11
Elsa
El ruido del picaporte al chirriar me despierta. Al instante sé que se trata de la mujer de la limpieza. Su paso, su carrito, su radio. Es de noche, entre medianoche y la una de la madrugada. No tardé mucho en dejar de preguntarme por qué hacían la limpieza a semejante hora. Resulta tan fácil de entender… El personal no corre el menor riesgo de despertar a nadie que se encuentre en mi mismo estado.
Pasa con rapidez la escoba por debajo de la cama, se demora un poco más a los lados. Hoy he tenido visita, la de mi hermana y la de Thibault, seguramente tendrá que pasar también la fregona.
Me gusta bastante que me despierte la mujer de la limpieza, a causa de su radio, aunque la palabra «despertar» me venga muy grande. Aparte de los comentarios del locutor, tan dormido como cualquiera debería estarlo a esta hora avanzada, la música que escucha no está nada mal. Me hace reír mentalmente darme cuenta de que estoy al día respecto de los últimos éxitos del momento. Si salgo de aquí, me sabré la letra de todas esas canciones. Lo cual podría sorprender a más de uno.
La mujer de la limpieza entra en mi diminuto cuarto de baño, que solo utilizan mis visitantes. La oigo refunfuñar que podrían evitar hacerlo, pero lo limpia de todos modos. Le lleva más o menos un par de canciones y una pausa publicitaria.
Cuando vuelve la música, ella está saliendo de nuevo a la habitación. Se trata de un tema que me gusta mucho. Me entran ganas de tararearlo. Me recuerda mis mejores momentos en los glaciares. Me evado unos instantes rememorando aquellos regresos tras una escalada durante los cuales me permitía cantar. Solo era posible en los descensos, pero eso significaba que me sentía bien.
Bien… Sí, durante lo que dura una canción, podía sentirme bien…
Me sé la melodía y la mayor parte de la letra de memoria, una vez más lo repito todo en mi cerebro. Al mismo tiempo oigo la fregona frotando el suelo. Si estuviera en el lugar de esa mujer, yo al menos lo haría al ritmo de la música. Ella altera toda la cadencia con sus golpes aleatorios y sus breves suspiros de fatiga. Sin embargo, se detiene bruscamente y el mango de la escoba golpea de pronto el suelo con un chasquido. No me preocupo mucho, si hubiera sufrido una caída, la habría oído. Parece haberse quedado petrificada. Por mí no hay problema, así oigo mejor la canción.
—Por todos los…
Su murmullo rebosa miedo. Abandono a regañadientes mi ensayo mental de corista. ¿Qué ha visto que haya podido turbarla hasta ese punto? Ya no puedo experimentar el miedo de forma visceral, pero imagino perfectamente lo que podría provocar en mí. Un feo hormigueo en el vientre, un repentino frescor en la nuca, mi respiración que se reduce a un simple hilillo de aire y la totalidad de mi cuerpo en tensión, al acecho del menor signo que pueda racionalizar ese miedo y hacer que desaparezca. No obstante, al parecer se trata de una reacción por completo personal, puesto que la mujer de la limpieza sale a grandes zancadas de mi habitación, y hasta creo oír sus zapatos plastificados resonar con suma rapidez en el pasillo el tiempo que tarda mi puerta en cerrarse.
Es perfecto, ha dejado la radio, puedo acabar de escuchar mi canción tranquilamente. Acaba el tema, el cual encadena con otro que no me gusta tanto.
En ese momento se abre la puerta, y ordeno en vano a mi cerebro todas las operaciones necesarias para la identificación de las personas que entran. Volver la cabeza, incorporar el busto, abrir los ojos y transmitir todos los datos captados por mis retinas. Huelga decir que no hago nada de todo eso, pero me imagino haciéndolo. Desde el lunes he integrado esta manera de proceder en cada uno de mis períodos de vigilia, en dos días se ha vuelto algo casi natural.
A falta de eso, escucho atentamente lo que ocurre a mi alrededor. Hay dos personas. La mujer de la limpieza y alguien más. Al principio cuchichean, difícilmente capto lo que dicen, pero una vez que la puerta se cierra y ellos avanzan, sus voces suben de volumen.
—¡Le digo que he oído algo! —exclama mi mujer de la limpieza.
—Vamos a ver, María, eso es imposible.
Al menos la conversación me ha permitido descubrir el nombre de pila de la que me permite escuchar la radio, pero ahora es lo que dice, más que el crepitar que sale del pequeño aparato, lo que suscita mi atención.
—¡Le digo que no lo he soñado, señor doctor! He oído ruido y procedía de ella.
—María, perdóneme, pero me permito ponerlo en duda.
Esta vez capto mejor la voz del hombre, se trata del interno que me defendió. No andaba errada al pensar que su jefe le encomendaría las guardias nocturnas. O bien es que sencillamente nunca había hecho acto de presencia porque nunca había pasado nada.
—¿No me cree? —pregunta María con suspicacia.
Su acento ibérico se adapta perfectamente a la imagen que me había trazado de ella. La imagino con el ceño fruncido, escrutando al interno cual si quisiera reducirlo a un montón de cenizas solo por atreverse a dudar de ella. No obstante, el interno no se deja intimidar.
—María, el caso de esta mujer es desesperado. Ya no se puede hacer nada por ella.
—¿Qué? ¿Me está diciendo que piensan desconectarla? ¿Como a la señora Solange, la de al lado?
—¡Por Dios, María! ¿Se sabe los nombres de todas las personas que pasan por aquí?
—¡No blasfeme, Loris! ¡Pues sí, también me sé el suyo! —suelta como quien desenvaina un arma frente a su adversario—. Pero ¿qué se ha creído? ¿Que los llamamos por sus números todo el tiempo? ¡No todas mis colegas tienen pacientes que no pueden responderles!
—¿Desea usted cambiar de servicio?
El hondo suspiro de María podría haber sido el mío. El joven interno comprende finalmente adónde quiere llegar su interlocutora.
—Sí, vamos a desconectarla —acaba por responder.
—¿Cuándo?
—Aún no lo sabemos.
—¿Y por qué? —prosigue María como un poli en pleno interrogatorio.
—Porque es imposible que vuelva con nosotros.
—¿Y ustedes qué saben?
—¡La medicina es una ciencia, María! En fin, no voy a darle una clase magistral. ¿Ve usted el bloc que cuelga a los pies de la cama? Añadimos una mención especial a principios de semana. ¡Sí, ande, cójalo!
La cólera del interno resulta ya evidente. Oigo a María sacar con violencia el bloc de su soporte. Tampoco ella oculta su furia.
—Mire en la primera página, la mención de abajo, en el margen, a la derecha.
—No veo nada —replica María.
—Sí que lo ve. Lo que pasa es que no sabe lo que significa.
—¿Ese garabato de ahí? Parece una flecha o una cruz.
—Pone «menos X». Trazamos una «X» a la espera de saber cuántos días exactamente, hasta que su familia se decida.
—Está mintiendo. Es espantoso hacer algo semejante.
—Pues es la verdad. Incluso fui yo quien tuvo que escribirlo. No me entusiasma en mayor medida que a usted, pero así son las cosas.
—¿Así son las cosas? —repite la mujer de la limpieza—. ¿Sabe qué, Loris?
—¿Qué?
—Me decepciona usted.
Me dispongo a escuchar la continuación, es decir, a que el joven interno se defienda diciendo que la opinión de una mujer de la limpieza le trae sin cuidado, pero me quedo sorprendida ante el silencio que se instala. Silencio relativo, puesto que la radio sigue puesta.
—También yo me decepciono, pero ¿qué quiere que haga al respecto…?
Me pregunto si de nuevo se pondrá a sollozar como la última vez. Espero por su bien que logre evitarlo.
—Podría comportarse como un hombre, en lugar de como un títere. Ahora, escúcheme y luego haga lo que quiera con lo que le cuente. Estaba pasando la fregona y he oído ruido. No era la fregona, ni tampoco la radio, no se trataba simplemente de su respiración, se habría dicho que había una palabra detrás de ello.
—Sus cuerdas vocales no pueden funcionar después de tan prolongada inactividad.
—No he dicho que hubiera hablado —lo reprende María.
Esta vez el suspiro de exasperación procede del interno. Lo oigo patalear, y luego detenerse.
—Muy bien, María. Accedo a comprobar rápidamente sus funciones. Pero ¡solo para que me deje usted en paz!
—¡Ah, esto sí que es un hombre!
Distingo una leve sonrisa de victoria en la exclamación de María, así como la resignación del interno. Se saca dos o tres cosas del bolsillo mientras la mujer de la limpieza vuelve a su carrito como si nada hubiera pasado. Durante ese tiempo, me aferro a la diminuta esperanza que la conversación acaba de brindarme. Si María no se lo ha inventado, eso significa que he conseguido mover los labios, y todo gracias a una canción.
Oigo que el interno se inclina sobre mí, comprendo que debe de estar palpándome puesto que ha apartado las sábanas. Sin embargo, acecho todo eso con un oído distraído. Mientras él se atarea, toda mi actividad se centra en la canción que han puesto hace un rato. Repito una y otra vez la letra y la melodía en mi cabeza. Casi lo grito todo en mi mente, pero al parecer nada rebasa los confines de mi cerebro, pues el interno cesa en su examen con un enésimo suspiro.
—Lo lamento infinito, María, pero no ha cambiado nada. Créame, me habría gustado que fuese de otro modo. No, no diga nada, por favor.
Comprendo que la mujer de la limpieza se disponía a interrumpirlo.
—Vuelvo a mi puesto. No vacile en llamarme si ocurre algo real.
—Ha sido real.
—Según usted. Yo le digo que es imposible.
—Según usted —repite ella.
El interno sale. Acto seguido lo hacen María y su carrito.
Me aferraré a mi brizna de esperanza mañana por la mañana. Por el momento solo tengo ganas de llorar.