XXIV

No iba a estar solo mucho tiempo. Apenas desaparecida la visión de la señora Griffin y el gato Stew, Harvey oyó una voz que le llamaba por el nombre. El aire estaba todavía turbio por el polvo y tuvo que buscar mucho para encontrar a la persona que hablaba. Pero, al fin, la vio corriendo hacia él.

—¿Lulu…?

—¿Quién, si no? —dijo riendo.

Estaba aún empapada del agua sucia del lago, pero al deslizarse ésta por el cuerpo y caer al suelo, los últimos restos de sus escamas plateadas se fueron con ella. Cuando le abrió los brazos, ya eran brazos humanos.

—¡Estás libre! —dijo, corriendo a su encuentro. Luego la abrazó fuertemente y dijo—: ¡No puedo creer que estés libre!

—Todos somos libres —respondió ella, volviendo la mirada hacia el lago.

Era una visión extraordinaria: una procesión de niños riendo, acercándosele a través de la niebla. Los que estaban más cerca ya habían recuperado su forma humana; los que estaban más atrás, todavía se sacudían lo que les quedaba de pez en el cuerpo.

—Deberíamos salir todos de aquí —dijo Harvey, mirando hacia el muro—. No creo que ahora tengamos ninguna dificultad en atravesar aquella pared de niebla.

Uno de los niños que estaba detrás de Lulu había descubierto, en las ruinas de la casa, una caja que contenía prendas de vestir, y al anunciarlo a los demás, todos se precipitaron hacia allí para encontrar algo que ponerse. Lulu dejó a Harvey para unirse a la búsqueda, pero no antes de haberle dado un beso en la mejilla.

—No esperes ninguno de mí —se oyó una voz entre el polvo; y apareció Wendell, riéndose de oreja a oreja—. ¿Qué has hecho, Harvey? —dijo ante aquel caos—. ¿Desmontar la casa ladrillo a ladrillo?

—Algo parecido —respondió Harvey, incapaz de disimular su orgullo.

Del lago llegaba un ruido continuo e intenso.

—¿Qué es esto? —preguntó Harvey.

—El agua se va —respondió Wendell.

—¿Adónde?

—¿A quién le importa? —dijo—. ¡A lo mejor se va todo directamente al infierno!

Deseoso de verificarlo, Harvey se acercó al lago, y a través del polvo que había en el aire, comprobó que se había convertido realmente en una poza. Aquellas aguas, antes inmóviles, formaban ahora un gran remolino.

—A propósito, ¿qué le ha pasado a Hood? —preguntó Wendell.

—Se ha ido —respondió Harvey, casi magnetizado por la visión de la vorágine—. Todos se han ido.

Aún sus palabras no habían acabado de salir de sus labios cuando surgió una voz que dijo:

—No todos.

Volvió la espalda al agua por ver quién hablaba, y allí, entre los escombros, estaba Rictus. Su bonita chaqueta estaba rota, y su cara blanca del polvo… Parecía un payaso; un payaso con risa.

—¿Cómo podía irme? —dijo—. Nunca nos hemos dicho adiós.

Harvey lo miró con cara de frustración. Hood se había derrumbado con toda su magia. ¿Cómo pudo Rictus sobrevivir a la desaparición de su dueño?

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Rictus, mientras se metía una mano en el bolsillo—. Tú no te explicas cómo no estoy muerto y desaparecido. Bien, te lo explicaré. Hice planes con anticipación. —Sacó del bolsillo una esfera de cristal que centelleaba como si tuviera una docena de velas encendidas—. Robé una pequeña cantidad de magia del viejo por si alguna vez se cansaba de mí y trataba de ponerme fuera de mi miseria. —Levantó la esfera hasta la altura de su cara, que aún reía descaradamente—. Tengo aquí poder suficiente para ir tirando años y años —dijo—. Los suficientes para construir una nueva casa y continuar donde Hood nos dejó. Oh, no te inquietes, muchacho. Tengo un puesto para ti… —y le dio una palmada en el muslo—. Puedes ser mi secretario. Te mandaré a buscar nenes aburridos para traerlos a casa del tío Rictus. —Otra palmada—. ¡Ven! —concluyó—. No malgastes el tiempo ahora. Yo no…

Se detuvo aquí cuando su mirada se fijó en las ruinas, junto a sus pies.

Una terrorífica exclamación ahogada, escapó de su garganta.

—¡Oh, no…! —murmuró—. Yo…

Antes de que pudiera terminar, una mano de unos treinta centímetros de largo se alzó de entre el cascajo y lo agarró por el cuello. Luego, con un movimiento increíblemente rápido, tiró de él, obligándole a agacharse entre las ruinas.

—¡Es mía! —dijo una voz que salía del suelo—. ¡Mía!

Harvey sabía que era Hood. No había otra voz en toda la Tierra que cortara tan a fondo.

Rictus se esforzó para soltarse de la mano de su creador y buscó en el suelo algún arma. Pero no tenía ninguna a mano. Todo lo que tenía era su maestría en persuasión.

—La magia es suya —cocendió—. ¡La tenía guardada para usted!

—¡Mentiroso! —dijo la voz de las ruinas.

—¡Es verdad! ¡Lo juro!

—¡Entonces, dámela! —ordenó Hood.

—¿Dónde la pongo? —preguntó Rictus con una voz que parecía un gruñido estrangulado.

La mano de Hood aflojó un poco y le permitió levantarse hasta colocarse de rodillas.

—Aquí mismo… —dijo Hood, con su dedo meñique todavía cogido al cuello de la camisa de Rictus, mientras el índice señalaba abajo, hacia la enrona—. Ponla en el suelo.

—Pero…

—¡En el suelo!

Rictus presionó la esfera entre sus manos y ésta se aplastó como una esfera de azúcar. Su brillante contenido se derramó entre sus manos y fue a parar al suelo.

Hubo un momento de silencio; luego, un temblor se extendió por todas las ruinas de la casa.

El dedo de Hood dejó libre a su cautivo, y Rictus se levantó rápidamente. Sin embargo, no tenía ninguna posibilidad de escapar. Trozos de madera y piedra se precipitaron instantáneamente, por encima de los montones de derribos, hacia el punto en donde la magia se había derramado. Algunos incluso volaban por el aire. Todo lo que Rictus pudo hacer fue cubrirse la cabeza cuando el pedrisco se incrementó.

Harvey estaba a salvo de los desechos volantes y pudo muy bien haberse retirado en aquellos momentos. Pero era demasiado listo para tomar tal decisión. Si huía ahora, su conflicto con Hood no terminaría nunca. Sería una pesadilla que nunca se quitaría de la cabeza. Cualquier cosa que pasara luego, aunque terrible, era mejor verla y comprenderla que volverle la espalda y tener su mente obsesionada con imaginaciones hasta el día de su muerte.

No tuvo que esperar mucho para ver el siguiente movimiento de Hood. La mano que sujetaba a Rictus se abrió de súbito y, en un momento, desapareció de su vista. Instantes después, el suelo se partió y apareció una figura que se doblaba a medida que escalaba para salir de su tumba de escombros.

Rictus lanzó un grito de horror, pero fue corto. Antes de que pudiera retroceder un paso, la figura humanoide lo agarró y, girando en dirección a Harvey, mantuvo en alto al traidor sirviente.

Al final, aquí estaba el genio maligno que había construido la casa de vacaciones, en forma más o menos humana. No estaba hecho de carne, sangre y hueso, sin embargo. Había utilizado la magia que Rictus le había proporcionado involuntariamente para crear otro cuerpo. En los buenos tiempos de su maléfico reinado, Hood había sido la casa. Ahora, era todo lo contrario. La casa, lo que quedaba de ella, se había convertido en el señor Hood.