Capítulo 7

Lunes, 1 de agosto de 1949

Manuel cerró la puerta con cuidado, con la llave dentro del bombín. Había dejado a Margarita durmiendo y no quería despertarla con un inoportuno chasquido del pestillo al salir. Agradeció la frescura de la mañana, en aquellos instantes previos al alba. Dudó un instante sobre el camino a tomar, pero emprendió la marcha hacia el río. Continuó adelante al llegar a la plaza de Calvo Sotelo, siguió el muro del convento de San Francisco y pasó por delante del cuartel, donde no vio señales de movimiento dentro de la garita de guardia. Cruzó por debajo del puente del ferrocarril y giró a la izquierda a la altura del antiguo matadero, transformado en sede de las Escuelas Protegidas. La luz de los faroles iluminaba aún las inmediaciones del puente que daba nombre a la ciudad, pero los primeros hortelanos ya se habían dado cita allí, algunos para comprar el pan del almuerzo en la panadería del cercano molino, otros para empezar la mañana con una copa de anís en el viejo quiosco que hacía las veces de bar.

Le gustaba contemplar la escena que cada día tenía lugar ante la puerta de la Mejana, la célebre huerta que se extendía en la margen derecha del río, de donde procedían aquellas afamadas hortalizas que eran el orgullo de Puente Real. Un anciano cuyo rostro no le era desconocido, con albarcas y unos raídos pantalones sujetos con una cuerda de esparto, cruzó bajo el arco de la vía. Empujaba el manillar de una vieja bicicleta, en cuya parte trasera había sujetado un capacho trenzado con cañas. Manuel se sobresaltó cuando un perrillo, que compartía el espacio con la hoz, la azada y el botijo, se apoyó en el borde y le ladró.

—¡Calla, Morucho! —espetó el viejo—. Que molestas al doctor.

—¡Cuánto madruga, abuelo!

—¡No madrugues, no! Que te den las doce con la faena sin terminar, y verás tú sudar —contestó con la bicicleta parada. Que en este tiempo cuanto más bebes más sudas, ¿sabe usted?

Manuel no tenía intención de pararse a entablar conversación.

—Que tenga una buena mañana —se despidió, alzando la mano a modo de saludo, sin dejar de caminar.

Junto al terraplén del ferrocarril se alzaba la iglesia románica de la Magdalena, que daba paso a la abigarrada trama de callejuelas de la vieja ciudad musulmana. Se adentró en ellas con las primeras luces. Disfrutaba paseando por aquellas calles aún desiertas, escuchando los sonidos del despertar a la actividad diaria, percibiendo el olor de la leña y el aroma de las tahonas. Decidió empezar con paso ligero la que había dado en llamar la «Vuelta al Vaticano»: por San Antón llegó hasta San Nicolás, y por San Salvador alcanzó la plaza de San Juan, con sus dos iglesias, la de los Jesuitas y la de la Compañía de María. Siguió por las Dominicas hasta las inmediaciones de las Capuchinas, para regresar por las Siervas de María y la iglesia del Carmen. Cruzó las Herrerías hasta San Jorge, y por la calle del Pasaje, se plantó en la plaza Vieja, delante de la catedral. Los primeros rayos del sol se proyectaban sobre la parte alta del campanario y, al mirar a lo alto, Manuel se vio obligado a sacarse el pañuelo del bolsillo para enjugarse las lágrimas, deslumbrado.

Empezó a sentir el gusanillo del hambre y decidió pasar por la plaza de San Jaime en busca de unas magdalenas recién hechas para el desayuno. Enfiló la calle del Roso para pasar, como siempre que tenía ocasión, por delante de la Puerta del Juicio. Alzó la vista hacia las arquivoltas mientras se llevaba el pañuelo a los ojos de nuevo, se acercó a la pared opuesta para ganar perspectiva y a punto estuvo de tropezar cuando encontró en su trayectoria un obstáculo con el que no contaba.

—Discúlpeme —masculló—. No lo había visto.

Sentado en un taburete en la esquina con la calle del Juicio, un hombre de mediana edad de barba poblada, en torno a los cuarenta años quizá, dibujaba una de las escenas de la portada apoyado en una tabla.

—No se preocupe —respondió.

—¡Dios mío! ¿No le habré arruinado el trabajo? —preguntó al ver que se disponía a borrar un trazo desviado.

—No es nada, se lo aseguro.

Manuel se colocó a su lado y observó el dibujo para asegurarse de que era cierto. Y lo que vio lo dejó boquiabierto. Aquel hombre había plasmado sobre el papel una de las escenas de los capiteles que sostenían las arquivoltas, en concreto la que representaba la creación del cielo y el mar. Lo había hecho con un simple lápiz de carboncillo, pero con tal maestría que las figuras parecían cobrar la vida que no tenían en la piedra.

—Ha hecho usted un trabajo magnífico…

—Gracias —se limitó a responder, aunque Manuel detectó cierta intranquilidad en su voz.

—Discúlpeme si le importuno, pero soy un apasionado del arte que contiene esta catedral y le aseguro que jamás había visto un carboncillo que reprodujera con tanta calidad esos capiteles. ¿Sería pedir demasiado que me permita examinarlo?

El hombre se volvió para dejar los útiles en un pequeño morral de cuero que reposaba junto al taburete, lo cual permitió a Manuel observar el lado derecho de su rostro. La sien, el ojo y el pómulo estaban desfigurados por profundas cicatrices que se perdían bajo su poblada barba.

—¿Es posible que sea usted el campanero? —preguntó entonces.

—Lo soy —respondió al tiempo que se levantaba.

—Doctor Manuel Vega —se presentó, tendiéndole la mano.

—Mucho gusto. Ángel Expósito, un simple campanero —respondió sin asomo de sonrisa.

—¡Y magnífico dibujante! —exclamó Manuel.

—Es una afición que he desarrollado desde que era niño, disfruto con ella, sin más.

—¿Me permite? —pidió, extendiendo la mano hacia el dibujo.

Durante un instante sostuvo el trabajo entre sus manos y se acercó después hasta el capitel.

—¡Pero esto es magnífico! —exclamó con entusiasmo—. Le puedo decir, Ángel, que he pasado horas ante esta portada, he consultado grabados y he visto imágenes de estas esculturas en libros de arte… y le aseguro que jamás había reparado en detalles que usted ha captado. ¡Fíjese en esos tres peces nadando entre las aguas del mar! ¡Hubiera negado que están ahí de no verlo ahora con mis propios ojos[Fig. 1]!

—A veces sucede, no reparamos en lo que tenemos ante nosotros cada día.

—Y dígame, Ángel, ¿tiene usted más trabajos como este?

—Alguno tengo, sobre todo de los capiteles del claustro, aquí es difícil dibujar. Excepto a estas horas, la calle es un ir y venir…

Manuel asintió.

—No quisiera abusar de su confianza, pero ¿podría usted mostrármelos en algún momento? Cuando pueda, por supuesto.

El campanero pareció vacilar.

—Está bien —cedió al cabo de un instante, consultando un reloj que extrajo del bolsillo—. Tendrá que esperar, es hora de tocar a misa. Si pasa al interior, yo mismo se los bajaré en unos minutos. Hay tiempo entre toque y toque.

—No quisiera hacerle bajar sin necesidad. Puedo subir con usted si lo prefiere —dijo mientras entraban en el templo a través de la puerta entreabierta.

Esta vez el campanero pareció azorarse y golpeó la puerta al cerrar de nuevo una vez dentro.

—No puedo enorgullecerme del lugar en el que vivo, se lo aseguro. Espero que lo comprenda.

—Desde luego, en ese caso esperaré aquí. Nunca he visto el interior de la catedral a una hora tan temprana.

—Parece una catedral diferente a cada hora del día —coincidió el campanero—. El amanecer en esta época del año es uno de mis momentos preferidos, justamente desde aquí.

Los rayos de sol, cercanos a la horizontal, atravesaban los esbeltos ventanales góticos de la nave central y proyectaban las sombras de sus nervaduras sobre los sillares de la pared opuesta.

—Espéreme aquí, vuelvo enseguida.

El campanero abrió la pequeña puerta de madera que daba acceso a la torre meridional, accionó el interruptor de una pequeña bombilla y se perdió entre las sombras de la escalera de caracol que ascendía a lo alto. Manuel alzó de nuevo la vista y por un momento lamentó no tener manera de captar aquella pequeña maravilla. Pensó que quizás entonces, sin la carga de la consulta, podría ser el momento de iniciarse en los secretos de la fotografía, algo que siempre le había atraído pero que siempre había pospuesto.

Avanzó por el lado del evangelio y acercó el rostro a la verja que cerraba la sorprendente capilla barroca de Santa Ana. También allí la luz se filtraba por los ocho ventanales que rodeaban la cúpula, dando vida al ejército de querubines que parecían revolotear en las alturas. En aquel momento empezaron a sonar las campanas. Mientras avanzaba hacia la nave central, contó de manera casi inconsciente los cuarenta toques y uno más, separado del resto, que identificaba la primera llamada a la primera misa del día. Pasó por delante del coro y dejó a su izquierda la capilla del Espíritu Santo antes de regresar por la nave de la epístola. Anotó mentalmente la incomparable sensación de pasear por aquel lugar en completa soledad y decidió volver en otra ocasión, con más tiempo. En ese momento prefirió esperar al campanero en el punto del trascoro en el que lo había dejado. Apenas tuvo tiempo de contemplar los dos enormes lienzos que lo presidían, pues las pisadas en la escalinata le advirtieron de su regreso.

—Aquí tengo algunas —dijo alzando un viejo cartapacio de cartón—. Pero será mejor que salgamos al claustro, aquí la luz es escasa.

Manuel caminó tras él, atravesando las puertas que abría con un manojo de llaves que le colgaban del cinto. Accedieron al claustro por la esquina nororiental, y el campanero avanzó por la crujía, hasta alcanzar uno de los últimos capiteles del ala norte. En todos ellos aparecían representadas distintas escenas de la vida de Jesús. La luz excesiva había obligado una vez más a Manuel a secarse los ojos con el pañuelo.

—He empezado a pintar los menos deteriorados, este es uno de los que más me gustan —explicó el campanero al tiempo que abría el cartapacio.

Se sentó en la piedra, apoyó los dibujos en el muro y fue pasando los pliegos hasta que encontró el que buscaba.

—Aquí está, representa la resurrección de Lázaro. [Fig. 2]

Manuel se guardó el pañuelo en el bolsillo, tomó el carboncillo entre las manos y lo dispuso de manera que la luz permitiera contemplar los detalles. Durante un minuto se limitó a llevar la vista del papel a la piedra del capitel, girando en torno a él para abarcar sus cuatro costados, que en el pliego aparecían como un continuo.

—Esto es asombroso, Ángel…, si me permites que te tutee —dijo al fin, con la sorpresa reflejada en el rostro—. ¡Es mejor que una fotografía, más expresivo! ¡Y tan fiel al original!

—Me gusta lo que hago —repuso el campanero con humildad—. Y tiempo no me falta.

Manuel dejó el dibujo y tomó el siguiente.

—La entrada de Jesús en Jerusalén[Fig. 3] —reconoció en voz alta.

—Veo que conoce bien el claustro.

—Soy un buen aficionado al arte. Sería un crimen no serlo, teniendo tesoros como estos a nuestro alcance —contestó sin apartar la vista de los dibujos—. ¡Pero esto es simplemente soberbio!

—Exagera usted, doctor.

—Por favor, llámame Manuel. Si de mí depende, creo que podremos mantener una relación más estrecha en adelante. Me gustaría disfrutar de tu trabajo con más detenimiento —dijo mientras ojeaba el resto de los dibujos.

—Puede llevárselos, ya me los devolverá.

—Lo haré, sin duda. Pero me refiero a algo más, tengo una propuesta que hacerte…

—Usted dirá, pero espérese, que tengo que tocar el segundo —añadió de repente, echando a andar en dirección al templo.

Manuel entretuvo la espera comparando dibujos y originales. De nuevo escuchó, mucho más claro entonces, el tañido de la campana y, al cabo de un momento, Ángel estaba de regreso.

—¿Me decía?

Manuel reparó en el aire circunspecto que el campanero no había abandonado desde que entablaran conversación. Sus ojos siempre aparecían entornados, sus labios apretados… En ningún momento había esbozado una sonrisa siquiera, aunque su tono no dejara de ser cordial.

—He de confesarte que, aunque este claustro es una joya del románico, mi debilidad es la Puerta del Juicio. Creo que el auténtico tesoro de la catedral está allá fuera. Hay otras portadas en las que se representa el Juicio Final, pero ninguna con tal cantidad de escenas referidas a los castigos del infierno. ¡La mitad derecha de la portada está dedicada por completo a representar los pecados más variados y los tormentos que aguardan a los condenados!

—Lo sé, don Manuel. Casi sesenta escenas, y otras tantas en el cielo.

—Manuel a secas, por favor.

—De acuerdo, Manuel a secas…

—Un auténtico libro abierto para los habitantes de Puente Real de hace más de setecientos años. ¿Qué otra cosa necesitaba la Iglesia de entonces para aleccionar a los vecinos que mostrarles de esta forma tan expresiva el premio que aguardaba a los mansos y el castigo que merecían los díscolos? Daba igual que ninguno de ellos supiera leer. Ahí podían ver, igual que ahora vemos una película en el cine Cervantes, las calderas del infierno preparadas para los panaderos que les sisaban con el pan, a los carniceros que engañaban con el peso y a los usureros que abusaban con los intereses de sus préstamos. O a esos sodomitas a los que un demonio lleva colgados de los huevos en una barra. —Rio.

—Incluso algún clérigo al que otro diablo pone una mano en el hombro, recordándole que él también tiene un lugar reservado en el infierno.

—¡Cierto! ¿Imaginas el efecto en aquella gente, en tiempos del rey Sancho el Fuerte, cuando se descubriera por fin la portada acabada? Además en sus orígenes estaba policromada, la llamaron la Puerta Pintada.

—No lo sabía.

—Así es. Debió de ser sencillamente impactante, todas esas escenas del fuego del infierno pintadas de rojo, supongo que las del cielo en azul…

—Aun con el color de la piedra desnuda sobrecoge.

—No hay vez que pase por delante y no me detenga a mirarla. Gracias a eso he tropezado contigo. Si no, quizá ni siquiera hubiera reparado en tu dibujo.

—Pues hemos coincidido por casualidad, estaba a punto de subir a tocar a misa.

—Las cosas no ocurren por casualidad, Ángel. A mí me apasiona esa puerta y he tropezado contigo, que estabas pintándola. Y eso me va a permitir proponerte algo que lleva tiempo rondándome la cabeza.

—Pues dígame… dime —se corrigió.

—¿Querrías dibujar para mí todas y cada una de las dovelas de la portada?

Ángel dio un respingo, y sus ojos terminaron de entornarse en un gesto de extrañeza.

—Te pagaría por ello, por supuesto. Imagino que tu salario como campanero no te permite demasiados dispendios. Es, como te digo, algo que tengo en mente desde hace tiempo, pero ni yo tengo la capacidad de hacerlo ni mi cansada vista me lo permitiría.

El campanero consultó de nuevo el reloj.

—Son casi las ocho, deme un momento.

Esta vez Manuel aprovechó la espera para recorrer el claustro, recordando las distintas escenas representadas en cada uno de los laterales. Observó con preocupación el progresivo deterioro que sufrían algunos de los capiteles, en especial en aquellas partes más expuestas a las inclemencias del tiempo, y recordó las noticias de prensa acerca de repetidas demandas a la Diputación por parte del Ayuntamiento para proceder a la reparación de las cubiertas.

Ángel bajó de la torre sin una señal que delatara el esfuerzo.

—¿Tienes que subir cada vez a lo alto del campanario?

—No, no. No sería posible, tan solo hasta la base del campanario, a la altura del rosetón. Allí está la vivienda de los campaneros y hay una cuerda que permite tocar sin subir. ¡Son doscientos escalones!

—Bien, ¿qué respondes a mi propuesta?

—No necesito dinero, tengo lo suficiente para mantenerme, y un techo donde cobijarme. Lo haré porque me divierte.

—Insisto…, el trabajo será largo y tedioso.

—Si creyera que va a ser tedioso no aceptaría, Manuel. Así que no insista, no vaya a ser que cambie de opinión. Tengo mis razones para no aceptar ese dinero.

—Como quieras, es tu decisión. Permite al menos que te proporcione todo el material necesario.

—A eso no le diré que no. Ni a que me explique qué hará cuando tenga todos los dibujos. Son más de un centenar y medio, en total, contando los capiteles y las claves.

—¡Es cierto, qué estúpido! Quiero hablar con algún impresor para tratar de hacer reproducciones y, si fuera posible, editar un libro con ellas. Hasta ahora no se ha hecho nada parecido, y creo que la singularidad de nuestra portada merece una mejor divulgación. No resultará barato, pero estoy dispuesto a correr con los gastos, sobre todo después de saber que el autor no quiere cobrar por su obra.

Tampoco esta vez consiguió sacar una sonrisa al campanero.

—En ese caso, empezaré cuanto antes.

—No quiero meterte prisa, supongo que cada dibujo te llevará varios días.

—Ha habido días en que he terminado dos…

—¿Bromeas?

—Trabajo rápido. El dibujo de la Puerta del Juicio que ha visto… lo empecé ayer cuando hubo luz suficiente, hasta la misa de ocho. Y lo estaba terminando esta mañana cuando ha llegado usted.

—¡Asombroso!

—Antes de Navidad tendrá usted terminada su portada. Si todo va bien —añadió.

—Magnífico, Ángel. —Le estrechó la mano de nuevo—. Una provechosa mañana, sin duda.

—También para mí lo ha sido.

—Hagamos una cosa —dijo, echándose la mano a la billetera—. Toma cincuenta pesetas y compra tú mismo el material que necesites.

—Si no es molestia, preferiría que lo hiciera usted, acostumbro dejar la catedral solo lo imprescindible. Un papel de cierta calidad y buenos lápices, con eso será suficiente.

—Y unos portafolios nuevos, no quisiera que tu trabajo sufriera desperfectos.

—Compre si acaso papel de seda para separarlos.

Manuel asintió.

—¿Por dónde empezarás?

—Por donde usted me diga. Pero si me lo permite, iré alternando las dovelas del cielo y el infierno, y los capiteles. Así resultará menos monótono.

—Sobre todo el cielo. —Rio—. ¡Resulta aburrido en comparación con la actividad frenética del infierno!

—Precisamente.

—Me gustaría… que fueras tú mismo quien trajera los dibujos a casa cuando los vayas terminando. Así tendremos ocasión de intercambiar impresiones y te mostraré el material que guardo en mi biblioteca sobre la portada. Hay cosas realmente interesantes sobre la interpretación de las escenas…

Aunque sin convicción, el campanero asintió, lo cual pareció dar pie a Manuel para dar una vuelta de tuerca más.

—¿Por qué no te vienes esta misma noche? Si está disponible, te podrás llevar todo el material. Conocerás a mi esposa, y te aseguro que nuestra doncella cocina como los ángeles.

—Deje, don Manuel —dijo, recuperando el tratamiento al parecer de forma inadvertida—. Le recuerdo que la gula tiene su correspondiente castigo en la portada.

—Lo sé, lo sé. —Rio—. No te fuerzo, pero si trabajas al ritmo que aseguras, te espero cualquier tarde de la próxima semana. Puedes venir un rato antes de la cena, te mostraré mi biblioteca y me enseñas los primeros dibujos. Estoy impaciente por que los vea Margarita, mi esposa.

—¿Qué quiere que haga con las dovelas dañadas? Hay algunas cabezas, sobre todo de demonios, que han sido arrancadas; sin ir más lejos, la de Satanás sentado en su trono.

—Mi intención es representar la portada tal como la conocemos hoy, es mejor que la pintes tal como es.

—Me parece acertado. No sería difícil copiar las cabezas siguiendo el modelo de otras dovelas, incluso de otros capiteles de la catedral, pero, si lo que pretende es hacer un trabajo riguroso, opino como usted.

El campanero se levantó y se puso el cartapacio bajo el brazo. Manuel se incorporó también.

—Por cierto, Ángel —dijo Manuel mientras caminaban hacia el templo—, también debo felicitarte por tu trabajo como campanero. En todo Puente Real se comenta tu maestría, has dado nueva vida a esas viejas campanas.

—Me gusta hacer bien mi trabajo, eso es todo —respondió.

La puerta del claustro se cerró tras ellos, y se dirigieron hacia el trascoro, en dirección contraria al lugar de donde llegaba la voz del sacerdote, que pronunciaba en aquel momento la homilía.

—No sabes cuánto me alegro de haber tropezado contigo —dijo Manuel con voz queda al coger el pestillo de la puerta.

—Aquí dentro, agradézcaselo a la Divina Providencia. Fuera… usted verá —contestó cuando la puerta de la torre se cerraba tras de sí.