1 - El nacimiento de lo Gratis

No hay que darle más vueltas: la gelatina (gelatin) proviene de la carne y los huesos. Es la sustancia glutinosa y translúcida que sube a la superficie cuando se cuece prolongadamente la carne. Pero si se recoge en cantidad suficiente y se purifica, añadiéndole color y sabor, se convierte en otra cosa: la gelatina comercial de colores Jell-O[3]. Un polvo limpio en un paquete, alejado de sus orígenes de matadero a base de tuétano y tejido conjuntivo.

Hoy no pensamos mucho sobre el origen de la gelatina comercial, pero a finales del siglo XIX, si querías presentar algo especial y bamboleante en tu mesa, lo tenías que hacer de una manera muy difícil: poniendo restos cárnicos en un puchero y esperando medio día hasta que el colágeno hidrolizado emergiera del cartílago.

En 1895, Pearle Wait estaba sentado a la mesa de la cocina hurgando en un cuenco de gelatina. El carpintero, que tenía además un negocio de patentes de envases para medicinas, deseaba introducirse en el entonces nuevo negocio de los alimentos envasados, y pensaba que este producto podría ser bueno si lograba descubrir cómo hacerlo más atractivo para el público. Aunque los fabricantes de colas llevaban produciéndolo durante décadas como un derivado del despiece de los animales, todavía tenía que convertirse en popular entre los consumidores estadounidenses.

Y la razón era que exigía mucho trabajo para tan poca recompensa.

Wait se preguntaba si habría alguna forma de popularizar la gelatina. Los primeros intentos que se hicieron de vender gelatina en polvo, incluyendo los del inventor del proceso, Peter Cooper (de la famosa Cooper Union), presentaban la gelatina de un solo color y sin sabores bajo el argumento de que era la forma más flexible; los cocineros podían añadir sus propios sabores. Pero Wait pensó que las gelatinas con sabores se venderían mejor, así que las mezcló con zumos de fruta, azúcar y tintes alimentarios. La gelatina adoptó el color y el sabor de las frutas —naranja, limón, fresa y frambuesa—, creando algo con un aspecto, olor y sabor atractivos. Colorista, ligera y divertida por su gracioso bamboleo y su transparencia, se convirtió en una golosina capaz de aportar diversión a casi cualquier comida. Para alejarla aún más de sus orígenes en el matadero, su esposa May la rebautizó como «Jell-O». (Gel-O). Y la envasaron para su venta.

Pero no se vendía. La «Jell-O» era un alimento demasiado extraño y una marca demasiado desconocida para los consumidores de finales de siglo. Las tradiciones culinarias se basaban todavía en recetas victorianas, en las que cada tipo de alimento estaba bien delimitado. Esta nueva gelatina, ¿era un ingrediente para la ensalada o un postre?

Durante dos años, Wait siguió tratando de despertar el interés en la Jell-O, con escaso éxito. Pero en 1899 abandonó el empeño y vendió la marca —nombre y guión incluido— a un comerciante local el orador Frank Woodward. El precio de venta fue de 450 dólares.

Woodward era un vendedor nato, y se encontraba en el lugar adecuado. LeRoy se había convertido en una especie de semillero de vendedores ambulantes en el siglo XIX, muy conocida por sus vendedores de pócimas. Woodward vendía multitud de curas milagrosas, y estaba introduciendo nuevas creaciones con el Yeso de París. Comercializaba bolas de yeso como blanco para tiradores, y había inventado un nido para que las gallinas pusieran huevos impregnado de polvo antipiojos.

Pero hasta la empresa de Woodward, la Genesee Pure Food Company, tuvo que luchar para encontrar un mercado para la gelatina en polvo. Se trataba de una nueva categoría de producto con un nombre de marca desconocido en una época en la que los almacenes vendían casi todos los productos detrás de un mostrador y los clientes tenían que pedirlos por su nombre. La Jell-O[4] se producía en una fábrica cercana dirigida por Andrew Samuel Nico. Las ventas eran tan bajas y descorazonadoras que un sombrío día, mientras contemplaba una enorme pila de cajas de Jell-O sin vender, Woodward ofreció a Nico todo el negocio por 35 dólares. Nico lo rechazó.

El problema más grande era que los consumidores no entendían el producto ni lo que podían hacer con él. Y sin demanda de los consumidores, los comerciantes no lo querían almacenar. Los fabricantes de otros productos del nuevo negocio de ingredientes envasados, como el bicarbonato de soda de Arm & Hammer y la levadura de Fleischmann, solían incluir libros de recetas en los envases. Woodward pensó que un manual de instrucciones podría ayudar a crear demanda para Jell-O, pero, ¿cómo darlos a conocer, si nadie compraba las cajas del producto?

Así que en 1902, Woodward y su jefe de marketing, William E. Humelbaugh, probaron algo nuevo. Primero diseñaron un anuncio de tres pulgadas (7,5 cm) de longitud que introdujeron en el Ladies Home Journal, con un coste de 336 dólares. Con un tono más bien optimista que proclamaba que Jell-O era «el postre más famoso de América (Estados Unidos)», el anuncio explicaba el atractivo del producto: este nuevo postre «podía servirse añadiendo simplemente nata batida o una crema ligera. Pero si desea algo realmente elegante, existen cientos de deliciosas combinaciones que se pueden preparar rápidamente».

Luego, para ilustrar todas esas variadas combinaciones, Genesee imprimió decenas de miles de folletos con recetas de Jell-O y se las dieron a sus vendedores para que las distribuyeran gratuitamente a todas las amas de casa.

Esto resolvió astutamente el problema más grande de los vendedores. Mientras viajaban por todo el país en sus coches, tenían prohibido vender de puerta en puerta en la mayoría de ciudades sin una costosa licencia de vendedor ambulante. Pero los libros de cocina eran diferentes: regalar cosas no era vender. Podían llamar a las puertas y entregar simplemente a la señora de la casa un libro de recetas gratuito, sin más compromiso. El papel de imprimir era barato en comparación con la fabricación de Jell-O. No se podían permitir entregar muestras gratuitas del propio producto, así que hicieron la segunda cosa mejor: información gratis que sólo podía ser utilizada si el consumidor compraba el producto.

Después de cubrir una ciudad de folletos, los vendedores acudían a los comerciantes locales y les avisaban de que iban a tener una oleada de consumidores pidiéndoles un nuevo producto llamado Jell-O, del que harían bien en tenerlo en stock. Las cajas de Jell-O en los maleteros de los coches comenzaron por fin a moverse.

En 1904, la campaña se había convertido en un éxito abrumador. Dos años más tarde, Jell-O alcanzó el millón de dólares en ventas anuales. La empresa introdujo la «Chica Jell-O» en sus anuncios, y los folletos se convirtieron en los libros de recetas Jell-O «más distribuidos». En unos años, Genesee imprimió hasta 15 millones de libros gratuitos, y durante los primeros veinticinco años de la empresa, imprimió y distribuyó puerta a puerta 250 millones de libros de recetas gratuitos por todo el país. Artistas famosos como Norman Rockwell, Linn Ball y Angus MacDonald aportaron sus ilustraciones en color a los libros de recetas. Jell-O se había convertido en un elemento de la cocina estadounidense y en un nombre familiar.

Había nacido una de las herramientas de marketing más poderosas del siglo XX: regalar una cosa para crear demanda de otra. Lo que Woodward entendió fue que «gratis» es una palabra con una capacidad extraordinaria para transformar la psicología del consumidor, crear nuevos mercados, destruir otros antiguos y hacer que casi cualquier producto resulte más atractivo. También descubrió que «gratis» no significa sin beneficio. Sólo quería decir que la ruta que conducía desde el producto a las ganancias era indirecta, algo que llegaría a estar consagrado en el manual de los vendedores como el concepto de «líder con pérdidas».

King Gillette

Al mismo tiempo, el ejemplo más famoso de este nuevo método de marketing se encontraba en unos talleres unos pocos cientos de kilómetros al norte, en Boston. A los 40 años, King Gillette[5] era un inventor frustrado, un amargado anticapitalista, y un vendedor de tapones para botellas (chapas corona). A pesar de sus ideas, de su energía y de unos padres acaudalados, tenía pocas obras que mostrar. Culpaba de todos sus males a la competencia del mercado. De hecho, en 1894 había publicado un libro, The Human Drift, en el que argumentaba que toda la industria debería pasar a manos de una única corporación de propiedad pública, y que millones de norteamericanos deberían vivir en una ciudad gigante llamada Metrópolis, cuya energía procedería de las cataratas del Niágara. Su jefe en la empresa de tapones para botellas, mientras tanto, le había dado un único consejo: inventa algo que la gente use y tire después.

Un día, mientras se estaba afeitando con una navaja tan desgastada que ya no podía afilarse más, tuvo la idea. ¿Qué pasaría si la cuchilla pudiera fabricarse a partir de una delgada lámina de metal? En lugar de perder tiempo afilando las cuchillas, los hombres podrían desecharlas sin más cuando se quedaran sin filo. Tras unos pocos años de experimentación metalúrgica, había nacido la maquinilla de seguridad con cuchilla desechable.

Pero no tuvo un éxito inmediato. En su primer año, 1903, Gillette vendió un total de 51 maquinillas de afeitar y 168 cuchillas (hojas). En las dos décadas siguientes, intentó todos los trucos de marketing imaginables. Puso su propia cara en el envase, convirtiéndole tanto en una figura legendaria como, según algunos, en personaje de ficción. Vendió millones de maquinillas al ejército con un gran descuento, confiando en que los hábitos que los soldados desarrollaran durante la guerra se mantendrían en tiempo de paz. Vendió maquinillas a granel a los bancos para que pudieran regalarlas cuando la gente abría nuevos depósitos (campañas shave and save, «afeitarse y ahorrar»). Las maquinillas se entregaban con todo lo imaginable, desde goma de mascar Wrigley a paquetes de café, té, especias y chucherías.

Los productos gratuitos ayudaban a vender esos productos, pero la táctica ayudó a Gillette todavía más. Al vender barato a colaboradores que regalaban las maquinillas, que por sí solas eran inútiles, estaba creando la demanda de las cuchillas desechables. Era el mismo caso que el de Jell-O (cuyos libros de recetas eran a las «maquinillas» lo que la gelatina a las «cuchillas»), sólo que el consumidor quedaba más atrapado. Una vez enganchados a las maquinillas de cuchillas desechables, te convertías en un cliente de por vida.

Curiosamente, la idea de que Gillette regalaba las maquinillas es en su mayor parte un mito urbano. Los únicos ejemplos registrados se dieron con la introducción de Trak II en la década de 1970, cuando la empresa regaló una versión barata de la maquinilla con una cuchilla no reemplazable. Su modelo más habitual era vender maquinillas con un bajo margen a los colaboradores, como los bancos, que normalmente las regalaban como parte de sus promociones. Gillette obtenía su auténtico beneficio del elevado margen sobre las cuchillas.

Unos cuantos miles de millones de cuchillas más tarde, este modelo de negocio es ahora la base de muchas industrias: regalar el teléfono y vender el plan mensual; fabricar las consolas de videojuegos baratas y vender los juegos caros; instalar elegantes cafeteras en las oficinas de manera gratuita para poder vender a sus directivos costosas monodosis de café.

A partir de estos experimentos de comienzos del siglo XX, lo Gratis propició una revolución en el consumo que definiría los próximos cien años. El ascenso de Madison Avenue y la llegada del supermercado convirtieron en ciencia la psicología del consumidor, y lo Gratis en la herramienta por excelencia. La radio y televisión de libre difusión (Free-to-air, término utilizado para las señales enviadas al espacio electromagnético que todo el mundo puede recibir sin recargo) unieron a la nación y crearon el mercado de masas. «Gratis» era el reclamo del moderno comerciante, y el consumidor no dejaba nunca de acudir.

Lo Gratis en el siglo XXI

Ahora, en los comienzos del siglo XXI, estamos inventando una nueva forma de lo Gratis que definirá la siguiente era tan profundamente como lo hizo en el siglo anterior. La nueva forma de lo Gratis no es un truco ni una treta para desviar dinero de un bolsillo a otro. Se trata en cambio de una extraordinaria nueva capacidad de reducir los costes de bienes y servicios casi a cero. Mientras lo Gratis en el siglo pasado era un poderoso método de marketing, lo Gratis en este siglo es un modelo económico totalmente nuevo.

Esta nueva forma de lo Gratis se basa en la economía de bits, no de átomos. Es una cualidad única de la era digital en la que una vez que algo se convierte en software, inevitablemente se vuelve gratuito. De coste, sin duda, y a menudo de precio. (Imaginemos que el precio del acero hubiera caído tan cerca del cero que King Gillette pudiera haber regalado maquinilla y cuchillas y ganar dinero con algo completamente diferente, ¿la crema de afeitar tal vez?) Creó una economía de miles de millones de dólares —la primera de la historia—, donde el precio primario es cero.

En la economía basada en los átomos, que equivale a decir la mayor parte de lo que nos rodea, las cosas tienden a volverse más caras con el tiempo. Pero en la economía basada en los bits, que es el mundo online, las cosas se abaratan. La economía de átomos es inflacionaria, mientras que la economía de bits es deflacionaria.

El siglo XX fue fundamentalmente una economía de átomos. El siglo XXI será una economía de bits. Cualquier cosa gratis en la economía de átomos tiene que ser compensada con otra, lo cual es la razón de que muchas cosas gratis tradicionales tengan aspecto de anzuelo y de trueque: de un modo u otro, acabas pagando. Pero lo gratis en la economía de bits puede ser realmente gratis y el dinero puede desaparecer totalmente de la ecuación. La gente hace bien en sospechar de lo Gratis en la economía de átomos y en confiar en lo Gratis en la economía de bits. Intuitivamente, comprenden la diferencia entre las dos economías y por qué lo Gratis funciona tan bien online.

Después de 15 años del gran experimento online, lo gratuito nos llega por defecto, y los muros del pago son la ruta hacia la oscuridad. En 2007, el New York Times pasó a ser gratuito en Internet, al igual que gran parte del Wall Street Journal, utilizando un inteligente modelo híbrido que ponía a disposición gratis los artículos a quienes deseaban compartirlos online, en blogs o en otros medios sociales. Músicos desde Radiohead a Nine Inch Nails ofrecen ahora de manera rutinaria su música en Internet, al darse cuenta de que lo Gratis les permite llegar a más gente y crear más fans, algunos de los cuales asisten a sus conciertos e incluso —esperemos— pagan por versiones «premium» de la música. Los sectores de la industria de los juegos que más están creciendo son los de juegos online apoyados por publicidad, y juegos online gratuitos para múltiples jugadores.

El auge de la «economía de lo gratis» está siendo promovido por las tecnologías subyacentes de la era digital. Al igual que la ley de Moore dicta que la potencia de procesado de un ordenador reduce su precio a la mitad cada 2 años, el precio del ancho de banda y del almacenamiento están cayendo más rápido aún. Lo que hace Internet es combinar los tres, por lo que las bajadas de precios se componen de tres factores tecnológicos: procesadores, ancho de banda y almacenamiento. Como resultado, el índice de deflación neto del mundo online es de casi el 50 por ciento, lo que equivale a decir que lo que le cuesta a YouTube emitir un vídeo hoy le costará la mitad dentro de un año. Las tendencias que determinan el coste de hacer negocios en Internet apuntan todas en la misma dirección: hacia el cero. No es de extrañar que los precios online vayan todos también en la misma dirección.

George Gilder[6], cuyo libro de 1990, Microcosmos, fue el primero en explorar la economía de bits, lo pone en su contexto histórico:

En cada revolución industrial, algún factor de producción clave suele ver su coste reducido de forma drástica. El nuevo factor es prácticamente gratuito con relación al coste anterior para lograr esa función. Gracias al vapor, la fuerza física en la Revolución Industrial se volvió prácticamente gratuita en comparación con la época en que había que conseguirla de la potencia muscular animal o de la potencia muscular humana. De repente se podían hacer cosas que antes no te podías permitir hacer. Podías hacer que una fábrica funcionara 24 horas al día produciendo en masa productos de una manera absolutamente incomprensible hasta entonces.

Hoy en día, los modelos de negocio más interesantes consisten en encontrar maneras de hacer dinero en torno a lo Gratis. Antes o después, todas las empresas tendrán que descubrir formas de utilizar lo Gratis o competir con lo Gratis, de un modo u otro. Este libro trata de cómo hacerlo.

En primer lugar, examinaremos la historia de lo Gratis y por qué tiene tanto poder sobre nuestras opciones. Luego veremos cómo la economía digital ha revolucionado lo Gratis, convirtiéndolo de un truco de marketing en una fuerza económica, incluyendo los nuevos modelos de negocio que hace posibles. Por último, nos sumergiremos en los principios subyacentes de la «economía de lo gratis»: cómo funciona, dónde funciona, y por qué es tan a menudo malinterpretada y temida. Pero para empezar, ¿qué significa realmente «gratis»?