14

Thibault

—¡Maldito seas, Julien! ¡Ay!

Mi maldición se vuelve contra mí cual un bumerán. Apenas un segundo después de haber expresado mi odio contra el cochecito, este me pellizca los dedos.

En su cuna, Clara se agita suavemente. La he vuelto a dejar en ella al comprender que una simple sacudida del cochecito plegado no bastaría para desplegarlo por completo. Doy un paso atrás como para tomar distancia respecto de la tarea que debo llevar a cabo y consulto el reloj. A este ritmo no tendré tiempo de hacerlo todo. ¡Tanto peor, será en otra ocasión!

Abro el armario y saco el portabebés de correas. Al menos, con él no tendré que entablar una lucha sin piedad. Echo un vistazo al cochecito tozudamente plegado. Será esta noche, bonito mío… Esta noche serás consciente de tu desgracia. Esta noche agarraré el manual de instrucciones y ya veremos quién gana la batalla. No tengo la menor intención de molestar a Gaëlle y Julien para pedirles que me ayuden, de manera que será una lucha en solitario; eso sí, el librito que he atisbado en el estante de la mesita baja de la sala será un excelente compañero de armas.

Me pongo el portabebés casi de manera automática y abrocho todas las hebillas necesarias. Meto a Clara dentro tras haber pasado un buen rato dándole montones de besos en la frente y lo reajusto todo. Estamos listos para salir. Me siento orgulloso de mí mismo, pese a mi estrepitoso fracaso con el cochecito.

En la calle todo está gris. La nieve caída ayer ya se ha fundido bajo los neumáticos de autobuses y coches. La poca que queda ha perdido el brillo por culpa de los gases de escape. El cielo está tan oscuro que da miedo.

Resulta desquiciante hasta qué punto ha cambiado el tiempo en un día. Ayer nevaba, hoy huele a tormenta. Por eso quería coger el cochecito, porque lleva un chisme de plástico que mantiene a Clara al abrigo si empieza a llover. Al menos tengo un paraguas de gran formato que, dado el diámetro, podría servir de sombrilla. Cobijaré a mi maravillosa ahijada bajo el impermeable llegado el caso, aunque creo que con el paraguas bastará.

Camino por la acera despejada de nieve. Al menos eso es una ventaja, no corro el riesgo de resbalar, lo cual me habría frenado considerablemente, y más con Clara pegada a mi cuerpo. Me cruzo con las miradas de varias jóvenes de mi edad. Se enternecen en seguida ante mi aspecto de papá esquiador. Lo cierto es que entre el gorro, la chaqueta, los guantes, la bufanda y los recios zapatos, solo Clara constituye la prueba de que no me dispongo a subir al telesilla.

Ante cada sonrisa femenina que me es obsequiada, mi libro «Tú eres el protagonista» me reenvía a la página 60: «Sonríe amablemente, nunca se sabe.» Me obstino en pasar la página para leer la propuesta siguiente («Sigue tu camino»), mientras me pregunto qué tiene de extraordinario un hombre que lleva un bebé. Podría añadir «extraterrestre» detrás de «papá esquiador».

El camino hasta el hospital es mucho más corto desde casa de Julien. No necesito coger el coche, ni tampoco pasar a recoger a mi madre. Ya me lo he montado con ella. O, mejor dicho, ella se lo ha montado con una amiga. Yo tenía la excusa de Clara para escaquearme de la visita a mi hermano. Solo debía esperar a que mi madre se marchara del hospital. Ahora son las cuatro de la tarde, es perfecto. Sin duda ha acabado ya. Con un poco de suerte, la amiga en cuestión la habrá invitado a su casa. Tal vez incluso cenen juntas. Eso le haría bien a mi madre. Le haría bien a todo el mundo.

No tardo en llegar al hospital. Mi pequeña Clara mira a su alrededor con ojos llenos de curiosidad. A esa edad, todo debe de parecer tan interesante… Ni ella ni yo hemos tenido tiempo de pasar frío. Con las diversas capas que le he puesto y el paso vivo que he adoptado, no había el menor riesgo. Eso sí, cojo el ascensor en vez de subir por la escalera. Una vez más, las mujeres confinadas conmigo en el reducido espacio me dirigen miradas afectuosas. Sean de la edad que sean, de hecho.

Mi mirada se cruza con la de una mujer de treinta y pico. Muy guapa. Incluso esplendorosa. Su rostro es tan radiante que casi se diría artificial. Parece rebosante de esperanza al verme cuchichear a Clara que todo va bien, y solo entiendo el porqué cuando sale del ascensor con su pareja en el servicio de maternidad.

Al llegar a la quinta planta, apenas he levantado el meñique cuando todos salen o se pegan a las paredes para dejarme pasar. Me cuesta retener la sorpresa, y cuando las puertas se cierran por fin a mi espalda, me echo a reír.

—¿Has visto el efecto que hemos causado? —murmuro a Clara mientras le cosquilleo la nariz.

De repente oigo una voz familiar. Levanto la vista y al instante comprendo mi incomodidad. Al extremo del pasillo, mi madre empuja una silla de ruedas. En la silla hay un hombre. Mi hermano. Es su voz la que he reconocido. Me apresuro a mirar a mi alrededor. El hueco de la escalera está a pocos metros a mi izquierda. Sin embargo, apenas he tenido tiempo de esbozar un paso en esa dirección, cuando mi madre me interpela.

—¿Thibault?

Capto su sorpresa y un montón de cosas más contenidas en esa simple pregunta. Las madres, o quizá las mujeres en general, tienen el don de meter un diccionario entero en una sola palabra. En este momento, sé que en ese «¿Thibault?» subyace: «¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido? ¿Has cambiado de opinión respecto de tu hermano? ¡Pero si es Clara! ¡Qué rica está, deja que la salude! ¿Cómo te las has arreglado para venir? ¡Dijiste que no vendrías!» Y me ahorro el resto.

En lugar de todo eso, el «¿Thibault?» es más que suficiente, y permanezco estoico, plantado como un árbol, a la espera de que la comitiva se me acerque, incapaz de efectuar el menor movimiento.

—Mira —dice al llegar a mi lado—, esta es Amélie, la amiga que me ha acompañado hasta aquí. Nos hemos entretenido un poco en su casa, por eso he venido tan tarde. ¿Me buscabas?

Sin saberlo, mi madre acaba de salvarme la vida, o al menos el honor. No tenía la menor idea de cómo iba a explicar mi presencia en el hospital.

—He intentado llamarte a casa y no estabas. Me sentía preocupado. Por lo general a estas horas ya has vuelto.

—Oh, cariño —dice acariciándome la mejilla—. Podría haber estado en casa de Amélie, ¿sabes? ¿Por qué no lo has intentado al móvil?

—Siempre lo tienes apagado, así que ni siquiera he pensado en ello.

—¿Y puede saberse para qué te lo compré?

La voz que acaba de irrumpir en la conversación me produce el efecto de una puñalada en el pecho. Cierro los ojos y hago una lenta inspiración. Hasta el momento Clara me tapaba la silueta sentada en la silla de ruedas que empujaba mi madre. Pero ahora que mi hermano se ha manifestado, no puedo seguir ignorándolo. Abro los ojos y bajo despacio la mirada hacia él.

—Hola, Sylvain.

—¡Hola, Thibault! ¡Hacía tiempo que no te veíamos por aquí!

Tengo ganas de suspirar pero me contengo. Mi hermano, siempre fiel a sí mismo. Ni siquiera sé por qué tenía la esperanza de que el accidente lo hubiera cambiado. Es incapaz de decir nada sin tratar de bromear. Mantener una conversación seria con él supone un reto permanente.

—A saber por qué —replico mirándolo de hito en hito.

Mi hermano no se me parece mucho. Su pelo castaño siempre ha sido más disciplinado que el mío, y sus ojos azules han hecho caer en el bote a más chicas de lo que jamás habría creído. No obstante, reparo en varias cicatrices que le cruzan las mejillas. Y tiene otra en la ceja derecha. Dejo vagar la vista por el resto de su cuerpo. Un brazo enyesado, las piernas entablilladas. El médico dijo que el salpicadero del coche se había plegado directamente sobre sus rodillas. Una vez me di un golpe en la rodilla, y el dolor me pareció atroz. No es sorprendente que mi hermano perdiese el conocimiento y que su cuerpo se sumiera en el coma durante seis días. Pese a todo cuanto le reprocho, debió de pasarlas canutas. No obstante, el dolor no basta para perdonar.

—Siempre tan cordial —me suelta.

Esperaba un humor insolente, pero en última instancia el tono de mi hermano se revela más despegado de lo previsto. Casi se diría que se siente herido. No es propio de él. Debe de estar tomándome el pelo.

—Y tú siempre tan pasota —replico con sequedad.

—Basta ya los dos.

En esas palabras debería haber reconocido la voz de mi madre, pero no es así. Es su amiga quien acaba de intervenir. Sus ojos van de mi hermano a mí con evidente reproche. Un instante después me doy cuenta de por qué, al ver las manos de mi madre crispadas en las asas de la silla.

—Perdona, mamá, no quería…

Mi hermano y yo nos paramos en seco al mismo tiempo y, por primera vez desde nuestro reencuentro de hoy, sentimos el vínculo de parentesco que nos une. Las palabras han salido de nuestra boca como sincronizadas. Los ojos de mi madre se redondean de sorpresa, pero la magia no dura. Una respiración más tarde, todo se desvanece.

Apoyo una mano en la suya para tranquilizarla. Ella me mira, a punto de llorar. La beso en la mejilla y le susurro al oído:

—Lo siento, aún no estoy preparado.

Clara aprovecha ese momento para ponerse a patalear. La atención de mi madre se vuelve entonces hacia mi adorable ahijada, y también la de Amélie, de manera que me encuentro respondiendo a las preguntas de ambas respecto de su salud, sus padres, que se han ido de fin de semana, y la forma en que me ocupo de ella. Intercambian comentarios sobre la manera en que ellas procedían cuando tenían sus propios hijos; las escucho solo a medias, con la vista clavada en la manita que intenta atrapar la corredera de mi cremallera.

—¿Qué tal están Julien y Gaëlle? —pregunta mi hermano en voz baja.

Decididamente, su nueva manera de hablar es opuesta por completo a lo que siempre he asociado con él. No consigo saber si eso me pone de los nervios o no.

—¿Y a ti qué narices te importa? —digo sin dejar de mirar a Clara.

—Thibault, para ya. Al menos responde a mi pregunta.

—Están bien.

—¿Y eres tú quien se ocupa de su hija cuando se van fuera?

—¿No te parece obvio?

—Thibault…

Debe de ser la primera vez en mi vida que lo oigo suspirar. Por lo general se limita a reír sarcástico sin parar, con un rictus que siempre he querido arrancarle de la boca. No obstante, parece sincero. Tal vez debería hacer un esfuerzo.

—La verdad es que me estreno hoy.

—Pues pareces montártelo bien.

El tono de su voz me desconcierta una vez más y me hace bajar la vista hacia él. Observa a Clara de forma extraña. Ciertamente no de la misma manera que yo, pero me parece ver asomar una mezcla de afecto y añoranza en su mirada. Muy fugazmente.

—¿Te estás entrenando? —me suelta riendo de nuevo.

Salta a la vista que la risa no le sale del corazón. Se diría que oculta algo, como un chiste malo. Muy malo, por cierto, dado que instantes después su rostro adopta una expresión de turbadora sobriedad. Me cuesta horrores interpretar su actitud. No sé qué responder.

Podría replicar con un no, que daría pie a una perorata durante la cual volvería a burlarse más de mí. Podría contestar que sí, y en ese caso tendría que apechugar con un montón de preguntas. En vez de eso, me encuentro eligiendo en serio cada una de mis palabras.

—Aprovecho.

Creo que acabo de sorprender a mi hermano por primera vez en mucho tiempo. Sin responder, se limita a mirarnos fijamente a Clara y a mí. Luego su mirada se aparta de nosotros y se pierde al fondo del pasillo. Mi vientre sufre una extraña crispación, y se me pone asimismo un nudo en la garganta. Me doy cuenta de que me apetece seguir hablando con él, pero no lo consigo. De manera que no añado nada más y aguardo a que mi madre y su amiga concluyan su breve charla.

—¿Bajas con nosotros? —aventura ella.

—Yo…

—¿No irás a quedarte aquí?

—Necesito… digerir un poco todo esto.

Lanzo una ojeada a mi hermano. Sylvain sigue con la vista clavada en el fondo del pasillo. Solo hay una ventana que da al exterior, pero dudo que le conceda un interés especial, como tampoco a las nubes que se divisan al otro lado. Más bien parece perdido en sus pensamientos. Mi madre me dijo que dedicaba el tiempo a reflexionar. Tal vez hacía bien en creer en él. En cualquier caso, yo jamás había logrado mantener una verdadera conversación con él.

—Bueno… Como quieras —prosigue mi madre—. ¿Coges el ascensor con nosotros, al menos?

Afortunadamente, ya he tenido tiempo de pensar en cómo quedarme en el hospital sin que el planeta entero esté al corriente.

—Ya sabes que siempre bajo por la escalera.

—Ah.

Percibo claramente su decepción, pero aunque en realidad hubiera tenido la intención de marcharme, no habría respondido de manera distinta. Me sonríe con tristeza y se apoya en la silla de ruedas para hacerla avanzar. Su amiga me hace una seña de despedida con la cabeza. Los ojos de mi hermano siguen vagando en el vacío.

Permanezco inmóvil hasta que las puertas del ascensor se cierran tras ellos, con la mente hecha un lío. En cuanto suena el chasquido, es como si yo fuera un reloj al que por fin acaban de dar cuerda. Acaricio distraídamente a Clara a través del gorrito y me pongo en marcha hacia mi destino. Ya he reparado en la foto de montaña pegada con celo debajo de los dos números. Una foto que me sé de memoria. Incluso sé dónde la hicieron, el fin de semana pasado busqué en internet.

Apoyo una mano en el picaporte, la otra en la puerta para empujarla y hago una profunda inspiración. Ignoro por qué, pero me siento estresado.