1940

No pasa demasiado tiempo antes de que Andy aparezca de nuevo ante la puerta. Esta vez, cargando con torpeza un caballete, un cuaderno de dibujo bajo el brazo y el pincel entre los dientes.

—¿Te importa si pongo el caballete fuera del camino? —me pregunta, dejando el material junto a la puerta.

—¿Te refieres a dentro de la casa?

Asiente, dirigiendo la barbilla hacia las escaleras.

—Estaba pensando en el piso de arriba. Si no te importa, claro.

Me siento sorprendida y un poco nerviosa. ¿Quién aparece sin avisar en casa de una virtual desconocida y le pide permiso para entrar?

—Bueno... eh...

—Prometo portarme bien. Ni te enterarás de que estoy aquí.

Hace años que no entra nadie. Hay varias habitaciones vacías. Pero lo cierto es que no me importa tener compañía.

Asiento con la cabeza.

—Bueno, bueno... —dice con una sonrisa, recogiendo el material—. Trataré de mantenerme alejado del camino de las brujas.

Sus pasos resuenan en las escaleras hasta el segundo piso. Instala su caballete en el dormitorio sureste, que una vez fue mío. Desde la ventana se ven los vapores alejándose de Port Clyde, en dirección a Monhegan y mar abierto.

A través de las tablas del suelo, lo oigo murmurar, dar golpecitos con el pie, canturrear.

Horas después baja con los dedos manchados de pintura y un pincel entre los labios.

—Las brujas y yo nos llevamos bien —asegura.

Betsy viene y se va. Igual que nosotros, sabe que no debe interrumpir a Andy mientras trabaja. Sin embargo, a diferencia de nosotros, tiene dificultad para permanecer sentada. Agarra un trapo y un cubo de agua y se pone a limpiar las ventanas polvorientas; intenta ayudarme con la ropa mojada, escurriéndola y tendiéndola en la cuerda. Protegida con uno de mis viejos delantales, se agacha y planta una hilera de semillas de lechuga en el huerto.

Las noches cálidas, cuando Andy ha terminado, Betsy se presenta con una cesta para hacer un picnic en la arboleda, donde mi padre construyó un pozo de fuego hace mucho tiempo, rodeado de troncos como asientos. Al y yo vemos que Betsy y Andy recogen trozos de madera y ramas para hacer fuego en el círculo de piedras. Más allá de la hoguera, los campos que nos separan de la casa distante parecen de arena.

Una mañana lluviosa, Betsy aparece en la puerta con las llaves del coche en la mano.

—Bien, Christina, es tu día. ¿Adónde quieres ir?

No estoy segura de si quiero que sea mi día, sobre todo porque tengo un aspecto horrible. Bajo la vista a mi vieja bata, a los calcetines arrugados en los tobillos.

—¿No te apetece una taza de té? —pregunto.

—Claro, Christina, pero cuando regresemos. Quiero llevarte a vivir una aventura. —Avanza hacia la cocina y agarra la tetera azul para inspeccionar la parte inferior—. Ajá... ¡justo lo que pensaba! Este viejo artefacto está a punto de oxidarse. Vamos a comprar una tetera nueva.

—No tiene pérdidas, Betsy. Funciona muy bien.

Ella ríe.

—La casa entera podría caer a tu alrededor y te parecería que todo sigue bien. —Señala mis zapatos—. Basta ver cómo están de gastados. Y ¿has visto los agujeros que tiene la gorra de Al? Venga, vamos. Te llevaré a los grandes almacenes que hay en Rockland. El Senter Crane. Tienen de todo. Y no te preocupes, yo pagaré.

Supongo que, de una forma inconsciente, me había dado cuenta del óxido de la tetera. Y del talón gastado del zapato, y de los agujeros en la gorra de Al. Estas cosas no me molestan. Me hacen sentir cómoda, como un pájaro en un nido de plumas y desechos. Pero sé que Betsy tiene buenas intenciones. Además, parece necesitar un objetivo.

—¿Ves? ¿No es divertido?

—Te encanta, ¿verdad, Betsy?

—Me gusta estar ocupada —responde ella—. Es un deseo humano básico, ¿no crees?

Tengo que reflexionar sobre ello un momento. ¿Lo es?

—Bueno, antes lo pensaba. Ahora no estoy tan segura.

—Las manos ociosas... —bromea ella.

—... las busca el diablo. ¿Es lo que piensas?

Ríe.

—Mis antepasados puritanos, sin duda, lo pensaban.

—Los míos también. Pero tal vez estaban equivocados. —Miro a través del parabrisas las gruesas gotas de lluvia que se posan en el vidrio antes de ser arrastradas por los limpiaparabrisas.

Betsy me mira de reojo y frunce los labios, como si quisiera decir algo. Sin embargo, con una leve inclinación de la barbilla vuelve la vista a la carretera.

Durante el almuerzo —sopa de guisantes con jamón sobre una manta en el césped—, Betsy nos cuenta a Al y a mí que el padre de Andy no la aprueba. Se opuso al compromiso, advirtiendo a Andy que el matrimonio supondría una distracción y que tener hijos sería todavía peor. Pero, según dice Betsy, a ella no le importa. Encuentra que N.C. es un tipo arrogante, intimidante y presuntuoso. Piensa que usa colores demasiado llamativos y solo dibuja personajes caricaturescos, pensados para el mercado.

—Anuncios de crema de trigo y Coca-Cola —explica con desdén.

Mientras ella habla, miro la cara de Andy. La está observando con expresión de desconcierto. No asiente, pero tampoco protesta.

Betsy nos dice que Andy tiene que alejarse de su padre. Tomarse más en serio a sí mismo. Presionarse más. Correr riesgos. Piensa que debería limitar su paleta a colores más crudos, simplificar la composición de sus imágenes, afinar el tono.

—Eres capaz de hacerlo —le dice, poniéndole la mano en el hombro—. Ni siquiera eres consciente de tu propia valía.

—Oh, por favor, Betsy. Estoy divirtiéndome, nada más. Pienso ser médico —replica Andy, convencido.

Ella me mira antes de clavar en él los ojos.

—Hizo una pequeña exposición individual en Boston y ganó un premio. No sé por qué piensa que va a ser otra cosa que pintor.

—Me gusta la medicina.

—Pero no es tu pasión, Andy.

—Mi pasión eres tú. —Le rodea la cintura con los brazos y ella ríe, escapando de él.

—Anda, ve a remover la pintura —le indica.

Casi todas las mañanas, Andy llega en un bote desde Port Clyde, a media milla de distancia. Sube el camino a la casa, balanceando una nasa de pesca llena de pinturas y pinceles, se mete en el patio de las gallinas y sale con media docena de huevos, que sostiene en una mano como si fueran pelotas de malabares. Llega a la puerta lateral y charla un rato con Al y conmigo antes de subir.

Se fija en cada grieta, desconchado, mancha descolorida, receptáculo y herramienta, también en los objetos que una vez fueron utilizados a diario y ahora solo son reliquias que muestran una forma de vida ya pasada. Siguiendo su mirada, percibo de nuevo cosas familiares. La pantalla de lámpara rosa pálido con florecillas; los geranios rojos junto a la ventana en macetas azules; la barandilla caoba; el barómetro del capitán de un barco en el vestíbulo; una vasija de barro en el estante de la despensa; los arañazos que hizo un perro en la puerta de la despensa, desgastando el azul, hace mucho tiempo.

Algunos días, Andy agarra el bloc y la caja de material y se dirige al granero y a los campos. Lo miro por la ventana recorrer la propiedad, atravesar la hierba cojeando para mirar las palabras escritas en las lápidas del cementerio y luego sentarse en la orilla llena de guijarros y contemplar las olas. Cuando regresa a la casa, le ofrezco pan recién horneado, lonchas de jamón, sopa de abadejo, pastel de manzana... Se instala en la entrada con la puerta abierta sosteniendo un cuenco en una mano y yo me siento en mi pequeña mecedora, y entonces hablamos de nuestras vidas.

Me cuenta que es el más joven de cinco hermanos, de los cuales tres son mujeres. Cuando era niño le costaba mucho caminar porque tenía la pierna derecha torcida y la cadera defectuosa, por lo que tampoco podía practicar deportes, y añade que seguramente he percibido su cojera. Al parecer sufría asiduas infecciones de pecho, por lo que su padre fue su único maestro. No lo inscribió en la escuela y lo puso de aprendiz en su estudio. Allí le enseñó todo sobre historia del arte, la forma de mezclar las pinturas o estirar los lienzos.

—Nunca fui como los demás niños. No encajaba. Era un bicho raro. Un inadaptado.

—No es de extrañar, entonces, que nos llevemos bien.

—Betsy me ha hablado mucho de Al y de ti —continúa—. Que Al llevaba leña a todos los que viven en el camino. Que tú haces vestidos para las mujeres del pueblo e incluso edredones. —Señala las pequeñas flores que tengo en la manga—. ¿Las has bordado tú?

—Sí. Nomeolvides.

—Interesante. ¿No te maravilla de lo que es capaz la mente? —reflexiona, extendiendo la mano y flexionando los dedos—. ¿Cómo puede adaptarse el cuerpo si la mente se niega a doblegarse? Los intrincados puntos en las fundas que nos has regalado, o esos, los de la blusa... Es difícil creer que los dedos puedan hacer el trabajo solo porque tú quieres que lo hagan. —Toma un plato vacío de la mesa y se sirve una porción de pastel de manzana de la sartén—. Eres como yo. Insistente. Y te admiro por ello.

Todos los bocetos de Andy se centran en la casa. Recortada contra el cielo, con una mancha de humo saliendo por la chimenea. Vista desde el suelo, desde la cala, desde el ojo de una gaviota sobrevolándola. Sola en la colina o rodeada de árboles. Tan grande como un castillo o tan pequeña como una casa de muñecas. Las habitaciones aparecen y desaparecen a su antojo. Pero hay algunas constantes: el campo, la casa en sí, el horizonte, el cielo.

—¿Por qué dibujas tanto la casa? —pregunto un día mientras estamos sentados en la cocina.

—Oh, no lo sé —responde desde el umbral. Hace una pausa, tamborileando la mesa con los dedos—. Estoy tratando de capturar... algo. El ambiente de este lugar... No es el lugar en sí exactamente. D. H. Lawrence, que no solo era escritor sino también pintor, escribió una vez: «Acercándonos a la esencia de las cosas, no podemos escuchar el revuelo que nos provocan y nos destruye.» Eso es lo que quiero lograr, acercarme a la esencia. Tanto como pueda. Eso significa reflejar lo mismo una y otra vez, cada vez con más profundidad. —Se ríe al tiempo que se pasa una mano por el pelo—. Es una locura, ¿verdad?

—Creo que yo me aburriría.

—Ya; entiendo que lo pienses. —Mueve la cabeza—. La gente dice que soy realista, y lo cierto es que mis pinturas son bastante... realistas. Sin embargo, quito lo que no me gusta y me pongo en su lugar.

—¿Te refieres a ti mismo?

—Ese es mi pequeño secreto, Christina —confiesa—. Siempre me pinto a mí mismo.

Hay una cama individual con los goznes oxidados —que fue mía hace mucho tiempo— en la habitación de arriba, donde Andy ha instalado el caballete. Cuando Al termina las tareas por la tarde, sube allí a menudo y contempla pintar a Andy durante un rato, antes de adormilarse y echar una pequeña siesta.

Un día, sin darle importancia, mientras charla con Al y conmigo antes de marcharse, Andy comenta que no le gusta que le observen. Que le gusta trabajar en privado.

—Entonces, dejaré de subir —dice Al.

—¡Oh, no! No me refería a eso —rechaza Andy—. Me gusta tenerte allí.

—Pero te observa —le recuerdo—. Los dos te observamos.

Andy ríe y mueve la cabeza.

—Con vosotros es diferente.

—Él también os observa a vosotros —explica Betsy cuando le cuento la conversación—. Y Al y tú no necesitáis nada de él. Le permitís hacer lo que quiere.

—Es nuestro entretenimiento —admito—. Aquí no pasan muchas cosas, ya sabes.

Y es verdad. Durante mucho tiempo la casa estuvo llena hasta la bandera. Me despertaba cada mañana con una cacofonía de sonidos atravesando las paredes y las tablas del suelo: la resonante voz de mi padre, mis hermanos subiendo y bajando las escaleras, Mamey riñéndoles para que fueran más despacio, el perro ladrando y el gallo cantando. Luego se quedó demasiado tranquila. Pero ahora despierto cada mañana y pienso: «Andy va a venir hoy.» El día se transforma y él ni siquiera ha llegado todavía.