Capítulo 8
Miércoles, 10 de agosto de 1949
Carmencita salió de la cocina al oír el timbre de la puerta. Se secó las manos con un trapo limpio y se ajustó el delantal mientras recorría el espacioso vestíbulo hasta la entrada. Cuando abrió vio al otro lado de la acera, y bastante alejado de la casa, a un hombre alto y corpulento al que no había visto nunca. Miraba hacia los balcones del primer piso y portaba bajo el brazo un portafolio de buen tamaño.
—Buenas tardes, perdóneme —dijo mientras se acercaba—. Soy Ángel Expósito.
—Pase usted, don Manuel le está esperando —respondió haciéndose a un lado—. ¿Me permite?
Solo entonces pareció reparar el recién llegado en que llevaba puesto el sombrero y, con un gesto de disculpa, se lo entregó. Permaneció en pie junto a la puerta mientras la muchacha lo colgaba del perchero.
—Tenga la amabilidad de esperar —le pidió—. Avisaré a don Manuel.
Aún no había dado dos pasos cuando se oyó una voz en lo alto de la escalera.
—¡Ángel! ¡Bienvenido! Sube, sube, estoy en la biblioteca —indicó con tono jovial, asomando la cabeza por la parte alta de la balaustrada.
El campanero dirigió un gesto de cortesía a Carmencita y se encaminó hacia la escalinata. La doncella, con lentitud, regresó a la cocina, sin perder detalle de aquel hombre del que don Manuel había hablado a la señora en repetidas ocasiones en aquellos últimos días. Era buena observadora, y había percibido que, aunque tratara de ocultarlo tras una actitud orgullosa, se había sentido intimidado al entrar. El pantalón que llevaba era nuevo, igual que la camisa, aunque a ambos les faltaba un buen planchado. Saltaba a la vista que tampoco estaba acostumbrado a llevar sombrero. Y lo más llamativo: en todo momento había tratado de ocupar una posición que le permitiera ocultar su perfil derecho, algo que sin embargo le había resultado imposible al girar en el descansillo de la escalera. En ese instante, Carmencita había vislumbrado la cicatriz que deformaba un rostro que de otro modo habría resultado agraciado, a pesar de la densa barba con la que trataba de ocultarlo.
Manuel esperaba en lo alto y le tendió la mano sin esperar a que llegara arriba. Aunque Ángel se encontraba un escalón más abajo, sus ojos estaban a la misma altura cuando se saludaron.
—Me alegro de tenerte aquí —dijo, e indicó el camino a su invitado—. Pasaremos a la biblioteca mientras nos preparan algo de cenar. Ya veo que has traído lo que estaba esperando… ¡y con impaciencia!
Ángel alzó ligeramente el portafolio, confirmándolo, aunque en su rostro seguía ausente cualquier atisbo de sonrisa. Manuel tomó los dos pomos de la puerta e hizo rodar las hojas sobre los rieles.
—Pasa, deja el portafolio en la mesa, me reservo el placer para más adelante… —dijo, observando la reacción de su invitado.
Lo primero que llamaba la atención al entrar en la biblioteca era la chimenea tallada en piedra que ocupaba el centro de la pared frontal. A su izquierda arrancaba la magnífica librería que cubría por completo el resto de la pared y doblaba dos esquinas hasta la puerta. Los estantes de madera noble, salpicados de pequeñas lamparitas doradas, albergaban centenares de volúmenes de apariencia tan variada que daban al conjunto un aspecto abigarrado pero soberbio. En el ángulo de la librería se había dispuesto un escritorio de época con una magnífica lámpara. En la parte derecha de la chimenea se hallaba la zona de estar, sobre una enorme alfombra idéntica a la que cubría la zona de biblioteca. Un sofá de piel y dos amplios butacones rodeaban una mesa baja situada entre los dos balcones que daban al exterior. Las puertas de ambos se encontraban abiertas, y la brisa del atardecer se colaba en el interior agitando con suavidad las cortinas.
—Aquí es donde paso la mayor parte del tiempo —explicó Manuel, mientras se dirigía al fondo de la estancia—. ¿Qué más puede pedir un hombre para los ratos de soledad? Libros, buena música, una copa de vez en cuando…, algún cigarro de tarde en tarde. ¿Tú fumas?
Ángel asintió.
—Yo no suelo fumar, así que nunca sé dónde dejo la pitillera, pero mientras la busco podemos tomar algo.
Se acercó a lo que parecía un mueble para las bebidas, junto a una pequeña mesa auxiliar.
—¿Qué te apetece? Me he permitido subir un buen vino de la bodega, pero si prefieres cualquier otra cosa tienes donde elegir…
—El vino estará bien —respondió el campanero.
—Excelente, déjame entonces que abra la botella. Un Marqués de Riscal, reserva del 45, un caldo excelente.
Ángel observaba la estancia mientras Manuel se empleaba con el sacacorchos. Después el médico sirvió dos copas. Probó el vino y, satisfecho, tendió la otra copa a su invitado.
—Y aquí está… la última de mis aficiones.
Con la copa en la mano se había acercado a un voluminoso mueble de madera situado en un costado de la estancia. En el frontal destacaba el dial de una radio, pero cuando Manuel alzó la tapa superior, apareció un tocadiscos eléctrico.
—Disfruto con la música, en especial con los maestros italianos del Barroco. Me relaja, consigue serenar mi ánimo cuando me hace falta.
Manuel manipuló el mecanismo y colocó el brazo sobre el disco que estaba puesto. La estancia quedó inmediatamente inundada por una melodiosa música de flauta.
—«Concierto para flauta dulce», de Vivaldi —explicó—. El largo es asombroso… ¿Te gusta la música clásica?
—Donde vivo no tengo ocasión…
—Bueno, si te gusta aquí tienes tu casa, puedes venir cuando quieras —respondió, y saboreó un sorbo de vino—. Luego te presentaré a mi esposa, supongo que está terminando de arreglarse, ya sabes cómo son las mujeres… ¿Has estado casado?
—Tuve una novia, antes de la guerra. Pero al volver del frente me enteré de que su familia había decidido regresar al pueblo del que procedían. Habían dejado referencias y podía acudir en su busca, pero con mis heridas… preferí desaparecer.
—Lo lamento.
—Para ella fue lo mejor. Más tarde me enteré de que se había casado y tenía varios hijos.
—Entiendo. Han debido de ser años duros para ti.
—Son cosas de las que prefiero no hablar.
—¡Claro! —se apresuró a decir Manuel—. Por supuesto… Además, es hora de que me enseñes tus dibujos, estoy impaciente.
Ángel hizo ademán de dejar la copa en la mesa.
—¡No, siéntate en el sillón! Ahí estaremos bien. Yo traeré la carpeta.
Manuel cogió el portafolio y lo depositó en la mesa baja del centro, mientras ocupaba el asiento del sofá más cercano a Ángel. Él mismo desató las pequeñas cintas de color granate que lo mantenían cerrado. En ese momento, unos golpes apenas audibles sonaron tras ellos.
—¿Se puede? —preguntó Margarita, al tiempo que entraba en la biblioteca.
—¡Ah, ya estás aquí, estupendo! —exclamó Manuel poniéndose de nuevo en pie—. Permitid que os presente: Margarita, mi esposa. Ángel Expósito, el mejor campanero que ha tenido nuestra catedral y el mejor dibujante que he conocido.
Ángel, visiblemente azorado, también se había levantado. Estaba arrinconado por los muebles, de modo que esperó a que su anfitriona se acercara, le tendió la mano y la saludó con delicadeza.
—Encantado —acertó a murmurar.
—Mi esposo lleva diez días sin dejar de hablarme de sus dibujos. Deben de ser magníficos, es muy especial con el tipo de pintura que le gusta.
Manuel reparó en el recogido de su esposa, algo poco habitual en aquellos últimos tiempos, en que las visitas no se prodigaban. El maquillaje que se había aplicado suavizaba sus marcadas ojeras, y el ligero vestido de verano, negro como toda su indumentaria, acababa de resaltar la serena belleza que la madurez le iba aportando.
—¡Has llegado justo a tiempo! Ángel se disponía a enseñarme sus primeros dibujos. ¡Ven, siéntate a mi lado, los veremos juntos!
De nuevo, tomaron asiento.
—Será mejor que lo abras tú —dijo Manuel desplazando la carpeta hacia su izquierda—, y nos vayas mostrando los dibujos en el orden que mejor te parezca.
Ángel colocó la carpeta en el suelo, de canto y apoyada en las patas de la mesa, rebuscó en su interior y, con delicadeza, extrajo el primer pliego.
—Es el capitel que tanto le gustó cuando nos conocimos.
—¡Lo has repetido!
—Sí, el papel que me ha proporcionado usted es de calidad muy superior, y el tamaño tampoco coincidía. He preferido empezar desde el principio.
—Fíjate, Margarita —dijo Manuel, sin ocultar su entusiasmo—. ¿No es extraordinario?
En la escena, que representaba la creación de los cielos y el mar, la figura de Dios aparecía tallada en dos lugares distintos. De su mano, en la primera, parecía surgir el firmamento, con el Sol, la Luna y las estrellas. La figura de la izquierda sostenía un caldero del que se vertían las aguas del mar, entre las que Ángel, jugando con las tonalidades del gris, había destacado los tres peces que representaban las criaturas de los océanos. Margarita parecía realmente pasmada.
—¡Pero, Ángel…! ¡Este trabajo es obra de un auténtico artista! ¿Cómo puede usted dar esa sensación de volumen jugando tan solo con las sombras y los diferentes trazos y texturas? ¡Parece que pueden tocarse esos pliegues de las ropas, esas ondas en el agua!
—Me he permitido dibujar las pupilas en los ojos de todos los personajes —explicó Ángel—. Eso les da mucha más expresividad. En la piedra, los ojos en blanco proporcionan a las figuras un aire fantasmal.
—¡Soberbio trabajo! ¿No te lo dije, Margarita?
El campanero ya se disponía a sacar el segundo dibujo.
—Esta es una de las diez dovelas que componen la primera arquivolta. Son todas muy parecidas, así que he empezado por una de ellas para poder espaciarlas. Todas tienen a dos ángeles que portan coronas y cetros en distintas posiciones[Fig. 4].
—¡En efecto! Son las coronas y los cetros que se entregarán en el Juicio Final a los bienaventurados que gozarán del Reino de los Cielos.
Manuel se puso en pie.
—Perdonadme, pero he pasado estos últimos días buscando entre mis libros todo lo que hubiera sobre la Puerta del Juicio. Recuerdo haber leído algún detalle acerca de esto.
Se dirigió a la mesa más próxima a la librería y tomó dos libros de distinto tamaño. Luego buscó en uno de los estantes y extrajo lo que parecía un ejemplar de la Biblia. Cogió unas lentes de la mesa, regresó y lo depositó todo junto a él, antes de abrir el más pequeño de los libros.
—Aquí está —dijo ajustándose las lentes—. Permitid que os lea esto: «En la Biblia existen múltiples referencias al premio de la corona para los elegidos, aunque quizá la principal se encuentra en el libro del Apocalipsis (Apocalipsis 2, 10)».
Manuel empujó la Biblia hacia Margarita.
—¿Puedes buscarlo tú? Creo que tienes más práctica —añadió, burlón.
Margarita compuso un gesto indescifrable, pero hojeó el libro y encontró el pasaje.
—«Mantente fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida» —leyó.
—¡Ahí está! Pero busca este otro, en la primera epístola de san Pablo a los corintios, Corintios 9, 24-25.
Margarita rebuscó de nuevo con agilidad.
—Este es más largo: «¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo, ¡y eso por una corona corruptible! ¿Qué no haremos nosotros en cambio por una incorruptible?».
—¿Imagináis a nuestros paisanos en tiempos de Sancho el Fuerte contemplando estas coronas pintadas de color dorado en manos de ángeles alados? No necesitaban leer la Biblia para comprender el mensaje. Va a resultar apasionante ir buscando la interpretación de las escenas a medida que Ángel las dibuja.
—Debo agradecerle su tarea —dijo Margarita—. Hacía tiempo que no veía a mi marido tan entusiasmado con algo. ¿Ha dibujado usted alguna más?
Esta vez Ángel esbozó lo más parecido a una sonrisa que Manuel le había visto.
—He dibujado quince en total.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Manuel—. ¡Solo han pasado diez días!
—Los días se hacen muy largos en la torre.
—Pero supongo que deberá tener el modelo ante usted para pintar con semejante detalle —contestó Margarita.
—En las primeras fases del trabajo es así. Realizo el boceto poco después del amanecer y en una hora, antes de misa de ocho, suelo tenerlo acabado. Luego subo arriba y allí, en los tejados, a la sombra de la torre, aplico las sombras y las texturas. Le aseguro que después de una hora de trabajar en el boceto, tengo todos los detalles en la cabeza, y lo mejor para trabajar es la tranquilidad de aquellas alturas. Algunos días repito el proceso tras la hora de la comida, cuando el calor vuelve a dejar las calles desiertas.
—Asombroso —reconoció Margarita—. ¿Y no ha pensado dedicarse usted a esto de manera profesional?
—No, señora, hasta hace diez días no le daba a esta capacidad más valor que el de una simple afición. Y ya tengo un trabajo que me satisface.
—Ángel se ha negado a cobrar por este trabajo —aclaró Manuel a su esposa.
—Y mantengo mi decisión. No podría aceptar dinero por hacer algo que me apasiona.
Manuel se levantó de nuevo, abrió una puerta que había en la parte baja de la librería y extrajo un paquete envuelto con un vulgar papel de embalaje marrón y atado con bramante.
—Disculpa la presentación, ha llegado esta misma mañana en La Veloz, y parece que mi contacto en Barcelona no aprecia el valor estético de sus envíos. Espero que el contenido lo compense. Ya que te niegas a cobrar, acepta este pequeño obsequio.
Ángel tomó el paquete y soltó con cuidado el nudo que sujetaba el envoltorio. Desdobló las esquinas del papel y dejó al descubierto una caja negra de madera, con una leyenda grabada con letras blancas.
FABER-CASTELL
(Since 1761).
Art & Graphic
Monochrome
—Recién llegadas de París, pero fabricadas en Alemania, según me han contado. La mejor calidad —explicó Manuel con una sonrisa—. Pero ábrelo, espero que sea lo que necesitas.
Ángel accionó los mecanismos de cierre y la caja se abrió desplegándose en dos pisos. En perfecto orden apareció ante ellos un espectacular surtido de lápices de grafito ordenados según su dureza, lápices de carbón, de cera y de pastel, barras de grafito de diferentes calibres, carboncillos, gomas, afiladores y difuminos. Manuel vio que Ángel tragaba saliva, sin dejar de mirar.
—Nunca había visto nada igual —declaró, moviendo la cabeza de un lado al otro—. Es el sueño de un dibujante, aquí hay más de cien piezas. Esto debe de valer una fortuna.
—Hacía tiempo que no gastaba unos duros tan bien gastados. Para mí son todos iguales, no sabría qué hacer con todo esto, pero en tus manos…
Ángel sacó una hoja de papel en blanco de la carpeta, cogió con cuidado uno de los lapiceros, trazó varios círculos perfectos y empezó a sombrear el primero. Al cabo de un minuto, el resultado era una esfera que parecía iluminada desde el ángulo y que proyectaba su sombra oblicua en el papel. Difuminó los trazos entrecruzados con el dedo anular, y el resultado adquirió un aspecto casi real. Dejó el lápiz y cogió otro para repetir el proceso, absorto y en silencio. En este caso, la bola brillante tenía un tono algo más oscuro y una textura granulada. Se decidió luego por una pequeña barrita y tardó apenas un instante en sombrear la tercera esfera, esta vez de un negro opaco.
—Asombroso… —musitó Margarita cuando les tendió la hoja.
—Son de excelente calidad, en efecto. Esto me facilitará todavía más el trabajo —aseguró, echando un último vistazo a los lápices antes de cerrar la caja.
—Lamento no poder verte trabajar en tus dibujos, resulta hipnótico.
—No me molestaría si algún día madruga usted y se acerca por la catedral.
—Lo haré, pero tendrás que olvidarte del «usted» de una vez por todas.
—Enséñanos algún dibujo más —pidió Margarita, tuteándolo intencionadamente.
—¿Alguno del infierno? —sugirió Manuel.
Ángel pasó varias láminas y extrajo una.
—Esta me ha llamado la atención desde que la vi. —Le dio la vuelta para mostrarla.
Una criatura infernal con cuerpo humano, garras con grandes uñas, fauces de lobo y largas orejas, asía la mano de un monje y acercaba su repulsiva lengua a la caperuza de su hábito, para lamerla o quizá para susurrarle al oído. El rostro desencajado del clérigo parecía indicar que el demonio le estaba reclamando el cumplimiento de un viejo pacto entre ambos. Junto al monje, alejado de la figura del averno, se hallaba un abad, identificado por el báculo que portaba. Sin embargo, el demonio, con el brazo por detrás del monje, colocaba la mano sobre la cabeza del abad, recordándole quizá que también él tenía un lugar reservado en el infierno[Fig. 5].
—Nunca me había parado a pensar en el significado de estas escenas —reconoció Margarita.
—Ni tú ni la mayoría de los que cada día pasan por debajo de ellas. En realidad, hay que tener ciertos conocimientos bíblicos para saber interpretarlas o disponer de alguien que lo haga.
—Hoy en día pocos están dispuestos a hacer un esfuerzo así. O estamos… —reconoció Margarita.
—Es lo que pretendo con todo esto. En la Edad Media, seguramente habría un clérigo que explicara a los fieles el significado de cada escena —aventuró Manuel mientras se levantaba—, pero ahora eso no ocurre.
Los conciertos de Vivaldi habían llegado a su fin, y el disco giraba emitiendo un sonido acompasado. Tras detener el aparato, lo cogió con suavidad y lo introdujo en la funda de cartón.
—Por cierto, ahora que te veo con la Biblia en la mano —se volvió hacia su esposa—, recuerdo que quería preguntarte algo. ¿A ti te dicen algo unas referencias como II-3 y VI-2?
Margarita compuso una expresión de extrañeza.
—¿Algo relacionado con la Biblia, quieres decir?
—Sí, algún pasaje conocido, alguna carta como la que has leído hace un momento, la de san Pablo a los corintios o a los efesios, no sé…
Margarita negó con la cabeza.
—Es igual, no tiene importancia. Hablábamos de los dibujos de Ángel —continuó el médico—. Me gustaría consultar a algún impresor para intentar editar todos los dibujos, junto a una breve interpretación de su significado, recopilando los pocos trabajos que he encontrado sobre la Puerta del Juicio —explicó en voz más alta, sin ocultar su entusiasmo, mientras seleccionaba un nuevo disco—. Desde luego, ninguno de ellos incluye las imágenes de las dovelas; a lo sumo grabados o fotografías de la portada en su conjunto.
Ángel, entretanto, había sacado nuevos dibujos y los había esparcido sobre la mesa, bajo la mirada continuamente sorprendida de Margarita.
—Boccherini —anunció Manuel—. La «Música nocturna de las calles de Madrid» estará bien, hoy estoy de buen humor.
La música inundó de nuevo la biblioteca mientras regresaba a su asiento. Contempló algunas de las escenas que representaban a apóstoles, mártires y profetas. Entre ellas asomaba una lámina con un perro en la parte inferior.
—Ah, fíjate en este. —La sacó con cuidado—. Es la representación de la avaricia.
No resultaba difícil deducir que se trataba de un carnicero. Encima de una mesa se veía una gran pieza de carne, pero la mayor parte del espacio estaba ocupada por una balanza, que el dueño del negocio trataba de inclinar apoyándose en ella. A los pies de la mesa se encontraba el perro[Fig. 6].
—Pero ¿dónde está el demonio? —preguntó Margarita.
—¡Ah, es una curiosidad de esta dovela, y de unas cuantas más! Aquí se representa el pecado en el momento en que es cometido, y no el castigo, como en el resto. Ocurre lo mismo con los pañeros y con una panadera, por ejemplo. No todas las escenas se desarrollan en el infierno. Pero ¿os habéis fijado en un detalle? La pieza de carne que hay encima de la mesa del carnicero y la cabeza que está pesando en la báscula se parecen sospechosamente al perro que retoza a sus pies.
—¡Es cierto! —Margarita rio—. ¡No solo engañaba con el peso, sino con la calidad de la carne!
—Me asombra la habilidad de los canteros para representar en piedra escenas con tanto detalle. En el borde de alguna dovela me ha parecido ver marcas que se repiten: su firma, sin duda.
—Hay muchas en toda la catedral, que incluso coinciden con las que aún se ven en el puente del Ebro. Ya sabrás que las dos obras son contemporáneas.
—En aquella época no les faltaba el trabajo.
—Tampoco a ti te va a faltar, al menos en lo que queda de año —bromeó Manuel, al tiempo que se incorporaba—. Magnífico trabajo, no puedo estar más satisfecho. Espera a que se conozca en Puente Real, te vas a convertir en un personaje célebre.
Ángel recogía ya los dibujos con cuidado, alternando cada lámina con una hoja de papel de seda, y no respondió al comentario.
—Le dejaré el portafolio con los dibujos, tengo en la torre el otro que me proporcionó.
—Estupendo. Los iré guardando como oro en paño. Pero ahora será mejor que bajemos a cenar, ya huelo los aromas que suben de la cocina. Carmencita es una gran cocinera.
—Si me permitís, yo me adelanto para ayudarla con la mesa —anunció Margarita.
Manuel tomó el portafolio y se acercó al escritorio para depositarlo allí. Después regresó hasta el tocadiscos para guardar el último disco que había sonado, cerró con cuidado la tapa del aparato y tomó de la mesa auxiliar la botella de vino, aún mediada.
—Me está sabiendo delicioso, lo terminaremos durante la cena.
Todavía se entretuvo en abrir varios cajones hasta que pareció encontrar lo que buscaba. Mostró a Ángel un pequeño estuche de cuero.
—Los cigarrillos que te había prometido. Para acompañar el café.
Ángel cogió el maletín de los lápices, y salieron al rellano, decorado con sobriedad pero con gran elegancia.
—Esta es la sala de costura, donde las mujeres suelen pasar largos ratos —indicó Manuel abriendo la puerta—. Y enfrente está nuestro dormitorio. Las dos puertas pequeñas son de los cuartos de baño. Carmencita tiene su cuarto en el piso de arriba. Y la habitación que queda en esta planta es… era la de Alfonso.
Manuel advirtió que Ángel parecía realmente conmovido.
—Lamento lo del muchacho.
—¡Ah! ¿Estás al corriente?
—Sí, claro. Todo Puente Real lamentó la desgracia.
—Lo sé. Hasta hace pocos días seguía como él lo había dejado antes de sufrir el accidente. —Señaló la puerta cerrada—. Pero tuve que tomar la decisión de cambiarlo. Para Margarita no suponía más que un perjuicio. Aún no lo ha superado.
—Hoy parecía contenta —acertó a comentar el campanero mientras descendían.
—Lo que has visto es resultado de su estricta educación, sabe mantener las formas cuando hay una visita. Aunque sí, quizás hoy la he visto realmente animada, creo que ha disfrutado mucho con tus dibujos.
Ángel asintió.
—En esta planta están el comedor y la cocina. El resto lo ocupan mi consulta, un pequeño quirófano y la sala de espera. Apenas lo utilizo ya.
La luz del salón ya se hallaba encendida cuando entraron. La zona de estar compartía el espacio con una gran mesa de comedor, vestida con un delicado mantel y con tres cubiertos puestos. Manuel dejó el vino en un extremo, tomó dos copas de cristal de la vitrina más cercana y regresó para llenarlas. De nuevo probó una de ellas.
—Sí, mantiene una buena temperatura —aseguró tendiendo la otra copa a Ángel.
Manuel se dirigía hacia los sillones cuando entró Margarita.
—No, no os sentéis. La cena ya está lista.
—¡Perfecto! Estoy hambriento —declaró—. ¡A la mesa entonces!
La cena se desarrolló en un ambiente distendido, aunque Manuel no dejó de reparar en que Ángel se encontraba incómodo a la hora de manejarse en la mesa. En un par de ocasiones sorprendió a Carmencita contemplando a su invitado con excesivo descaro y hubo de fruncir el ceño para que se diera por aludida. Había preparado una ensaladilla rusa con los productos de la huerta que Joaquín cultivaba en la finca de la vega. Hasta los huevos duros que llevaba eran de sus gallinas, igual que el aceite de la mayonesa, de sus propias olivas, exprimidas en el trujal municipal. Comieron después lomo y costilla en conserva, procedentes de la matanza del último invierno, que aquel año había tenido pocas ocasiones de menguar en cenas como aquella. Y terminaron con las primeras uvas de moscatel de la temporada, un tanto picadas por las avispas, pero dulces y sabrosas.
—Si le soy sincera —dijo Margarita mientras Carmen retiraba el primer plato—, cuando Manuel me advirtió de su visita… no sé, quizá no me explique bien, pero… me había hecho una idea equivocada acerca de usted.
—¿A qué te refieres, Margarita? —preguntó Manuel, aprovechando para pasarse la servilleta bajo los ojos llorosos.
—No es usted… —vaciló, tratando de encontrar la palabra adecuada— un hombre ignorante o sin formación. Más bien todo lo contrario.
—Todo se lo debo a un gran maestro que tuve durante mi niñez. Fue él quien descubrió en mí cierto talento para el dibujo, me alentó y alentó a mi familia para que me permitiera aprovecharlo. Ellos no tenían recursos ni podían enviarme a un buen colegio, pero don Javier, así se llamaba, me permitió pasar tardes enteras con él, y no solo dibujando, sino adquiriendo conocimientos de otras disciplinas.
—¿El arte estaba incluido entre ellas?
—Muy de pasada, pero consiguió estimular mi interés por aprender. Me prestaba libros, incluso me permitía asistir a las clases con muchachos mayores que yo. Tengo mucho que agradecerle, aunque tal vez haya muerto ya.
—¿Y no continuó usted los estudios?
—Si se refiere al dibujo, era una simple afición, y las aficiones no dan de comer. En cualquier caso, la guerra lo cambió todo.
—Ya, sí, lo sé. Tengo entendido que fue herido en el frente.
—Todavía resulta evidente —respondió el campanero.
Manuel sorprendió de nuevo a Carmencita examinando con poco disimulo las cicatrices de Ángel.
—Lo mejor de todo —trató de desviar la conversación de nuevo— es que estas lamentables circunstancias te han traído hasta aquí, y yo no puedo sino alegrarme por ello.
Terminaron de cenar y se sentaron en los sofás del extremo opuesto, bajo el óleo del arcángel san Rafael, y Manuel ofreció un cigarro a Ángel, que prefirió uno de los cigarrillos de la pitillera. Carmencita sirvió un café humeante.
—Un privilegio, en los tiempos que corren —aseguró Manuel, bajando la voz—. Un café así no se encuentra en los colmados, conviene mantener buenas relaciones en la ciudad.
Ángel pareció disfrutar del café, aunque su carácter y su expresión casi hierática no ayudaran a adivinar sus estados de ánimo. Apuró el cigarrillo y lo apagó en el cenicero antes de anunciar que empezaba a hacerse tarde para él.
—Pretendo seguir con mi costumbre de estar en la Puerta del Juicio al amanecer —explicó.
—Y yo aplaudo tu decisión —Manuel rio—, aunque pueda parecer egoísta por mi parte.
Se pusieron en pie, y Ángel se despidió de Margarita.
—Estoy pensando que un paseo hasta la catedral me sentará estupendamente. ¡Te acompaño! La noche no puede ser más agradable.
—No me gusta que salgas solo a estas horas, Manuel —protestó Margarita.
—¡Mujer, que hace mucho que las calles están iluminadas! Y para algo están los serenos.
Ángel cogió su nuevo maletín y su sombrero, y salieron a la calle. La brisa había refrescado el ambiente después de la calurosa tarde de verano, y la noche invitaba realmente al paseo, opinión que parecían compartir muchos otros vecinos de Puente Real. Se dirigieron a la plaza del Mercado y ascendieron por la angosta calle que la unía con la plaza de San Jaime. Desde allí, no tardaron en alcanzar la puerta del Palacio Decanal.
—Entraré por aquí —señaló el campanero—, la llave de la puerta de la catedral es demasiado pesada para cargar con ella.
—Algún día me tienes que mostrar los secretos que esconde la catedral, la propia torre… Subir allá arriba ahora, en plena noche, debe de resultar imponente.
—Después de visitar su casa, me avergonzaría todavía más mostrarle el lugar donde vivo.
—No creas que me impresionan ese tipo de cosas —aseguró Manuel—. Quizá cuando tengas la suficiente confianza para tutearme de una vez…
—Le avisaré cuando haya terminado unas cuantas dovelas más.
—Esperaré impaciente. —Sonrió—. Buenas noches.
Ángel cerró la puerta tras de sí y cruzó el zaguán del palacio. Conocía bien cada recoveco, cada escalón, de modo que no necesitaba encender la luz. Le bastaba con la claridad procedente de los ventanales. Atravesó el ala norte del claustro y accedió a la catedral, iluminada por el resplandor de la luna que se filtraba a través del rosetón. Abrió la puerta de la torre y, entonces sí, accionó el conmutador. Cuando la triste luz de las bombillas iluminó la escalera de caracol, cerró la puerta tras de sí y comenzó a ascender los cincuenta y cinco escalones que salvaban el desnivel hasta el rosetón mismo. Abrió la portezuela anclada entre los sillares y salió al exterior, al estrecho pasillo que discurría ante la enorme vidriera circular, sostenida por bellísimos radios de piedra. Avanzó hasta el extremo opuesto y se introdujo en el estrecho pasadizo de piedra que comunicaba con el tejado del ala norte. Allí cruzó las enormes losas de piedra escalonadas y alzó la vista hacia la mole del campanario, que proyectaba su sombra sobre la catedral. Se dirigió hacia la portezuela que se abría en la base de la torre y se agachó para entrar. Accionó el interruptor, y la estancia quedó iluminada. Solo dos troneras se abrían en los sólidos muros, una al frente y otra en el lado izquierdo, sobre la fachada principal. La del lado contrario estaba obturada por la escalera que arrancaba a su derecha y se perdía en la oscuridad por encima de la luz de la bombilla.
Bajo esa misma escalera se encontraban los escasos muebles que constituían su dormitorio: un catre con un grueso colchón de lana, una mesilla con una pequeña lámpara y una mesa con su silla en la pared opuesta, entre la cama y la tronera. Al otro lado del ventanuco había un viejo armario de madera maciza y junto a él, formando parte del mismo conjunto, una sólida estantería repleta de libros. La pared izquierda albergaba los elementos que en cualquier otra casa se encontrarían en la cocina: un viejo fregadero de piedra con lavadero para la ropa, cuyo desagüe vertía en un gran cubo de hierro, y una cocina económica desde la cual se alzaba un tubo ennegrecido que se perdía en lo alto. Entre ambos se extendía una plataforma que hacía las veces de mesa, sobre la que se apoyaba una alacena repleta de útiles de cocina.
Arrojó el sombrero encima de la cama, dejó la caja de lápices en la mesa y se sentó pesadamente sobre el colchón. Lo primero que hizo a continuación fue quitarse los zapatos. Permaneció pensativo durante varios minutos, hasta que en el reloj de la torre sonaron once campanadas. Accionó entonces el conmutador en forma de pera que colgaba de la mesilla, y la pequeña lámpara proporcionó al rincón un aire que Ángel había acabado por considerar acogedor. Se inclinó hacia delante, apoyó el codo en la rodilla y dejó descansar la cabeza sobre la mano, sujetando la barba entre los dedos entreabiertos. Permaneció así un buen rato, pensativo, hasta que exhaló un profundo suspiro y se incorporó. Entonces extendió la mano hacia la mesilla, abrió el cajón y buscó en el interior. Entre sus dedos apareció un sobre amarillento y arrugado, con los bordes oscurecidos. Alzó la solapa, introdujo el pulgar y el índice y extrajo una carta doblada en cuatro partes iguales. Con cuidado la desdobló y comenzó a leer. Sus ojos se deslizaron con lentitud sobre la letra apretada e irregular, hasta que alcanzó el borde inferior. Le dio la vuelta y continuó. Se enjugó la primera lágrima con el dedo corazón, y también las siguientes. Pero, al dejar la carta sobre la mesilla, su pecho se sacudió con un sollozo incontenible, se dejó caer de lado y enterró la cabeza en la almohada.