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Elsa

Tengo frío. Tengo hambre. Tengo miedo.

Al menos eso creo.

Hace veinte semanas que estoy en coma e imagino que debo de tener frío, hambre y miedo. Parece absurdo, porque si alguien debe saber lo que experimento, sin duda ese alguien soy yo, pero ahora… solo puedo imaginarlo.

Sé que estoy en coma porque los he oído hablar de ello. Vagamente. Debe de hacer unas seis semanas que «oí» por primera vez. Si he contado bien.

Cuento como puedo. He dejado de contar las visitas del médico. Ya no viene casi nunca. Prefiero basarme en las rondas de las enfermeras, el problema es que son bastante irregulares. Lo más sencillo es contar las apariciones de la mujer de la limpieza. Entra en mi habitación todas las noches hacia la una de la madrugada. Lo sé porque oigo el jingle de la radio que lleva enganchada al carrito. Y eso lo he oído cuarenta y dos veces.

Hace seis semanas que estoy despierta.

Hace seis semanas que nadie se da cuenta.

De todos modos, no van a someterme a un TAC las veinticuatro horas del día. Si el sensor que hace «bip» a mi lado no ha querido mostrar que mi cerebro es de nuevo capaz de hacer funcionar su zona auditiva, no van a arriesgarse a introducir mi cabeza en el escáner por un coste de ochocientos mil euros.

Todos me creen desahuciada.

Hasta mis padres empiezan a rendirse. Mi madre ya no viene tan a menudo. Y al parecer, mi padre lo dejó al cabo de diez días. Solo mi hermana pequeña acude con regularidad, todos los miércoles, en ocasiones acompañada de su pareja de turno.

Mi hermana parece una adolescente. Tiene veinticinco años y cambia de tío casi cada semana. Me gustaría alborotarle el pelo, pero como no puedo, me limito a escucharla.

Si hay algo que los médicos saben decir es: «Háblele.» Siempre que oigo a uno repetirlo (cierto, es poco frecuente, dado que cada vez se dejan caer menos por aquí), me entran ganas de hacerle tragar la bata verde. No sé si es verde, por cierto, pero así es como la imagino.

Me imagino muchas cosas.

A decir verdad, no tengo otra cosa que hacer. Porque oír a mi hermana hablar sin parar de sus asuntos del corazón llega a cansarme.

Mi hermana no se anda con tapujos, pero se repite un poco. Siempre el mismo comienzo, el mismo desarrollo y el mismo final. Lo único que cambia es la cara del tipo en cuestión. Todos son estudiantes. Todos son moteros. Todos tienen un toque ambiguo, pero de eso no se da cuenta. Nunca se lo he dicho. Si algún día salgo del coma, tendré que hacerlo. Podría serle útil.

Al menos con mi hermana hay una ventaja. Siempre me describe lo que me rodea. Le lleva justo cinco minutos. Los cinco primeros minutos después de entrar en mi habitación. Me habla del color de las paredes, del tiempo que hace fuera, de la falda que lleva la enfermera debajo de la bata y de la pinta de gruñón del camillero con el que se ha cruzado al llegar. Mi hermanita estudia Bellas Artes. De manera que cuando me describe todo eso tengo la sensación de leer un poema en imágenes. Pero solo dura cinco minutos. Después se pasa una hora metida en una novela romántica.

Al parecer, hoy el día está gris, lo cual hace que las paredes lechosas de mi habitación sean aún más horribles que de costumbre. La enfermera lleva una falda beis, como para alegrar el ambiente. Y el último tío de turno se llama Adrien. Después de lo de Adrien he desconectado. He vuelto a sumirme en mi entorno una vez cerrada la puerta.

De nuevo estoy sola.

Hace veinte semanas que estoy sola, únicamente seis que soy consciente de ello. Y sin embargo, tengo la impresión de que hace una eternidad. Sin duda el tiempo pasaría más deprisa si durmiera más a menudo. Quiero decir, si mi mente desconectase. Pero no me gusta dormir.

Ignoro si tengo alguna influencia sobre mi cuerpo. Más bien estoy «en marcha» o «apagada», como un aparato eléctrico. Mi mente hace lo que le da la gana. Soy una inquilina de mi propio cuerpo. Y no me gusta dormir.

No me gusta dormir porque, cuando lo hago, ni siquiera soy ya una inquilina, sino que me convierto en espectadora. Veo desfilar un montón de imágenes ante mí y no tengo manera alguna de ahuyentarlas con rapidez despertándome, transpirando o debatiéndome. Solo puedo verlas pasar y esperar el final.

Todas las noches pasa lo mismo. Todas las noches el mismo sueño. Todas las noches vuelvo a ver el suceso que me trajo aquí, a este hospital. Y lo peor del caso es que yo solita me puse en este estado. Nadie más que yo. Yo y mi estúpida pasión glaciar, como decía mi padre. De hecho, por eso ha dejado de venir a verme. Debe de pensar que yo me lo he buscado. Nunca ha entendido por qué me gusta tanto la montaña. Solía decirme que me dejaría en ella la piel. Sin duda tiene la impresión de haber ganado la batalla con mi accidente. Yo no tengo la impresión de haber perdido ni de haber ganado. No tengo ninguna impresión en absoluto. Lo único que quiero es salir del coma.

Quiero tener frío, hambre y miedo de verdad.

Es increíble lo que uno puede comprender sobre su cuerpo cuando está en coma. Comprendes realmente que el miedo es una reacción química. De hecho, podría sentirme aterrorizada cuando reveo todas las noches mi pesadilla, pero no, me limito a mirar. Me miro levantarme a las tres de la madrugada en el dormitorio común del refugio y despertar a mis compañeros de cordada. Me miro desayunar vacilante, dudando como siempre si tomar un té o no para evitar tener la vejiga llena en el glaciar. Me miro ponerme metódicamente capa tras capa de ropa desde los pies hasta la cabeza. Me miro abrocharme la chaqueta cortavientos, ponerme los guantes, ajustar la linterna frontal y sujetarme los crampones. Me miro reír con mis compañeros, también ellos despiertos a medias pero inundados de alegría y de adrenalina. Me miro ajustarme el arnés, lanzar la cuerda a Steve, hacer el nudo de ocho.

El jodido nudo de ocho.

Un nudo que he hecho innumerables veces.

Esa mañana olvidé pedir a Steve que lo comprobase porque estaba contando un chiste.

Y sin embargo parecía estar bien hecho.

Pero no me es posible avisarme. De manera que me miro arrollar la cuerda sobrante en una mano, coger el piolet con la otra e iniciar el recorrido.

Me miro resollar, sonreír, temblar, caminar, caminar, caminar y seguir caminando. Me miro avanzar a pasos cautelosos. Me miro diciendo a Steve que tenga cuidado con el puente de nieve sobre la grieta de más arriba. Me miro apretar los dientes al pasar a mi vez por ese punto difícil y resoplar de alivio una vez llegada al otro lado. Me miro bromear sobre la facilidad del asunto.

Y miro cómo las piernas dejan de sostenerme.

La continuación me la sé de memoria. El puente de nieve era una inmensa placa. Yo era la única que seguía sobre él. La nieve se desliza bajo mis pies y salgo despedida con ella. Noto el impacto de la tensa cuerda que me une a Steve, como gemelos conectados a un cordón umbilical. Primero noto el alivio que me invade, y luego el miedo cuando la cuerda se alarga varios centímetros. Oigo la voz de Steve, que se aferra al hielo con crampones y piolets. Percibo vagamente unas órdenes, pero la nieve sigue pasándome por encima, haciendo fuerza contra mi cuerpo. De forma progresiva, la tensión alrededor de mi cintura cede, el nudo se deshace y allá que voy.

No llego muy lejos. Unos doscientos metros tal vez. La nieve me cubre por todas partes. Me duele terriblemente la pierna derecha y mis muñecas parecen describir ángulos extraños.

Tengo la impresión de dormirme unos instantes para luego despertar, más alerta que nunca. El corazón me late a toda velocidad. Me invade el pánico. Intento calmarme pero resulta difícil. No puedo mover ninguna parte del cuerpo. La presión es demasiado intensa.

Apenas consigo respirar, pese a tener delante de la cara varios centímetros cúbicos de vacío. Abro un poco la boca y a duras penas encuentro la fuerza para toser. La saliva me cae sobre la mejilla derecha. Debo de estar de lado. Cierro los ojos y trato de imaginarme en mi cama. Es sencillamente imposible.

Oigo pasos por encima de mí. Oigo la voz de Steve. Tengo ganas de gritar. De decirle que estoy ahí, justo debajo de sus pies. Oigo asimismo otras voces. Sin duda los alpinistas a los que hemos adelantado hace un rato. Desearía soplar el silbato, pero para eso debería mover la cabeza y no lo consigo. De manera que espero, helada, petrificada. Poco a poco los ruidos se atenúan. No sé si es porque se alejan o porque me duermo, pero todo se vuelve negro.

Y después de eso, lo único que recuerdo es la voz del médico diciéndole a mi madre que hay nuevos papeles que rellenar puesto que acaban de cambiarme de habitación, porque, compréndalo, señora, más allá de catorce semanas el equipo médico ya no puede hacer gran cosa.

Fue entonces cuando comprendí que solo podía oír. Mi mente se preparó para llorar, pero obviamente no lo conseguí. Ni siquiera me embargó la tristeza. Sigo sin sentirla. Soy un capullo vacío. No, vivo en un capullo vacío.

Una crisálida inquilina de un capullo tal vez quede más bonito. Me gustaría mucho poder salir de él, lo que equivaldría a decir que también soy la propietaria.