1896-1900

Mi madre me cubre la frente con un trapo mojado.

El agua fría se me escurre por la sien hasta la almohada; vuelvo la cabeza para secarla. Miro sus ojos grises, entornados por la preocupación y la línea vertical que aparece entre sus cejas. Tiene pequeñas arrugas alrededor de los labios, que frunce con fuerza. Miro a mi hermano Alvaro, de dos años, que permanece de pie junto a ella con los ojos muy abiertos y solemnes.

Mamá llena un vaso de agua.

—Bebe, Christina.

—Sonríe, Katie —dice mi abuela Tryphena—. El miedo es contagioso. —Y se lleva a Alvaro de la habitación mientras mi madre me aprieta la mano, sonriendo solo con los labios.

Tengo tres años.

Me duelen los huesos. Cuando cierro los ojos, siento como si estuviera cayéndome. No es una sensación desagradable, es parecido a hundirse en el agua. Al mantenerlos cerrados, veo colores púrpura y óxido. Tengo la cara tan caliente, que la mano de mi madre en mi mejilla parece helada. Respiro hondo, inhalando el olor a humo de madera y pan recién horneado, y me dejo ir a la deriva. Los crujidos de la casa, los ronquidos en otra habitación... El dolor en los huesos me devuelve al presente. Cuando levanto los párpados no veo nada, pero sé que mi madre se ha ido. Tengo tanto frío que parece que nunca he estado caliente, oigo el castañeteo de mis dientes en el silencio. Me escucho gemir, y es como si el sonido viniera de otra persona. No sé cuánto tiempo llevo emitiendo ese ruido, pero me alivia, me distrae del dolor.

Me suben las mantas.

—Sssh, Christina, silencio —dice mi abuela—. Estoy aquí. —Se sienta en la cama junto a mí, con su camisón de franela gruesa, y me abraza. Me acomodo sobre la curva de sus piernas, con su pecho detrás de mi cabeza, su suave y blando brazo debajo de mi cuello. Me frota los brazos fríos y me quedo dormida envuelta en su familiar olor a polvo de talco, aceite de linaza y bicarbonato.

Desde que tengo memoria he llamado Mamey a mi abuela. Es el nombre de un árbol que crece en las Indias Occidentales, donde se fue con mi abuelo, el capitán Sam Hathorn, en uno de sus muchos viajes. El árbol de mamey tiene un tronco corto y grueso, pocas ramas con grandes y puntiagudas hojas verdes rematadas con flores blancas en los extremos, como si fueran manos. Florece todo el año y su fruto madura en diferentes momentos. Cuando mis abuelos pasaron varios meses en la isla de St. Lucia, mi abuela hizo mermelada con la fruta, que sabe a frambuesa madura.

—Al madurar se vuelve más dulce. Igual que yo —decía—. No me llames abuela. Mamey me va mejor.

A veces me la encuentro sentada a solas, mirando por la ventana de la habitación de las conchas —el salón de la casa—, donde exponemos los tesoros que han ido trayendo a lo largo de los años seis generaciones de marinos de sus viajes alrededor del mundo. Sé que está suspirando por mi abuelo, que murió en esta casa un año antes de mi nacimiento.

—Es terrible encontrar el amor de tu vida, Christina —me dice—. Sabes muy bien lo que estás perdiendo cuando se va.

—Nos tienes a nosotros —le digo.

—Amaba a tu abuelo más que todas las conchas de esta habitación —replica—. Más que todas las briznas del campo.

Mi abuelo, al igual que su padre y su abuelo, comenzó su vida en el mar como grumete y acabó convertido en capitán. Después de casarse con mi abuela, la llevó consigo en sus viajes, transportando hielo de Maine a Filipinas, Australia, Panamá, las Islas Vírgenes, y regresando con el barco cargado con brandy, azúcar, especias y ron. Las historias de sus exóticos viajes se convirtieron en leyendas familiares. Mi abuela viajó con él durante décadas, a veces incluso acompañada de sus hijos —tres varones y una chica—, hasta que, en la época de la guerra de Secesión, él insistió en que se quedaran en casa. Los piratas —confederados que recorrían la costa Este de arriba abajo— acechaban, y ningún barco estaba a salvo.

Pero la precaución de mi abuelo no logró mantener a su familia segura; tres de sus hijos murieron demasiado pronto. Uno sucumbió a la escarlatina; su homónimo de cuatro años, Sammy, se ahogó un octubre, cuando el capitán Sam estaba en alta mar. Mi abuela no se atrevió a darle la noticia hasta marzo. «Nuestro amado hijo menor ya no está con nosotros —escribió—. Mientras te lo cuento, estoy casi cegada por las lágrimas. Nadie lo vio caer salvo el niño que corrió a decírselo a su madre. La chispa vital ha desaparecido. Querido esposo, te puedes imaginar el dolor que siento mejor de lo que yo lo puedo describir...» Catorce años después, Alvaro, ya adolescente, estaba trabajando como marinero en una goleta, en la costa de Cape Cod, y fue arrastrado por un golpe de mar durante una tormenta. La noticia de su muerte llegó por telegrama, contundente e impersonal. Su cuerpo nunca fue encontrado. El cofre con las pertenencias de Alvaro llegó unas semanas después a Hathorn Point, tenía la tapa tallada a mano. Mi abuela, desconsolada, se pasó horas siguiendo los contornos con los dedos, damiselas con crinolinas y escotes reveladores.

Mi dormitorio está silencioso e iluminado. La luz se filtra a través de las cortinas de encaje de Mamey y arroja sombras de formas intrincadas en el suelo. Las motas de polvo flotan en el aire a cámara lenta. Me estiro en la cama, subiendo los brazos por debajo de la sábana. Sin dolor. Me da miedo mover las piernas. Me da miedo no estar mejor.

Mi hermano Alvaro se balancea por la habitación, colgándose del pomo de la puerta. Me observa fijamente y luego grita a nadie en particular:

—¡Christie está despierta!

Como siempre, me dirige una larga mirada antes de cerrar la puerta. Lo escucho bajar las escaleras y luego la voz de mi madre y de mi abuela, así como el choque de las ollas a lo lejos, en la cocina, y me dejo llevar por el sueño. Lo siguiente que sé es que Al me sacude el hombro con su mano de mono.

—Despierta, perezosa —dice mientras mamá entra con su enorme barriga de embarazada para dejar una bandeja en la mesilla redonda de roble que hay junto a la cama. Papilla de avena, pan tostado y leche. Mi padre aparece tras ella como una sombra. Por primera vez en mucho tiempo siento una punzada que debe de ser hambre.

Mi madre esboza una sonrisa de verdad mientras coloca dos almohadas a mi espalda y me ayuda a incorporarme. Me da cucharadas de papilla de avena y espera a que me la trague.

—¿Por qué le das de comer? —protesta Al—. No es un bebé.

Mamá le manda callar, pero se ríe y llora a la vez. Las lágrimas resbalan por sus mejillas y tiene que detenerse un momento para limpiarse la cara con el delantal.

—¿Por qué lloras, mamá? —pregunta Al.

—Porque tu hermana se va a poner bien.

La recuerdo diciendo eso, pero pasarán años antes de que entienda lo que significa: mi madre temía que no me recuperara. Todos lo temían salvo Alvaro, yo y el bebé que todavía no había nacido, todos estábamos demasiado ocupados creciendo para darnos cuenta de lo que podía haber pasado. Pero ellos lo sabían. A mi abuela se le habían muerto tres hijos. Mi madre fue la única que sobrevivió y recordaba su infancia con melancolía. Después, puso a su primer hijo varón el nombre de su hermano.

Pasa un día y luego otro... Una semana. Voy a vivir, pero algo no está bien. Acostada en la cama, me siento como un trapo escurrido y puesto a secar. No puedo sentarme, apenas girar la cabeza. No soy capaz de mover las piernas. Mi abuela se acomoda en una silla junto a mí, con la labor de ganchillo, y me mira de vez en cuando por encima de sus gafas sin montura.

—Tranquila, hija. Descansar es bueno. Poco a poco.

—Christie no es un bebé —le recuerda Al. Está tumbado en el suelo, empujando una locomotora verde—. Es mayor que yo.

Estoy de acuerdo. Descansar es una estupidez. Estoy cansada de esta estrecha cama y de la ventana. Quiero estar fuera, corriendo entre la hierba, subiendo y bajando escaleras. Cuando me duermo, me deslizo colina abajo, con los brazos abiertos mientras muevo las piernas con vigor, notando cómo la hierba me azota las pantorrillas. Me dejo llevar en dirección al mar cerrando los ojos, con la cara vuelta hacia el sol, moviéndome con facilidad, sin dolor, sin caerme. Me despierto en la cama, con las sábanas húmedas de sudor.

—¿Qué me pasa? —le pregunto a mi madre mientras me cubre con una sábana limpia.

—Eres como Dios te hizo.

—¿Por qué me hizo así?

Parpadea, pero es un abrir y cerrar de ojos sorprendido, algo que he llegado a reconocer con los ojos cerrados. Es el gesto que hace cuando no sabe qué decir.

—Tenemos que confiar en Él.

Mi abuela hace ganchillo en la silla, sin decir nada. Pero cuando mamá va abajo con las sábanas sucias, se inclina hacia mí.

—La vida es una prueba tras otra. Tú estás aprendiéndolas antes que la mayoría.

—Pero ¿por qué solo yo?

Ríe.

—Oh, hija, no eres la única. —Entonces me habla de un marinero de la tripulación con una pierna de madera que repicaba en la cubierta, y de otro con joroba, que le hacía caminar como un cangrejo, y seis dedos en una mano. (No veas la rapidez con que hacía los nudos.) Me cuenta que había uno con un pie como un repollo, otro con la piel escamada como un reptil. También recuerda unos gemelos siameses que vio una vez en la calle—. La gente padece todo tipo de enfermedades —continúa—, no vale la pena perder el tiempo quejándose. Todos tenemos una carga que sobrellevar —asegura—. Ahora sabes cuál es la tuya. Eso es bueno. Nunca te verás sorprendida por ella.

Luego me cuenta una historia sobre una vez que naufragó con el capitán Sam en una tormenta y acabaron a la deriva en una precaria balsa en medio del océano, temblando de frío y con escasas provisiones. Estuvieron así un par de días y el agua y los alimentos fueron disminuyendo. Desesperados, pensaron que jamás los rescatarían. Ella se arrancó parte de la ropa a tiras, la ató en el extremo de un remo a modo de bandera y se las arregló para apuntalar aquel improvisado mástil en posición vertical. Los días pasaban y no veían a nadie. Se lamían los labios agrietados por el salitre y cerraban los párpados quemados por el sol, resignados a lo peor, una bendita inconsciencia y, finalmente, la muerte. Y entonces, una tarde cuando estaba a punto de ponerse el sol, un punto en el horizonte se materializó en un barco que venía directamente hacia ellos, atraído por las telas que se agitaban.

—Las cualidades más importantes de un ser humano son una voluntad de hierro y un espíritu perseverante —dice Mamey. Añade que he heredado esas cualidades de ella, y que de la misma manera que sobrevivió al naufragio, cuando ya había perdido toda esperanza, y a la muerte de sus tres hijos, cuando pensó que su corazón podría pulverizarse como una concha en la arena, yo encontraré la manera de seguir adelante, pase lo que pase—. La mayoría de las personas no son tan afortunadas como tú —asegura—, sino que suelen sucumbir al infortunio de repente.

—Estaba bien hasta que tuvo la fiebre —dice mi madre al doctor Heald mientras me siento en la camilla de su consulta—. Ahora apenas puede caminar.

Él me examina, me extrae sangre y me toma la temperatura.

—Veamos... —Me agarra las piernas. Presiona la piel con los dedos, buscando el recorrido de mis huesos hasta los pies—. Ya... —murmura—. Irregularidades... Interesante... —Me sujeta los tobillos mientras mira a mi madre—. Es difícil de explicar —le comenta—. Tiene los pies deformados, intuyo que por algún virus. Recomiendo unas agarraderas. No es seguro que vayan a funcionar, pero vale la pena intentarlo.

Mi madre aprieta los labios.

—¿Qué alternativa hay?

El doctor Heald hace una mueca exagerada, como si la respuesta fuera tan difícil de decir como de escuchar.

—Bien, esa es la cosa. Que no hay alternativa.

Las agarraderas que me pone el doctor Heald me abrazan las piernas como un instrumento de tortura medieval, marcando mi piel, y me hacen aullar de dolor. Después de una semana con ellas, mi madre me lleva de vuelta a la consulta y el doctor me las retira. Contienen la respiración cuando me ven la piel, cubierta con purulentas heridas enrojecidas. Aún hoy conservo las cicatrices.

Después de eso y durante el resto de mi vida, he desconfiado mucho de los médicos. Cuando el doctor Heald venía a casa para examinar a Mamey, el embarazo de mamá o la tos de papá, yo desaparecía, me escondía en la buhardilla, en el establo o en el cuarto del cobertizo.

Me dispongo a caminar en línea recta sobre los tablones de pino de la cocina.

—Un pie delante del otro, como una equilibrista —me instruye mi madre—, a lo largo de la unión.

Es difícil mantener el equilibrio; solo puedo andar con la parte exterior de los pies. Si esto fuera realmente la cuerda floja de un circo, señala Al, me habría caído y muerto una docena de veces.

—Despacio —me tranquiliza mi madre—. No es una carrera.

—Es una carrera —asegura Al. Siguiendo una de las rendijas paralelas, realiza una precisa coreografía con sus pequeños pies enfundados en calcetines, llegando al final rápidamente. Se lanza a los brazos de mamá—. ¡Yo gano!

Pierdo el equilibrio y en mi caída le doy una patada en las piernas, haciéndolo aterrizar sobre el coxis.

—Mantente fuera de su camino, Alvaro —le riñe mamá.

Él rueda por el suelo y me mira ceñudo. Yo lo miro igual. Al es delgado y fuerte, como una banda de acero o el tronco de un árbol joven. Es más travieso que yo, roba los huevos a las gallinas y se encarama a las vacas. Siento algo duro y punzante en el estómago. Celos. Resentimiento. Y algo más, el inesperado placer de la venganza.

Me caigo con tanta frecuencia que mi madre me hace almohadillas de algodón para los codos y rodillas. No importa lo mucho que practique, soy incapaz de mover las piernas de la forma en que debería. Sin embargo, con el tiempo se vuelven lo suficientemente fuertes como para que pueda jugar al escondite, busque las gallinas por el granero o las persiga por el patio. A Al no le importa mi cojera. Me llama para que vaya con él, para que trepe a los árboles, para que monte a Dandy, la vieja mula castaña, para que recoja leña para la chimenea. Mamá siempre le regaña y le dice que se vaya, que me deje en paz, pero Mamey permanece en silencio. Ella piensa que es bueno para mí.

Me despierto en la oscuridad con la lluvia repiqueteando en el tejado y una conmoción en el dormitorio de mis padres. Mi madre gime y Mamey murmura. La voz de mi padre se mezcla con otras dos que no reconozco en el vestíbulo de la planta baja. Salgo de la cama, me pongo la falda de lana y los calcetines y bajo las escaleras aferrada a la barandilla y medio deslizándome. Abajo está mi padre con una pelirroja que lleva el pelo rizado cubierto con un pañuelo.

—Vuelve a la cama, Christina —ordena papá—. Es de noche.

—A los bebés les da igual la hora que sea —canturrea la mujer. Se quita el abrigo y lo deja en manos de mi padre.

Me aferro a la barandilla mientras ella sube la estrecha escalera como un pesado tejón. La sigo y abro la puerta de la habitación de mi madre. Mamey está allí, inclinada sobre la cama. No puedo ver lo que ocurre sobre la alta cama de postes de caoba, pero he oído quejarse a mamá.

Mamey se da la vuelta y me ve.

—¡Oh, cariño! —dice con desaliento—. Este no es lugar para ti.

—No pasa nada. Tarde o temprano, todas las chicas han de aprender cómo vienen los bebés al mundo —dice el tejón. Me señala con la cabeza—. ¿Por qué no haces algo útil? Dile a tu padre que ponga agua a calentar.

Miro a mi madre, que se retuerce en la cama.

—¿No le pasará nada?

El tejón frunce el ceño.

—Tu madre es una mujer fuerte. ¿No has oído lo que te he dicho? Agua hirviendo. El bebé está a punto de llegar.

Voy a la cocina y se lo digo a papá, que pone una olla de hierro negro al fuego. Mientras esperamos en la cocina, me enseña a jugar al Blackjack y al Crazy Eights para pasar el tiempo. El sonido de la lluvia contra la casa resuena como frijoles secos en un palo hueco. Antes de que amanezca, oímos el agudo llanto de un bebé.

—Se llamará Samuel —me dice mi madre cuando me subo a la cama, a su lado—. ¿No te parece perfecto?

—Mmm... —respondo evasivamente, pues el bebé me parece un cangrejo de cara roja enfrentándose al tejón.

—Quizá sea explorador como su abuelo Samuel —sugiere Mamey—. Como todos los Samuels marineros que llevaron ese nombre en la familia.

—¡Dios no lo quiera! —exclama mamá.

—¿Quiénes son los Samuels marineros? —le pregunto más tarde a Mamey, cuando mi madre y el bebé duermen la siesta y estamos solas en la habitación de las conchas.

—Son tus antepasados. La razón de que estés aquí —me explica.

Me cuenta la historia de cómo, en 1743, tres hombres de Massachusetts —dos hermanos, Samuel y William Hathorn, y el hijo de William, Alexander— guardaron sus pertenencias en tres baúles para el largo viaje hasta Maine en pleno invierno. Llegaron a una remota península que hace dos mil años era un punto de encuentro de tribus indias, y confeccionaron una tienda con pieles de animales lo suficientemente resistente para soportar los siguientes meses de hielo, nieve y fango congelado. En un año talaron una franja del bosque y construyeron tres cabañas de madera. A esa lengua de tierra de Maine le dieron el nombre de Hathorn Point.

Cincuenta años después, Samuel, el hijo de Alexander, que era capitán de barco, construyó una casa de madera de dos plantas sobre el lugar que ocupaba la cabaña de la familia. Samuel se casó dos veces, crio seis hijos en la casa y murió a los setenta años. Su hijo Aaron, que también era capitán, se casó dos veces y tuvo ocho hijos que crecieron aquí. Cuando Aaron murió y su viuda decidió vender la casa (optando por una vida más sencilla en la ciudad, cerca de la panadería y el colmado), los Hathorn que se habían entregado al mar tuvieron miedo. Sin embargo, cinco años después, Samuel IV, el hijo de Aaron, compró la casa de nuevo, devolviendo la propiedad de las tierras a la familia.

Samuel IV era mi abuelo.

Todos ellos eran capitanes de mar, iban y venían durante meses. Sus muchos hijos y esposas subieron y bajaron esas estrechas escaleras. Mamey dice que, hoy en día, esta antigua casa de Hathorn Point está poseída por sus fantasmas.

Cuando tu mundo es pequeño, conoces cada centímetro de él. Se puede recorrer en la oscuridad, navegarlo en tus sueños. Los ásperos campos de hierba caen hacia la costa rocosa y el mar, llenos de recovecos para esconderse y jugar. Los fogones con restos de hollín, siempre cálidos, en la cocina. Geranios rojos en el alféizar de la ventana, que llaman la atención como el pañuelo de un mago. Los gatos del granero. El aire que huele a pino y algas, a pollo asado y suelo recién arado.

Una tarde de verano, mamá está mirando la tabla de mareas en la cocina.

—Ponte los zapatos, Christina —me dice—, quiero enseñarte algo.

Me ato los cordones de los botines y la sigo a través del campo, más allá de los zumbidos de las cigarras y los graznidos de los cuervos, hasta el cementerio de la familia. Mis piernas se han fortalecido lo suficiente y casi puedo mantener el ritmo. Recorro con los dedos el musgo que motea las lápidas; algunas están caídas y son difíciles de leer. La más antigua pertenece a Joanne Smalley Hathorn. Murió en 1834, con treinta y tres años, después de haber tenido siete hijos. Cuando se estaba muriendo, me susurra mi madre, le rogó a su marido que la enterrara en la propiedad y no en el cementerio de la ciudad, que estaba a demasiados kilómetros para que sus hijos pudieran visitar la tumba.

Sus hijos también están enterrados aquí. Lo están todos los Hathorn a partir de entonces.

Seguimos la orilla por el lado sur de Hathorn Point, sobre Kissing Cove y Maple Juice Cove, donde el estuario del río St. George desemboca en la bahía de Muscongus, en el océano Atlántico. Aquí hay un montón de conchas que, según dice mi madre, dejaron los indios de Abenaki, que pasaban el verano en la zona hace mucho tiempo. Trato de imaginar cómo era todo antes de que se construyera la casa, antes de que levantaran las tres cabañas de madera, antes de que se establecieran los colonos. Imagino a una chica abenaki, como yo, recorriendo la rocosa costa llena de conchas. Desde el punto donde se puede ver la salida al mar, ¿observaría el horizonte? ¿Lo vigilaría por si aparecían extraños? ¿Imaginaría lo mucho que podía cambiar su vida cuando llegaran?

La marea está baja. Me tropiezo con las rocas, pero mamá no dice nada, solo se detiene y me espera. Señala un punto. Es una pequeña isla desierta, moteada de abedules y hierba seca.

—Vamos allí. Pero no podemos quedarnos mucho tiempo o la marea nos atrapará.

Nuestro camino es una carrera de obstáculos formado por piedras pulidas por el agua. Recorro los metros lentamente, pero aun así resbalo y me caigo, arañándome la mano con un manojo de percebes. Tengo los pies mojados dentro de los zapatos. Mi madre me mira.

—Levántate. Ya casi estamos.

Cuando llegamos a la isla, extiende una manta de lana sobre la zona seca de la playa. Saca de la mochila un sándwich de huevo, un pepino y dos trozos de tarta de manzana. Me entrega la mitad del sándwich.

—Cierra los ojos y siente el sol —me indica, y lo hago, apoyándome en los codos, con la barbilla hacia el cielo. Con los ojos cerrados percibo un cálido tono amarillo a través de los párpados. Oigo el susurro de los árboles a nuestra espalda, como faldas recién almidonadas. Huelo el aire salobre—. ¿Quién querría estar en otro lugar?

Después de comer, recogemos conchas: pálidas bocanadas de anémonas verdes y mejillones iridiscentes en tonos púrpuras.

—Mira —dice mamá, señalando un cangrejo que emerge de un charco dejado por la marea para seguir un camino entre las rocas—. Toda la vida está aquí, en este lugar. —A su manera, siempre está tratando de enseñarme algo.

Vivir en una granja es librar una guerra continua contra los elementos, dice mamá. Tenemos que luchar contra el viento para mantener a raya el caos. Los agricultores trabajan fuera con mulas, vacas y cerdos, pero la casa debe ser un santuario. Si no es así, no somos mejores que los animales.

Mi madre está siempre en movimiento: barre, friega, desengrasa, hornea, limpia, lava y tiende sábanas. Hace pan por la mañana, utilizando la levadura de la vid que hay detrás del cobertizo. Siempre tiene puesta una olla de avena en la parte posterior de la cocina cuando yo bajo, con una costra transparente en la superficie que recojo para alimentar al gato cuando ella no mira. A veces hay también tortas de avena y huevos duros. El bebé duerme en una cuna, en un rincón. Cuando se lavan los platos del desayuno, comienza la preparación de la comida fuerte de mediodía: pastel de pollo, carne guisada o pescado asado; puré o patatas cocidas; guisantes o zanahorias, ya sea frescos o en conserva, depende de la temporada. Lo que sobra se toma por la noche, transformado en un guiso.

Mi madre canta mientras trabaja. Su canción favorita es Red Wing. Trata de una joven india que suspira por un valiente guerrero que se ha marchado a la guerra y cuyo abatimiento crece según pasa el tiempo. El trágico final es que su amado ha muerto.

Now, the moon shines tonight on pretty Red Wing

The breeze is sighing, the night bird’s crying,

For afar ’neath his star her brave is sleeping,

While Red Wing’s weeping her heart away.1

Me resulta difícil entender por qué a mi madre le gusta una canción tan triste. La señora Crowley, mi maestra en la Wing School Number 4 de Cushing, dice que los griegos creían que presenciar el dolor en una obra de arte te hace aceptar mejor tu vida. Pero cuando se lo menciono a mi madre, se encoge de hombros.

—A mí me gusta la música. Consigue que haga más rápido las tareas de casa.

En cuanto soy lo suficientemente alta para llegar a la mesa del comedor, me encargo de poner la mesa. Mi madre me enseña a colocar la pesada cubertería de plata.

—El tenedor a la izquierda —dice mientras me lo enseña, poniendo el tenedor en el lugar apropiado junto al plato—. El cuchillo y la cuchara a la derecha. Acuérdate, los dos llevan «ch».

—El cuchillo y la cuchara —repito.

—Sí.

—Como chica, ¿verdad?

—¡Qué lista es mi niña! —me alaba Mamey entrando en la cocina.

Después de cumplir siete años, puedo pelar la fina piel de la patata con un cuchillo, fregar los suelos de pino con lejía arrodillada sobre manos y rodillas y obtener levadura de la vid. Mi madre me enseña también a coser y remendar. Aunque mis torpes dedos hacen que me resulte difícil enhebrar una aguja, estoy decidida a conseguirlo. Lo intento de nuevo, pero me pincho el índice sin llegar a acertar con el hilo.

—Jamás había visto tanta determinación —comenta Mamey, pero mi madre no dice una palabra hasta que lo consigo.

—Christina, nunca conseguirás nada sin tenacidad —dice luego.

Mamey no comparte el miedo que tiene mi madre a la suciedad. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir si se acumula el polvo en las esquinas o dejamos los platos sin lavar en el fregadero? Sus cosas favoritas han sido desgastadas por el tiempo: la vieja cocina Glenwood, la mecedora con el asiento deshilachado que hay junto a la ventana, la sierra de mano con el mango roto. Dice que cada una tiene su propia historia que contar.

Mamey pasa los dedos por las conchas de la repisa de la chimenea en la habitación de las conchas como si fuera un arqueólogo que acaba de descubrir una ruina capaz de dar vida a todos sus conocimientos. Las conchas estaban en el cofre de su hijo Alvaro y ocupan aquí un lugar de honor junto a la maltratada Biblia de viaje de tapas negras. Las conchas, de tonos pastel, y de todas formas y tamaños, se alinean por los bordes de las ventanas y el suelo. Hay conchas incrustadas en jarrones, estatuas, ferrotipos, tarjetas de San Valentín, cubiertas de libros; vistas en miniatura de la casa familiar pintadas a lo largo de los años con conchas de vieira; incluso hay un grabado del presidente Lincoln enmarcado con conchas.

Me entrega su preciado caparazón, el que ella misma encontró cerca de un arrecife de coral en una playa de Madagascar. Es sorprendentemente pesado; mide cerca de veinticinco centímetros y es suave como la seda, con una raya anaranjada en la parte superior que termina confundiéndose con su tono blanco cremoso.

—Es un nautilus —me explica—. Nautilus en griego significa «marinero».

Me habla de un poema en el que un hombre encuentra una cáscara rota como esta en la orilla. Al darse cuenta de que las cámaras internas de la espiral aumentan de tamaño, se imagina que el molusco que la habitaba era cada vez más grande, por lo que supera un espacio y pasa al siguiente.

—«Construye mansiones señoriales, alma mía. / Mientras pasan rápidas las estaciones. / Hasta que seas libre de esa línea vital. / Dejando tu concha de la vida al incansable mar» —recita Mamey, moviendo las manos en el aire—. Trata de la naturaleza humana, como ves. Se puede vivir durante mucho tiempo dentro de la cáscara en que naces. Pero un día será demasiado pequeña.

—Entonces, ¿qué? —pregunto.

—Bueno, entonces tendrás que buscar una concha más grande para vivir.

Lo considero durante un rato.

—¿Y si es demasiado pequeña, pero aun así quiero vivir allí?

Suspira.

—Niña, qué pregunta... Supongo que tienes que elegir entre ser valiente y encontrar un nuevo hogar, o vivir dentro de una cáscara rota.

Mamey me enseña cómo decorar portadas de libros y jarrones con pequeñas conchas, las superpone para que se unan en cascada hasta formar una línea precisa. Mientras va pegando las conchas me recuerda la valentía y audacia de mi abuelo, cómo fue más listo que los piratas y cómo sobrevivió a maremotos y naufragios. Me vuelve a contar la historia de la bandera de tiras de tela cuando habían perdido toda esperanza y la milagrosa aparición del carguero que los rescató.

—No llenes la cabeza de la niña con esos cuentos chinos —la regaña mi madre, que nos está oyendo desde la despensa.

—No son cuentos chinos, son la vida real. Lo sabes, estabas allí.

Mamá asoma la cabeza por la puerta.

—Haces que todo suene bien, pero tú sabes que la mayor parte del tiempo fue lamentable.

—Fue grandioso. Esta niña nunca podrá ir a ninguna parte. Al menos debería saber que lleva la aventura en la sangre.

Cuando mi madre se aleja, cerrando la puerta a su espalda, Mamey suspira. Dice que no puede creer haber tenido una hija que viajó por todo el mundo sin que este le haya dejado huella. Añade que mi madre hubiera sido una solterona si mi padre no hubiera subido la colina, ofreciéndole una alternativa.

Conozco parte de la historia. Mi madre, como única hija superviviente, se aferró a la casa. Después de que mi abuelo dejara de salir a la mar, Mamey y él decidieron convertir la casa en un hostal de veraneo como distracción del dolor. Se añadió un tercer piso con ventanas abuhardilladas, creando cuatro dormitorios más en la casa, que ahora contaba con dieciséis habitaciones, y pusieron anuncios en todos los periódicos de la costa Este. El encanto y las vistas que ofrecía el hotel se transmitió de boca en boca, y los visitantes empezaron a llegar. En la década de 1880 una familia podía pasar una semana en la Casa Hathorn por doce dólares, incluyendo las comidas.

El hostal daba mucho trabajo, más del previsto, y necesitaban que mi madre les echara una mano. Con el paso de los años, los pocos solteros elegibles de Cushing se casaron o alejaron. Cuando cumplió treinta y cinco años, mi madre dio por hecho que se le había pasado el arroz y abandonó toda esperanza de conocer a un hombre y enamorarse. Viviría en la casa y cuidaría de sus padres hasta que los enterraran en el terreno de la familia, entre la casa y el mar.

—Hay una vieja expresión —dice Mamey—. La pérdida del apellido. ¿Sabes lo que significa?

Niego con la cabeza.

—Significa que al no haber herederos varones que sobrevivan, el apellido desaparecerá. Tu madre es la última de los Hathorn marineros. Cuando ella fallezca, el apellido morirá también.

—Todavía quedará Hathorn Point.

—Sí, eso es verdad. Pero, de hecho, esto ya no es la Casa Hathorn, ¿verdad? Ahora es la Casa Olson. Lleva el nombre de un marinero sueco seis años más joven que tu madre.

Mi mente sufrió una sacudida.

—Espera... ¿papá es más joven que mamá?

—¿No lo sabías? —Mamey se ríe al verme sacudir la cabeza de nuevo—. Hija, hay muchas cosas que no sabes. Johan Olauson se llamaba entonces...

Yo-han O-law-son —pronuncié las extrañas palabras.

—Apenas hablaba una palabra de inglés. Era marinero en un carguero capitaneado por John Maloney, el que vive en esa pequeña casita ahí abajo, con su esposa —explica, señalando la ventana con un gesto—. ¿Sabes de quién te hablo?

Asiento con la cabeza. El capitán es un hombre agradable, con espeso bigote gris y dientes amarillentos, y su esposa es una pelirroja de frente amplia y una delantera que parece añadida. He visto su barco en la cala: Estela Plateada.

—Bueno, era febrero de 1890. Fue un mal invierno. Interminable. Iban camino de Thomaston, Nueva York, en un carguero que llevaba cal para hacer mortero y ladrillos. Pero al llegar a la bahía de Muscongus echaron el ancla por culpa de una tormenta. Hacía tanto frío que se formó hielo alrededor del barco durante la noche. No pudieron hacer nada; estaban atrapados. Al cabo de unos días, cuando el hielo era lo suficientemente grueso, bajaron y caminaron hasta la orilla. Esta orilla. Tu padre no tenía dónde ir, así que se quedó con Maloney y su esposa hasta el deshielo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Oh, meses...

—¿Y el barco estuvo atrapado en el hielo todo ese tiempo?

—Todo el invierno —dijo ella—. Se veía desde la ventana. —Levantó la barbilla hacia la despensa. Se oía el débil ruido de los platos al otro lado de la puerta—. Bueno, allí estaba él, en esa pequeña casa durante todo el invierno, abajo, cerca de la cala, con una clara visión de esta casa en la colina. Debía de estar aburridísimo. Pero había aprendido a tejer en Suecia e hizo la manta de lana azul mientras se hospedaba con ellos. ¿Lo sabías?

—No.

—La hizo, sentado ante la chimenea de los Maloney todas las noches. De todas formas, ya sabes cómo es la gente: habla, cuenta historias... ¡Y cómo son esos Maloney para los chismes! Sin duda, ellos le hablaron de nuestra familia y de que estábamos a punto de perder el apellido, y que si Katie se casaba, su marido lo heredaría todo. No lo sé a ciencia cierta, solo puedo imaginar lo que se dijo. Pero él llevaba solo aquí una semana cuando decidió aprender inglés. Fue al pueblo y le preguntó a la señora Crowley, la de la Wing School, si podía enseñarle.

—¿Mi maestra? ¿La señora Crowley?

—Sí, era la maestra ya entonces. Tu padre fue a la escuela todos los días que duraron las lecciones, y antes de que el hielo se descongelara había cambiado su nombre a John Olson. Entonces, un día, atravesó el campo hasta la casa y llamó a la puerta. Tu madre fue quien abrió. Y eso fue todo. En menos de un año, el capitán Sam murió y tus padres se casaron. La Casa Hathorn se convirtió en la Casa Olson. Y todo esto... —Levantó los brazos como un director de orquesta— es ahora suyo.

Me imaginé a mi padre sentado con los Maloney en su acogedora casita, tejiendo la manta mientras le contaban historias sobre la casa blanca de la colina. Que los tres Hathorn habían dado su nombre a esa pequeña península y construido esta casa... La hija solterona que vivía con sus padres, los tres hermanos muertos y ningún heredero que transmitiera el apellido...

—¿Crees que papá... se enamoró de mamá? —pregunto.

Mamey me acaricia la mano.

—No lo sé. Pero lo cierto, Christina, es que hay muchas maneras de amar y ser amado. Lo que fuera, trajo aquí a tu padre, y esta es su vida ahora.

Lo que más quiero en el mundo es que papá esté orgulloso de mí, pero tiene pocas razones. Por un lado, soy una chica. Peor todavía —y sé que es así aunque nadie me lo haya dicho—, no soy guapa. Cuando no hay nadie alrededor, a veces estudio mis rasgos en el pequeño fragmento nublado de espejo que está apoyado en el alféizar de la despensa. Pequeños ojos grises, uno más grande que el otro; nariz puntiaguda y larga; labios finos.

—Lo que más me atrajo de tu madre fue su belleza —dice siempre papá, y aunque ahora sé que solo es una parte de la historia, no cabe duda de que mi madre es hermosa. Pómulos altos, cuello elegante, manos largas y dedos finos. En su presencia me siento torpe, como un pato delante de un cisne.

Además, está mi enfermedad. Cuando nos reunimos con otras personas, papá se muestra tenso e irritable, como si temiera que yo fuera a tropezar, a golpear a alguien y avergonzarlo. Le molesta mi falta de gracia. Siempre está murmurando sobre encontrar un remedio. Piensa que no debería haber dejado de usar las abrazaderas; el dolor, dice, habría valido la pena. Pero él no sabe lo que era. Prefiero sufrir el resto de mi vida por tener las piernas retorcidas que soportar de nuevo semejante agonía.

Su vergüenza me vuelve desafiante. No me importa si lo hago sentir incómodo. Mi madre dice que sería mejor que no fuera tan determinada y orgullosa. Pero el orgullo es todo lo que tengo.

Una tarde, cuando estoy en la cocina, desgranando guisantes, escucho a mis padres hablando en el vestíbulo.

—¿Tiene que quedarse allí sola? —dice mi madre con la voz ronca por la preocupación—. John, solo tiene siete años.

—No lo sé.

—¿Qué le van a hacer?

—No lo sabremos hasta que la examinen —replica papá.

Me baja por la espalda un escalofrío de miedo.

—¿Cómo vamos a pagarlo?

—Si es preciso, venderé una vaca.

Cojeo hacia ellos desde la despensa.

—No quiero ir.

—Ni siquiera sabes adónde... —empieza a protestar papá.

—El doctor Heald ya lo intentó. No se puede hacer nada.

—Sé que tienes miedo, Christina —suspira él—, pero debes ser valiente.

—No voy a ir.

—Basta. No es decisión tuya —interviene mi madre—. Harás lo que te digamos.

A la mañana siguiente, cuando el alba comienza a filtrarse a través de las ventanas, siento que me sacuden el hombro con suavidad. Tardo un momento en centrarme y luego veo los ojos de papá.

—Vístete —dice—. Es la hora.

Siento el suave peso —ya sin calor— de la bolsa de agua que me calienta los pies por la noche, blanda como el vientre de un cachorro.

—No quiero, papá.

—Está todo arreglado. Lo sabes. Vas a venir conmigo —replica en voz baja y firme.

Hace frío y todavía hay una gran oscuridad cuando papá me sube al calesín. Me rodea con la manta de lana azul que tejió y luego me envuelve en otras dos además de ajustar el cojín detrás de mi cabeza. La silla de paseo huele a cuero viejo, y el caballo a humedad. El semental favorito de mi padre, Blackie, golpea el suelo con los cascos y relincha, moviendo sus largas crines mientras mi padre ajusta el arnés.

Él se sienta en el asiento del cochero, enciende la pipa y agita las riendas, poniendo en marcha el vehículo en el camino de tierra. Las ruedas chirrían a medida que avanzamos. Los bruscos movimientos hacen que me duelan las articulaciones, pero no lo suficiente para no acostumbrarme al ritmo y adormilarme con el arrullador sonido: clomp, clomp, clomp... Cuando abro los ojos poco después, hay una luz fría y amarilla típica de una mañana de primavera. El camino está lleno de fango; la nieve derretida ha formado arroyuelos y afluentes. Multitud de brotes de azafrán púrpuras, rosados y blancos surgen aquí y allá, salpicando los campos. Durante tres horas, apenas nos cruzamos con nadie. Un perro emerge entre los árboles y trota a nuestro lado un rato, luego se aleja de nuevo. De vez en cuando, papá se vuelve para ver cómo estoy. Lo miro desde mi nido de mantas.

—Este médico es un experto —me dice por encima del hombro poco después—. Me ha dado su nombre el doctor Heald. Solo te harán unas pruebas.

—¿Cuánto tiempo estaremos allí?

—No lo sé.

—¿Más de un día?

—No lo sé.

—¿Me van a operar?

Me mira.

—No lo sé. No tiene sentido que te preocupes por eso.

Siento las mantas ásperas contra mi piel. Me da un vuelco el corazón.

—¿Te quedarás conmigo?

Papá se saca la pipa de la boca y la golpea con un dedo. La vuelve a llevar a los labios y da una calada. Blackie trota a través del barro, impulsándonos con brío.

—¿Te quedarás? —insisto.

No responde ni se vuelve para mirarme.

Tardamos seis horas en llegar a Rockland. Nos detenemos para comer huevos duros con pan y grosellas, dejar descansar al caballo y hacer nuestras necesidades en el bosque. Cuanto más nos acercamos, más miedo siento. Cuando llegamos, Blackie tiene el lomo cubierto de sudor. A pesar de que hace frío, yo también estoy sudando. Mi padre me saca de la silla y me deja en el suelo. Luego ata el caballo y coge la bolsa de comida. Me lleva por la calle de la mano, mientras con la otra sujeta la dirección del médico.

Me siento mareada, tiemblo de miedo.

—Por favor, papá, no me lleves ahí.

—Este médico podrá ayudarte.

—Estoy bien así. No me importa.

—¿No quieres correr y jugar como los otros niños?

—Ya corro y juego.

—Cada vez peor.

—No me importa.

—Basta, Christina. Tu madre y yo sabemos lo que es mejor para ti.

—¡No! ¡No!

—¿Cómo te atreves a hablarme con esa falta de respeto? —sisea. Luego echa un rápido vistazo alrededor para ver si alguien se ha dado cuenta. Sé lo mucho que teme hacer una escena.

Empiezo a llorar; no puedo evitarlo.

—Lo siento, papá. No me lleves ahí. Por favor.

—¿Es que no te das cuenta de que tratamos de hacer lo mejor? —espeta en un vehemente susurro—. ¿Por qué estás tan asustada?

Igual que un leve cambio en la marea puede anunciar la aparición de una ola enorme, mis protestas y rebeliones infantiles solo han sido un indicio de los sentimientos que oculto en mi interior. ¿Por qué tengo tanto miedo? Porque van a tratarme como un espécimen, porque me van a pinchar y cortar de nuevo, sin descanso. El médico me torturará con agarraderas, aparatos ortopédicos y férulas. Sus experimentos harán que me ponga peor, no mejor. Papá se irá y me dejará sola, y el médico me retendrá aquí para siempre, sin dejar que vuelva nunca a casa.

Y si no funciona, papá todavía se sentirá más decepcionado.

—¡No voy a ir! ¡No puedes obligarme! —aúllo, soltándome de su mano y echando a correr por la calle.

—¡Eres una niña testaruda y cabezota! —grita amargamente.

Me oculto en un callejón, detrás de un barril que huele a pescado, en cuclillas sobre el barro. Poco después, tengo las manos enrojecidas y entumecidas, y me pican las mejillas. De vez en cuando, veo a papá, buscándome. Una vez se detiene en la acera y estira el cuello, oteando la penumbra, pero luego gruñe y sigue adelante. Después de una hora, no soy capaz de resistir el frío. Arrastrando los pies, regreso al calesín. Papá está sentado en el asiento del cochero, fumando la pipa con una manta sobre los hombros.

Me mira con expresión sombría.

—¿Estás preparada para ir al médico?

Le sostengo la mirada.

—No.

Mi padre es severo, pero tiene poca tolerancia con las exhibiciones públicas. Conozco esta debilidad suya; todos aprendemos a identificar las partes más débiles de las personas con quienes convivimos. Mueve la cabeza sin dejar de chupar la pipa. Después de unos minutos, se da la vuelta bruscamente y, sin una palabra, baja del pescante del calesín. Me sube a la parte posterior, aprieta el arnés de Blackie, y ocupa de nuevo el asiento del cochero. Permanece callado las seis horas que dura el viaje de vuelta a casa. Miro la marcada línea del horizonte, tan intensa como si hubieran pintado una línea de carbón sobre un papel blanco. El cielo es color acero, sombreado por los cuervos que surcan el aire. Los árboles desnudos comienzan a estar llenos de brotes. Es una imagen fantasmal, carente del color que inundan mis manos, veteadas como las de una estatua.

Al llegar a casa, por la noche, mi madre se reúne con nosotros en el vestíbulo, con el bebé apoyado en la cadera.

—¿Qué te han dicho? —pregunta con ansiedad—. ¿Puede ayudarla?

Papá se quita el sombrero y la bufanda. Mamá lo mira fijamente, y luego a mí. Bajo los ojos al suelo.

—La niña se ha negado a ir.

—¿Cómo?

—Se ha negado a ir. No he podido hacer nada.

Mi madre se envara.

—No lo entiendo. ¿No la has llevado al médico?

—Se ha escapado. No ha querido ir.

—¿No ha querido ir? —repite, elevando la voz—. ¡¿No ha querido ir?! ¡Es una niña!

Papá se aleja, quitándose el abrigo mientras camina. Sam comienza a llorar.

—Es su vida, Katie.

—Su vida —espeta mi madre—. ¡Eres su padre!

—Me ha hecho una escena terrible. No he podido obligarla.

De repente, ella se vuelve hacia mí.

—¿Eres tonta o qué? Has hecho perder el tiempo a tu padre y has arriesgado todo tu futuro. Vas a ser una inválida el resto de tu vida. ¿Eso te alegra?

Sam llora con desconsuelo. Niego con la cabeza sintiéndome fatal.

Mi madre entrega el bebé a papá, que lo mece torpemente entre sus brazos. Ella se pone en cuclillas frente a mí y mueve el dedo delante de mi cara.

—Eres tu peor enemigo, señorita. Y eres una cobarde. No confundas tu miedo con valor. —Siento su cálido aliento en la cara—. Lo lamento por ti. Pero eso es todo. Hemos intentado ayudarte. Como bien ha dicho tu pobre padre, es tu vida.

Después, cuando me despierto por la mañana, abro los dedos, consciente de la rigidez que sufren durante la noche. Hago lo mismo con los dedos de los pies, notando la rigidez en tobillos y pantorrillas, el sordo dolor en las corvas. El dolor en las articulaciones es como una mascota necesitada que no me deja en paz. Pero no puedo quejarme. He perdido ese derecho.