Capítulo 5

Martes, 26 de julio de 1949

Finalmente, la asistencia diaria a la novena a Santa Ana parecía haber resultado un bálsamo para Margarita. Manuel había llevado a cabo su advertencia, y embalaron la mayor parte de los objetos personales de Alfonso en cajas de cartón para almacenarlos en el desván del tercer piso. La ropa, juguetes, peluches, pelotas y raquetas fueron entregados a la casa de Misericordia, y solo unos cuantos libros infantiles permanecieron en la librería. Aprovecharon para dar una mano de pintura al cuarto, colocaron nuevas cortinas y vistieron la cama con ropa impersonal. Manuel recogió las fotografías y los recuerdos de su hijo, y los trasladó a la biblioteca, a la espera de poder organizarlos en el álbum familiar tras las fiestas, cuyo comienzo había sido anunciado dos días atrás por el estallido de bombas japonesas, los cohetes y por el estruendo de las charangas. Habían concedido el día libre a Carmencita y, antes de marchar, Manuel depositó en sus manos un sobre con cuarenta pesetas. La muchacha lo recibió con lágrimas y grandes muestras de agradecimiento, hasta el punto de que se despidió depositando sendos besos en sus mejillas. Margarita, sin embargo, solo salió de casa para asistir al rezo del rosario y a la penúltima sesión de la novena. Él pasó la tarde en la biblioteca en compañía de una copa de Ponche Caballero y las novelas de José María Pemán, el segundo volumen de sus obras completas recientemente editadas que Damián acababa de traerle de Madrid.

Había aguardado con ansiedad la llegada del lunes, día de Santiago. De hecho llevaba dos semanas esperándolo, desde que anunciara a Margarita su intención de no abandonar la ciudad durante las fiestas. Y es que el cartel de la corrida de aquel día era de postín, y no pensaba renunciar a ella. Toreaba Manolo González, quizás el menos consagrado, pero repetían, después del éxito del año anterior, el matador local Julián Marín y el gran Luis Miguel Dominguín. Las faenas de los tres la tarde anterior habían conseguido hacerle olvidar cualquier preocupación, participó de la merienda de sus compañeros de tendido y regresó a casa con el ánimo distendido y con la sensación de que la vida, en ocasiones dura en extremo, también proporcionaba momentos que la hacían soportable.

La mañana del 26, el día grande de las fiestas de Santa Ana, había amanecido radiante. Todo indicaba que la jornada iba a resultar tan calurosa como las anteriores, pero un ligero cierzo del norte, apenas una brisa, prometía hacerla más llevadera. La casa olía a albahaca desde la hora del desayuno, pues Joaquín, el capataz que gobernaba la finca de la vega, había subido una barquilla entera, que había extendido su aroma desde el zaguán hasta la planta superior. Carmencita había formado grandes manojos con ella y los había sujetado con un pequeño cordel a los cirios que ya estaban junto a la puerta, a la espera de que sus dueños partieran hacia la catedral para participar en la procesión. En ese momento la muchacha estaba arriba, ayudando a Margarita a vestirse, mientras Manuel apuraba su café con leche leyendo la prensa en mangas de camisa. Aún no habían tocado a misa cuando ambas aparecieron en la puerta de la cocina.

—Yo estoy lista —anunció Margarita.

Manuel la miró confundido, por lo temprano de la hora y por el aspecto soberbio que presentaba. Su delgadez, acentuada en los últimos meses, hacía que el entallado vestido de seda negra, con un amplio vuelo bajo la cintura, dibujara una figura impropia de una mujer de su edad, acentuada además por unos estilizados zapatos de tacón de puntera más que aguda. En el cabello, recogido, llevaba una peineta no demasiado grande, de la que pendía una delicada mantilla española, negra, de luto, como el resto de la indumentaria. Completaba el tocado un velo denso, aún recogido, destinado sin duda a ocultar su rostro durante la procesión.

—Pero mírame, todavía tengo que vestirme. No me has avisado de…

—No te preocupes, voy por delante —cortó—. Quizá los hombres entren más tarde en la catedral, pero si no voy ya, será imposible encontrar asiento en el lado de las mujeres.

—Como quieras, yo no tardaré. ¿Dónde te colocarás durante la procesión?

—Lo más cerca posible del paso de Santa Ana, para oír bien las jotas —respondió ya desde el vestíbulo.

Mientras Manuel se ajustaba la corbata, comenzaron a voltear las campanas de la catedral. Pareció la señal que esperaban para hacer lo mismo en el resto de las iglesias de la ciudad. Antes de ponerse la americana, abrió el balcón del dormitorio, y los sonidos de aquella jornada solemne inundaron la habitación. Se apresuró al comprobar que la calle era ya un río de hombres y mujeres que acudían a la misa mayor vestidos con sus mejores ropas, con velas y cirios de cien tamaños, todos sujetando el inevitable manojo de albahaca. Desde siempre había sido tradición entre los hombres de Puente Real estrenar traje para la procesión de Santa Ana. No quería esto decir que cada año lo hicieran, al menos las clases humildes, y menos aún después de la guerra; pero nadie que necesitara un traje nuevo no lo estrenaba hasta este día.

Cuando llegó a la catedral, la Puerta del Juicio era un hervidero y, como le había advertido Margarita, algunos ya retrocedían asegurando que no cabía un alma. Cruzó entre el gentío, sin poder evitar alzar la vista hacia las soberbias arquivoltas que representaban, en más de un centenar de imágenes, las escenas del Juicio Final. Avanzó hasta la cercana plaza Vieja, y comprobó que no había sido el primero en contemplar esa opción. A unos metros, ante la fachada del ayuntamiento, vio a Damián, que lo saludó con la mano.

—Nos vemos por segunda vez en el día —observó el librero, afable, tendiéndole la mano.

—No te conocía yo ese sombrero…

—De algo me tiene que servir tanto viaje a la capital. Para eso y para traer libros a clientes exigentes —bromeó.

—Se hace raro verte fuera de la librería. Pocos días cerrarás…

Damián se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de Manuel.

—Navidad, Año Nuevo y hoy —contestó mientras saludaba de nuevo con la mano—. Mira, ahí está Nazario. ¡Eh, Nazario, vente p’acá!

Manuel se volvió a tiempo de saludar al recién llegado. No tenían demasiado trato, pero sabía que era el propietario de uno de los mayores talleres de impresión de la ciudad.

—Buenos días, señores —saludó, haciéndose un hueco.

Las campanas comenzaron a sonar de nuevo. Damián se revolvió, incómodo por el calor y los empujones.

—¡Ahora tocan el tercero! Oídme —dijo, y por el tono parecía estar improvisando—, como parece que a oír misa no llegamos… ¿qué tal si echamos un vino en San Jaime hasta la hora de la procesión?

—Mejor una cerveza bien fría —aceptó el impresor—. Además, aunque hoy no sea día para negocios, contigo quería yo hablar.

Rodearon el ayuntamiento y giraron hacia la izquierda, en dirección a la cercana plaza de San Jaime. La animación allí era notable. Obreros, empleados, jornaleros, todos bien acicalados y con la rama de albahaca sobresaliendo del bolsillo de sus camisas blancas, aguardaban la procesión con un vaso en la mano, bajo la sombra de los toldos y los aleros.

—¡Madre mía! —exclamó Damián, mientras trataba de escrutar el interior de los establecimientos—. ¡A ver si no va a ser tan fácil!

Lo siguieron hasta un local en forma de ele, con los parroquianos apiñados en la entrada, pero con mucho más espacio en el fondo. Era una vieja casona de piedra, y el calor de la calle parecía no penetrar a través de sus gruesos muros. Manuel y el librero se acodaron en la barra.

—Y bien, ¿qué me dices de la corrida de ayer? —preguntó Damián mientras repartía los vasos.

—Memorable.

—¡Cómo se arrimaba Julián! ¿Lo vio usted? —terció Nazario.

—Tenía dura competencia con Dominguín, y toreaba en casa, así que tenía que arriesgar. Pero tuvo mérito el muchacho, no lo niego.

—Hasta los toros acompañaron…

Manuel disfrutaba de la conversación y del corto de cerveza.

—A ver qué se cuece esta tarde en la novillada —dijo, tratando de continuar con el tema cuando ya habían dado un repaso completo a la corrida.

—Para empezar se cocerán los del tendido de sol, que buena tarde viene… —bromeó el impresor, antes de apurar su vaso—. Pero ganas no les faltarán a los novilleros, que a veces tienen más pundonor que los matadores veteranos. ¡Camarero! ¡Otra ronda!

—¿Y qué tal va el negocio? —se interesó Manuel.

—Hombre, no nos podemos quejar, pero podría haber más alegría. El taller ahora es grande y, si no hay pedidos de envergadura, resulta difícil mantener a los obreros. De eso precisamente quería tratar contigo, Damián… sobre lo que hablamos hace tiempo del nuevo semanario, pero ya lo discutiremos, no vayamos a aburrir a Manuel.

—Si es sobre eso… quizás hasta él esté interesado. Manuel es de comprar la prensa diaria, y más de una vez hemos comentado la falta que haría un nuevo semanario local.

—Si es que no es normal, Damián. Antes de la guerra había dos, El Eco del Distrito, de las izquierdas, y El Ribereño Navarro. ¡Cuatro llegó a haber, y esto no era más que un pueblo! ¿Y no vamos a ser capaces de sacar ahora uno solo a la calle, sin competencia siquiera?

—Ya sabes que puedes contar conmigo. Mira… dejamos que pasen las fiestas y estos calores, y luego empezamos a buscar patrocinadores y a preparar las colaboraciones. Quizás hasta Manuel se apunte, con una columna semanal sobre salud… ¿Qué le parecería?

—Interesante. —El médico asintió después de un instante de reflexión—. Desde que cerré la clínica, no me falta tiempo.

—Hablado queda, y pendiente. Supongo que en la librería no andarás sobrado de clientes. Y para la imprenta sería bueno contar con una tirada fija semanal. Había pensado en un millar de ejemplares, para empezar.

De nuevo llegó hasta allí el apagado sonido de las campanas.

—Me parece razonable. Pero, de momento, lo que empieza es la procesión —advirtió Damián.

Regresaron a la plaza, donde el repicar resultaba ensordecedor.

—¡Joder con el campanero! Se emplea a fondo, el lisiado —exclamó el impresor.

—He oído hablar de él, pero no lo conozco —dijo Manuel—. ¿Lisiado, dices?

—Mutilado de guerra, sí.

—¡Coño! ¿Qué hombre mutilado podría voltear las campanas así?

—Bueno, dicen que le explotó un obús cerca, en una trinchera. El foso le protegió el cuerpo, pero tiene desfigurada una parte del rostro. ¿No lo has visto?

—Nunca, y mira que paso por la catedral…

—Creo que se deja ver poco en público —aclaró Damián—. Yo tampoco lo conozco.

—No tiene familia. ¿Qué mujer querría tener a alguien con la cara así por esposo? Lo comprenderéis si lo veis.

—En cualquier caso, me parece bien que se le diera el puesto de campanero siendo mutilado de guerra —repuso Manuel—. Y mejor no lo puede hacer. ¡Está haciendo volar esas campanas!

—Estará agradecido al cabildo —insistió Nazario—. Le dieron trabajo y vivienda, además en la misma torre.

—¡Ah! ¿Se aloja en la vieja vivienda de los campaneros? —preguntó Damián.

—Si es que a eso se le puede llamar vivienda —dijo Manuel—. Nunca he subido, pero me tocó tratar de bronquitis a alguno de los niños de los antiguos campaneros. Aquello en invierno debe de ser una nevera, un espacio enorme imposible de aislar, y no digamos de calentar.

—Después de la guerra, un palacio, comparado con las cuevas que hay por el monte —opinó el impresor.

—Tenía que ser curioso ver a los críos usando los tejados de la catedral como lugar de juegos —comentó Damián.

Enfilaron entonces la angosta calle del Juicio, que desembocaba ante la fachada de la catedral.

—Yo subí una vez al campanario. Y fue curioso. —Nazario señaló a lo alto, donde las campanas volteaban sin descanso—. Se sube por esa torre de la derecha, y por una portezuela se sale al rosetón. Hay un pasillo estrecho que cruza por delante, ¿lo veis? Allá arriba, se ve la barandilla. Después, por un angosto pasadizo, se llega al tejado del lado del evangelio. Y en él se abre una puerta que da acceso a la casa del campanero, que es la misma base del campanario. Allí comienzan las escaleras que suben a lo más alto.

—¿Quieres decir que hay que salir a cielo abierto por el tejado para entrar en la vivienda?

—Sí, así lo recuerdo. Además cuesta trabajo subir, tanto que los campaneros utilizaban una garrucha para izar las provisiones. Y los llamaban golpeando el tubo de desagüe que baja hasta la calle.

—Qué curioso —comentó Manuel—. Me gustaría verlo algún día.

Las campanas seguían sonando por encima de sus cabezas, y en la plaza ya se estaba conformando la procesión. Dos hileras paralelas, los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha, caminaban con los cirios encendidos. Esperaron casi hasta al final para incorporarse, una vez que la imagen de la patrona había abandonado la catedral. Tras ella, solo quedaban por desfilar las autoridades, y la banda de música hacía sonar sus instrumentos mientras esperaba para cerrar el cortejo. El arzobispo marchaba bajo palio, precedido por el cabildo de la catedral y todos los párrocos de la ciudad, incluido mosén Hipólito. Tras los representantes del clero, Manuel vio a Santiago al frente del consistorio, a varios alcaldes de localidades cercanas, al comandante militar, al gobernador civil y al capitán Solís con el jefe de la Comandancia de Pamplona. Recorrió la comitiva con la vista en busca del rostro de Herminio Polo. Un año antes no se hubiera fijado en él, pero tenía interés por ver cómo se desenvolvía en las circunstancias actuales. Sin embargo, pronto resultó evidente que el primer teniente de alcalde había decidido no asistir a la procesión de la patrona.

Aquella noche Manuel no durmió bien. Había regresado pronto de la plaza, donde la novillada no había estado a la altura de las expectativas, y encontró a Margarita en la sala de costura, pues la novena había llegado a su fin. Cenaron pronto para permitir que Carmencita acudiera al baile, leyó un buen rato en la biblioteca y fue a acostarse junto a su esposa cuando la oyó prepararse en el cuarto de baño, seguro de que le iba a ser imposible conciliar el sueño mientras la orquesta no pusiera punto final a su actuación. Mientras la esperaba, recordó cómo habían sido los últimos doce años de su matrimonio y sintió de nuevo aquel cosquilleo familiar en el vientre. Margarita se acostó por fin, y conversaron brevemente sobre lo ocurrido a lo largo del día. Luego ella se acomodó sobre las almohadas y apagó la luz de la lámpara. Él deslizó una mano entre ambos y le acarició el brazo. Sin embargo, Margarita murmuró unas pocas palabras ininteligibles, se giró bruscamente de costado, y Manuel sintió cómo la incipiente erección desaparecía.

Mientras recordaba tiempos más felices, escuchó una tras otra todas las canciones que interpretó la orquesta: Juanita Reina, Conchita Piquer, Juanito Valderrama, Antonio Machín… Llegó a tararear su «Mira que eres linda», y también el «Mirando al mar», de Jorge Sepúlveda. Calló la música y al poco oyó la puerta y los pasos quedos de Carmencita al dirigirse a su dormitorio. Solo entonces debió de quedarse dormido.

Lo despertó el sonido de las dianas que anunciaban el tercer encierro de reses, al tiempo que sonaban siete campanadas en la Casa del Reloj. La frescura de la mañana le hizo sentirse a gusto entre las sábanas y se dio media vuelta. De nuevo interrumpió su descanso un sonido irritante e insistente que parecía proceder de sus sueños, hasta que, sobresaltado, comprendió que se trataba del timbre de la puerta. Saltó de la cama, aún adormilado, se calzó las zapatillas y se echó una bata sobre los hombros. Cuando enfiló el último tramo de escaleras, Carmencita ya descorría el cerrojo. Oyó su nombre. La figura del número de la Guardia Civil que días antes había visto en la puerta del cuartel se recortaba en el vano de la puerta.

—Hazle pasar —dijo desde la base de la escalinata.

—Buenos días, doctor —saludó el joven guardia, con el tricornio en la mano—. Lamento despertarlo así, pero el capitán Solís me envía en su busca. Se ha producido una nueva desgracia.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Manuel, alarmado.

El guardia desvió la mirada hacia Carmencita.

—No sé si debo…

—Está bien, pasa a mi consulta —indicó, impaciente.

En cuanto Manuel hubo cerrado la puerta, el guardia comenzó a hablar.

—Han encontrado a don Herminio, doctor. O, mejor dicho, su cadáver.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Manuel, sinceramente conmovido—. ¿Dónde?

—Al parecer lo han encontrado los primeros hortelanos que acudían a las huertas, al amanecer. En la noria, junto al puente. El juez de guardia ha acudido ya, y el capitán me ha enviado a darle aviso, al parecer precisan de su ayuda.

—Está bien. Dile al capitán que estaré allí en un momento, lo necesario para vestirme y coger mis cosas —aseguró, mientras le indicaba la salida—. Pero dime… ¿se trata de otra muerte violenta?

—Eso es seguro, doctor —respondió ya en la calle—. Aunque resulta difícil explicar lo que hay allí, será mejor que lo compruebe usted mismo.

Cerró la puerta, intrigado y confuso. De lo alto de la escalera llegó la voz de Margarita.

—¿Pasa algo, Manuel?

Esperó a alcanzar el rellano donde se encontraba la capilla.

—Pasa que, con toda probabilidad, las fiestas han llegado a su fin por este año.

Llegó al viejo convento de San Francisco algo más tarde de las ocho, instantes después de que desde aquel mismo lugar hubieran soltado las reses del encierro, las cuales ni siquiera habrían llegado a la plaza de toros. Cruzó los tablones del vallado y caminó en dirección al río. En el cuartel, un guardia solitario vigilaba la entrada. Giró a la izquierda por la carretera de Pamplona, dejó atrás la entrada del matadero viejo y se encaminó hacia el puente y la vieja noria que desde tiempo inmemorial elevaba el agua del río hasta la acequia de riego que discurría por la margen derecha. Varios alguaciles habían acordonado la zona, de difícil acceso por otra parte. La noria se había detenido, y un numeroso grupo de personas, entre las que reconoció al capitán Solís, a Santiago, el alcalde, y a uno de los jueces que desempeñaban sus funciones en la ciudad, formaba un semicírculo en torno a un bulto cubierto con una manta.

Domingo Solís acudió a recibirlo cuando se apartó del camino y se adentró en la vereda que conducía a las compuertas.

—Manuel, no te lo vas a creer…

—¿Cómo lo han encontrado?

—Ha sido uno de los serenos quien ha dado el aviso al amanecer. Estaba con dos o tres hortelanos ahí en el bar de la Mejana y con las primeras luces han visto algo en la noria, un bulto enganchado en uno de los travesaños. Han acudido hasta aquí pensando que se trataba de algún animal muerto, un jabalí o una oveja. Y al llegar… ahí estaba, amarrado con sogas entre dos cangilones de la noria, girando sin parar bajo la fuerza de la corriente. Al principio no lo han reconocido, pero uno de los hortelanos ha venido al cuartel a dar aviso, mientras el sereno cerraba la compuerta del canal.

Avanzaron hasta el grupo e intercambiaron los saludos de rigor con gesto grave. El primer edil parecía especialmente afectado.

—Es una tragedia, Manuel. Cuando me lo han dicho no daba crédito. He tenido que venir aquí para verlo con mis propios ojos. ¡Fue alcalde de la ciudad, y ha sido teniente de alcalde hasta hoy! Las repercusiones de esto pueden ser incalculables —se lamentó—. ¡Y en mitad de las fiestas!

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó, dirigiéndose al juez, un hombre joven y espigado con el que no había coincidido antes.

—No veo inconveniente —respondió—. Sobre todo si, como tengo entendido, será usted el encargado de realizar la autopsia.

Manuel se acercó al bulto y retiró la manta que lo cubría. El cadáver de Herminio Polo permanecía maniatado a la espalda. La misma soga sujetaba los pies y el cuello, imprimiendo al cuerpo un arqueamiento poco natural. Vestía los pantalones y la camisa azul de la Falange, pero le faltaban los zapatos.

—Así es como ha aparecido —explicó el capitán—, sujeto por el cuello y por los pies a los cangilones, con la espalda curvada de manera que se adaptaba al arco de la noria.

Manuel abrió el maletín y se enfundó unos gruesos guantes de goma. Sacó un pequeño cuchillo.

—¿Puedo, señor…?

—Armando Garbayo —respondió el juez—. Soy nuevo en la plaza. Supongo que ambos desearíamos habernos conocido en otras circunstancias, pero proceda.

Manuel cortó con energía la cuerda que unía las manos y los pies, pero el cuerpo solo recuperó su posición natural de forma leve. Lo mismo sucedió al cortar la que unía las manos con el cuello. Exploró algunas articulaciones y asintió.

—¿Alguna idea acerca del momento de la muerte? —preguntó el juez.

—Resulta especialmente difícil de determinar por las circunstancias en que ha aparecido el cadáver, sumergido de forma alternativa y sometido por tanto a continuos cambios de temperatura, atado en posición forzada. Pero el rígor mortis aún no es completo. Habrá que esperar a realizar la autopsia para comprobar otros signos cadavéricos, aunque me sorprendería llegar a una conclusión distinta a la que voy a aventurar… Creo que no han pasado más de doce horas desde su muerte, ni menos de ocho.

El juez consultó su reloj.

—Eso nos sitúa entre las ocho de la tarde y las doce de la noche, de forma aproximada.

—Lo cual no quiere decir que el cadáver haya estado aquí desde entonces —aclaró el médico—. De hecho creo que no lleva demasiado tiempo en el agua, desde las primeras horas de la madrugada, quizá.

Manuel volvió la cabeza al oír lo que parecía un sollozo. Era el alcalde, que se cubría el rostro con la palma de la mano.

—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? —se preguntó, tratando a todas luces de recobrar la compostura—. Será inevitable que todo el mundo relacione esto con el asesinato de Engracia. ¡Qué escándalo, Dios mío!

—Te aseguro, Santiago, que me dedicaré en cuerpo y alma a resolver este caso lo antes posible. Si es necesario pediré refuerzos. Esta misma mañana telegrafiaré a la Comandancia de Pamplona.

—Quizá no sea necesario, Domingo. La cena de ayer se prolongó más de lo previsto… El comandante ha pasado la noche en el hotel Unión.

—¡No me jodas, Santiago! ¿Cómo no me has dicho algo así?

—Lo lamento, Domingo, aún estoy conmocionado. Envía a alguien, no creo que haya madrugado para regresar.

El capitán se volvió hacia uno de los cabos que se mantenía en segundo plano y un gesto bastó para que se pusiera en marcha.

—Señores, si no me necesitan… —dijo entonces el alcalde—. Me temo que me espera la ingrata tarea de informar a la familia del pobre Herminio. Y será necesario convocar un pleno en el ayuntamiento. En estas circunstancias es impensable continuar adelante con las fiestas.

—No te envidio, Santiago —reconoció Manuel.

—Tampoco yo a ti, si te soy sincero —respondió el alcalde señalando el cadáver y sus manos enguantadas—. Dime si necesitas cualquier cosa.

—Descuida. Hombre, lo único que puede resultar delicado es el traslado del cuerpo hasta el depósito…

—Intentaremos entrarlo por la parte de atrás y con la mayor discreción —apuntó el capitán—. Podemos utilizar nuestro propio vehículo.

El alcalde pareció reflexionar.

—Sería absurdo tratar de mantener oculta una noticia como esta, pero una vez más apelo a tu discreción, cuanto menos trasciendan los detalles macabros, mejor para todos.

Todos asintieron.

—Y, por supuesto, mantenedme informado de cualquier novedad.