1913-1914
Una cálida mañana de junio voy al gallinero muy temprano a recoger los huevos cuando oigo voces cada vez más cerca, por el campo. No esperamos visitantes. Me enderezo, pongo la espalda recta y, metiendo los huevos en el bolsillo del delantal, me pongo a escuchar.
Es Ramona Carle; reconocería su risa gutural en cualquier lugar.
Ramona, lo mismo que sus hermanos Alvah y Eloise, son veraneantes venidos de Massachusetts. Su familia compró la granja Seavey hace varios años. Alvah es el mayor, Eloise tiene mi edad, y Ramona es unos años más joven. Se quedan en Cushing desde el Día del Trabajo, pero a diferencia de otras personas que muestran una lánguida indolencia y miradas condescendientes, los Carle intentan encajar con la gente del lugar. Siempre tengo ganas de verlos. Suelen organizar carreras de cuchara-huevo en el picnic anual del Cuatro de Julio en Hathorn Point y son capaces de convencer a todo el mundo para jugar a cosas como Red Rover y al escondite; también llevan bolsas con fuegos artificiales que encienden por la noche.
Ramona es mi favorita. Es una chica amable e impulsiva, delgada y llena de energía, de pelo castaño oscuro y ojos tan grandes y brillantes como los de un cervatillo. Una vez, cuando estaba con ella en la ciudad, una anciana le dijo que era tan bonita como un botón. (A mí nadie me ha dicho nada remotamente parecido.)
Salgo del gallinero con mi cargamento de huevos y una ancha sonrisa de expectación y casi me tropiezo con un hombre que no he visto antes.
—Pero... ¡Hola! —le saludo.
—¡Hola!
Creo que es más o menos de mi edad (acabo de cumplir veinte años) y unos veinte centímetros más alto, con el pelo castaño claro que cae casi delante de unos grandes ojos azules. Lleva pantalones de lino fino y una camisa blanca arremangada por encima de los codos.
De repente, me siento muy consciente de mí misma. Medio me aliso el pelo alborotado y bajo la vista al delantal manchado tras hornear el pan y a los zuecos que uso para caminar por el barro.
—Soy Walton Hall —se presenta, tendiéndome la mano.
—Y yo Christina Olson. —Su mano resulta sorprendentemente suave. Sin duda, nunca ha manejado un arado.
—Walton ha venido desde Malden de visita —interviene Ramona—. Eloise y él hicieron juntos la secundaria. Al final del verano quiere ir a Harvard.
—Admítelo, estás sorprendida —me dice Walton al tiempo que me guiña el ojo—. No soy tan aburrido como parezco.
—Que vayas a Harvard no quiere decir que no seas aburrido —replico.
Cuando sonríe, veo que uno de sus dientes frontales se solapa ligeramente con el otro. Levanta una copa imaginaria en un brindis fingido.
—Bien dicho.
—Vale —se interpone Ramona—. Te recuerdo, Walton, que nos están esperando para desayunar.
—Oh, sí —confirma él—. Hemos venido a comprar huevos.
—Bien —digo—. ¿Cuántos queréis?
—Dos docenas, ¿de acuerdo, Ramona? —Ella asiente con la cabeza.
—Muy bien. Son cincuenta centavos por los huevos y uno por la bolsa.
—Vaya, ¡eres una negocianta dura!
Ramona pone los ojos en blanco.
—Podrías haberle pedido cincuenta centavos por cada huevo, Christina. No tiene ni idea de lo que cuestan.
Uno a uno, deslizo los huevos en una bolsa, hasta veinticuatro.
—¡Ese no! No parece lo suficientemente ovalado. —Se burla—. Y tienen que ser del mismo tamaño.
Está muy cerca de mí y el aliento le huele a caramelo de vainilla. Ramona habla del clima, de lo aburrido que era el invierno y como contaba los días que faltaban para junio. Se maravilla del buen día que hace, pero me pregunta si se mantendrá, porque quiere salir a navegar más tarde. Le intriga qué piensa hacer su madre con todos esos huevos, con qué les sorprenderá en el desayuno. ¿Soufflé, quizá? ¿Tortilla? ¿Tarta de limón?
—Acompáñanos —sugiere él.
Ramona y yo levantamos la vista.
—¿Qué? —pregunto confundida.
—Saldremos a navegar por la tarde, Christina —explica—. El viento va a ser perfecto.
—Podrías decirnos cuándo va a cambiar el clima —añade Ramona.
Normalmente no me tomo las tardes libres, en especial para navegar con chicos que acabo de conocer.
—Gracias, pero... no puedo. Tengo que hornear pan. Y mis tareas...
—¡Oh, por Dios! ¡Ven con nosotros! —insiste Ramona—. Tenemos que entretener a Walton de alguna forma. Y dile a tu hermano Sam que venga también. Es muy divertido. Y yo necesito a alguien de mi edad para coquetear.
—Lo siento, pero no creo que...
—Mira que eres difícil de convencer. A ver, te firmaré un pase —asegura Walton.
—¿Un pase?
Al ver mi desconcierto, Ramona ríe.
—En las escuelas unitarias no hay pases, Walton —explica.
—No puedo, lo siento —repito.
Él sacude la cabeza y se encoge de hombros.
—Pues entonces otro día, ¿de acuerdo?
—Quizá.
—Eso es un sí —interviene Ramona con la confianza de una chica acostumbrada a salirse con la suya brindándome una sonrisa—. Lo intentaremos de nuevo. Pronto.
Cuando regreso a casa, dejando atrás el luminoso patio, me apoyo en la pared del oscuro vestíbulo, respirando con dificultad. ¿Qué ha sido eso?
—¿He oído voces? —pregunta mi madre desde la cocina.
Me paso la mano por la cara, me aliso la pechera de la blusa y respiro hondo.
—¿Ha venido alguien? —insiste cuando entro desatándome el delantal.
—Ya —respondo en el tono más neutro que puedo—. Era solo Ramona, que venía por huevos.
—Hubiera jurado que he escuchado una voz masculina.
—Un amigo de los Carle.
—Ah. Bueno, la masa está lista para el amasado.
—Ya voy —respondo.
Durante las siguientes semanas, Ramona y Walton, a veces acompañados por Eloise y Alvah, se pasan por casa cada dos o tres días. En ocasiones vienen por huevos, otras veces por leche o un pollo para asar. Cada visita se quedan más tiempo. Nos traen una cesta de picnic y una vieja manta para sentarse en la hierba a tomar el té al sol. Comienzo a esperar verlos mientras me paseo por el campo al final de la mañana o la tarde. Mis hermanos, más tímidos, se muestran cohibidos con ellos, pero las Carle y Walton los intrigan mucho. A veces, cuando terminan sus tareas, Al y Sam se unen a nosotros sobre la hierba.
—Te vamos a secuestrar, Christina —me dice Ramona una mañana, cuando estamos con Walton—. Hace el día perfecto para ir en el velero.
—Pero...
—Nada de peros. La granja sobrevivirá sin ti. Alvah está esperándonos. Vamos.
Seguimos el camino hacia la cala y, según nos acercamos a la orilla, siento los ojos de Walton clavados en mi espalda. Consciente de mis pasos torpes, me concentro y tengo más cuidado en mis movimientos.
—¡Qué sol más brillante tenemos hoy! —exclama Ramona, que abre la marcha—. Ojalá tengamos sombreros suficientes. Espero que mamá haya dejado un par en el barco... —continúa, sin ser consciente de que ni Walton ni yo le respondemos.
Y luego me ocurre lo que temía: tropiezo con una raíz. Pierdo el equilibrio y caigo hacia delante. Antes de que pueda emitir un sonido, siento un brazo bajo el mío.
—Es un largo camino —me dice Walton en voz baja.
Aunque hace unos momentos me corroía la ansiedad, ahora me siento extrañamente tranquila.
—Gracias —susurro.
Nunca he estado tan cerca de un chico ajeno a mi familia. Mis sentidos se agudizan y lo percibo todo a la límpida luz matinal: los pálidos e inclinados narcisos; los araos aliblancos volando por encima de nuestras cabezas, con su cuerpo negro y patas brillantes, chillando como ratones; los árboles distantes —abetos rojos, enebros, pinos— salpicando los campos. Me gusta notar el salitre en los labios. Pero, sobre todo, soy consciente del cálido olor de este chico que me sujeta con el brazo: un deje a sudor, a almizcle en su pelo, a loción para el afeitado... Y el dulce caramelo en su aliento.
—Espero que no me consideres un impertinente, pero ¿sabes que el azul de las flores de tu vestido es exactamente el mismo que el de tus ojos? —murmura.
—No —consigo responder.
El barco de los Carle es un velero de un solo mástil, pluma en la proa y una gran vela blanca en la parte posterior. Han dejado un bote de madera en la orilla, cerca de Kissing Cove, con los remos dentro y la proa en dirección al velero. Cuando llegamos a la playa, Alvah agita los brazos desde la cubierta del velero, a más de cien metros. Arrastramos el bote al agua. Walton insiste en remar, y se aproxima con rapidez a la embarcación. Tengo que morderme el labio para no reír ante sus movimientos entrecortados e inexpertos, nada que ver con el movimiento acompasado de Al. Cuando llegamos al barco, Ramona ata el bote a la boya y Walton agarra la mano que le ofrece Alvah para saltar el primero y luego ayudarnos.
—Muy galante, imagino, pero innecesario —protesta Ramona, apartando la mano de Walton.
Yo no rechazo su ayuda; necesito toda la que pueda conseguir.
Una vez a bordo, me siento más a gusto. Es una mañana suave y cálida, con un suave viento, y sé navegar, pues he aprendido con Alvaro en su pequeño bote. Alvah iza la vela mayor, que se bate con el viento, como una sábana en un tendal, y tira con firmeza de la driza hasta asegurarla. Vuelve el barco hacia estribor, escapando del viento, lo que reduce la inclinación, para estar en un ángulo más cómodo cuando nos dirijamos a mar abierto. Tengo que advertir a Walton de que se agache para que no se golpee la cabeza con la pluma.
Parece sorprendido y un poco impresionado de mis conocimientos.
—¡Tienes talentos ocultos!
Es un milagro que sea capaz de ayudar a Alvah con lo distraída que estoy observando el cuello de Walton, ligeramente quemado por el sol. Sus orejas también han adquirido un suave tono rosado. Y sus ojos me atrapan con su suave azul grisáceo.
Alvah es un apasionado de la vela, como todos los niños que crecen navegando con sus padres y abuelos, y le gusta hacer la mayor parte del trabajo. Una vez que estamos en alta mar, nos deslizamos con rapidez. Ramona abre una cesta y corta trozos de pan, que distribuye con rebanadas de queso y huevo, acompañados con vasos de agua.
En el curso de la conversación, me entero de parte de la niñez de Walton. Su madre está obsesionada con el decoro social y su padre es un banquero que se queda en Boston, en un pequeño apartamento, varias noches a la semana.
—... cuando tiene que trabajar hasta tarde. O eso es lo que nos dice —explica Walton.
No estoy segura de qué está insinuando y me parece grosero preguntar. No quiero parecer ignorante, pero tampoco ser una marisabidilla. Para mí es tan difícil imaginar dónde creció Walton como la vida en la luna. Imagino salones para tomar el té al más puro estilo Jane Austen, mansiones de ladrillo rojo, paredes con retratos enmarcados de antepasados educados en Harvard.
Me dice que cuando era niño tenía la espina dorsal curvada por la escoliosis, y que tuvo que usar un yeso en el cuerpo durante un largo y cálido verano después de que lo operaran con doce años. Mientras otros niños se subían a los árboles y jugaban a la pelota a su alrededor, él estaba tumbado en la cama leyendo libros de aventuras como El Robinson suizo o Capitanes intrépidos. Aunque no lo dice, sé que está tratando de explicarme que entiende lo que siento.
A medida que pasan las horas, va haciendo menos calor. Pero hasta que tengo la piel de gallina en los brazos no caigo en que he olvidado traer un suéter. Sin decir palabra, Walton se quita la chaqueta y me la pone sobre los hombros.
—¡Oh! —exclamo sorprendida.
—Espero que no te moleste. Me ha parecido que tenías frío.
—No es eso. Gracias. Es que no lo esperaba. —Lo cierto es que no recuerdo la última vez que alguien reparó en que estaba incómoda por algo y trató de solucionarlo. Cuando se vive en una granja, todo el mundo está incómodo muchas veces. Demasiado frío o calor, suciedad, cansancio, golpes, lastimaduras por culpa de las herramientas... Demasiadas vicisitudes personales para preocuparse por la comodidad de los demás.
—Eres una chica muy independiente, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Walton, nunca he conocido a nadie como Christina —interviene Ramona—. No es como esas chicas tontas de Malden que no saben encender un fuego o limpiar un pescado.
—¿Es una sufragista como la señorita Pankhurst? —pregunta él en tono burlón.
Me siento muy ignorante. No sé lo que es una sufragista y jamás he oído hablar de la señora Pankhurst. Pienso en todos los años que Walton ha pasado estudiando mientras yo estaba lavando, cocinando y limpiando.
—¿Una sufragista?
—Ya sabes, esas mujeres que se mueren por votar —explica Ramona—. Las que piensan que, Dios no lo quiera, pueden hacer cualquier cosa que hagan los hombres.
—¿Es eso lo que tú piensas? —me pregunta Walton.
—Bueno, no lo sé... —digo—. ¿Hacemos una competición y lo averiguamos? Podríamos ponernos a partir troncos para leña o enganchar un desagüe. ¿O mejor matar un pollo?
—Cuidado —replica él, riendo—. La señorita Pankhurst ha sido condenada a tres años de cárcel por sus palabras de traición.
Siento, casi con absoluta certeza, que hay una chispa entre nosotros. Un parpadeo. Lanzo un vistazo a Ramona, que arquea las cejas y sonríe. Sé que ella también lo ha notado.
Un día, Walton aparece solo, en bicicleta. Lleva puesta una chaqueta de rayas y un sombrero de paja. No es el tipo de sombrero que luciría un lugareño (aunque tampoco utilizan chaquetas de rayas). Cuando lo comparo con mis hermanos, me parece un poco ridículo, como un pavo real entre aves más vulgares.
Hace girar el sombrero entre las manos y aprieta el borde con sus largos dedos.
—He venido por huevos. ¿Te puedes creer que me han confiado a mí esa tarea tan importante? —Entonces me guiña el ojo, divertido—. En realidad, no saben que estoy aquí.
—Voy por una chaqueta —digo.
—No creo que la necesites. Realmente no...
Pero ya he cerrado la puerta.
Me detengo en la sala oscura, con el corazón resonando en los oídos. No sé cómo debo actuar. Quizá debería decirle que me necesitan en...
Suena un golpe en la puerta.
—¿Estás ahí? ¿Te importa si entro?
Me acerco al perchero y agarro lo primero que encuentro, que no es otra cosa que una gruesa chaqueta de lana de Sam.
—¿Christina? —La voz de mi madre baja por las escaleras.
—Voy a buscar huevos al gallinero, mamá. —Al abrir la puerta, le dirijo a Walton una sonrisa. Él me la devuelve mientras salgo al porche, poniéndome la chaqueta—. Dos docenas, ¿verdad? Puedes venir conmigo si quieres.
—¿Un caramelo? —Me tiende uno color ámbar.
—Mmm... claro...
Me lo desenvuelve antes de entregármelo.
—Un dulce para la más dulce.
—Gracias —digo, ruborizada.
Hace un gesto para que vaya delante.
—Tienes una casa preciosa —comenta mientras nos acercamos al gallinero—. Ramona nos dijo que en tiempos fue un hostal. ¿Es cierto?
El caramelo se me derrite en la boca y lo hago girar con la lengua.
—Mis abuelos tuvieron huéspedes un verano. El hostal se llamaba Tejado de Paraguas.
Walton mira el tejado con los ojos entornados.
—¿Tejado de Paraguas?
—Tienes razón —aseguro, riendo por lo bajo—. No se parece nada a un paraguas.
—Supongo que protege de la lluvia.
—¿Y no es eso para lo que sirven todos los tejados?
Ahora ríe también él. Tengo calor con la gruesa chaqueta de mi hermano, así que me la quito después de reunir los huevos. Walton me sugiere que nos sentemos en la hierba.
—Dime, ¿cuál es tu color favorito? —me pregunta.
—¿En serio?
—¿Por qué no?
Rompo el caramelo con los dientes.
—De acuerdo... —Nunca me han hecho esa pregunta y tengo que pensarlo. El color de las orejas de los cerditos, el del cielo de verano al atardecer, las queridas rosas de Al...—. Mmm... el rosa.
—¿Tu animal favorito?
—Mi spaniel, Topsy.
—¿Tu comida favorita?
—Es famosa mi tarta de manzana.
—¿Me la harás?
Asiento con la cabeza.
—Lo tomaré como una promesa. ¿Poeta favorito?
Esa es fácil.
—Emily Dickinson.
—Ah... «Ignorando cuándo vendrá el amanecer, abro todas las puertas...»
—«¿O acaso tiene alas, como un pájaro...?»
—¡Muy bien! —dice, sorprendido de que lo conozca—. «¿U olas, como una playa?»
—Mi maestra me regaló una colección de poemas cuando dejé la escuela. Este es uno de mis favoritos.
Mueve la cabeza.
—Jamás he entendido la última parte.
—Bueno... —Me siento insegura y no sé si ofrecerle mi interpretación. ¿Y si no está de acuerdo?—. Creo... creo que significa que debes abrirte a las posibilidades, pero sigue tratándose de tu camino.
Él asiente.
—Ya... Tiene sentido. ¿Y tú lo estás?
—¿Si estoy qué?
—¿Abierta a las posibilidades?
—No lo sé. Eso espero. ¿Y tú?
—Me incordian. Es una lucha.
Me cuenta que va a ir a Harvard para complacer a su padre, a pesar de que prefería un campus más pequeño, como Bowdoin.
—Pero no rechazas la Universidad de Harvard, ¿verdad? —dice.
—¿Por qué?
—Eso, ¿por qué? —repite.
—Le gustas —me dice Ramona con ojos brillantes—. Está todo el rato haciéndome preguntas sobre ti. ¿Cuánto tiempo hace que te conozco? ¿Tienes novio? ¿Tu padre es muy estricto? Y quiere saber lo que tú piensas.
—¿Lo que yo pienso?
—Sobre él, tonta. Lo que piensas de él.
Me parece una pregunta con trampa, como si me pidieran que respondiera en un idioma que desconozco.
—Me gusta. Pero también me gusta otra gente —replico con cautela.
Ramona arruga la nariz.
—No es cierto. Casi no te gusta nadie.
—Es que casi no conozco a nadie.
—Eso es cierto —reconoce—. Pero no seas tímida. ¿Se te acelera el corazón cuando piensas en él?
—Ramona, venga...
—No te escandalices tanto. Solo tienes que responder.
—Oh, no lo sé. Quizás un poco.
—Mmm... quizás un poco... Eso es que sí.
A medida que avanza el verano, ella se mueve entre Walton y yo como una paloma, llevándonos noticias, impresiones, chismes... Se adapta perfectamente a la tarea; es una de esas chicas inteligentes e inquietas a las que les falta espacio para desfogarse, como un terrier al que no dejaran salir de casa.
Al principio, mi madre se comporta de manera formal y fría con Walton, pero él se la gana poco a poco. Lo observo cuando trata con ella, siempre deferente, llamándola señora y sin presumir de nada. La invita a las comidas campestres y a las reuniones vespertinas.
—Ese chico tiene unos modales exquisitos —concede después de un largo almuerzo en la orilla—. Debe de haberlos aprendido en una escuela muy cara.
Una mañana, la sorprendo regresando del pueblo con un rollo de percal, un paquete de botones y un nuevo patrón Butterick, que me entrega como si tal cosa.
—Creo que podrías probar con un nuevo estilo.
Miro la ilustración de la portada; se trata de un vestido con una falda con siete tablas y un corpiño ajustado con pequeños botones de nácar. El percal es muy bonito: flores con hojas verdes sobre un fondo color caramelo. Me pongo a coser en cuanto acabo las tareas, cortando cada pieza según el patrón y uniéndolas luego como si fuera un puzle. Marco con tiza y luego recorto la línea continua. Sigo trabajando con la luz de una lámpara de aceite y varias velas cuando el sol se pone.
Me quedo cosiendo hasta altas horas de la noche, inclinada sobre la Singer de mi madre, pasando la tela bajo la aguja mientras bombeo el pedal con el pie. Mi madre se detiene cuando va camino de la cama. Se acerca a mi espalda antes de inclinarse y pasar el dedo por el borde, alisando el punto por el que acaba de pasar la aguja.
Cuando me pongo el vestido a la mañana siguiente, noto el roce de la tela en las caderas. En la despensa, sujeto el pequeño espejo desvaído con la mano, que muevo buscando el efecto completo, pero solo logro ver retazos.
—Date la vuelta. —Es todo lo que me dice mi madre cuando entra en la cocina para ayudarme con la comida del mediodía. Pero noto que está contenta.
Un poco más tarde, Walton llega a la puerta con un ramo de tulipanes y narcisos. Se quita el sombrero de paja y se inclina ante mi madre, que está tamizando harina en la mesa de la cocina.
—Buenos días, señora Olson.
Ella lo saluda con un gesto de la cabeza.
—Buenos días, Walton.
Me entrega el ramo.
—¡Qué vestido tan bonito!
—Mi madre me ha comprado la tela y el patrón. —Aliso la falda y giro sobre los talones para que lo vea desde todos los ángulos.
—Señora Olson, tiene mucho gusto. Es muy bonito. Eh... espera un momento, Christina, ¿lo has hecho tú?
—Sí, esta noche.
Sujeta un pedazo de tela de la falda y la frota entre los dedos antes de tocar uno de los botones de la manga.
—Estoy impresionado.
—Christina puede hacer casi cualquier cosa que se proponga —asegura mi madre a mi espalda.
Ese elogio me sorprende; ella acostumbra a ser mucho más comedida. Pero entonces recuerdo que mamá fue conquistada en la puerta de esta misma casa por un desconocido. Sabe que es posible.
Un día, cuando Walton viene a visitarme, le hablo sobre el túnel misterioso como si fuera un lugar mágico que contuviera secretos que no se pueden revelar.
—Algunos piensan que está lleno de tesoros enterrados —le confío.
—Enséñamelo —pide.
Sé que mis padres no aprobarán que vayamos solos, así que trazamos planes para desaparecer unas horas. Esperaremos a que mi madre esté descansando y mi padre pescando con los chicos, en la presa, así nadie se preguntará por qué no estoy donde suelo estar las mañanas de los miércoles, escurriendo la ropa detrás de casa y colgándola en el tendedero. Walton vendrá a pie, sigilosamente, y si vemos a alguien en las proximidades, no iremos.
En el desayuno, antes de ir a la presa, mis hermanos me ayudan a llenar las tinas de agua. Si alguno se hubiera fijado, habría notado que llevo el vestido almidonado, que me he trenzado el pelo con una cinta y que mis mejillas están llenas de color —y no por el esfuerzo, sino porque me las he pellizcado, como me ha enseñado Ramona.
En el patio detrás de casa después de que todos se hayan ido, Walton agarra en silencio la ropa húmeda y pesada. Comienza a pasarla a través del escurridor, girando la manivela con una mano y sosteniendo la tela con otra. En el tendedero, saca las piezas húmedas de la cesta, las sacude y me las entrega una por una para que las cuelgue en la cuerda. Cuando la cesta está vacía, levanta la cuerda y la fija a los postes.
De repente me doy cuenta de que es muy emocionante, que parece que estamos jugando a las casitas.
Escondidos entre la ropa húmeda que aletea en el aire, Walton me sujeta para abrazarme con suavidad. Busca mis ojos con los suyos mientras lleva mi mano a su boca y la besa. Luego me estrecha con más fuerza, inclina la cabeza y me da un beso en los labios. Los de él están fríos y suaves. Siento su corazón a través de la ropa. Huele a caramelo, a especias. Es una experiencia tan extraña y embriagadora que apenas puedo respirar.
Cuando llevo la cesta a casa, me quito el delantal y me atuso el pelo. Alcanzo a ver una breve imagen de mí misma en el fragmento de espejo de la despensa. Lo que veo allí reflejado es una chica delgada, de nariz afilada y animados ojos grises. Es posible que sus rasgos sean vulgares, pero tiene la piel clara y una mirada brillante. Pienso en el joven que me espera fuera. Me he dado cuenta de que su pelo empieza a clarear, de que tiene el pecho algo cóncavo, como una cucharilla, y que la columna le quedó demasiado tiesa aquel verano que llevó la escayola. Cuando se pone nervioso, cecea un poco. No me resulta inconcebible imaginar que ese hombre imperfecto pueda estar empezando a amarme, ¿o sí lo es?
Caminamos en silencio, en fila, a la sombra de la casa y el granero hasta los árboles más allá del campo. A esta hora del día, con las sombras intermitentes no es posible vernos a menos que estén buscándonos. Walton se acerca y me roza los dedos antes de cogerme la mano. En varias ocasiones, mientras seguimos el camino entre densos grupos de árboles, nos soltamos, pero nuestros dedos se encuentran de nuevo, como una tejedora buscando una puntada perdida. Cuando quedamos ocultos por la vegetación, le doy de nuevo la mano y él hace que me detenga. Se pone detrás de mí y siento su aliento en el cuello cuando me estrecha entre sus brazos.
—Es imposible que haya algo mejor que esto —murmura.
No sé si habla del océano que se extiende ante nosotros, del mar de gramíneas que se ondulan con la brisa, de las rocas que nos dan sombra o de mí. No me importa. Este lugar, este punto concreto del mundo, forma parte de mí como mi pelo, mi nariz o mis ojos.
Cuando estamos cerca de la entrada al túnel, Walton me pone las manos en la cintura y apoya la frente contra la mía.
—Yo ya he descubierto el tesoro —asegura—. Todo este tiempo estuvo aquí, esperando que lo encontrara.
La atención de Walton es como el sol brillando en lo alto, tan cegador que todo lo demás se desvanece en contraste. Las voces de mis padres y mis hermanos, los cacareos de las gallinas y el ladrido del perro, la lluvia en el tejado repica como el arroz en una cazuela... Todos esos ruidos parecen bullir a fuego lento en mi cerebro. Apenas soy consciente de ellos hasta que mi madre o uno de mis hermanos me sacude el brazo.
—¿Has oído lo que te he dicho? —dice bruscamente.
¿Hay otras personas alrededor en este estado? ¿Pasaron por ello mis padres? Es una idea extraña pensar que personas normales y corrientes con vidas mundanas podrían haber experimentado esta aceleración, este vertiginoso despliegue de emociones. Sus ojos no revelan ninguna evidencia de ello.
Mamey solía contarme historias sobre los nativos de las islas que visitaba; en una ocasión, eran gente que nunca había visto la nieve y no tenía una palabra para describirla. Así es como me siento yo. No tengo ningún concepto, ningún ejemplo, para esto.
—Eres una desertora —me dice mi amiga Sadie—. Te mudarás a Boston y no volveré a verte.
—Quizá pueda convencerle de que se instale aquí.
—¿Y qué haría? No parece un hombre capaz de convertirse en granjero.
—Quiere ser periodista. Se puede escribir en cualquier lugar.
—¿Y de qué va a escribir? ¿Del precio de la leche?
¿Qué sabrá Sadie? Walton parece admirar nuestra forma de vida.
—Esto es muy diferente del lugar donde crecí —explica él—. Vuestros conocimientos son reales. Prácticos. Los míos solo están en mi cabeza. No sé cómo pare un ternero o cómo quitar la nata a la leche. Soy un desastre en el velero y no tengo ni idea de atar un caballo al calesín. ¿Hay algo que no sepas hacer?
—Tú eres el único que puede hacer, ser y elegir —le recuerdo.
—Lo que quiero es estar contigo —responde apasionadamente.
Me da la impresión de que mi vida avanza a dos velocidades distintas, una al ritmo habitual, con sus cadencias predecibles y familiares, y otra corriendo por delante, una mancha de colores, sonidos y sensaciones. Ahora me resulta claro que he pasado estos veinte años como un animalillo mudo que no se atrevía a esperar un tipo diferente de vida, sin saber siquiera lo suficiente para desear otra.
Estoy decidida a seguir el ritmo de Walton. Les pido a mis hermanos que me traigan periódicos del pueblo cuando van por suministros. Quiero aprender lo suficiente para poder hablar de política y sucesos actuales: inundaciones en Dayton, Ohio, o la autonomía en Irlanda; el impuesto sobre la renta o las sufragistas que se manifiestan en Washington; discursos de Woodrow Wilson sobre la segregación y el asesinato del rey Jorge de Grecia. En la biblioteca de Cushing consigo las novelas de los autores que Walton me ha mencionado: Willa Cather, D. H. Lawrence y Edith Wharton, que leo a través de un filtro, pensando en él.
«Y le daba miedo que ese chico, que a pesar de todo tenía cierto parecido con un héroe de Walter Scott —escribe Lawrence en Hijos y amantes—, que sabía pintar y hablar francés, que sabía qué era el álgebra, que a diario iba en tren a Nottingham, pudiera considerarla una simple fregona, incapaz de ver en ella a la auténtica princesa que llevaba dentro.»
Me temo que soy la fregona, pero aun así me trata como una princesa. Mi padre se muestra de acuerdo en dejarme enganchar a Blackie al calesín una tarde y hacer un largo recorrido desde Broad Cove, con sus vistas sobre las islas, pasando por las pintorescas tiendas en East Friendship, hasta la preciosa iglesia de Ulmer en el centro de Rockland. Terminamos sobre la hierba en la colina, con vistas a Kissing Cove, comiendo unos sándwiches de ensalada de huevo y pepinillos en conserva, bebiendo limonada casera. A medida que la tarde se desvanece, vemos cómo el sol se funde en un horizonte líquido y la luna va surgiendo lentamente.
—Las estrellas están muy cerca —asegura Walton, señalando la extensión negra—. Igual podría alcanzarlas y coger una. Sostenerla en la mano. —Finge agarrar una y entregármela—. Cuando esté en Cambridge y tú estés aquí, en Cushing, miraré las estrellas y pensaré en ti. Entonces, no parecerá tan lejos.
La última semana de agosto es lluviosa, con nubarrones y un frío desagradable que anuncia el final del verano tan bruscamente como un anfitrión poniéndose en pie tras la cena para anunciar que es hora de marcharse.
Cuando Walton viene a despedirse, tengo un nudo en la garganta que casi me impide hablar. No me había dado cuenta de lo mucho que me he acostumbrado a verlo.
—Prometo escribirte —dice, y yo se lo prometo también, pero todavía no tiene hogar en Harvard, así que tendré que esperar a que sea él quien escriba primero.
Esa espera es una agonía. Me paso por la oficina de correos todos los días al mediodía.
—Iré en el calesín al pueblo a las tres, como siempre —me dice Al—. Puedo recoger el correo.
—Me gusta tomar el aire —replico.
La empleada de correos, la delgada, muy exigente y meticulosa Bertha Dorset, me mira con curiosidad. Pronto me entero de sus rutinas: conserva los sellos en rollos en un ordenado cajón y desempolva las monedas con una pluma de ganso. Dos veces al día, siguiendo una lista de tareas que cuelga de la pared, detrás de su cabeza, barre el suelo. Al atardecer, cada día baja la bandera que ondea fuera de la oficina, la retira y la dobla cuidadosamente para guardarla en una caja.
Cuando llego, me entrega el correo, casi todo facturas y circulares.
—Eso es todo por hoy —suele decirme.
Asiento con la cabeza, forzándome a sonreír.
Siento como si estuviera viviendo en una celda, en la cárcel, a la espera de la liberación, y el simple sonido de unas llaves hace que me tense, nerviosa. Una noche, después de cenar, cuando estoy lavando los platos, mis hermanos debaten si deben ir a examinar la presa, ya que puede sufrir graves desperfectos por las tormentas heladas si esperan demasiado. Si ocurriera eso, se perdería la captura de la sardina y a mí me daría un ataque.
—Por el amor de Dios, sois unos cerdos —los reprendo, sorprendiéndome por mi propia rudeza—, ¿es que no podéis recoger vuestros platos? ¿Acaso os habéis criado en un granero?
Siento una gran satisfacción al ver su expresión de sorpresa.
Y por fin, un día, después de mucho esperar, cuando ya había dejado de creer que llegaría alguna carta, Bertha desliza un montón de sobres por el mostrador y allí está: un sobre blanco con un sello rojo de dos centavos con la cara de George Washington, dirigido a mí, Christina Olson.
—Bueno, mira. Espero que sean buenas noticias —me desea.
Apenas puedo esperar a estar fuera de la oficina de correos para abrirlo. Me siento en un árbol caído junto a la carretera y desdoblo el grueso papel.
«Queridísima Christina...»
Leo con avidez, saltando hacia delante, arrastrando las cuartillas —¡cuatro!— hasta llegar al final: «Tuyo, Walton» (¡Mío!).
Mi mirada se pasea por las frases: «verano que nunca olvidaré», «tu forma de protegerte los ojos del sol con la mano», «el cuello de la blusa azul marino», «la cinta azul de tu pelo» y, finalmente, «para mí, todos los caminos conducen de nuevo a Cushing».
Avanzo y retrocedo por las cuartillas como una abeja tratando de escapar por un agujero. No puede dejar de pensar en el verano en Maine. La semana que estuvo en Malden fue tediosa e hizo demasiado calor; Harvard le parece solitario después de los días de vela, de las tardes en el campo y de un sinfín de aventuras. Lo echa todo de menos: el velero amarrado en Kissing Cove, los sándwiches de huevo con pan recién horneado, los chistes tontos de Ramona, los berberechos de Little Island, las puestas de sol anaranjadas. Y, sobre todo —escribe—, me echa de menos a mí.
La luz es diferente de camino a casa, más suave, me calienta más la cara. Alzo la cabeza hacia el cielo y cierro los ojos mientras pongo un pie detrás de otro maquinalmente. Puedo caminar así, con los ojos cerrados, porque sé el camino de memoria.
Cada semana o cada diez días, llega un sobre blanco con un sello de dos centavos. Walton me escribe desde la biblioteca, desde el comedor, desde el estrecho escritorio de madera de su dormitorio, bajo la luz de una lámpara de gas después de jugar al rugby, cuando su compañero ya se ha ido a dormir. Cada sobre contiene palabras que alimentan mi hambrienta alma, proporcionándome un portal a un mundo donde los estudiantes frecuentan aulas en las que hablan con los profesores, donde se puede pasar todo el día en la biblioteca, donde lo que se escribe y cómo se escribe es lo único de lo que se debe preocupar uno. Me imagino en ese lugar: paseando por el campus, contemplando el atardecer a través de las ventanas, yendo a cenar con los amigos a Harvard Square, donde los camareros llevan trajes de etiqueta y miran por encima del hombro a los descuidados estudiantes, y a ellos no les importa.
A medida que llegan las cartas, las guardo debajo de la cama, atadas con una cinta rosa pálido. En una de ellas me ha escrito: «Cada noche miro hacia la plaza en el sureste, y veo los nombres de las estrellas en las calles que convergen: Broad Cove, Four Corners, East Friendship, y la iglesia de Ulmer, y deseo recorrer todos esos lugares contigo.» Después de la cena, abro la puerta del cobertizo y salgo para contemplar la vasta extensión de estrellas mientras imagino que Walton hace lo mismo en Cambridge. Aquí estoy, allá está, conectados por el cielo.