Prólogo

Después me dijo que le había dado miedo mostrarme el cuadro. Que había pensado que no me gustaría la forma en que me retrataba: arrastrándome por el campo, con los dedos aferrados a la tierra y las piernas retorcidas detrás. Que odiaría el árido paisaje lunar de los campos de trigo y heno. La casa destartalada en la distancia, surgiendo como un secreto a punto de descubrirse. Las ventanas lejanas, opacas e inescrutables. Los surcos en la hierba que no llevaban a ninguna parte y parecían trazados por un vehículo invisible. El cielo sucio como el agua de fregar.

La gente piensa que ese cuadro es un retrato, pero no lo es. De verdad que no. Él ni siquiera estaba en el campo, sino que lo conjuró en una habitación de la casa, desde un ángulo completamente diferente. Hizo desaparecer las rocas, los árboles y las dependencias. La escala del establo también está mal. Y yo no soy esa muchacha joven y frágil, sino una solterona de mediana edad. No, no es mi cuerpo en realidad, ni siquiera mi cabeza.

Reflejó bien una cosa: a veces santuario, a veces prisión, la casa de la colina ha sido siempre mi hogar. He pasado toda mi vida sintiendo el intenso hechizo de ese edificio, he querido escapar de él pero siempre me detuvo el dominio que ejercía sobre mí (como he aprendido a lo largo de los años, hay muchas maneras de ser inválida, muchas formas de parálisis). Mis antepasados llegaron a Maine procedentes de Salem, pero, como todas las personas que tratan de huir de su pasado, finalmente lo trajeron con ellos. Algo que llevan inexorablemente consigo todas las semillas desde su lugar de origen. Nunca se puede escapar de los lazos de la historia familiar, no importa lo mucho que uno se aleje. Y el esqueleto de una casa puede llevar en sus huesos la médula de todo lo anterior.

«¿Quién eres tú, Christina Olson?», me preguntó él una vez.

Nadie me había preguntado nunca tal cosa y tuve que meditarlo un buen rato.

«Si realmente quieres conocerme —respondí—, vamos a tener que comenzar hablando de las brujas. Y luego de los chicos ahogados. De las conchas de tierras lejanas, hay toda una habitación llena de ellas. Y del marino sueco atrapado en el hielo.» Tendría que hablarle también sobre la sonrisa falsa del hombre de Harvard y las manos frías de los brillantes médicos de Boston, de la barca que hay en el pajar y de la silla de ruedas que reposa en el fondo del mar.

Y al final —aunque ninguno de los dos lo sabía entonces—, terminaremos aquí, en este lugar, dentro y fuera del mundo de la pintura.