un nuevo emblema en sus escudos con cal procedente de las bodegas de Cuneglas. El honor de ostentar mi propio emblema me lo había concedido Arturo la víspera de la batalla del valle del Lugg, pero no habíamos tenido ocasión de cambiar los escudos, que hasta entonces siguieron con el símbolo del oso de Arturo. Mis hombres esperaban que eligiera una cabeza de lobo como emblema, en consonancia con las colas de lobo que en los bosques de Benoic habíamos empezado a llevar en los cascos, pero insistí en que todos pintaran una estrella de cinco puntas.

–¡Una estrella! – gruñó Cavan decepcionado. Habría deseado un símbolo más feroz, con garras, dientes y espolones, pero yo estaba empeñado en la estrella.

Seren, pues somos las estrellas de la barrera de escudos -dije.

Les agradó la explicación y ninguno sospechó el resignado romanticismo que ocultaba mi elección. Extendimos una capa de negra pez en los redondos escudos de madera de sauce cubierta de cuero y luego pintamos las estrellas con cal, ayudándonos de la vaina de una espada para que los bordes quedaran rectos. Cuando la cal se hubo secado, aplicamos un barniz compuesto de resina de pino y clara de huevo a fin de proteger las estrellas de la lluvia durante algunos meses.

–Esto es otra cosa -concedió Cavan a regañadientes cuando contemplamos los escudos terminados.

–Es magnífico -dije, y aquella noche, mientras cenaba en el círculo de guerreros reunidos en el suelo del salón, Issa se situó detrás de mí en calidad de escudero. El barniz aún estaba húmedo y hacía brillar la estrella con mayor esplendor. Scarach se encargó de servirme. No había más viandas que unas míseras gachas de avena, pues las cocinas de Caer Sws no podían ofrecer nada mejor, ocupadas como estaban en el gran banquete que se celebraría la noche siguiente. En verdad, todas las dependencias se afanaban en los preparativos. El salón fue decorado con oscuras ramas de haya roja, barriéronse los suelos y se cubrieron con juncos nuevos, y de las habitaciones de las mujeres llegaban rumores de los vestidos de bordados exquisitos que se confeccionaban. No éramos menos de cuatrocientos los guerreros hospedados en Caer Sws, la mayoría alojados en destartalados albergues diseminados por los campos de extramuros, y las mujeres, los niños y los perros se hacinaban en la fortaleza. La mitad de los hombres pertenecían a Cuneglas y la otra mitad eran dumnonios, pero a pesar de la reciente guerra no hubo disputas, ni siquiera cuando circuló la noticia de que Ratae había caído en manos de la horda sajona de Aelle debido a la traición de Arturo. Cuneglas ya debía de sospechar que Arturo había comprado la paz con Aelle suciamente y aceptó el juramento de que los hombres de Dumnonia vengarían a los muertos de Powys que yacían entre las cenizas de la fortaleza capturada.

No había visto a Merlín ni a Nimue desde la noche de Dolforwyn. Merlín se había ido de Caer Sws y se rumoreaba que Nimue aún permanecía en la fortaleza, escondida en las habitaciones de las mujeres, donde frecuentaba la compañía de la princesa Ceinwyn, lo que en mi opinión era altamente improbable dadas las diferencias que las separaban. Nimue, algunos años mayor que Ceinwyn, era sombría e intensa, siempre en precario equilibrio entre la locura y la ira, mientras que Ceinwyn era luminosa y gentil, y si había de hacer caso de Merlín, muy convencional. No me imaginaba qué tendrían que contarse, de modo que di los rumores por falsos y supuse que Nimue habría acompañado a Merlín, al que me imaginaba buscando espadachines dispuestos a seguirlo a la inhóspita tierra de Diwrnach, donde pensaba recuperar la olla mágica.

¿Lo acompañaría yo? En la mañana del compromiso matrimonial de Ceinwyn me adentré, en dirección norte, en el viejo robledal que cubría el extenso valle que rodeaba Caer Sws en busca de un lugar preciso. Cuneglas me había indicado el camino e Issa, el leal Issa, me acompañaba, aunque ignoraba la razón del paseo por el oscuro y denso bosque.

En aquellas tierras, el corazón de Powys, los romanos apenas habían penetrado. Construyeron algunas fortalezas, como Caer Sws y abrieron algunas calzadas siguiendo el valle de los ríos, pero no dejaron villas ni ciudades como las que conferían a Dumnonia la pátina de una civilización perdida. En las tierras de Cuneglas tampoco abundaban los cristianos; el culto a los dioses antiguos había sobrevivido en Powys sin los rencores que agriaban el sentimiento religioso en el reino de Mordred, donde cristianos y paganos se disputaban los favores reales y el derecho a erigir sus templos en los lugares sagrados. Los altares romanos no habían reemplazado los bosquecillos de los druidas de Powys, ni se veían iglesias cristianas junto a los pozos sagrados. Los romanos habían derruido algunos templos pero muchos continuaban en pie. Issa y yo nos dirigíamos a uno de aquellos enclaves sagrados a la tamizada luz del mediodía que se filtraba entre el follaje.

Era el templo de un druida, un robledal más joven en lo profundo de un bosque inmenso. El follaje que daba sombra al sepulcro aún no había adquirido el característico color bronce de la estación, pero no tardaría en desprenderse y caer sobre el murete semicircular de piedra del centro del claro. En la piedra se abrían dos nichos con sendas calaveras. En otro tiempo abundaban los lugares semejantes en Dumnonia y muchos de ellos habían sido reconstruidos tras la marcha de los romanos. Con todo, era corriente que los cristianos irrumpieran en ellos, hicieran añicos las calaveras, derruyeran los muros de piedra y talaran los robles. Sin embargo, aquel templo de Powys debía de llevar más de mil años oculto en la espesura. Los campesinos que acudían al templo dejaban hebras de lana en las junturas de las piedras, como prueba de las oraciones ofrecidas.

El silencio pesaba en el robledal. Issa se quedó entre los árboles mirándome avanzar hasta el centro del semicírculo, donde me desabroché el pesado cinturón de Hywelbane.

Posé la espada en la piedra plana que señalaba el centro del templo, saqué de la bolsa el hueso mondo que me confería poder sobre el matrimonio de Lancelot y lo coloqué junto a la espada. Por último, puse en la piedra el broche de oro que Ceinwyn me había dado tantos años antes. Entonces, me acosté en el mantillo de hojas.

Me dormí con la esperanza de encontrar respuesta en un sueño, pero no hubo tal revelación. Quizás habría debido sacrificar un ave u otra bestia antes de dormir, un presente que moviera a los dioses a concederme la respuesta que buscaba y no llegó. No hubo sino silencio. Había confiado a los dioses la espada y el poder encerrado en el hueso, se los había ofrecido a Bel y Manwydan, a Taranis y Lleullaw, pero hicieron caso omiso. Sólo se oía el viento entre las hojas, el leve trepar de una ardilla por las ramas y el súbito repiqueteo de un pájaro carpintero.

Me desperté y permanecí inmóvil. Aun sin haber soñado, sabía lo que quería. Quería coger el hueso y romperlo en dos, mal que obrar así me obligara a recorrer el Sendero Tenebroso que conducía al reino de Diwrnach. Pero también quería que la Britania de Arturo, unida y próspera, se hiciera realidad. Quería que mis hombres poseyeran oro, tierras, esclavos y posición. Quería expulsar a los sajones de Lloegyr. Quería escuchar los alaridos procedentes de una barrera de escudos rota y el estruendo de los cuernos de guerra cuando el ejército victorioso persiguiera al enemigo disperso. Quería marchar con mis escudos de estrella por las tierras llanas de levante, que no había hollado ningún britano libre desde hacía una generación. Y quería a Ceinwyn.

Me incorporé e Issa fue a sentarse a mi lado. Debió de extrañarse viéndome mirar tan fijamente aquel hueso, pero nada dijo.

Pensé en la pequeña torre achaparrada con la que Merlín había simbolizado el sueño de Arturo y me pregunté si realmente se derrumbaría en caso de que Lancelot no se casara con Ceinwyn. No podía decirse que el matrimonio fuera el broche que cerrara las alianzas de Arturo, sino una cuestión de mera conveniencia para otorgar un trono a Lancelot y poner a un descendiente de la dinastía de Powys en la casa real de Siluria. Aunque la boda nunca se celebrara, no por eso dejarían de marchar juntos contra los sais los ejércitos de Dumnonia, Gwent, Powys y Elmet. Sabía que todo eso era cierto, pero de algún modo presentía que el hueso podía echar a perder los planes de Arturo. En el momento en que rompiera el hueso, debería fidelidad a Merlín y la búsqueda de la olla mágica prometía sembrar la discordia en Dumnonia y avivar el odio de los antiguos paganos contra la pujante religión cristiana.

–Ginebra -dije de pronto en voz alta.

–¿Señor? – preguntó Issa, perplejo.

Hice un gesto negativo con la cabeza dándole a entender que no tenía nada que añadir. En verdad, no había sido mi voluntad decir el nombre de Ginebra en voz alta, sino que de súbito comprendí que romper el hueso significaría algo más que adherirme a la campaña de Merlín contra el dios cristiano, convertiría asimismo a Ginebra en mi enemiga. Cerré los ojos. ¿La esposa de mi señor podría ser enemiga mía? ¿Y aunque así fuese? Contaría igualmente con el amor de Arturo, y Arturo con el mío, y mis espadas y escudos de estrella le serían más útiles que toda la fama de Lancelot.

Me puse en pie y recogí el broche, el hueso y la espada. Issa no dejó de observarme mientras yo arrancaba una hebra de lana verde de mi manto y la aprisionaba entre las piedras.

–¿No estabas en Caer Sws cuando Arturo rompió su compromiso con Ceinwyn? – le pregunté.

–No, señor, pero lo oí contar.

–Fue en la ceremonia de compromiso, en un banquete igual al que asistiremos esta noche. Arturo estaba en la mesa principal a la vera de Ceinwyn cuando descubrió a Ginebra en el fondo del salón. Estaba allí de pie, envuelta en un manto raído, con los perros a su lado. Arturo la vio y ya nada volvió a ser lo mismo. Sólo los dioses saben cuántos hombres murieron por haber descubierto Arturo aquella cabellera pelirroja. – Me giré hacia el murete y vi que en el interior de una de las mohosas calaveras había un nido abandonado-. Merlín me dijo que los dioses se complacen en el caos.

–Merlín se complace en el caos -replicó Issa suavemente, y en sus palabras había más verdad de lo que él imaginaba.

–Es cierto, pero la mayoría lo tememos y por eso intentamos poner orden -dije pensando en la torre de huesos, tan cuidadosamente construida-. Cuando hay orden, los dioses dejan de ser necesarios. Cuando todo está sujeto al orden y a la disciplina, no existe el imprevisto. Si todo es comprensible, no hay lugar para la magia. Sólo llamamos a los dioses cuando nos sentimos perdidos, temerosos y rodeados de tinieblas, y a los dioses les gusta que los llamemos. Eso los hace sentirse poderosos y por eso les agrada que vivamos en el caos. – Repetí las lecciones aprendidas en la infancia, impartidas por Merlín en el Tor-. Ahora debemos elegir entre vivir en el orden de la Britania de Arturo o en el caos de Merlín.

–Yo os sigo a vos, señor, cualquiera que sea vuestra elección -respondió Issa. No creo que alcanzara a comprender el significado de mis palabras, pero confiaba plenamente en mí.

–Desearía saber qué hacer -le confesé. ¡Qué fácil sería, pensé, si los dioses pasearan por Britania como antaño! Podríamos verlos, oírlos y hablarles, pero en aquellos momentos éramos como ciegos buscando una aguja en un pajar. Devolví la espada a su vaina y guardé el hueso de nuevo en la bolsa-. Te encomiendo que transmitas un mensaje a los hombres -le dije a Issa-. Con Cavan hablaré yo mismo, pero quiero que les digas que si algo extraño ocurriera esta noche, quedan libres de sus juramentos de lealtad.

–¿Libres de nuestros juramentos? – me preguntó con el ceño fruncido, y luego sacudió la cabeza con energía-. Yo no, señor.

–Y diles -continué haciendo un gesto para que callara- que si algo extraño ocurriera, lo que no es seguro, permanecer leales a mí supondría enfrentarse a Diwrnach.

–¡Diwrnach! – exclamó Issa, y se apresuró a escupir y a ahuyentar el mal con un gesto de la mano derecha.

–Transmíteles mi mensaje, Issa -le dije.

–¿Qué puede ocurrir esta noche? – preguntó angustiado.

–Quizá no ocurra nada, nada en absoluto -contesté, pues los dioses no me habían enviado señal alguna en el templo y yo no sabía si elegir el orden o el caos. O ninguna de ambas cosas, tal vez, pues bien podría ser que el hueso no fuera sino un vulgar resto de comida y, al romperlo, simbolizara simplemente mi corazón roto por amor a Ceinwyn. Sólo había una manera de averiguarlo, romper el hueso en el banquete del compromiso de Ceinwyn, si es que me atrevía.

Entre todos los festines de aquellas últimas noches de verano, el del compromiso de Lancelot y Ceinwyn fue el más fastuoso. Incluso los dioses parecían favorecerlo; la luna llena refulgía, un presagio maravilloso para la celebración de un compromiso. Salió, poco después del ocaso, una enorme esfera de plata que asomó entre los picos en cuyo seno se asentaba Dolforwyn. Ignoraba si el festejo había de tener lugar en la fortaleza de Dolforwyn, pero Cuneglas, viendo el ingente número de asistentes, decidió organizar la ceremonia en Caer Sws.

Los invitados superaban con creces la capacidad del salón del rey, por lo que sólo los más privilegiados accedieron al recinto de gruesos muros de madera. El resto se sentó en el exterior, dando gracias a los dioses por haber enviado una noche serena. La tierra todavía estaba mojada por las lluvias de principios de semana, pero se había repartido abundante paja para que los hombres improvisaran un asiento. Se habían clavado postes a los que ataron teas empapadas de pez y, momentos antes de que saliera la luna, se encendieron, de manera que la residencia real de súbito se vio iluminada por las llamas saltarinas. La boda se celebraría a la luz del día, de manera que Gwydion, el dios de la luz, y Beleños, el dios del sol, concedieran su bendición, pero la ceremonia de compromiso se encomendaba a la protección de la luna. De tanto en tanto, una pavesa encendida saltaba de una tea y al caer al suelo prendía en un montón de paja dando lugar a carcajadas, gritos infantiles, ladridos y nerviosismo, hasta que el fuego se extinguía.

Más de cien hombres habían sido invitados al salón de Cuneglas. Las candelas y las velas de junco se arracimaban en las paredes y proyectaban extrañas sombras en el altísimo techo de vigas, donde para la ocasión se habían trenzado los primeros brotes de acebo del año en el entramado de haya. La única mesa del recinto se alzaba, en un estrado, tras una hilera de escudos, cada uno de ellos iluminado por una candela que iluminaba el emblema pintado en el cuero. El lugar central lo ocupaba el escudo real de Powys, perteneciente a Cuneglas, con el águila de alas extendidas, flanqueada por el oso negro de Arturo y el dragón rojo de Dumnonia. El emblema de Ginebra, el ciervo coronado por la luna, se encontraba junto al oso, mientras que el águila marina de Lancelot volaba con un pez entre las garras junto al dragón. No había representación de Gwent, pero Arturo insistió en colocar el toro negro de Tewdric, el caballo rojo de Elmet y la testa de zorro de Siluria. Las enseñas reales simbolizaban la gran alianza, la barrera de escudos que empujaría a los sajones otra vez al mar.

Iorweth, el druida mayor de Powys, cuando estuvo seguro de que los últimos rayos del sol poniente se habían hundido en el lejano mar irlandés, anunció que había llegado el momento y los invitados de honor ocuparon sus puestos en el estrado. Los demás estábamos ya sentados en el suelo del salón y los hombres pedían a gritos que llevaran más barricas de aquel famoso hidromiel de Powys, de sabor fuerte, destilado especialmente para la ocasión. Los invitados de honor fueron recibidos con vítores y aplausos.

Abrió la marcha la reina Elaine, madre de Lancelot, ataviada de azul con una torques de oro en la garganta y los rizos plateados recogidos con una cadena dorada. La entrada de Cuneglas y la reina Helledd fue recibida con grandes clamores de bienvenida. El redondo rostro del rey resplandecía de satisfacción ante las buenas expectativas de la celebración de aquella noche, para la que se había atado pequeñas cintas blancas a las puntas de sus largos bigotes. Arturo vestía sobriamente de negro, mientras que Ginebra, que lo seguía hacia el estrado, estaba espléndida con su vestido de lino dorado, magistralmente cortado y cosido de manera que la exquisita tela, teñida a la perfección con hollín y polen, se ceñía a su cuerpo alto y esbelto. El vientre apenas revelaba su estado y un murmullo de admiración corrió entre los hombres que la contemplaban. El vestido estaba adornado con lentejuelas de oro de modo que el cuerpo de Ginebra parecía brillar mientras seguía los pasos de Arturo hasta el centro del estrado. Sonrió viendo la lujuria que sabía que despertaba en los hombres y que aquella noche había determinado utilizar para hacer sombra a Ceinwyn, por magníficamente que ésta se ataviara. Se sujetaba la díscola cabellera roja con un aro de oro, de su cintura colgaba un cinturón de eslabones del mismo metal y, en honor a Lancelot, lucía en el cuello un broche dorado con el emblema del águila marina. Saludó a la reina Elaine con un beso en cada mejilla, a Cuneglas le dio un solo beso, inclinó la cabeza frente a la reina Helledd y luego se sentó a la derecha de Cuneglas, mientras que Arturo pasaba a ocupar el asiento vacío junto a Helledd.

Todavía quedaban dos lugares, pero antes de que fueran ocupados, Cuneglas se puso en pie y golpeó la mesa con el puño. Se hizo el silencio y el rey señaló sin decir palabra los tesoros dispuestos en el borde del estrado, frente al mantel de lino que colgaba de la mesa.

Aquellos tesoros eran los regalos que Lancelot ofrecía a Ceinwyn y su magnificencia provocó un estruendo de aclamación en la sala. Todos inspeccionaron los presentes, y el entusiasmo de los hombres ante la generosidad del rey de Benioc sólo despertó amargura en mí. Había torques de oro, de plata y de ambos metales mezclados; había tantas que servían de mera alfombra a los regalos más suntuosos. Había espejos romanos de mano, frascos de cristal romano y montones de joyas romanas, gargantillas, broches, aguamaniles, alfileres y pasadores. Entre metales brillantes, esmaltes, corales y piedras preciosas, allí se acumulaba el rescate de un rey y yo sabía que todo procedía de Ynys Trebes, cuando Lancelot, viendo la fortaleza en llamas y desdeñando la idea de combatir con la espada a los devastadores francos, había huido en el primer barco y escapado así de aquel infierno.

Todavía sonaban los aplausos cuando apareció Lancelot en toda su gloria. Al igual que Arturo, vestía de negro, pero las ropas de Lancelot estaban rematadas con tiras de una rara tela dorada. Habíase aceitado la negra cabellera y se la había peinado tirante hacia atrás, de manera que se le pegaba al cráneo y caía lisa por la espalda. En los dedos de la mano derecha lucía anillos de oro, mientras que en la izquierda llevaba sencillos aros de guerrero, aunque ninguno de ellos, como yo bien sabía, lo había ganado en la batalla. Ciñóse al cuello una pesada torques de oro con florones cuajados de piedras brillantes, y en el pecho, en honor a Ceinwyn, el símbolo real del águila en vuelo perteneciente a la casa de Powys. No llevaba armas, pues a ningún hombre se le permitía entrar armado en el salón del rey, pero sí lucía el cinturón esmaltado con que sujetaba la vaina de la espada, un inestimable regalo de Arturo. Recibió los vítores alzando el brazo, besó a su madre en la mejilla y a Ginebra en la mano, se inclinó ante Helledd y ocupó su lugar.

Ya sólo quedaba un asiento vacío. Una arpista empezó a tocar, pero las plañideras notas apenas lograban oírse entre el murmullo de voces. El olor de la carne asada invadió la sala mientras las jóvenes esclavas se aprestaban a repartir jarras de hidromiel. Iorweth, el druida, se afanaba de un lado a otro abriendo un pasillo entre los hombres sentados en el suelo cubierto de juncos. Empujó a los hombres a los lados, se inclinó ante el rey tras abrir el pasillo por completo e hizo un gesto con el báculo en demanda de silencio.

Un clamor de vítores surgió entre la multitud reunida en el exterior.

Los invitados de honor habían entrado en el salón por el fondo, pasando directamente al estrado desde la oscuridad de la noche, pero Ceinwyn haría su entrada por la puerta grande de la fachada del pabellón y, para llegar a ella, debía pasar entre los invitados apiñados en los patios iluminados por las llamas de las teas. El clamor que oímos eran los aplausos que levantaba en su recorrido desde el pabellón de las mujeres, mientras que en el interior del salón del rey la aguardábamos en expectante silencio. Hasta la arpista levantó los dedos de las cuerdas para mirar a la puerta.

Primero entró una niña vestida de lino blanco, que avanzó de espaldas por el pasillo abierto por Iorweth para Ceinwyn. La niña esparcía pétalos secos de flores de primavera sobre los juncos recién cambiados. Nadie hablaba; todas las miradas convergían en la puerta, menos la mía, pues yo observaba a Lancelot, que sentado en el estrado escrutaba la puerta con un esbozo de sonrisa. Cuneglas tenía los ojos anegados en lágrimas de alegría. El rostro de Arturo, el artífice de la paz, resplandecía. La única que no sonreía era Ginebra; su expresión era de triunfo. Había sido objeto de burlas en aquel mismo salón real, pero en aquellos momentos disponía el matrimonio de la hija de la casa.

Me quedé observándola al tiempo que sacaba el hueso de la bolsa con la derecha. La costilla era suave al tacto. Issa, que permanecía en pie a mi espalda sosteniéndome el escudo, debió de preguntarse por el significado de semejante desecho en una noche de oro y fuego bañada por la luz de la luna.

Miré hacia la puerta grande del salón en el momento en que Ceinwyn aparecía. Las gargantas enmudecieron de asombro por un instante antes de estallar en vítores, pues ni todo el oro de Britania ni todas las reinas antiguas juntas habrían podido ensombrecer a Ceinwyn aquella noche. No me hizo falta mirar a Ginebra para saber que sus aspiraciones habían rodado por el suelo en aquella noche de hermosura.

Era la cuarta ceremonia de compromiso de Ceinwyn. A la primera había acudido por Arturo, pero él rompió el compromiso bajo el influjo de su amor por Ginebra. Luego, fue prometida a un príncipe de la lejana Rheged, que había muerto de fiebres antes de los esponsales. No hacía mucho, había ofrecido la correa de compromiso a Gundleus de Siluria, pero éste había sucumbido entre alaridos a manos de la cruel Nimue y, aquel día, por cuarta vez, Ceinwyn ofrecía el cabestro a un hombre. Lancelot la había obsequiado con una fortuna en oro, pero la tradición mandaba que ella le correspondiera con un simple cabestro de buey, símbolo de que habría de someterse a su autoridad a partir de aquel día.

Lancelot se puso en pie cuando ella entró y el esbozo de sonrisa se convirtió en expresión de puro placer ante tanta belleza. A las anteriores ceremonias de compromiso, Ceinwyn había acudido, como corresponde a una princesa, engalanada con suntuosas telas y alhajas de plata y oro, pero aquella noche llevaba un sencillo vestido de color crema ceñido por un cordón azul claro rematado por borlas. Ni la plata recogía su cabellera, ni el oro adornaba su garganta, ni joya alguna subrayaba su belleza. Su único atavío era el sencillo vestido de lino y una delicada corona trenzada con las últimas violetas del verano, que lucía en torno a su clara cabellera rubia. Tampoco llevaba calzado y sus pies desnudos pisaban los pétalos secos. Prescindiendo de todo signo de jerarquía o riqueza, entró en el salón vestida con la sencillez de cualquier campesina y, sin embargo, triunfante. No es de extrañar que los hombres enmudecieran y la aclamaran a medida que ella avanzaba a pasos lentos y tímidos entre los invitados. Cuneglas vertía lágrimas de gozo, Arturo aplaudía entusiasmado, Lancelot se alisaba la aceitada cabellera y su madre resplandecía de satisfacción. Durante unos segundos, la expresión del rostro de Ginebra fue enigmática, pero en seguida sonrió, un gesto que proclamaba su íntima victoria. Aunque no hubiera logrado superar a Ceinwyn en belleza, aquélla era su noche, la noche en que su antigua rival se prometía según sus propios designios.

Ignoro si el gesto de triunfo de Ginebra y la acusada expresión de satisfacción de su rostro fueron los responsables de mi decisión. O quizá, la aversión que sentía por Lancelot, o el amor a Ceinwyn, o acaso Merlín tenía razón y los dioses se complacen en el caos. Lo cierto es que en un súbito arranque de cólera tomé el hueso con ambas manos. No pensé en las consecuencias de la magia de Merlín, en su odio hacia los cristianos ni en el riesgo de perder todos la vida en la búsqueda de la olla mágica allende las fronteras del reino de Diwrnach. Tampoco me detuve a considerar los cuidadosos planes de Arturo, pues en mi mente no cabía más que la imagen de Ceinwyn caminando hacia los brazos de un hombre al que yo odiaba. Al igual que cuantos me rodeaban, estaba en pie, mirando a Ceinwyn entre cabezas de guerreros. Ya había llegado al gran pilar central de roble, acosada por el estrépito bestial de vítores y silbidos. Yo era el único que permanecía en silencio. Sin dejar de mirarla, coloqué los pulgares en el centro del hueso y sujeté los extremos entre los puños. «Merlín -pensé-, viejo tunante, ha llegado la hora de que demuestres tus poderes.»

Quebré el hueso y el chasquido no se oyó entre el tumulto.

Guardé las dos mitades en la bolsa y juro que el corazón se me detuvo cuando volví a mirar a la princesa de Powys, que había surgido de la noche con flores en el pelo y que en aquel momento, inexplicablemente, se detenía junto a la gran columna ornada de acebo.

Desde el mismo momento en que entró, Ceinwyn no había apartado la mirada de Lancelot. Todavía le miraba y la sonrisa no se había borrado de su rostro, pero el hecho de que se detuviera tan súbitamente sumió el recinto en el silencio poco a poco. La niña que la precedía frunció el ceño y miró a su alrededor sin saber qué hacer, pero Ceinwyn no se movió.

Arturo debió de pensar que la habían traicionado los nervios, porque, sin dejar de sonreír, le daba ánimos haciendo gestos con la cabeza. Tembló el cabestro en las manos de Ceinwyn, y la arpista, tras arrancar una nota falsa a su instrumento, levantó los dedos de las cuerdas. La melodía moría en el silencio cuando, de entre la multitud apiñada tras la columna, vi surgir una figura envuelta en un manto negro.

Era Nimue, con su ojo de oro donde se reflejaban las llamas que iluminaban aquella sala dominada por el desconcierto.

Ceinwyn apartó la mirada de Lancelot y la fijó en Nimue; luego, muy despacio, levantó el brazo envuelto en lino blanco. Nimue le tomó la mano y la miró a los ojos con expresión interrogante. Ceinwyn quedó inmóvil por un instante y luego hizo un leve gesto de asentimiento. El salón se llenó de voces apremiantes súbitamente cuando Ceinwyn dio la espalda al estrado y se mezcló con la multitud tras Nimue.

Cesaron los apresurados comentarios poco a poco pues nadie sabía qué opinar ante comportamiento tan extraño. Lancelot, de pie en el estrado, no podía sino observar a distancia. Arturo se quedó boquiabierto y Cuneglas empezó a incorporarse observando con aire incrédulo cómo su hermana se deslizaba entre la multitud, que se apartaba presurosa ante el rostro desfigurado de Nimue, fiero y despectivo. Ginebra parecía dispuesta a matar.

La mirada de Nimue se cruzó con la mía y sonrió. Mi corazón brincaba como un animal salvaje en una trampa, pero entonces Ceinwyn me sonrió y ya no pensé más en Nimue, sólo en Ceinwyn, mi dulce Ceinwyn, que cruzaba, con el cabestro de buey en las manos, aquella aglomeración de hombres hasta el lugar en que me encontraba. Los guerreros se hicieron a un lado pero yo me quedé petrificado, incapaz de moverme o hablar viendo que Ceinwyn se me acercaba con lágrimas en los ojos y, sin mediar palabra, me ofrecía el cabestro. Un murmullo de asombro nos envolvió, mas no hice caso de las voces y, arrodillándome, tomé el cabestro y luego sus manos entre las mías, me las acerqué a la cara, que estaba bañada en lágrimas, como la suya.

La ira estalló en el salón, las protestas y el desconcierto se generalizaron, pero Issa me cubrió levantando el escudo. Nadie podía entrar armado en el salón del rey, pero Issa sostenía el escudo con el emblema de la estrella de cinco puntas dispuesto a derribar al primero que se atreviera a interrumpir aquel inaudito momento. Nimue, por su parte, susurraba maldiciones contra cualquiera que osara oponerse a la elección de la princesa.

Ceinwyn se postró de hinojos y acercó el rostro al mío.

–Jurasteis protegerme, señor -me susurró.

–Así fue, señora.

–Os dispenso de vuestro juramento si tal es vuestro deseo.

–Nunca -prometí.

–Jamás me casaré con hombre alguno, Derfel -me advirtió retirándose ligeramente, pero sin dejar de mirarme a los ojos-. Os lo ofrezco todo, excepto el matrimonio.

–Es todo cuanto deseo en la vida, señora -respondí con un nudo en la garganta y los ojos anegados en lágrimas de felicidad; a continuación sonreí y le devolví el cabestro-. Vuestro es.

El gesto la hizo sonreír, dejó caer la correa en la paja y me besó suavemente en la mejilla.

–Creo que esta fiesta -me susurró al oído con picardía- será más divertida sin nosotros. – Entonces nos incorporamos y, tomándonos de la mano, sordos a las preguntas, a las protestas e incluso a algunos vivas de los presentes, salimos a la noche clara. Atrás quedaban la confusión y la ira y, frente a nosotros, una multitud atónita, por entre la cual cruzamos caminando uno al lado del otro-. La casa al pie de Dolforwyn nos espera -dijo Ceinwyn.

–¿La casa rodeada de manzanos? – pregunté, recordando lo que me había contado de sus sueños de niña.

–Sí -respondió.

La multitud se apiñaba a la entrada del salón y nosotros alcanzamos las puertas de Caer Sws, iluminadas por antorchas. Issa nos siguió tras recuperar nuestras espadas y lanzas, y Nimue caminaba al otro lado de Ceinwyn. Tres sirvientes de Ceinwyn corrían para unirse a nosotros, al igual que una veintena de mis hombres.

–¿Estáis segura? – pregunté a Ceinwyn, como si hubiera medio de retroceder unos minutos en el tiempo para que pudiera ofrecer el cabestro a Lancelot.

–Nunca he estado tan segura de nada -dijo tranquilamente, y añadió con voz burlona-: ¿Acaso dudasteis de mí en algún momento, Derfel?

–Dudé de mí mismo -contesté, y ella me apretó la mano.

–No soy mujer de nadie, sino mía tan sólo -dijo. Luego, rió de puro gozo, me soltó la mano y echó a correr. De su pelo caían violetas mientras ella corría por la hierba embriagada de alegría. Corrí tras ella y entonces, desde las puertas del salón, se oyó la voz de Arturo que nos llamaba.

Pero seguimos corriendo… hacia el caos.

Al día siguiente, con una navaja de buen filo, limé los extremos astillados de los dos fragmentos del hueso y luego, con todo esmero, vacié dos surcos largos y estrechos en la madera de la empuñadura de Hywelbane. Issa se acercó a Caer Sws y llevó un poco de cola, que calentamos al fuego y, tras comprobar que los surcos se correspondían exactamente con los huesos, los impregnamos de cola e incrustamos los huesos en la empuñadura. Por último, limpiamos la cola sobrante y atamos todo con tendones para que los fragmentos quedaran firmemente encastados en la madera.

–Parece marfil -comentó Issa, admirado, una vez concluido el trabajo.

–Huesos de cerdo -dije con desprecio, aunque en verdad, las dos incrustaciones parecían de marfil y daban suntuosidad a Hywelbane. El nombre de la espada era en honor de su primer propietario, Hywel, el administrador de Merlín, que me había iniciado en el manejo de las armas.

–Pero ¿son huesos mágicos? – preguntó Issa con ansiedad.

–Cosas de la magia de Merlín -respondí sin dar más explicaciones.

Cavan se presentó a mediodía. Se postró de hinojos en la hierba e inclinó la cabeza sin pronunciar palabra, y en verdad no hacían falta pues yo ya sabía el porqué de su visita.

–Eres libre de marcharte, Cavan -le dije-. Te eximo del juramento. – Levantó la mirada, pero el oprobio de ser liberado de sus votos le impedía hablar-. Ya no eres ningún mozo, Cavan -le animé sonriendo-, y mereces un señor que te compense con oro y una vida regalada en lugar de la incertidumbre del Sendero Tenebroso.

–Deseo morir en Irlanda, señor -dijo recuperando al fin la voz.

–¿Para estar con tu pueblo?

–Así es, señor, pero no quiero regresar pobremente. Necesito oro.

–En tal caso, quema el tablero de dados -le aconsejé en tono burlón, y le arranqué una sonrisa.

–¿No me guardaréis rencor, señor? – pregunto angustiado tras besar la empuñadura de Hywelbane.

–No, y si alguna vez necesitas ayuda, házmelo saber.

Se puso en pie y me abrazó. Volvía al servicio de Arturo llevándose consigo a la mitad de mis hombres. Sólo veinte quedaban conmigo. Los demás temían a Diwrnach o estaban ansiosos por acumular riquezas, y yo no podía reprochárselo. A mi servicio, habían conseguido honor, anillos de guerrero y colas de lobo pero muy poco oro. Les permití conservar la cola de lobo en el casco, pues las habían ganado en los terribles combates de Benoic, pero los obligué a borrar la nueva estrella del escudo.

La estrella era para los veinte hombres que permanecían conmigo, los más jóvenes, aguerridos y osados de mis lanceros. Bien saben los dioses que iban a precisar de tan excelentes cualidades, pues al quebrar el hueso los había entregado a los horrores del Sendero Tenebroso.

Ignoraba cuándo nos llamaría Merlín, de modo que esperé en la pequeña casa a la que Ceinwyn nos había conducido a la luz de la luna. Estaba al noreste de Dolforwyn, en un valle tan angosto que las sombras no se desvanecían del río hasta que el sol había recorrido la mitad de su trayectoria hacia el cénit. Abundantes robles cubrían los escarpados flancos del valle, pero alrededor de la casa se extendía un conjunto de campos diminutos donde medraba una veintena de manzanos. La casa carecía de nombre, igual que el valle, al que se conocía simplemente como Cwm Isaf, el valle de abajo, pero se convirtió en nuestro hogar.

Mis lanceros levantaron cabañas entre los árboles de la ladera sur del valle. No sabía cómo podría mantener a veinte hombres y sus familias, pues el producto de los diminutos campos de Cwm Isaf apenas habría bastado para sustentar a un ratón de campo, pero nunca a una banda de guerreros. Afortunadamente, Ceinwyn tenía oro y me aseguró que su hermano no nos dejaría morir de hambre. Los campos, según me dijo, eran una de las miles de propiedades dispersas que habían constituido el patrimonio de su padre. El último aparcero había sido un primo del chambelán de Caer Sws, muerto antes de la batalla del valle del Lugg, y las tierras aún no habían sido adjudicadas de nuevo. La casa era modesta, un pequeño rectángulo de piedra con una gruesa techumbre de paja y helechos en mal estado. De las tres estancias, en que se dividía, la central había servido de cuadra a las escasas bestias de la granja y hubimos de barrerla a fondo para usarla como sala común. Las otras dos nos sirvieron de alcoba, una para Ceinwyn y otra para mí.

–Se lo he prometido a Merlín -me dijo Ceinwyn aquella primera noche, a modo de justificación de las dos alcobas.

–¿Qué es lo que le habéis prometido? – pregunté estremecido de arriba abajo.

Debió de ruborizarse, pero hasta aquel lugar en las profundidades de Cwm Isaf no llegaba ni un rayo de luna y no pude verle la cara, sólo noté la presión de su mano en la mía.

–Le he prometido -respondió pausadamente- que permaneceré virgen hasta que encuentre la marmita mágica.

Empecé entonces a calibrar hasta qué punto llegaba la sutileza de Merlín. La sutileza, la inteligencia y la perversidad. Necesitaba a un guerrero que lo protegiera cuando se adentrara en Lleyn y a una persona casta para encontrar la olla, de modo que nos había manipulado a ambos.

–¡No! – me opuse-. ¡Vos no podéis ir a Lleyn!

–Sólo una virgen puede descubrir la olla -susurró Nimue desde las sombras-. ¿Preferís que nos llevemos a una niña, Derfel?

–¡Ceinwyn no puede ir a Lleyn! – insistí.