Capítulo 10

Sábado, 20 de agosto de 1949

Domingo Solís golpeó el picaporte de la casa parroquial de San Jorge el Real. Había esperado ver salir de la iglesia a mosén Hipólito al finalizar la primera misa de la mañana, pero en su lugar lo hizo uno de los canónigos, que, sin detenerse, se ajustó el bonete, dobló la esquina y enfiló la calle Pasaje en dirección a la catedral. Domingo había acudido con el sargento, quien, impaciente, golpeó la puerta con el puño. No tardó en oírse el sonido de un cerrojo en el interior, un segundo antes de que la puerta se abriera para mostrar el rostro del sacristán de la parroquia.

—Ah, es usted, capitán Solís —dijo a modo de saludo, sin prestar atención al sargento.

—El sargento Ramírez —lo presentó Domingo—. Tenemos concertada una visita con mosén Hipólito, ¿puede hacer el favor de avisarle?

El hombre pareció turbado.

—Me temo que no va a ser posible, capitán.

—¿Está enfermo?

—Mosén Hipólito no se encuentra en casa.

—Supongo que no tardará en volver, me había citado con él a esta hora.

—No sé cuándo volverá, ¿quizá podría usted dejar el asunto para mañana?

—Me temo que arrastramos demasiado retraso, el robo de ese cáliz preocupa en Pamplona, me consta. Y no solo en el obispado, sino también en la Diputación y en la Comandancia. Es preciso aclarar por completo las circunstancias del caso, y para ello necesito la colaboración de todos ustedes, como ya advertí a mosén Hipólito.

—Tal vez le sirva lo que yo pueda contar, aunque ya declaré que ni mi esposa ni yo oímos nada.

—Pero ¿se puede saber adónde ha ido don Hipólito? —intervino el sargento con brusquedad.

—Será mejor que pasen —contestó el sacristán por fin, apartándose de la puerta.

Siguieron un pasillo estrecho que les condujo a lo que sin duda era el despacho parroquial. Las revistas eclesiásticas, los periódicos atrasados y decenas de documentos yacían amontonados sobre la mesa en completo desorden, amenazando con hacer caer el crucifijo que ayudaba a afianzar la pila. Una gran librería de madera con puertas de cristal cubría toda la pared posterior, y en su interior se acumulaban, con el mismo desorden que reinaba en la mesa, cientos de libros, legajos y registros parroquiales. Muchos de ellos estaban forrados con papel de periódico y el título aparecía escrito con tinta en el lomo. Sobre las filas de volúmenes se apilaban más revistas, cajas de sobres y calendarios de taco, y en primer plano se tenían en pie decenas de estampitas con imágenes del Papa, de vírgenes y santos, además de los recuerdos y relicarios más dispares. Olía a papel viejo y a humedad, y todo en aquella habitación daba sensación de descuido y abandono.

El sacristán entró con ellos y se colocó detrás de la mesa, evitando sentarse en el sillón del párroco. Les señaló las dos sillas vacías frente a él, pero ambos hicieron caso omiso de la invitación.

—¿Y bien?

—Mire usted, capitán, resulta que don Hipólito no ha pasado la noche en casa. Algo fuera de lo habitual —se apresuró a añadir.

—¿Y conoce usted el motivo? —preguntó el guardia civil.

—Lo ignoro por completo.

—Dice usted que es poco habitual…

—Muy poco, se lo aseguro.

—Pero ¿ha ocurrido algo parecido con anterioridad?

—Sí, ha ocurrido —concedió el sacristán—. Pero siempre ha estado de regreso para la misa de la mañana.

—¿Y dónde se supone que ha pasado esas noches de las que nos habla? —intervino el sargento.

—No sabría decirles. No soy quién para pedir ese tipo de explicaciones.

—¿Cuándo se ha dado cuenta de su ausencia?

—Esta mañana, capitán, poco antes de la misa. La vivienda del párroco está en la planta de arriba y, aunque el encargado de tocar a misa soy yo, él baja con puntualidad, a tiempo para celebrar.

—Algo que hoy no ha ocurrido…

—No, ha sido una situación incómoda. Al ver que no bajaba, he llamado al timbre, sin respuesta. Tengo mis propias llaves y, preocupado por si le había ocurrido algo, he entrado en la casa. Pero no estaba. He tenido que enviar al monaguillo a la catedral para que diera aviso a un canónigo. Y, aunque con retraso, él ha celebrado la misa.

—Sí, lo hemos visto salir.

El sargento intercambió una mirada de interrogación con su superior.

—Nos gustaría echar un vistazo a la casa de don Hipólito —sugirió el capitán.

El sacristán pareció turbado.

—Discúlpeme, capitán, pero no sé si debo… —dudó en voz alta—. No, desde luego no sin el permiso del deán.

—Lo comprendo. Tan solo dígame si ha observado algo extraño en la vivienda.

—La verdad es que no me he fijado especialmente, pero no, nada que me haya llamado la atención. Salvo la cama de don Hipólito, que estaba sin deshacer. Entiéndame, al no responder al timbre he usado mi llave, he llamado en voz alta y me he limitado a comprobar que no estaba en su cama. También he mirado en el cuarto de baño, ya sabe, a veces los resbalones pueden ser traicioneros. Antes de salir he comprobado, desde el pasillo, que no estuviera en la cocina ni en el cuarto de estar.

—¿Tendría usted inconveniente en subir de nuevo? Solo para estar seguros. Nosotros esperaremos aquí.

—No creo que haya nada malo en ello —consintió, e hizo ademán de salir.

—Simplemente recorra toda la casa y compruebe que no está, y fíjese si hay algo fuera de lugar o que le llame la atención. Pero no toque nada.

—Me preocupa usted, capitán. Estoy seguro de que don Hipólito entrará por la puerta en cualquier momento.

—Es lo más probable, pero conviene ser precavidos.

Los dos guardias oyeron al sacristán abrir la puerta del pasillo que conducía al piso superior.

—Muy extraño todo esto, ¿no? —comentó el sargento.

El capitán asintió con la cabeza, pensativo.

—Es una situación muy incómoda, joder.

—¿A qué se refiere, capitán? ¿A que haya pasado la noche fuera de casa?

—¿A qué me voy a referir si no, Bartolomé?

—Le entiendo…

—Me temo que cuando regrese va a tener que dar muchas explicaciones. Esto es muy desagradable para todos.

—Claro, son ustedes amigos.

—Jugamos a las cartas en el casino, sin más. Hasta ahí llega nuestra amistad.

—Está bien, capitán, no se ponga a la defensiva.

Domingo Solís lanzó un suspiro de hastío.

—No sé qué pensar… Primero el robo del cáliz, y ahora no aparece el párroco.

—¿Cree usted que las dos cosas pueden estar relacionadas?

—¡Qué sé yo, Bartolomé! Lo único que sé es que nada de lo que tenemos entre manos parece tener solución y cada día que pasa se suma un nuevo problema a la lista. Como no espabilemos, nos va a empezar a oler el culo a quemado. No sabes tú cómo estaba ayer el comandante.

Las pisadas en la escalera les advirtieron del regreso del sacristán. La puerta del piso superior se cerró de nuevo, y al cabo de un instante entró en el despacho.

—¿Ha visto algo?

—Sí. En la cocina. La tapa de la cocinilla económica está abierta, y la portezuela lateral, la que se utiliza para sacar la escoria, también. Hay muchas cenizas en el suelo, como si se hubiera dejado quemar una gran cantidad de carbón. Y la mesa está dispuesta, con un guiso de carne y patatas en una cazuela. Una parte está servida en el plato, pero no la han tocado, porque la cuchara está limpia. Ah, y hay un vaso lleno de vino al lado.

—¿Y qué conclusión saca usted de todo eso? —preguntó, tratando de que fuera el sacristán quien adelantara su opinión.

—Que don Hipólito salió con prisa justo cuando se disponía a cenar.

El capitán asintió.

—¿Hay teléfono aquí?

—No, están a punto de instalarlo, pero de momento hay que ir al Palacio Decanal si se quiere llamar. Y lo mismo sucede cuando llama alguien, no sabe usted lo incómodo que es tener que acudir hasta allí cuando…

—Está bien, está bien —le cortó—. Lo importante es que quienquiera que interrumpiera su cena tuvo que venir aquí en persona y llamar a la puerta. ¿No oyó usted nada?

El sacristán entrecerró los ojos, pensativo, y negó con la cabeza.

—Supongo que a esa hora yo estaría en casa cenando con mi mujer. La casa es independiente, pero si le digo la verdad me resulta extraño no haber oído nada, si es que alguien llamó a la puerta. Hacía calor, así que cenamos con el balcón de la cocina abierto.

—Quizá no llamara nadie —terció el sargento—. Pudo recordar algo y salir pitando… Darse cuenta de que llegaba tarde a alguna cita que había olvidado.

—Todo eso son conjeturas —reconoció el capitán—. Espero que dé señales de vida a lo largo de la mañana y él mismo nos lo explique. Pero, si no, tendré que pedir permiso al deán para registrar a fondo la casa parroquial y la iglesia.

—No será necesario, ya lo verán. Estoy convencido de que aparecerá por esa puerta en cualquier momento.

Manuel se encontraba en la biblioteca, sentado en su sillón favorito junto al ventanal, con una copa de jerez al alcance de la mano. Sostenía en el regazo un voluminoso tratado de arte románico que dejó precipitadamente sobre la mesa cuando empezó a sonar el teléfono. Se levantó con rapidez y cogió el pesado auricular negro.

—Doctor Vega, dígame.

Oyó cómo la operadora terminaba de manipular las clavijas y la voz de Domingo Solís a continuación.

—¿Manuel?

—Sí, Domingo, dime.

—Perdona si te interrumpo a la hora de la comida. Solo quería advertirte de que esta tarde tampoco habrá partida.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Conocía bien a su amigo, y el tono de su voz le indicaba que algo no marchaba bien.

—Pues mira, que mosén Hipólito no da señales de vida.

El capitán puso a Manuel al corriente sin muchas explicaciones.

—Tengo a todo el cuartel recorriendo Puente Real en su busca, tratando de averiguar si alguien lo ha visto desde ayer por la tarde, pero, ya te digo, parece que se lo haya tragado la tierra.

—Si hay algo que pueda hacer…

—No, tranquilo, solo quería avisarte. Si quieres pásate por el casino para advertir al alcalde, no consigo hablar con él. Después de comer vamos a ir a San Jorge, tengo el permiso del deán para inspeccionar la casa parroquial.

—Está bien, aunque no haya partida, siempre se agradece tomar un café y ponerse al corriente de lo que se cuece en Puente Real.

—Sé discreto respecto a mosén Hipólito, di simplemente que está… ausente —pidió el capitán, dejando traslucir cierta intención en la voz.

—Descuida, no daré detalles. Pero, por favor, mantenme al tanto si hay alguna novedad, me dejas inquieto.

—Lo haré, no te preocupes.

Manuel oyó el chasquido al otro lado de la línea y colgó el receptor. Cruzó la habitación en busca de la copa de jerez, se acercó con ella al balcón y, pensativo, se entretuvo contemplando a los pocos viandantes que pasaban por delante de la casa, buscando la sombra de los árboles del paseo en aquel caluroso sábado de agosto. Se disponía a sentarse de nuevo en el sillón cuando oyó la voz de Margarita anunciando que la comida estaba lista.

El sol caía de plano sobre la fachada de San Jorge mientras los dos guardias esperaban. Bartolomé se había quitado el tricornio y, con él en la mano, se secaba la frente. El sudor empezaba a empaparle también la parte posterior de la camisa, donde la bandolera de cuero de la bolsa que portaba la oprimía contra la piel. Cuando se abrió la puerta, se coló en el pasillo de la casa parroquial con un simple gruñido a modo de saludo, y el sacristán se hizo a un lado para que entrara también el capitán.

—¿Ha sabido algo de él?

—Nada en absoluto —respondió el sacristán con un tono de voz que, entonces sí, dejaba entrever una honda preocupación—. Pasen al despacho si quieren.

—El deán ha dado su autorización para…

—Estoy al corriente —lo interrumpió—. Pueden subir cuando quieran. Espero que encuentren algo que les sirva para averiguar su paradero.

El sacristán abrió la puerta del descansillo que comunicaba con el piso superior y les precedió por una escalera estrecha y demasiado empinada hasta la vivienda del párroco. El lugar no causaba mejor impresión que el despacho. Varios fardos de periódicos y revistas viejos se apilaban en el pasillo y de un perchero colgaban sin orden prendas que con seguridad no se habían utilizado desde el invierno anterior. Cajas de cartón repletas de legajos parecían esperar para ser clasificados y devueltos a los archivos.

—A don Hipólito no le gusta que mi mujer ponga orden en sus cosas —se excusó el sacristán—. Debe limitarse a quitarles el polvo y a limpiar y fregar la casa. Pero pueden ustedes pasar, empiecen por donde gusten.

Recorrieron la vivienda durante más de media hora sin encontrar nada que les llamara la atención, de modo que se centraron en la cocina. Allí, en efecto, todo parecía dispuesto para una cena que en ese momento aprovechaban media docena de moscas que revoloteaban en torno al plato lleno de comida.

—Gasta buen apetito don Hipólito —soltó el sargento al acercarse a la mesa.

—¡Bartolomé! —reconvino el capitán en voz baja.

—Perdón —musitó.

—¡Bartolomé! ¡Párese!

El sargento se detuvo paralizado por la sorpresa.

—¿Qué he hecho? —dijo levantando las manos.

—Échese atrás, por favor.

El capitán se agachó junto a la cocina económica. La portezuela, como había explicado el sacristán, se hallaba abierta, y la escoria había caído al suelo formando un pequeño montón. En torno a este, las baldosas estaban cubiertas por una fina capa de polvo de ceniza y, en su extremo, se distinguían dos huellas con nitidez. Más allá había otras que se perdían a medida que desaparecía la ceniza.

—¿Ha pasado usted por aquí esta mañana? —preguntó volviendo la cabeza.

El sacristán negó con la cabeza.

—¿Podría mostrarme la suela de su zapato?

El hombre se apoyó en la mesa para levantar el pie.

—No, no es la misma —afirmó—. Quizá sean de mosén Hipólito.

—No, ¡qué va! —negó el sacristán—. Don Hipólito es obeso, pero tiene el pie muy menudo.

—Deme la bolsa —pidió el capitán a su subordinado.

El sargento dejó el tricornio en la silla, se pasó la bandolera por encima de la cabeza y se la entregó. El capitán levantó la solapa y extrajo un cuaderno del interior, arrancó una hoja del lomo engomado y, con cuidado, la depositó sobre una de las huellas. Después, con un lápiz, comenzó a marcar su contorno en el papel traslúcido.

—¡Coño, capitán! ¿Dónde ha aprendido usted a hacer eso?

Domingo le lanzó una mirada furibunda, mientras retiraba la hoja. Después la colocó en una de las baldosas limpias y, con cuidado, acercó su propio pie al dibujo.

—Un pie grande, sin duda. Pero es lo único que vamos a sacar en claro, la suela es muy lisa, sin dibujo. Un ligero jaspeado, a lo sumo, quizás una alpargata de esparto.

—Pues sí, de esas hay pocas en Puente Real.

—¡Ya está bien, Bartolomé! —estalló el capitán—. Ha desaparecido el párroco y usted se permite seguir con sus chanzas a todas horas.

El sargento se pegó a la pared, muy tieso.

—Perdone, capitán. Tiene usted razón. —Lanzó también una mirada de disculpa al sacristán.

—Esto es importante. Indica que en esta habitación ha estado alguien aparte de mosén Hipólito. ¿Sabe si acostumbra recibir visitas aquí arriba?

—Yo jamás he visto a nadie, ya ve cómo está la casa. La verdad es que don Hipólito gusta de aceptar invitaciones de feligreses, sobre todo si es para compartir la mesa, ya me entiende usted —agregó con expresión culpable—. Pero creo que no le gusta subir a nadie aquí, recibe a todas las visitas abajo, en el despacho parroquial.

El capitán asintió.

—Supongo que habrá dado usted una vuelta por la iglesia… —dijo mientras guardaba la hoja de papel en la bolsa.

—Sí, claro —repuso el sacristán—. Y tenga usted en cuenta que esta mañana se ha celebrado allí una misa.

—No obstante, bajaremos a echar un vistazo.

—Como desee. El deán me ha ordenado que no ponga ningún tipo de traba a sus pesquisas.

Descendieron hasta el pasillo de la planta baja y esperaron allí mientras el sacristán recogía un manojo de llaves. Después salieron al exterior.

—¿No hay comunicación directa de la casa parroquial con la iglesia?

—No, a la iglesia se accede desde el exterior —respondió el sacristán, apurándose para huir del intenso calor del sol.

Al entrar en el templo, les asaltó el olor a cera quemada, madera vieja e incienso, si bien el aire fresco del interior les proporcionó un gran alivio. Recorrieron las capillas laterales, subieron al coro y acabaron en la sacristía, donde un alba y una casulla, ambas de buena talla, aguardaban al celebrante de la misa vespertina.

—Aquí tampoco hay nada —declaró el sargento.

—¿Adónde da esa puerta? —preguntó el capitán.

—Lleva al pequeño campanario de la iglesia —respondió el sacristán.

—¿Se puede subir?

—No es necesario —dijo el sacristán abriendo la vieja puerta de madera—. Aquí esta la cuerda que utilizo para tocar a misa. Hará un año que no subo al campanario, es muy angosto, por no hablar de la escalera. Apenas tiene luz y está llena de excrementos de paloma.

—Bartolomé, me temo que va a tener que subir usted. No podemos marcharnos sin comprobar el campanario.

El sargento refunfuñó, pero cedió cuando el sacristán regresó de la sacristía con una vela encendida sobre una palmatoria.

—Con esto tendrá usted bastante, no son muchas escaleras. Eso sí, tenga cuidado con la palomina.

El guardia inició el ascenso con la cabeza gacha, para evitar golpearse con los escalones. El capitán vio que el reflejo de la vela se perdía tras el primer recodo.

—¡Dios, cómo está esto! —se oyó gritar al poco.

El capitán tenía la mirada fija en el primer escalón.

—Deme otra vela, por favor. Dese prisa.

Mientras el sacristán regresaba a la sacristía, paseó la vista por el altar y en dos zancadas subió a coger el pesado cirio que ardía ante el retablo mayor. Con él en la mano regresó a la base del campanario y acercó la luz a las escaleras.

—¡Dios mío! —exclamó.

Impresas en la gruesa capa de polvo que cubría los primeros escalones, se veían con toda nitidez varias huellas. Unas correspondían a un pie pequeño, que a simple vista podría parecer el de un niño o de una mujer. Estas se dirigían hacia arriba, y no había ninguna similar en dirección contraria. Junto a ellas, a veces superpuestas, había pisadas mucho mayores, de un tamaño muy parecido a las huellas de la cocina. Las últimas eran mucho más abundantes y aparecían en sentido ascendente y descendente. Y, finalmente, en medio de todas, las huellas que Bartolomé acababa de imprimir.

El sacristán regresó con otra vela y lanzó al capitán una mirada de sorpresa, que se convirtió en reproche al comprobar que se trataba del cirio que ardía ante el sagrario.

—¿Ha visto algo? —preguntó.

El capitán asintió con la cabeza, con marcada lentitud.

—Mosén Hipólito está arriba —declaró.

Manuel apuraba su café y su Ponche Caballero junto al alcalde y varios parroquianos cuando Basilio se acercó por detrás.

—Tiene usted una llamada, doctor.

—¿Ha dicho quién es?

—No, don Manuel, pero, a juzgar por el apremio de la voz, diría que se trata de algo urgente.

Manuel bajó las escaleras con prisa, deslizando la mano derecha por el barandado. El aparato se encontraba descolgado en el interior de una pequeña cabina de madera y cristal. Se acercó el auricular al oído y respondió:

—Sí, Manuel Vega al habla, ¿quién llama?

—¡Manuel! Soy Domingo —dijo el capitán sin ocultar su zozobra—. Hemos encontrado a mosén Hipólito. En la iglesia de San Jorge. Ven, por favor.

—Pero ¿qué ocurre? ¿Está enfermo? ¿Está herido?

—Joder, Manuel, está muerto.

Un pitido continuado le indicó que se había cortado la comunicación. Aturdido, colgó el aparato. Al salir de la cabina, el gran espejo que cubría la pared del fondo le devolvió la imagen de su rostro, lívido y demudado. Caminó hacia la calle absorto en sus pensamientos, sin responder a los saludos de los habituales del casino con los que se cruzaba.

De forma inconsciente dirigió sus pasos hacia su casa. Cruzó el puente de hierro en la plaza de Calvo Sotelo y, aunque le temblaban las piernas, aceleró la marcha hasta que se plantó en la puerta. Entró en el vestíbulo y se dirigió hacia el consultorio en busca de su maletín. Arriba se oía el eco apagado de la radio en la sala de costura, pero decidió salir sin dar explicaciones. Atravesó la plaza de los Fueros, casi desierta a esas horas. Solo unos cuantos parroquianos soportaban el calor a la sombra de los toldos, en las mesas más resguardadas de las terrazas. Franqueó el arco de salida y giró a la derecha, por la estrecha callejuela que conducía directamente a la plaza del Mercadal. En su mente se agolpaban las imágenes del archivero, que en aquel preciso instante debería haber estado echando con él la habitual partida de guiñote. Se plantó ante los escalones de la iglesia y suspiró con fuerza antes de empujar la puerta entreabierta. Un número de la Guardia Civil controlaba la entrada desde el atrio, resguardado del calor.

—Ah, doctor Vega. Pase usted, el capitán Solís le está esperando —indicó con gesto afligido.

Todas las luces del templo estaban encendidas. Manuel avanzó por la nave central orientándose por las voces que llegaban desde el crucero, hasta que vio a otro número de la Guardia Civil ante una puerta de madera que parecía conducir al campanario. A su lado reconoció al deán de la catedral, conversando con gesto grave con un hombre vestido de seglar. Junto a él, sentada en el primer banco de una capilla lateral, una mujer de aspecto sencillo lloraba desconsoladamente, cubriéndose el rostro con las manos. Manuel se dirigió hacia el grupo, y el deán dio un paso hacia él. Le tendió la mano.

—Soy Manuel Vega, el forense.

—Le conozco, doctor. Lamento que el encuentro se produzca en circunstancias tan dramáticas —dijo con la mano entre las suyas—. Tengo entendido que eran ustedes amigos.

Manuel asintió.

—Así era, don Serafín —respondió, mostrando su abatimiento—. No consigo asimilar lo que está ocurriendo; me cuesta creer que estemos hablando de él en pasado.

—A todos nos ocurre lo mismo —le aseguró el deán.

Un sonoro lamento de la mujer sentada en el banco pareció confirmar las palabras del canónigo.

—Es la esposa del sacristán —aclaró.

Manuel se volvió hacia ella.

—Lo lamento, señora.

La mujer levantó los ojos hinchados y asintió.

—El sacristán, supongo —dedujo a continuación, tendiendo la mano al hombre que la acompañaba.

Tras los saludos, Manuel hizo un gesto hacia el hueco de la escalera.

—¿Está arriba?

El deán asintió con la cabeza.

—Supongo que tendré que subir.

—Tendrá que esperar a que baje alguien, don Manuel —le advirtió el sacristán—. La escalera es muy angosta, igual que la plataforma del campanario, y ya están arriba el capitán Solís, el sargento y el juez.

Manuel decidió hacer caso al sacristán.

—Habrá que suspender la misa de la tarde —le oyó añadir con voz queda.

—Adviértaselo usted a los feligreses, con un cartel en la puerta cerrada será suficiente. Y, por favor, de momento… ninguna explicación a nadie.

—¿Y qué pongo en el cartel? —preguntó el sacristán, al parecer superado por la responsabilidad.

—Algo tan sencillo como «Por motivos ajenos a nuestra voluntad hoy no se celebrará la misa habitual en esta parroquia».

Manuel se sentó en el segundo banco, detrás de la esposa del sacristán, y dejó el maletín a su lado. Sacó su cuaderno de notas y el bolígrafo. Anotó la fecha y la hora en el extremo superior derecho de la página y, a continuación, en el centro y subrayado, un nombre: Hipólito Pascual.

—¿Cuánto hace que ha aparecido? —preguntó al sacristán.

El hombre pareció dudar, pero tras un momento respondió con aplomo:

—Todavía no hace una hora, recuerdo que acababan de dar las cuatro.

Manuel consultó su reloj de pulsera y anotó la hora aproximada del hallazgo.

—¿Ha sido usted quien lo ha encontrado?

—No, no. Ha subido el sargento, Bartolomé… Él ha dado el aviso, pero el capitán subía ya. No sé cómo, pero sabía que don Hipólito estaba arriba. Ha bajado al cabo de un rato y me ha… me ha contado lo que había —dijo, con la voz quebrada.

—Está bien, tranquilícese. El capitán me dará los detalles.

—Luego me ha pedido que lo acompañara al teléfono —prosiguió, haciendo un esfuerzo por recomponerse—. Ha llamado al juez, a don Serafín, después a la Comandancia de Pamplona y por último a usted.

Manuel asintió mientras desviaba su atención al hueco de la escalera, donde se oían los pasos de alguien que bajaba con cautela. Se puso en pie, a tiempo para ver al juez descender los últimos escalones, con una vieja linterna de petaca en una mano y sacudiéndose la ropa con la otra.

—Ah, Vega, ya estás aquí —saludó—. No hay quien se revuelva ahí arriba, nos va a costar bajar el cadáver.

La mujer dio un gemido al escuchar aquello.

—Será mejor que acompañes a tu mujer a casa —aconsejó el deán—. Que se tome una tila, le hará bien.

—¿Has terminado tú? —preguntó Manuel.

—Sí, pero sube. Esperaré a que bajes para firmar el levantamiento. Antes de hacerlo quiero conocer tu opinión sobre lo que hay ahí arriba.

—¿A qué te refieres?

—Prefiero que lo veas tú —respondió el juez en voz baja, dando la espalda a los demás—. Anda, sube, Domingo te está esperando.

Manuel se volvió hacia el maletín.

—Será mejor que no cojas más que el cuaderno y el bolígrafo. Ya te digo que no hay sitio ni para darse la vuelta —dijo entregándole la linterna—. Toma, te hará falta, a mitad de trayecto apenas hay luz.

Manuel tan solo se entretuvo en sacar un par de guantes que se metió en el bolsillo del pantalón e inició el ascenso por la empinada escalera de caracol. La primera imagen que le vino a la mente fue la de mosén Hipólito tratando de empujar su cuerpo pesado, casi deforme, por aquellos angostos escalones. Ignoró los montones de excrementos de paloma en que parecían hundirse sus zapatos a cada paso, y el polvo y las telarañas que se le pegaban a la camisa al rozar las paredes. El calor se incrementaba a medida que ascendía. Oyó las voces de los dos guardias al tiempo que percibía la claridad procedente del campanario. Apagó la linterna.

—¡Domingo! —llamó desde allí.

—¡Ah, Manuel! Sube —respondió Solís desde lo alto.

Vio la figura del capitán recortada contra la luz y tuvo que echar mano del pañuelo que llevaba en el bolsillo. No había acabado de secarse los ojos cuando oyó de nuevo su voz. Domingo había bajado un par de escalones, impidiendo con su propio cuerpo la visión del suelo del campanario. Le tendió la mano sudando copiosamente.

—Manuel, te advierto que… lo que vas a ver no es agradable.

—Supongo que estoy acostumbrado a estas cosas.

—Sí, si alguien lo está eres tú.

El capitán dio un paso atrás, y los ojos del médico abarcaron la escena que se dibujaba ante él. El diámetro interior de la torre no alcanzaría los dos metros, y la temperatura, con el sol de la tarde entrando de lleno a través de las arcadas, resultaba casi insoportable. El sargento, en el lado opuesto, se hallaba sentado en el suelo con el rostro lívido y envuelto en sudor. El cadáver de Hipólito se encontraba tumbado boca abajo, con el rostro hacia un lado. Las moscas zumbaban a su alrededor, concentrándose enloquecidas en torno a la boca y los ojos que, aún abiertos, componían una mueca de estupor.

—¡Por Dios bendito, Domingo! ¿Qué coño es esto?

De la boca del archivero, abierta por completo, asomaba un objeto negruzco, parecido a una piedra de aspecto blando.

—Es carbón quemado, joder —contestó el capitán—. Quien haya hecho esto le metió carbón ardiendo en la boca.

La mirada atónita de Manuel se desplazó al objeto que yacía a un palmo del rostro del archivero. Parecía una copa grande que, al volcarse, había dejado caer más trozos de carbón como el que llenaba la boca de mosén Hipólito. El médico se volvió hacia Domingo, interrogándolo con el gesto, y este asintió.

—Sí, es el cáliz que había desaparecido. Se diría que lo usaron para traer hasta aquí los carbones encendidos que le han metido en la boca.

Manuel se llevó la mano a la frente, absolutamente descompuesto.

—Pero ¿quién coño puede hacer algo así? —masculló, sintiendo náuseas.

—Tendrás que decir si esto lo hicieron mientras estaba vivo o una vez muerto.

Manuel dio un paso tratando de buscar un hueco donde apoyar el pie, se puso los guantes que llevaba en el bolsillo y se agachó con cuidado. Tocó la nuca del cadáver, que mostraba claros signos de rigidez. El cuero cabelludo se arrugaba en un gran pliegue de grasa, que el médico oprimió con fuerza, hasta que sus dedos dieron con los bordes de lo que sin duda era una fractura en el hueso occipital.

—Con todas las reservas, parece que la muerte se produjo por traumatismo.

—¿Otra vez el estacazo en la nuca? —aventuró el sargento desde el suelo.

—El golpe en la nuca se lo dieron. Ahora falta determinar si fue lo que le produjo la muerte. Y por las características de la fractura podremos saber si el objeto utilizado es el mismo que utilizaron con Herminio y con Engracia.

—¡Vaya! Veo que tú también los relacionas…

Manuel hizo un gesto con las manos para indicar que hacerlo parecía obvio.

—Hay algo que resultará determinante, Domingo.

—Lo sé. No he querido tocar el cadáver hasta que lo vieras tú.

—Pues va a ser complicado. La sotana está abotonada hasta los pies, y los botones han quedado aprisionados bajo el peso del cuerpo. Vamos a tener que darle la vuelta. Entre los tres —dijo mirando al sargento.

—Por eso no he dejado que te fueras, Bartolomé, aunque estuvieras pidiéndolo a gritos —se explicó el capitán—. Venga, échanos una mano y bajas a refrescarte.

Los tres hombres se dispusieron en torno al cadáver. Manuel tomó el cáliz con los guantes, con cuidado de no tirar el contenido, y lo examinó admirado antes de dejarlo a un lado. A una voz del capitán, los tres empujaron y colocaron el cuerpo de costado.

—Sujetadlo así mientras desabotono la sotana —pidió Manuel.

Tuvo que quitarse los guantes para hacerlo, pero al cabo de un minuto había conseguido soltar los veinticuatro botones, que se entretuvo en contar.

—Ahora dejadlo como estaba —les indicó con la tela negra en alto.

El cuerpo rodó hasta ocupar una posición parecida a la del principio, aunque la sotana había quedado abierta.

—Está bien, Bartolomé, ya puedes bajar —dijo el capitán.

El sargento no ocultó su alivio.

—Pide permiso al sacristán para usar el teléfono y llama al cuartel. Que vengan todos excepto el número que está de guardia —ordenó cuando ya desaparecía por el hueco—. Vamos a necesitar mucha ayuda para bajar el cadáver por esas escaleras.

Manuel apartó la sotana y dejó al descubierto los pantalones y la camisa del archivero. Tiró de esta hacia fuera para liberarla del cinturón, y los pliegues blancuzcos de la cintura del orondo archivero quedaron a la vista. Domingo y Manuel se miraron perplejos cuando comprobaron que los cortes rojizos que esperaban ver en la espalda no se encontraban allí. Los ojos del médico se vieron atraídos entonces hacia el puño derecho de la sotana, que dejaba al descubierto parte de la muñeca del sacerdote.

—¡Una vez muerto, no ha sido capaz de quitarle la sotana! —Comprendió el capitán siguiendo con la vista a Manuel.

Este alzó el brazo del cadáver y retiró la manga para exponer el antebrazo blanquecino.

—Hijo de puta —exclamó, apartando la vista.

El forense recogió el cuaderno y lo abrió por la página que había iniciado poco antes. Se sacó el bolígrafo de la camisa y copió el mensaje que el asesino de mosén Hipólito les había dejado escrito sobre su piel.