XXI

—Has hecho bien —dijo la cara sonriente que le esperaba en la escalera.

—No sabía dónde estabas —respondió Harvey a Rictus.

—Siempre dispuesto a servirte —fue la untuosa y servicial respuesta.

—¿De verdad? —dijo Harvey, bajando de la silla para luego acercársele.

—Naturalmente —respondió Rictus—. Siempre.

Ahora estaba más cerca de aquel ser y Harvey vio las fisuras de su capa exterior. Estaba moldeando una sonrisa y suavizando sus palabras con mantequilla y miel; pero era el ácido olor a miedo lo que fluía de su enfermiza piel.

—Tienes miedo de mí ¿verdad? —dijo Harvey.

—No, claro que no —insistió Rictus—. Soy respetuoso. Esto es todo. El señor Hood piensa que eres un chico muy brillante. Me ha instruido para ofrecerte todo lo que desees para quedarte. —Y levantando los brazos, añadió—: El cielo es el límite.

—Ya sabes lo que quiero.

—Cualquier cosa menos los años, ladrón. No puedes recuperarlos. Además, tampoco los necesitas si quieres convertirte en el aprendiz del señor Hood. Vivirás siempre, al igual que él. —Se quitó las gotas de sudor de su labio superior con un trapo sucio y amarillento—. Piénsalo. Puedes ser capaz de matar a seres como Carna… o a mí mismo… Pero nunca podrás dañar a Hood. Es demasiado viejo; demasiado sabio; demasiado muerto.

—Si yo estuviera… —empezó Harvey.

La sonrisa de Rictus se ensanchó.

—¿Sí…?

—¿Podrían liberarse los niños del lago?

—¿Por qué molestarse por ellos?

—Porque entre ellos hay una amiga mía —le recordó Harvey.

—Hablas de la pequeña Lulu, ¿no es cierto? —dijo Rictus—. Bien, pues permíteme decirte que es muy feliz allí. Todos lo son.

—¡No, no lo son! —exclamó Harvey encolerizado—. El lago es asqueroso y tú lo sabes. —Dio unos pasos y se acercó a Rictus, apuntándole con el dedo. Éste retrocedió, como si temiera por su vida, lo cual podía estar justificado—. ¿Cómo puede gustarle a alguien vivir con frío y a oscuras?

—Tienes razón —respondió Rictus, levantando sus manos en señal de rendición—. Lo que tú digas.

—Pues ahora te lo ordeno: ¡Libéralos, ahora! ¡Si no lo haces, lo haré yo!

Empujó a Rictus, apartándole de su camino, y empezó a bajar los peldaños de dos en dos. No tenía idea de lo que iba a hacer cuando llegara al lago; los peces eran peces, después de todo, aun habiendo sido niños; si trataba de sacarlos del agua, probablemente se ahogarían en el aire. Pero estaba determinado a salvarlos de Hood como fuera.

Rictus bajó tras él, hablando como un charlatán que quisiera venderle algo.

—¿Qué quieres? —dijo—. ¡Sólo imagínalo y es tuyo! ¿Qué te parece una motocicleta para ti? —Mientras hablaba, algo brillaba en el rellano siguiente. Era la motocicleta más hermosa que los ojos humanos hubieran visto nunca—. ¡Es tuya, muchacho! —dijo Rictus.

—No, gracias —respondió Harvey.

—¡No te culpo! —dijo Rictus. Y al llegar a ella, la apartó de una patada—. ¿Libros? ¿Te gustan los libros?

Antes de que Harvey pudiera responder, la pared de enfrente se levantó como si fuera una gran cortina de ladrillos, dejando al descubierto una gran estantería completamente llena de volúmenes encuadernados en piel.

—¡Las obras maestras del mundo! —insistió Rictus—. ¡De Aristóteles a Zola! ¿No?

—¡No! —respondió Harvey, acelerando el paso.

—Ha de haber algo que te guste.

Ahora ya llegaban al tramo final de la escalera y Rictus sabía que no disponía de mucho tiempo antes de que su víctima saliera al aire libre.

—¿Te gustan los perros? —dijo, mientras irrumpían en la escalera cantidad de cachorros ladradores—. ¡Coge uno! ¡Demonios, cógelos todos!

Harvey estaba tentado, pero siguió bajando, prescindiendo de ellos.

—¿Algo más exótico, tal vez? —y una manada de papagayos de vistosas plumas descendieron del techo. Harvey los ahuyentó.

—Demasiado ruidosos, ¿eh? Tú quieres algo más silencioso y feroz. ¡Tigres! ¡Esto es lo que quieres! ¡Tigres!

Tan pronto como lo dijo, aparecieron en el vestíbulo dos tigres blancos con unos ojos que parecían de oro pulido.

—No hay donde cuidarlos —dijo Harvey.

—¡Eres práctico! —Rictus estuvo de acuerdo—. Me gustan los chicos prácticos.

Mientras se iban las fieras, sonó el teléfono del pasillo, junto a la cocina. Rictus bajó en dos saltos los peldaños restantes y en dos más llegó al teléfono.

—¡Escucha esto! Es el presidente de Estados Unidos. ¡Quiere darte una medalla!

—No, no lo es —dijo Harvey, ya cansado de aquella jerigonza. Ahora ya estaba al final de la escalera y se dirigía a la puerta principal.

—Tienes razón —dijo Rictus, todavía con el auricular en la oreja—. ¡Quiere darte un campo petrolífero de Alaska! —Harvey seguía andando—. ¡No, no, me he equivocado! ¡Quiere darte Alaska!

—Demasiado frío.

—Dice si te gustaría Florida.

—Demasiado calor.

—Muchacho, eres difícil de contentar. ¡Por favor, Harvey Swick!

Desdeñando a Rictus, Harvey asió el picaporte. Rictus colgó el teléfono y corrió hacia él.

—¡Espera! —gritó—. ¡Espera! Aún no he terminado.

—No tienes nada de lo que yo quiero —dijo Harvey, abriendo la puerta—. Todo son filfas.

—¿Y qué, si lo son? —Rictus se alteró súbitamente—. También lo es el Sol de ahí fuera y puedes gozar de él. Y deja que te diga esto: se necesita una gran cantidad de magia para conjurar todas estas simulaciones y paparruchas. El señor Hood está sudando mucho para encontrar algo que te guste.

Sin hacerle caso, Harvey salió al porche. La señora Griffin estaba de pie, en el césped, con el gato Stew en sus brazos y mirando indirectamente la casa. Cuando vio salir a Harvey, sonrió y dijo:

—He oído muchos ruidos. ¿Qué ha pasado allí arriba?

—Se lo contaré luego —contestó Harvey—. ¿Dónde está Wendell?

—No lo sé. Hace rato que no lo veo.

Harvey ahuecó las manos junto a su boca y le llamó.

—¡Wendell! ¡Wendell!

La voz le era devuelta por el eco de la casa. Pero no había respuesta de Wendell.

—Es una tarde tan calurosa —dijo Rictus— que posiblemente ha ido… a nadar.

—¡Oh, no! —murmuró Harvey—. ¡No, Wendell, no! ¡Por favor! ¡Wendell no!

Rictus se encogió de hombros. Luego dijo:

—De todas maneras era un niño muy gordinflón. Probablemente tendrá mejor aspecto en forma de pez.

—¡No! —gritó Harvey a la casa—. ¡Esto es injusto! ¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes!

Las lágrimas anegaron sus ojos. Se las quitó con sus puños y pensó que tan inútiles eran los puños como las lágrimas. No podía ablandar el corazón de Hood con lágrimas ni podía derribar la casa a puñetazos. Contra el enemigo, no tenía más arma que su ingenio, y su ingenio estaba a punto de agotarse.