IX

Harvey no había contado a nadie lo que había sucedido en el lago, ni siquiera a Lulu; en parte porque se sentía como un estúpido por haberse caído, y en parte también, porque la casa había tratado de proporcionarle toda clase de placeres durante los días posteriores al accidente que ya casi había olvidado. Por ejemplo, aquella misma noche, encontró una cinta de colores con una etiqueta a su nombre en la base del árbol de Navidad, y cuando la siguió por la casa, le condujo a una nueva bicicleta, incluso más espléndida que la otra, la que había perdido dos años antes.

Pero ésta fue solamente la primera de varias sorpresas agradables que se produjeron en rápida sucesión en la casa de vacaciones. Una mañana, Wendell y Harvey subieron a la casa del árbol y se encontraron las ramas que la rodeaban llenas de papagayos y monos. Otro día, en la cena de Navidad, la señora Griffin les llamó a la sala de estar, donde las llamas del fuego habían tomado formas de dragones y héroes que libraban una encarnizada lucha en la rejilla. Y bajo el calor de una tediosa tarde, Harvey fue despertando de un sueño ligero por una trouppe de acróbatas mecánicos que hacían proezas con una envidiable precisión de relojería.

La mayor sorpresa, no obstante, empezó con la aparición de uno de los hermanos de Rictus.

—Mi nombre es Jive —dijo, saliendo del lóbrego atardecer por la parte superior de la escalera.

Cada músculo de su cuerpo parecía estar en actividad: tics y pasos de danza que lo habían adelgazado hasta hacerlo casi incapaz de proyectar una sombra. Incluso su cabello, que era una masa de rizos grasientos, parecía escuchar algún ritmo alocado al moverse sobre su cuero cabelludo con un salvaje frenesí.

—Mi hermano Rictus me ha enviado para ver cómo te va todo —dijo en tono meloso.

—Me va bien —respondió Harvey—. ¿Ha dicho usted «hermano» Rictus?

—Somos de la misma carnada, hablando llanamente —dijo Jive—. Supongo que llamas a tus padres de vez en cuando.

—Sí —respondió Harvey—. Ayer mismo los llamé.

—¿Te echan a faltar?

—No lo parece.

—Y tú, ¿les echas de menos a ellos?

Harvey se encogió de hombros.

—En realidad, no —dijo.

(Esto no era del todo verdad; tuvo sus días de añoranza, pero sabía que de haber vuelto a casa habría estado en la escuela al día siguiente, y lo que deseaba era pasar algo más de tiempo en la casa de vacaciones.)

—Entonces, ¿piensas aprovechar al máximo tu estancia aquí? —dijo Jive, bailando. Era una especie de danza mágica, subiendo y bajando peldaños de la escalera.

—Sí —dijo Harvey—. Sólo quiero divertirme.

—Y ¿quién no? —exclamó Jive con una sonrisa burlona—. ¿Quién no? —Se puso al lado de Harvey y le susurró al oído—: Hablando de diversión…

—¿Qué? —dijo Harvey.

—No has devuelto a Wendell la broma que te hizo.

—No, no lo hice —respondió Harvey.

—¿Y por qué narices no lo has hecho?

—Nunca se me ha ocurrido cómo.

—Bien, estoy seguro de que podremos tramar algo entre los dos —respondió Jive maliciosamente.

—Ha de ser algo que él nunca hubiera podido sospechar —dijo Harvey.

—Esto no será difícil —afirmó Jive—. Dime, ¿cuál es tu monstruo favorito?

Harvey no tuvo que pensarlo mucho.

—Un vampiro —contestó con una maliciosa sonrisa—. Encontré aquella fabulosa máscara…

—Las máscaras son un buen comienzo —dijo Jive—, pero los vampiros han de poder planear, saliendo de entre la niebla… —extendió sus brazos, doblando sus largos dedos como las garras de alguna ave de rapiña— lanzarse en picado sobre la presa, agarrarla y remontar el vuelo en dirección a la Luna. Puedo verlo ahora.

—También yo —dijo Harvey—. Pero no soy un murciélago.

—¿No?

—A ver, ¿cómo puedo volar?

—Ah —dijo Jive—. Haremos que Marr trabaje en ello. Después de todo, ¿qué es un Halloween sin una transformación o dos? —Consultó el reloj del abuelo en el descansillo—. Aún estamos a tiempo de hacerlo esta noche. Vete abajo y dile a Wendell que os encontraréis fuera. Yo subiré al tejado a encontrarme con Marr. Reúnete allí con nosotros.

—No he subido nunca al tejado.

—Hay una puerta en el rellano superior, arriba de todo. Te veré allí dentro de unos minutos.

—Tengo que ir por mi máscara, el abrigo y lo demás.

—No vas a necesitar ninguna máscara esta noche —dijo Jive—. Confía en mí. Ahora, date prisa. No perdamos tiempo.

Sólo le llevó a Harvey uno o dos minutos decir a Wendell que saliera. Estaba seguro de que Wendell sospechaba algo, y probablemente prepararía algún contraataque, pero Harvey sabía que él y Jive tenían en la manga algo que incluso Wendell —gran experto en tácticas del susto— no podía sospechar. Trazada la primera parte del plan, subió como un rayo las escaleras, encontró la puerta que Jive había mencionado y subió al tejado.

Las alturas nunca habían sido un problema para él: le gustaba estar por encima del mundo y contemplarlo mirando hacia abajo.

—¡Aquí! —gritó Jive.

Y Harvey corrió por los estrechos pasadizos, escalando luego los empinados tejados hasta el lugar donde su colega conspirador le estaba esperando.

—¡Pisa con cuidado! —observó Jive.

—No hay problema.

—¿Hay que volar? —dijo una tercera voz mientras su dueño salía de la sombra de una chimenea.

—Ésta es Marr —dijo Jive—. Otro miembro de nuestra pequeña familia.

Al contrario de Jive, que parecía suficientemente ágil para andar por los aleros si se le antojaba, Marr parecía tener sangre de babosa en alguna parte. Harvey casi esperaba ver cómo sus dedos dejaban rastros plateados en el ladrillo que había tocado, o ver aparecer suaves cuernos en su cabeza calva. Era gorda, y su carne a duras penas se adhería a sus huesos, acabando en viscosos pliegues por donde podía: alrededor de la boca, ojos, cuello y muñecas. Extendió su brazo y tocó a Harvey.

—He dicho: ¿hay que volar?

—No entiendo la pregunta —dijo Harvey, apartando su mano.

—¿Lo has hecho mucho?

—Una vez volé a Florida.

—No se refiere a volar en avión —le dijo Jive.

—Oh…

—¿En sueños, tal vez? —dijo Marr.

—Ah, sí. Sueño que vuelo.

—Esto está bien —respondió Marr, sonriendo con satisfacción. No tenía un solo diente en su boca.

Harvey miró con disgusto aquel agujero vacío.

—Te estás preguntando dónde han ido a parar, ¿no es cierto? —dijo a Harvey—. Admítelo.

—Bien, pues sí.

—Carna me los quitó, el bruto ladrón. Tenía unos buenos dientes, unos preciosos dientes.

—¿Quién es Carna? —quiso saber Harvey.

—No importa —dijo Jive, acallando a Marr antes de que pudiera contestar—. Vamos a lo nuestro antes de que perdamos este buen momento.

Marr musitó algo entre su respiración y luego dijo:

—Ven, muchacho —extendiendo sus brazos sobre él. Su contacto era gélido.

—Se siente algo mágico, ¿eh? —preguntó Jive mientras los dedos de Marr flotaban sobre su cara, frotando aquí y allá—. No tengas miedo. Ella sabe lo que hace.

—Y ¿qué es lo que hace?

—Convertirte.

—¿En qué?

—Díselo tú a ella —dijo Jive—. No durará mucho y, por tanto, disfrútalo. Anda, dile que quieres ser un vampiro.

—Esto es lo que quiero hacerle ver a Wendell —les dijo Harvey.

—Un vampiro… —dijo Marr en voz baja.

Ahora sus dedos presionaban con más fuerza sobre su piel.

—Sí, quiero tener colmillos como un lobo, una garganta roja, y una piel blanca, como si hubiera estado muerto durante mil años.

—¡Dos mil! —apostilló Jive.

—¡Diez mil! —continuó diciendo Harvey, empezando a disfrutar del juego—. Y ojos locos que puedan ver en la oscuridad, y orejas puntiagudas como las de los murciélagos.

—¡Espera! —dijo Marr—. Voy a hacerte todo esto perfectamente.

Sus dedos trabajaban fuertemente ahora sobre él, como si su carne fuera yeso y ella lo moldeara. Sentía un hormigueo en su cara, y quería tocársela con la mano, pero temía estropear aquel trabajo artesanal.

—También ha de tener piel peluda —observó Jive—. Pelo negro y liso en su cuello…

Las manos de Mar salpicaron su garganta y sintió cómo le salía pelo por donde tocaba.

—… ¡y las alas! —apuntó Harvey—. ¡No olvidéis las alas!

—¡Nunca! —respondió Jive.

—Extiende los brazos, muchacho —le ordenó Marr.

Obedeció y ella hizo deslizar sus manos sobre ellos, ahora sonriendo.

—Sale bien —dijo—. Sale bien.

Él bajó la mirada para verse a sí mismo. Asombrado, vio que sus dedos eran retorcidos y afilados y que tenía algo como una especie de alerones, como de cuero, colgando de sus brazos. Ahora el viento soplaba contra ellos, amenazándole con arrastrarle fuera del tejado.

—Ya sabes que estás jugando a un juego peligroso, ¿eh? —advirtió Marr mientras retrocedía un poco para contemplar su trabajo—. O bien te romperás la cabeza o marcarás la vida de tu amigo Wendell. O ambas cosas a la vez.

—¡No va a caerse, mujer! —dijo Jive—. Tiene destreza en esto. Estoy seguro de ello sólo con verlo. —Miró a Harvey con sus ojos bizcos—. No me sorprendería que hubieras sido vampiro en otra vida, muchacho —añadió.

—Los vampiros no tienen otras vidas —aclaró Harvey, con más dificultad en pronunciar las palabras por culpa de los grandes colmillos—. Ellos viven siempre.

—Correcto —afrimó Jive, chasqueando los dedos—. ¡Esto es! ¡Esto es!

—Bueno, ya estoy lista —dijo Marr—. Ya puedes irte, muchacho.

El viento sopló nuevamente, y si Jive no hubiera ido agarrado a él mientras andaban por el borde del tejado, seguro que se lo habría llevado.

—Allí está tu amigo —susurró Jive, señalando abajo, hacia las sombras.

Harvey comprobó con asombro que podía ver a Wendell con toda claridad, aun cuando la oscuridad en el césped era absoluta. También podía oírle: cada menor respiro y cada latido de su corazón.

—Ahora es el momento —siseó Jive, poniendo la mano en su espalda.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Harvey—. Me deslizo planeando, ¿o qué?

—¡Salta! —exclamó Jive—. El viento se encargará del resto. El viento o la gravedad.

Y con esto, empujó a Harvey, que cayó al vacío.